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Todo lo que vale

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Fue un típico martes. Mis cuatro hijas, ninguna de ellas casada, ya me entienden, aparecieron y nos dejaron a sus hijos, uno cada una, después de explicarle a mi mujer lo bien que se lo iba a pasar cuidando de ellos. Pero el martes es el día que ella va al casino, así que adivinen a quién le tocó ocuparse de los cuatro críos. Mi hija mayor trajo también el bastidor de un somier, que se había roto por un extremo. Quería que lo soldara. No consigo imaginar qué demonios se puede hacer en una cama para romper un bastidor de hierro, pero el caso es que el sueldo de cocinera de hamburguesas no le daba para comprar uno nuevo, eso dijo, así que tenía que arreglarlo yo con cuatro niños colgados del mono de trabajo. Su hijo, apodado Nu-Nu, tiene siete meses y es un bebé cabezón que siempre está babeando. La segunda de mis hijas, azafata en una compañía de aviones de hélice en Alexandria, tiene una niña de seis años llamada Moonbean, y eso no es un mote. La tercera, que sigue teniendo sus novietes, nos dejó a Tammynette, también de seis años; y el último en llegar fue Freddie, que es mi favorito, porque es igual que yo en esas viejas fotos mías de cuando tenía siete años: cabeza redonda y pelo cobrizo a cepillo, muy corto, como si fuera velcro. También tiene una piel como la mía, de esas que parecen papel, solo que él tiene bastantes pecas.

Cuando estuvieron todos, puse a los tres mayores delante del televisor y mecí a Nu-Nu hasta que se durmió y lo dejé en la cuna de viaje. Entonces me llevé afuera el bastidor y a los tres que quedaban despiertos, y cruzamos la parcela bajo los árboles hasta mi taller de paredes de chapa. Intenté hacer algo con aquel bastidor, pero Tammynette puso en marcha el aparato de afilar grande, acercó una lima a la piedra y se empezó a reír con las chispas que salían. Lo desenchufé y me puse a trabajar, pero cuando estaba sujetando el bastidor en el torno y enganchando la toma de tierra de la soldadora, me apoyé en la estructura de hierro y Moonbean cogió en ese momento el portaelectrodo e hizo que se produjera un arco azul al acercarlo a la parte de abajo de la cremallera de mi mono de trabajo. Yo salté hacia atrás, como si el poder del Altísimo me hubiera zarandeado, rasgué el mono de un tirón y me sacudí las chispas de los calzoncillos. Moonbean abrió de par en par sus ojos de chivo y dijo en tono cantarín:

—¡Hala! Cómo brinca el abu.

Pensé entonces que mejor dejaba de soldar nada con niños alrededor.

Los saqué a la parcela a jugar, pero, aunque tengo más de una hectárea, la verdad es que no hay mucha cosa para críos ahí, así que me senté y me puse a observar cómo Freddie se subía al motor de Oldsmobile que tengo colgado de un roble rojo con una larga cadena. Tammynette y Moonbean lo empujaron como si estuviera en un columpio, y yo les grité que parasen, pero no me hicieron ni caso. El espectáculo debía de ser bastante triste, supongo. No está bien tener un motor lleno de grasa colgando de una cadena de Kmart en tu parcela. Ya lo sé. Incluso en un pueblo del centro de Luisiana como Gumwood, que es como cualquier otro sitio de tierra rojiza del sur, chatarra en la parcela es chatarra en la parcela. Yo me gano la vida haciendo trabajillos de soldadura.

Quién diría que hasta fui una vez a la universidad. A la LSU, un semestre. Trabajaba horas extras en un aserradero para poder costear la matrícula y me presentaba con mis botas de trabajo en la clase de Inglés 101 que impartía un negro pakistaní, que no entendía una palabra de lo que decíamos nosotros, y nosotros a él mucho menos. Aquel tipo no me enseñó una mierda. Se sentaba encima de la mesa, con las piernas cruzadas y nos decía que escribiéramos sin parar en lo que él llamaba nuestros «porfolios», que no se leía nunca. Todo lo que sé es que envió nuestras tablas sujetapapeles a sus parientes de Pakistán para que las usaran como madera para el fuego.

El profesor de álgebra nos hablaba con los ojos mirando hacia arriba, como si tuviera la clase escrita en el techo. La mayor parte del tiempo no sabía ni si estábamos en clase, y durante un mes pensé que el pobre diablo era ciego. Jamás conseguí resolver ni una equis.

El profesor de química era un gordo borracho que calentaba sopa Campbell’s en uno de los mecheros aquellos y se la comía en la lata mientras hablaba. En aquella clase estábamos como un millón de alumnos y yo no conseguía entender qué quería que hiciéramos con los números y los nombres. Yo me sentaba al fondo, con estudiantes de una fraternidad que me llamaban «tío Jed». Un par de veces que conseguí ver desde allí lo que ponía en la pizarra, estuve a punto de entender algo, y me puse muy contento.

