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Exceso de luz

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Sonó el timbre eléctrico de la puerta y Mel DeSoto vio a la joven entrar en la tienda desde el calor exterior con algo bajo el brazo. Ella observó tímidamente las estanterías repletas de trípodes y modernas cámaras, alineadas como refulgentes ojos de robot, hasta que descubrió el mostrador reservado para las piezas clásicas, tras el que estaba él.

—Hola —dijo ella—. Me han dicho que compran cámaras antiguas.

Él se dio cuenta de que, aunque era alta, rubia, de rostro serio y mirada cómplice, no pasaba de los dieciocho años, era al menos veinte años más joven que él y los separaba toda una vida.

—¿Qué me traes?

Ella depositó una funda de cuero agrietada sobre el mostrador.

—Mi abuelo se ha muerto y mis padres se están deshaciendo de sus cosas. —Ella deslizó su mirada por la cara de él y volvió los ojos hacia el fondo de la tienda. Él se sintió de repente enorme, tierno y viejo.

Mel abrió la funda y comenzó a examinar una Rolleiflex de los años cincuenta, probando las velocidades más lentas del obturador y abriendo la parte de atrás para ver si había hongos en las lentes. La cámara estaba limpia y su mecanismo funcionaba muy bien, era casi perfecto. Puso la cámara sobre el mostrador que los separaba y escuchó el temporizador zumbar como una avispa hasta que sonó el chasquido del obturador. La volvió a abrir y sacó un carrete de ciento veinte que había sido utilizado.

—¿Lo quieres? —preguntó.

Ella hizo un gesto.

—No.

Él la miró y se preguntó cuál sería su sentido de la historia familiar.

—La verdad es que está muy bien conservada. Te puedo dar doscientos dólares por ella.

Ella meneó las caderas con un movimiento de niña.

—No sabía si la iba a querer.

—Esta cámara fue muy buena en su tiempo. —Sacó un impreso y le pidió que lo firmara—. Hay vendedores que habrían intentado robártela. Tus padres estarán orgullosos de ti cuando vean que le has sacado un buen precio.

—A nadie le importa lo que yo haga —dijo ella.

Él le pago con dinero que sacó de la caja registradora y ella salió al húmedo mediodía de Nueva Orleans. El señor Weinstein se acercó al mostrador y examinó la cámara en sus manos.

—Quítale el polvo y quedará como nueva. Esta se va a vender bien. —El señor Weinstein era el dueño de la tienda. Era un calvo de piel sebosa y una franja de pelo negro encima de las orejas. Giró los ojos hacia la puerta—: Parecía como triste.

Mel se encogió de hombros.

—Esta cámara era de su abuelo.

Se sentó en su pequeño banco y empezó a trabajar con cepillos y destornilladores liliputienses. Sabía de cámaras antiguas y cómo tratar sus relucientes brazos, sus ojos brillantes y los diminutos muelles de sus cerebros. De joven, se había sentido atraído por la fotografía artística y había hecho varios cursos en Tulane, pero sus trabajos no eran muy prometedores y el profesor solía escribir en sus proyectos, y a veces incluso en las propias fotografías: «Exceso de luz».

A la hora del almuerzo, salió a la calle para ir a comer una hamburguesa, y cuando metió la mano en el bolsillo, en busca de cambio, tocó el viejo carrete que la chica le había dejado. La película estaba arrollada sobre un cilindro de metal y el papel que la recubría era de los años cincuenta. Decidió que intentaría revelarla en casa. Mel disfrutaba con la mala fotografía de los amateurs y siempre intentaba revelar los rollos que se quedaban dentro de las cámaras que compraba. Unas veces la película se había velado; otras, la emulsión estaba agrietada y corroída, y solo se veía un lago seco de piel o un cuarto menguante de tarta de cumpleaños. Pero siempre había algún rollo que había estado en un armario cerrado, dentro de una Kodak Tourist o de una vieja Zeiss plegable, al que el aire acondicionado de una casa de clase media-alta había preservado de la humedad. Y entonces, podía revelar todo lo que allí había: un pícnic en el jardín, una barbacoa de pescado junto al lago, el viaje a casa de la tía gorda… De vez en cuando, encontraba algo artístico o de cierto interés, y lo ponía en un álbum que guardaba a tal efecto. Intentaba adivinar qué pasaba por las cabezas de la gente que aparecía en las fotografías, pero nunca lo conseguía. A veces, intentaba imaginarse a sí mismo como parte del cuadro, y cuando lo conseguía y miraba a la persona que posaba a su lado, descubría a un desconocido, como alguien a quien se acabara de cruzar por la calle.