El profesor de historia me gustaba bastante y aprendí a tomar muchos apuntes de lo que decía, pero un mediodía de mucho calor cayó muerto mientras hablaba de las pirámides y lo sustituyó un tipo pequeñajo, que parecía un lagarto, y que me miraba con aire de superioridad en mi sitio de la primera fila. Creo que le caí bastante bien porque yo no me parecía a nadie de aquella clase, con mi pelo cobrizo bien corto y unos vaqueros que no estaban desgastados. Aunque suspendí aquel semestre, me compensó el gasto todo lo que aprendí sobre gente con el corazón más pequeño que un perdigón de cartucho.

Tammynette y Moonbean le dieron un buen empujón al motor, pero se distrajeron con una mariposa amarilla que revoloteaba en una mata de verdolaga, y aquel V8 de cuatrocientos kilos se las llevó por delante al volver. Así que cogí a las dos niñas que no paraban de berrear, me metí dentro de casa con todos y los limpié bien con Gojo.

—Quiero un Icee —gritó Tammynette mientras le limpiaba la grasa de motor entre los dedos—. No he tomado ningún Icee hoy.

—No hace falta tomar uno todos los días, señorita —le dije.

—¿Es que no tienes dinero? —Extendió la mano y se echó el pelo hacia atrás como si fuera una modelo de la televisión.

—Esas cosas cuestan más de un dólar. Cuando yo era niño, me daban cinco céntimos para chucherías, y solo dos veces a la semana.

—¡Icee! —gritó la niña en mi cara.

Moonbean se unió a ella desde la cocina con su monótona vocecita. No es que sea una niña monótona; solo que habla bajo, como un mal actor de wésterns. Nu-Nu se sentó en la cuna de viaje y balbució algo, y entonces cogí a todos, los metí en el Caprice y los llevé al Pak-a-Sak de Gumwood. Cuando llegué, tenía al bebé sobre mi regazo y Freddie había sintonizado música rock que sonaba como granizo sobre un tejado de chapa. Dos tipos que conozco, mayores que yo, nos observaron mientras aparcaba el coche junto a la acera. Cuando apagué el motor, acerté a oír que uno decía:

—Ahí está Bruton y su bastardomóvil.

Agarré el volante con fuerza, bajé la vista sobre la coronilla de Nu-Nu y me sentí como si alguien me hubiera dicho que se acababa de incendiar mi casa. Como estoy muy moreno, aquellos viejos no pudieron ver la vergüenza que me subía a la cara. Salí del coche como si no hubiera oído nada, con Nu-Nu cogido bajo el brazo como una barra de pan. Me entraron ganas de darle un puñetazo al más viejo de los dos y romperle la dentadura postiza, pero podía ver el artículo en el periódico local. Imaginé también el recuerdo que les quedaría a los niños de su abuelo pegando a un par de carcamales mascadores de tabaco. Los miré a los ojos y sonreí, sorprendiéndome a mí mismo. Bastardomóvil…, ¡¿será posible?!

—Eh, Bruton —dijo el más joven, un tal señor Fordlyson, de unos sesenta y cinco años—, ¿son todos tuyos? ¿Vuelta a empezar?

—Nietos —dije sujetando a Nu-Nu sobre sus zapatos, para ver si babeaba encima.

El mayor llevaba un sombrero de paja y tenía cicatrices en veinte sitios, de operaciones de cáncer de piel. Dio un resoplido.

—Puede que con esta camada te vaya mejor —me dijo.

Recordé entonces que este también era Fordlyson y que era tío del otro. Había tenido un aserradero en el norte del pueblo, era diácono de la iglesia baptista y dueño del uno por ciento del banco de medio pelo que había algo más abajo, junto a la desmotadora. Se creía el rey de Gunwood, pero la verdad es que eso le pasaba a cualquier viejo del pueblo con cinco dólares en el bolsillo y una opinión en la punta de la lengua.

Pasé por delante de él y entré en el Pak-a-Sak. Los niños vieron el estante de las chucherías y empezaron a pedir barritas de Mars y Zero, y hasta Nu-Nu extendió su mano babeada hacia las gominolas. Pero yo hice caso omiso de sus lloriqueos y le di a cada uno un Icee pequeño de Coca-Cola. Tammynette y Moonbean cogieron el suyo y se dirigieron a la puerta. Freddie cogió el suyo con mucho cuidado cuando se lo alargué. Nu-Nu podía ser todo lo cabezón que uno quisiera y más simple que un melón, pero sabía perfectamente lo que era un Icee y cómo sorber por la paja. Y menuda sonrisa se le puso cuando notó el sirope aquel de Coca-Cola en las encías.

Entonces, Freddie me miró con aquellos ojos verdes rodeados de pecas y dijo:

—¿Qué es un bastardomóvil?

Supongo que me quedé con la boca abierta.

—No sé de qué me estás hablando.

—Pensé que íbamos en un Chevrolet —dijo.

—Pues claro.

—Pero ese señor dijo que íbamos en un…

—Ni caso… Seguro que no le oíste bien.

Lo empujé suavemente hacia la puerta y salimos. El mayor de los Fordlyson nos miraba como si estuviéramos desfilando en una cabalgata. Yo procuraba mantener la vista al frente. En mi cabeza podía ver el titular del periódico: VECINO DE GUMWOOD DETENIDO CON SUS NIETOS POR AGRESIÓN. Me subí al coche con los niños y volví la vista para mirar a los Fordlyson: sentados en una barandilla, con el sudor marcado en sus camisas blancas y observándonos atentamente. Sus hijos tenían aserraderos, dirigían franquicias de comida rápida y formaban parte del comité de dirección de la escuela. Todos estaban casados. Supongo que los Fordlyson jóvenes eran tipos listos, aunque contemplando a aquella pareja, uno se preguntaba de dónde lo habían sacado. Arranqué el coche y salí a la carretera general, intentando no pensar, pero era como si tuviera la palabrita con letras cromadas en los guardabarros del coche: BASTARDOMÓVIL.

De camino a casa, Tammynette dio una chupada a la paja del Icee de Freddie y este la apartó y le llamó algo que yo solo había oído decir a los operarios jóvenes de la fábrica de contrachapado. Las palabras me dieron en el cogote como si fueran un ladrillo y yo paré el coche sobre la grava del arcén.

—¿Qué es lo que has dicho, muchachito?

—Nada. —Pero se puso colorado. Me di cuenta de que le preocupaba lo que yo pensara.

—Los niños de tu edad no usan ese tipo de lenguaje.

Tammynette se echó el pelo hacia atrás y levantó la barbilla.

—¿Cuántos años hay que tener?

La miré.

—¿No te importa que te haya dicho eso?

—Es lo que dicen en el programa de humor de la tele —dijo Freddie—. Lo dice todo el mundo.

—¿Qué programa de humor?

—El de después de las noticias de la noche.

—¿Y qué haces tú levantado tan tarde?

Se quedó mirándome y me di cuenta de que no tenía la menor idea de lo que significaba la palabra «tarde». Seguramente, Glendine, su madre, lo tiene todos los días delante del televisor hasta que se duerme. Lo imaginé echado sobre esa apestosa alfombra de pelo largo que su madre tiene delante del televisor para que sobre ella caigan las migas y todo lo que se derrama.

Cuando llegué a casa, los llevé a todos al porche lateral de nuestra casa. Las niñas se pusieron a jugar a las tabas, pero la pequeña bola botaba torcida en el suelo inclinado; Freddie hacía sonar la paja de su Icee y Nu-Nu se quedó dormido en mi regazo. Observé el coche y me pregunté si su nombre ya se habría difundido por la comunidad y cuando me vieran aparecer con él la gente gritaría: «Ahí viene el bastardomóvil». Gumwood es uno de esos pueblos donde todo el mundo mira a todo lo que se mueve. Yo lo hago. Si mi vecina, la señora Hanchy, sale con el coche, pienso: «¿Adónde irá ahora ese vejestorio? Son las dos y media, así que se debe de haber acabado su telenovela». Y entonces, cuando empiezo a pensar en la ruta que seguirá hasta el supermercado, pasa otro coche por delante de mí y me pongo a pensar en su ocupante. Esto no es malo. Hace que te preocupes de cómo te comportas y, en cualquier caso, ¿qué alternativa hay? ¿Que a nadie le importe un comino si estás vivo o estás muerto? He escuchado historias de bloques de apartamentos de esos de las grandes ciudades, donde la gente está sentada en un sexto piso viendo durante diez minutos cómo te están matando a palos en la calle, y no son capaces ni de llamar a alguien por teléfono.

Empecé a pensar en mis cuatro hijas. Ninguna practica religión alguna. Yo pensaba que eso se lo transmitiría su madre, como hizo la mía conmigo, pero LaNelle trabajaba mucho: solo tenía tiempo para cocinar, lavar, llevar y traer cosas de acá para allá y estar siempre agobiada. Las niñas crecieron viendo televisión por cable y vídeos todas las noches, y de ahí les vino su visión del mundo, y ese es el motivo por el que cuatro chicas de pelo rubio sucio y mentón retraído del distrito de St. Helena acabaron pensando que vivían en una telenovela de Hollywood. También pensaban que los camioneros y mecánicos casados con los que salían eran estrellas de cine. Supongo que en gran parte es culpa mía, pero no sé qué otra cosa podría haber hecho yo.

Moonbean arrastró un montón de tabas con los dedos en forma de rastrillo y una astilla del suelo del porche se le metió en una uña.