Uno de sus trofeos parecía de los años cincuenta. Era una foto en color de unas vacaciones en el Gran Cañón: tres niñas llorando, alineadas delante de una barandilla de metal junto al borde del precipicio, y al fondo, el cañón, desenfocado, como una mancha de mercromina. Otra de sus imágenes favoritas venía de una vieja Leica y era una toma muy cercana de un barco de guerra alemán en un canal del interior de una ciudad, disparando sus enormes cañones hacia un bulevar. Se veían bidones de combustible en la orilla, a los que el impacto había hecho saltar más de diez metros por los aires en todas direcciones, y una mujer envuelta en un abrigo oscuro bajo la sombra de los cañones, que se tiraba al agua desde el muelle, como si fuera un cuervo volando. El conjunto parecía vibrar con la detonación de los cañones, como si el negativo hubiera capturado no solo la luz, sino también el sonido.

Enseñó la foto de las niñas a su mujer. Ella le dijo que solo veía tres niñas agotadas después de un viaje interminable sin aire acondicionado en el coche. Su hija pensaba que debían de ser las típicas niñas consentidas a las que han negado el helado de cucurucho que acaban de pedir. Mel imaginaba un padre furioso e incapaz de entender la ironía de conducir más de tres mil kilómetros para inmortalizar a su desconsolada prole ante una imponente vista que no les importaba nada. Pensaba que, una de dos: o el hombre no tenía ni idea del sentido que tiene hacer fotografías, o era una mala persona a quien no preocupaba el desconsuelo de sus hijas y quería inmortalizarlo para reírse de ellas. La foto encerraba un significado, pero le estaba vedado. Las personas en el papel no hablaban.

Una noche, cuando su mujer y su hija se habían ido a la cama, Mel se metió en el cuarto oscuro de su casa, echó Microdol-X en una cubeta y encendió la luz verde de seguridad. Echó un cubito de hielo en el revelador y observó cómo el termómetro que estaba dentro de la solución bajaba hasta los veinte grados centígrados. En una oscuridad total, desenrolló los negativos que había sacado de la Rolleiflex de la chica, los puso en la cubeta y, después de menearla para que desaparecieran las burbujas, cogió la larga tira de película por los extremos y empezó a moverla a un lado y al otro en el revelador. Era una forma terrible de revelar película, pero con negativos de más de cuarenta años, necesitaba ver qué hacían las imágenes. Al cabo de unos minutos, levantó el brazo, pulsó el interruptor de la luz verde y vio que el negativo estaba empezando a mostrar imágenes, así que volvió a mover la película en el revelador, hasta que la emulsión se empezó a poblar de personas, barandillas y lo que parecían tumbonas en la cubierta de un barco.