—¡Mierda puta! —dijo agitando la mano como si estuviera ardiendo, y se acercó a mí de rodillas.

—Eso no se dice.

—Me duele mucho el dedo. Cúramelo, abu.

—Te lo curaré si dejas de hablar como un carretero.

Tammynette, que acababa de coger las cinco tabas, dijo:

—El novio de mamá, Melvin, dice mierda puta.

—¿Y vas a hacer todo lo que hace el novio de tu madre?

—Melvin sabe conducir —dijo Tammynette—. A mí me gustaría conducir.

Cogí mi navaja y me puse a sacar la astilla que Moonbean tenía clavada bajo la uña, mientras ella le decía farfullando a Tammynette que el Toyota de su mamá costaba más que el camioncito Dodge de Melvin. Palabra que no sé cómo se han vuelto tan complicados estos críos. Cuando yo tenía su edad, lo único que quería era hacer pasteles con barro o irme a jugar al arroyo. Me bastaba una moneda de cinco centavos un par de veces a la semana para pasarme por la tienda. Estos mocosos no tienen ni ocho años y ya saben lo suficiente como para dirigir un casino. Cuando acabé, miré los ojos castaños de Moonbean y la cabeza oscilante de Nu-Nu.

—¿Alguna vez os hablan vuestras mamás de Dios y cosas de esas?

—Mi mamá dice Dios cuando se cabrea con Melvin —dijo Tammynette.

—No me refiero a eso. ¿Os leen historias de la Biblia antes de dormir?

A Freddie se le iluminó la cara.

—La mía nos alquiló una vez Conan el bárbaro. ¡Esa película mola!

—Esa no es una película sobre la Biblia —le dije.

—¿Ah, no? Pues salen espadas y serpientes.

—¿Y eso qué tiene que ver?

Tammynette se acercó, cogió la mano de Nu-Nu y se puso a jugar con sus dedos como si fueran las teclas de un piano.

—¿La Biblia no está llena de espadas y serpientes?

Nu-Nu se despertó y se hizo pis encima, así que tuve que ir a coger un pañal desechable. Al volver del baño, miré nuestra reducida estantería de libros por el rabillo del ojo, vi mi viejo libro de historias de la Biblia y lo saqué al porche. Iba siendo hora de que alguien les enseñara algo.

Se sentaron todos en el suelo y yo me senté con ellos. Empecé con el Génesis y cómo Dios hizo la tierra y cómo nos hizo a nosotros y nos dio un alma que viviría eternamente. Moonbean alargó el brazo hacia el libro y puso la mano sobre la barba de Dios.

—Si se afeitara, sería igualito al viejo ese del Pak-a-Sak —dijo.

A mí se me abrió un poco la boca.

—¿Te refieres al señor Fordlyson? Ese tipo no se parece a Dios.

Tammynette bostezó.

—Pues acabas de decir que Dios nos hizo parecidos a él.

—Da igual —dije, y continué con Adán y Eva y el jardín.

En cuanto pasé la página, vieron la serpiente y empezaron a chillar.

—¡Vaya bicho más grande! —dijo Freddie.

Tammynette se acercó para ver mejor.

—Ya sabía yo que había serpientes en ese libro.

—Es mala —les dije—. Mintió a Adán y Eva y les dijo que no hicieran lo que Dios les había mandado.

Moonbean me miró fijamente.

—¿Esa serpiente habla?

—Sí.

—Anda, como en los dibujos animados… Yo pensaba que todo eso era inventado.

—Bueno, hoy en día las serpientes de verdad no hablan —expliqué.

—¿La serpiente del jardín ese no es de verdad? —preguntó Freddie.

—Es el demonio disfrazado —les dije.

Tammynette se echó el pelo hacia atrás.

—Ah, esa es una canción antigua. La escuché en la radio.

—La canción de Elvis Presley no tiene nada que ver con que el demonio se disfrazara de serpiente en el jardín del edén.

—¿Quién es Elvis Presley? —Moonbean apoyó la espalda sobre las tablas de la pared y contempló mi descuidado césped.

—Es un viejo cantante que murió hace millones de años —le dijo Tammynette.

—¿Y ese también sale en la Biblia?

Pegué un golpe en el suelo con el libro.

—¡Claro que no! Y prestad atención, porque lo que viene ahora es importante.

Leí la parte que habla de cómo Adán y Eva desobedecían a Dios, pasé la página, y entonces se montó el lío. Un ángel sostenía una larga espada sobre las cabezas inclinadas de Adán y Eva, mientras los echaba del jardín. Hasta Nu-Nu parecía fascinado mientras señalaba al ángel con el dedo.

—¿Qué hace el tío ese? —preguntó Tammynette.

—Echarlos del paraíso. Adán y Eva hicieron una cosa mala, y cuando haces cosas malas, te castigan.

Miré sus caras y parecía que todos estaban pensando lo mismo. Me asustó el brillo de sus ojos. Cualquier cosa que uno les dice a esas edades se queda grabado para siempre. Hay que tener mucho cuidado. Freddie me miró y dijo:

—¿Volvieron alguna vez?

—No. Eva empezó a agobiarse por todo y Adán tenía que trabajar como un loco para poder sobrevivir.

—¿No volvían porque el ángel le iba a clavar la espada a Adán? —preguntó Moonbean.

—¿Quieres olvidar la puñetera espada?

—Bueno, es que me parece muy mal… —dijo ella.

—¡Pues no! —dije yo—. Tuvieron lo que se merecían.

Continué con Noé y el diluvio, y en medio del asunto, Freddie va y me suelta:

—¿O sea que se ahogaron todos los malos? ¡Cómo mola!

Lo miré con cara de enfado y me di cuenta de que para él la Biblia se estaba convirtiendo en una gran película de aventuras. Freddie había visto ya tantas películas, que cualquier religión de la que oyera hablar se archivaría en su cerebro junto a Tanga la cavernícola y El escuadrón del bikini.

Preparé un sándwich de mermelada con un refresco para cada uno y, cuando acabaron, encendí el aparato de aire acondicionado de una de las ventanas, repartí polos y les hice pasar dentro y sentarse en el sofá, porque el calor había despertado a las moscas amarillas en el exterior. Les conté entonces cómo Abraham estuvo a punto de acuchillar a Isaac y se les pusieron los ojos como platos cuando vieron el cuchillo. Yo esperaba que sacaran de aquello un sentido de obediencia a Dios, pero cuando le pregunté a Freddie cuál era la enseñanza de la historia, se encogió de hombros y me miró con cara de circunstancias. Sin embargo, Tammynette sí tenía una opinión:

—¡Es igual que O. J. Simpson!

Freddie meneó la cabeza.

—No. Dios le dijo a Abraham que hiciera eso para probarlo.

—A lo mejor Dios le dijo a O. J. que hiciera lo que hizo —dijo Tammynette en tono cantarín.

—No. O. J. lo hizo porque le dio la gana —le contestó Freddie—. Ya no le gustaba su mujer.

—Bueno, puede que a Abraham tampoco le gustara ya su hijo, y por eso iba a matarlo y Dios lo paró. —Tammynette estaba empezando a elevar el volumen de voz, igual que hace su madre cuando ha bebido.

—Los padres no matan a sus hijos cuando no les gustan —le dijo Freddie—. Solo hacen las maletas y se largan. —Separó las dos mitades de su polo y le pegó un mordisco a una y luego a la otra.

Sin pensarlo, empecé con Sodoma y Gomorra y la quema de esas ciudades que estaban llenas de gente mala. A Moonbean le impresionó lo de la mujer de Lot.

—Una vez vi una peli donde los marcianos te disparaban y te convertían en estatua. ¿Tu crees que fueron los marcianos los que quemaron las ciudades esas?

—La Biblia no es una película —le dije.

—Pues creo que la he visto en el videoclub —dijo Tammynette.

No me paré a discutir, sino que continué con Moisés y los diez mandamientos, y le dediqué bastante tiempo al número seis, que tantos problemas había dado a sus madres. Entonces Nu-Nu empezó a frotarse la nariz con el dorso de las manos y a balbucear, así que supe que había llegado el momento de dejar el libro, lavar caras, darles algo de comer y organizar algún juego. Me había propuesto no volver a poner la televisión, pero Freddie la encendió mientras yo estaba en la cocina. Cuando Nu-Nu y yo entramos en la sala de estar, el resto estaba sentado alrededor del aparato viendo un programa de entrevistas. Aparecían varios tipos gordos, tatuados y malencarados, repantigados en el asiento, que, por lo que decía el presentador, habían engañado a sus padres para que firmaran un documento que les transfería a ellos la propiedad de sus casas. Y después los habían desahuciado. Los niños se estaban tragando el programa como si fueran dibujos animados, es decir, que ni pestañeaban. En un anuncio le pregunté a Moonbean, que es la que tiene más corazón, qué pensaba de los hijos que echaban a sus padres a la calle. Se puso un dedo en la oreja y en medio de un gran bostezo dijo que, si los padres se portaban mal, los hijos les podían hacer lo que quisieran. Meneé la cabeza, fui a la cocina, busqué el vodka de Navidad y me serví un buen vaso. Imaginé entonces que metía a todos estos críos en mi Caprice y me dirigía hacia el noroeste para que empezaran una nueva vida, lejos de sus madres, la televisión, el moho, una abuela que no pensaba más que en el casino y Luisiana en general. Yo podría conseguir un trabajo, criarlos como es debido y mandarlos a la universidad para que pudieran ser dueños de aserraderos o dirigir concesionarios de coches. Una gota de agua condensada en la pared del vaso cayó encima de mi zapato derecho y lo observé. Eran unos zapatos de cuero, con cordones, salpicados de pintura…, tenían veinte años. Me estaban diciendo que hacía mucho tiempo que no tenía un trabajo estable, que cualquier cosa mala que fuera a suceder sería en parte culpa mía. Me pregunté entonces si mi mujer habría imaginado lo mismo alguna vez: dejar allí a aquel marido zarrapastroso y quemado por el sol, aquel soldador fracasado, e irse lejos con esos niños, y quizás hacer un curso de auxiliar administrativo y conseguir un trabajo en Utah, criarlos como es debido y mandarlos a la universidad. A lo mejor cada una de las madres de aquellos chiquillos había imaginado lo mismo: sacar a su hijo de aquella vieja casa que apestaba a gasolina y huir del calor y la humedad. Di otro trago largo y me pregunté por qué ninguno de nosotros lo hacía. Dirigí la vista a mi Caprice, aparcado bajo una pacana. Las sombras de las hojas se movían sobre él y hacían que pareciera una oscura llama verde. Pensé entonces que uno no puede huir de sí mismo en un coche. No podíamos huir en el bastardomóvil.