Al día siguiente, vendió tres costosas cámaras de periodista y, justo antes del almuerzo, entró una mujer con una Brownie antigua en su estuche original. Él iba a rechazarla, pero cuando sacó el carrete de la parte de abajo, vio que tenía una película usada de ciento veintisiete. La mujer cogió los cinco dólares que él le ofreció, no quiso recibo y se fue sin decir una palabra. De camino al sitio donde iba a comer, decidió dejar la película de color en un drugstore que había al doblar una esquina, donde ofrecían un servicio de revelado en una hora. Después de la comida, recogió las fotografías y salió al sol para ver qué tenía, apoyado contra la pared del edificio. Las imágenes eran de un tono azul y apagado, poco enfocadas. Once de las fotos eran de un hombre, sentado en posturas diversas en un sucio sofá tapizado, bebiendo botellas de cerveza. Llevaba una camiseta interior de tirantes y tenía los hombros cubiertos de vello. La pared y una cortina que había detrás del sofá estaban manchadas de hollín, y Mel supuso que se trataba de un hombre pobre que vivía en el norte, en una casa calentada por una estufa de carbón. La última foto era de una niña sonriente vestida de primera comunión, con las manos juntas. La nariz se parecía a la del hombre del sofá. Mel consideró las imágenes por separado y en conjunto, y no encontró nada interesante de ninguna de las dos formas, así que las tiró en una papelera camino de la tienda.

Esa noche, se metió en el cuarto oscuro para pasar a papel el rollo que había sacado de la Rolleiflex de la chica triste. La primera foto en la cubeta mostraba una hermosa mujer de treinta y tantos, una mujer muy bella, cuya imagen hizo que la asombrada cara de Mel se quedara fija sobre la cubeta, hasta que la fotografía se sobrerreveló y los rasgos de la mujer se oscurecieron. Repitió la operación, esta vez en un papel de formato ocho por diez, y un par de ojos se clavaron en él, como si le estuvieran diciendo: «Te quiero a ti». La mujer se parecía a Ingrid Bergman, aunque más alta y con una sonrisa más natural. Llevaba una sencilla falda larga, de una tela que parecía suave y que le caía sin una arruga, muy elegante. La siguiente foto estaba tomada desde más lejos; ella estaba de pie, junto a una especie de columna, y, desperdigadas detrás de ella, se veían unas endebles sillas plegables de madera. Otra de las instantáneas revelaba que estaba en la cubierta superior de algún tipo de barco de gran tamaño. La columna era una chimenea. Al fondo, desenfocada, se veía una barandilla y, detrás, un manchón negro. Todas las fotos tenían una composición muy cuidada. En una, solo estaba enfocada la mujer; en otra, todo era nítido, y las sombras y ángulos de las sillas detrás de ella formaban un acogedor coro. Había otras fotos tomadas con el sol encima de los hombros del fotógrafo y, probablemente, separadas entre sí varios minutos; y en estas, Mel percibió un parecido a la chica triste, en los pómulos y en la nariz. En el fondo de la novena y décima fotografías se veía un barco de color oscuro, quizás un buque de guerra. En la undécima fotografía la mujer estaba apoyada en la barandilla de lo que era —ahora lo vio claramente— un viejo vapor de recreo. Era la única foto en la que ella estaba un poco desenfocada, y en la esquina inferior derecha se veía un pie borroso, como si alguien hubiera pasado corriendo por delante de la cámara, justo antes de que se cerrase el obturador. La duodécima fotografía no se había hecho.

Al día siguiente, en la tienda, Mel cogió un par de Leicas y tres Voightlanders de un prestamista. El señor Weinstein examinó las compras e hizo un gesto de aprobación. Entonces se percató de las fotos que estaban en el banco de Mel.

—¿Quién es esta?

—Estaba en la Rollei que compré.

Weinstein cogió una foto y chascó la lengua.

—En aquellos tiempos las mujeres parecían mujeres. —Meneó su brillante cabeza—. ¿Qué vas a hacer con esas fotos?

—Sin más, fijarme en la composición. Son una especie de hallazgo artístico, ¿no? Y es la primera vez que tengo a una persona viva relacionada con un rollo de semejante calidad. Pensaba llamar a la chica esa para ver si las quiere. Puede que sea un familiar.

Weinstein arqueó una ceja.

—¿Y…?

—Ya sabe, hacerle alguna pregunta. Meterme en la fotografía. —Bajó la mirada hacia las fotos—. Ojalá supiera dónde está tomado esto.