Fui a la despensa, abrí la caja de los fusibles y giré uno hasta que oí el grito proveniente de la sala de estar. Volví allí y cogí un libro de cuentos, uno sobre un perro que perseguía un tren. Mi mujer lo había comprado hacía veinte años para una de nuestras hijas, pero nunca se lo había leído. Me senté delante del televisor apagado.

—¿Qué pasa con la tele, abu? —gritó Moonbean.

—Ha muerto —dije yo, abriendo el libro.

Ellos se revolvieron y se quejaron, pero después de unas pocas páginas quedaron enganchados. Era un buen libro; yo me lo había leído una tarde de tormenta. Pero mientras leía, me invadió un sentimiento de tristeza. ¿Qué sentido tenía aquello? No soy más que un viejo con un librito marrón de historias bíblicas y un libro sobre un heroico perrito. ¿Cómo va a competir eso con el MTV diario, con programas para niños en los que los adultos parecen tontos, con el canal de Playboy, con las revistas de papel cuché que las madres y sus novios van dejando por la casa, revistas como Me y Self y Love Guides, y con películas de alquiler en las que unos se matan a otros sin pensárselo más que si mataran una mosca, nada comparable al sufrimiento de Abraham antes de levantar el cuchillo? Pero seguí leyendo durante media hora, y cuando el perro detuvo la locomotora justo antes de que esta arrastrara el tren de pasajeros al precipicio sobre el que se había derrumbado el puente, hasta Tammynette aplaudió con sus manos pringosas.

Al día siguiente, no tenía muchos encargos de soldadura, así que, después de hacer un par de cosillas, incluido el bastidor, por el que mi hija me llamó por teléfono y me echó una bronca, fui a recoger una reja de ventana que el comisario quería que arreglara. Hacía calor después de comer y Gumwood era un horno. Enfrente de la estación de ferrocarril de madera de ciprés, estaba nuestro pequeño ayuntamiento de ladrillo, coronado por una cúpula de cobre verdoso. En el césped que tenía delante había una pacana con un banco de madera junto al tronco. A veces se veían grupos de viejos en la fresca sombra que daban las ramas, donde hablaban de cómo arreglar tractores que llevaban cincuenta años sin fabricarse o cómo hacer sémola con un tipo de cereal que ya no existía. Aquella enorme pacana era un referente y la gente del pueblo la llamaba «El árbol del conocimiento». Al pasar por delante, camino de la oficina del comisario, vi al mayor de los Fordlyson sentado en el centro del largo banco, mirando a la carretera y parpadeando como si fuera un pollo. Me llamó.

—Bruton —dijo—, ¿demasiado calor para soldar?

No me pareció un comentario amable, aunque él me hacía señas para que me acercara.

—Ya ves. —Sentí la tentación de seguir andando, pero él hizo un gesto para que me sentara a su lado, y me senté. Dirigí la mirada al otro lado de la calle y tardé un poco en empezar a hablar—: El otro día junto al supermercado dijiste que mi coche era un bastardomóvil.

Fordlyson parpadeó dos veces, pero no cambió la expresión. A la mayoría de los hombres del pueblo les habría dado vergüenza que alguien les echara en cara su falta de educación, pero él seguía allí sentado sin inmutarse.

—¿Y acaso no lo es? —dijo por fin.

Yo tendría que haberme cabreado muchísimo, y estaba muy cabreado, pero continué:

—Estuvo muy mal que dijeras eso para que yo lo oyera. —Bajé la vista y meneé la cabeza—. Necesito ayuda con esos críos, no tu mala baba.

Me miraron sus menudos ojos color níquel, que brillaban bajo un sombrero de paja con una banda de seda negra.

—¿Qué clase de ayuda necesitas?

Cogí del suelo una pacana que todavía tenía su cáscara verde.

—Me gustaría arreglar las cosas para que mis nietos lleguen a ser gente de provecho. Estoy pensando en hablar con sus madres y…

—Demasiado tarde para las madres. —Levantó una mano y la dejó caer como un hacha—. O ellas deciden enderezarse o no hay nada que hacer. Nada de lo que puedas decir a esas chicas las va a cambiar ni un ápice. —Esto lo dijo en un tono que parecía dar a entender que yo era tonto por no verlo. Tonto del bote. Miró hacia su izquierda medio segundo y después hacia atrás—. Tienes que trabajar directamente con esos chiquillos.

—Lo intento. —Rompí la cáscara contra el borde del banco.

—Intentándolo no vas a conseguir una mierda. Lo que tienes que hacer es traerlos a la escuela dominical. ¿Vas a la iglesia?

—Sí.

—No te comas esa pacana. Está verde y te vas a poner malo. ¿A qué iglesia vas?

—A la evangélica, a Bonner Straight.

Dio un respingo hacia atrás, como si hubiera disparado con un calibre doce al perro que dormía bajo el andén de la estación, al otro lado de la calle.

—Bruton, al chalado de tu pastor solo le falta empezar a coger serpientes. Me han dicho que deja que vayan los niños al servicio principal y les grita que van a freírse en el infierno como si fueran trozos de pollo. Tienes que mantenerlos alejados de ese tipo. ¿Por qué no vienes a la iglesia baptista?

Miré al suelo.

—No lo sé.

El anciano meneó la cabeza una vez.

—Yo sé muy bien por qué no. Para no tener que dar dinero.

Aquello me dolió.

—Eh, que a mí no es que me sobre la pasta... Ya sé que los baptistas tienen buenos programas de escuela dominical, pero…

Fordlyson agitó un dedo en el aire, como si fuera una pequeña espada.

—Bueno, pues vete a los metodistas. A los presbiterianos. —Señaló el fondo de la calle—. Vete allí con los católicos. Alguno no echa en el cestillo más de un dólar a la semana, pero como hay tantos y tienen tantos servicios semanales, los curas lo gestionan a base de volumen, como Wal-Mart.

Yo conocía a varios buenos mecánicos que eran metodistas.

—¿Qué tal son los programas para niños de los metodistas?

Me contestó en voz más baja:

—Es lo mejor que puedes encontrar ahora.

—Me lo pensaré —le dije.

—¡No te lo crees ni tú! Te vas a ir a casa y te pondrás a soldar un camión de esos de transportar troncos, y mañana te irás a pescar, y nunca harás nada por esos niños, y acabarán cumpliendo condena en Angola o penando en Nueva Orleans.

Me sacaba de quicio la forma en que pensaba que tenía respuesta para todo y le contesté de inmediato:

—Pues vale, tío listo. He venido al árbol del conocimiento. Dime qué tengo que hacer.

Estiró un dedo de la mano derecha con el índice de la izquierda.

—Vete con los metodistas.

Estiró un segundo dedo.

—Lleva a esos niños a la iglesia todos los domingos.

Y con el tercer dedo, dijo:

—Y tenlos contigo todo lo que puedas.

Meneé la cabeza.

—Yo ya he criado a mis hijas.

Fordlyson me miró muy serio y no tuvo que decir lo que estaba pensando. Bajó la vista y miró la tierra entre sus cómodos zapatos de cordones.

—Y limpia tu parcela.

—¿Qué tiene eso que ver con todo esto?

—Tiene que ver todo.

—¿Por qué?

—Si tú no lo ves, yo no te lo puedo explicar.

Se levantó y vi que su hija estaba aparcada junto a la acera en su Lincoln. Fordlyson no podía estirar del todo una pierna y vi en su cara un gesto de dolor. Lo cogí por el brazo, esbozó una mezquina sonrisa, se apoyó en mí un segundo y dijo:

—Bruton, todo lo que vale duele.

Se alejó renqueante y me dejó su aliento acre en la cara y un pensamiento que iba tomando cuerpo en mi cabeza como una nube de lluvia.

Después de una sesión con el pastor metodista, fui a casa y contemplé mi parcela, y luego contemplé el teléfono, hasta que me sentí con fuerzas para llamar a Famous Amos Salvage. A la mañana siguiente, una grúa y un camión con un remolque góndola aparecieron por la carretera que llevaba a mi casa. Antes del mediodía, Amos había cargado cuatro coches abandonados, seis motores, cuatro lavadoras, diez cortacéspedes inservibles y dos toneladas y cuarto de chatarra. Le supliqué a la señora Hanchy que me prestara su desbrozadora Super-A y limpié mi hectárea larga de terreno. Corté la hierba y levanté la tierra alrededor del taller. Con el dinero que me dieron por la chatarra, compré pintura de aluminio para pintar el taller y una pintura de primera para el exterior de la casa. A la mañana siguiente, estaba en pie a las siete para cambiar las mosquiteras del porche pequeño; y después empecé a darle una buena mano de esmalte verde para exteriores al porche grande del lateral. A la hora del almuerzo, mi mujer asomó la cabeza por la puerta del porche para ver cómo trabajaba.

—Vienen otra vez los niños. ¿Cómo los vas a mantener alejados de toda esta pintura húmeda?

Las rodillas me estaban matando y no se me ocurrió cómo podría evitar que Nu-Nu acabara gateando por donde no debía.

—No lo sé.

Ella recorrió con la mirada el húmedo resplandor.

—¿A ti qué te pasa, que nos has cambiado la religión y todo?

—Tiempo de cambiar, supongo. —Mojé la brocha en la pintura.

Se quedó pensativa un momento y dijo:

—Ten cuidado, no vayas a acabar entre lo pintado y la esquina.

—Intento hacerlo lo mejor que puedo.

—Pues ya era hora —dijo ella entre dientes al irse.

Fui hacia atrás, acabando de pintar el porche y las escaleras, y me puse de pie sobre la pinocha que había junto a la casa para pintar los bordes de las tablas del porche. Oí entonces un coche que se acercaba por la carretera y vi a mi hija que aparcaba delante de la casa y salía con Nu-Nu sobre el hombro. Cuando se acercó, me fijé en su pelo teñido, que tenía el color y la textura del aislante de fibra de vidrio, en el rímel y en la piel aceitunada debajo de los ojos. Olía a humo de cigarrillo, a humo rancio, como si no se hubiera bañado en tres días. Llevaba una blusa tostada, anudada encima del ombligo, que era un agujero seboso. Me pasó a Nu-Nu como si fuera un jamón.

—¿Puede quedarse esta noche? —preguntó—. Quiero ir a escuchar música.

—¿Por qué no?

Miró a su alrededor detenidamente.

—Es como si hubiera caído una bomba y hubiera arrasado con todo. —Se escuchó el chirrido de la puerta de su coche que se abría, y asomó una mano cubierta de pecas—. Se me olvidaba… Recogí a Freddie de camino. Espero que no te importe. —No lo miró, mientras mascullaba esto con las manos sobre las caderas ladeadas. Freddie, que venía dormido, supongo, estaba sentado en el borde del asiento del coche y se frotaba los ojos como un borracho.

—Estará bien aquí —dije.

Ella inspiró profunda y lentamente, tan soberanamente aburrida que me dio pena.

—Bueno, mejor que me ponga en camino. —Se volvió, pero de improviso se giró rápidamente hacia mí—. Ah, ¿sabes qué?

—¿Qué?

—Que por fin Nu-Nu dijo su primera palabra ayer. —Se estaba mordiendo la mejilla por dentro. Era evidente.

Miré al bebé, que intentaba coger los botones de mi camisa.

—¿Qué dijo?

—Pa-pa. —Y sus ojos empezaron a ponerse rojos, así que se dio la vuelta y salió corriendo hacia el coche.

—Espera —grité. Pero era demasiado tarde. En un abrir y cerrar de ojos, el coche se alejó entre una nube de polvo en dirección al sitio donde encontrara más humo de cigarrillos, música y cerveza juntos.

Llevé a Freddie y al bebé a la parte de atrás de la casa, a las escaleras que estaban junto al porche pequeño con mosquiteras y me senté. Le hicimos cosquillas y carantoñas a Nu-Nu hasta que soltó un «pa-pa», muy fuerte, como un grito.

Freddie miró en dirección al bosque y vio los magníficos árboles que tenía la parcela, que parecían lo que realmente eran, ahora que no había chatarra.

—¿Qué ha pasado con las cosas que tenías ahí?

—Me he deshecho de ellas —dije—. Vamos a poner un columpio de neumático en aquel roble rojo tan alto que hay allí, lo primero de todo.

—Qué bien. ¿Y puedes poner un drenaje debajo para que no se haga charco con la lluvia? —Se acercó y puso una mano en la cabeza del bebé.

—Claro.

—¿Un neumático radial de esos grandes?

—Esa es mi idea.

Nu-Nu me miró y chilló «pa-pa», y pensé cómo seguiría diciendo eso de una forma o de otra el resto de su vida, sin ser capaz de afrontar el hecho de que pa-pa se largara del pueblo, quienquiera que fuera pa-pa. El bebé fijó en mí su mirada: los ojos azules de un desconocido me miraban muy serios. Su lengua se llenó de saliva y gritó «pa-pa», y yo lo subí a mi rodilla y desvié la vista hacia las frondosas ramas verdes del más alto de mis robles.

—Hasta Nu-Nu podrá subirse al neumático —dijo Freddie.

—Seguro que encaja en el círculo del medio —dije yo.

Todo lo que vale

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