—Hasta yo lo sé —dijo Weinstein con cierto desdén—. ¿Ves esa foto? Eso es el Misisipi, y ese manchón que hay detrás es Algiers Courthouse. Este es uno de esos viejos barcos de recreo en los que se hacían excursiones, pero no sé cuál. Lo pasábamos de miedo en esos cacharros.

—¿Sabría decirme el año?

—Ni idea. No es el barco que solía usarse. El President estuvo al fondo de Canal Street cincuenta años. Este barco no lo identifico. —Miró a Mel, que estaba sentado con una Graflex en el regazo—. Todavía sigues con tu álbum, ¿eh? No sé qué le ves a todas esas cosas del pasado…

Mel cogió una foto de la mujer.

—Me gusta intentar entender lo que estoy viendo.

Weinstein levantó una mano.

—Pues míralo.

—No. Me gusta interpretar lo que hay ahí.

—¿No estarás confundiendo arte y realidad? Hay una diferencia, ¿sabes?

Mel miró a su izquierda, hacia la calle.

—¿No puede la vida ser arte?

El señor Weinstein le puso una mano en el hombro.

—Mel, eso no es arte. Es una persona en una fotografía. Cuando uno se pone a indagar sobre imágenes corrientes, no está interpretando; está siendo…, pues eso, un cotilla.

A Mel le ofendió aquello.

—¿Eso le parece? —dijo, mirando contrariado el objetivo de la Graflex.

Llamó a la chica y se enteró de que vivía en una bocacalle de Carrolton Avenue, más o menos de camino a su casa. Le dijo que le iba a llevar unas copias de las fotografías y la respuesta de ella le sonó educada pero indiferente. Mel pensó para sus adentros que quizás la mujer estuviera viva y que podía ofrecerse a fotografiarla.

La chica que había vendido la cámara vivía en un moderno edificio de apartamentos y lo recibió en el portal. Después de examinar las fotos varias veces, se tocó el pelo con su mano blanca y dijo lentamente:

—Espere un momento. —Y él observó cómo su cara adoptaba el gesto de la infelicidad—. Esta es probablemente mi abuela. Nunca la conocí, porque murió cuando mi madre era muy joven; una bebé, en realidad. Pero siento como si la conociera, porque mi abuelo tuvo fotos de ella en su escritorio toda su vida. Era Amanda Springer. —La chica cogió las fotos y las sostuvo contra la cintura—. La quería mucho. Lo decía todo el mundo.

—¿Sabes cuándo falleció?

—En los años cincuenta, creo. El abuelo nunca hablaba de cómo murió.

—Debió de ser una persona extraordinaria.

—Estoy segura, pero ya le digo que no la conocí. Y es raro que en la familia nadie haya contado nunca cosas concretas de ella, ni siquiera el abuelo. —Cogió una de las fotografías, un primer plano, y le entregó el resto—. Esta es bonita. Se la ve muy contenta. No necesito las demás. No me gusta acumular cosas en mi apartamento. ¿Cuánto le debo?

—Nada, nada —dijo él, andando para atrás hacia la puerta—. Si quieres alguna más, las tendré en la tienda.

Mel se fue con la sensación de saber menos que cuando había llegado. Se sentó en el coche, observó las imágenes y se preguntó cómo sonaría la voz de Amanda Springer, cómo bailaría, si la buena composición de las fotografías sería accidental y —lo que más le intrigaba de todo— qué podía haber habido en el último negativo, el que no se había usado.

El padre del suegro de Mel, el capitán McNabb, estaba recostado en un sofá de la sala de juegos de la residencia. El anciano era un capitán jubilado que en tiempos había pilotado un remolcador en el puerto, y Mel recordó esto en mitad de la noche cuando, sin poder dormir, intentaba quitarse las fotografías de la cabeza. El capitán McNabb llevaba unos Dockers de color caqui y una camisa azul. Un bastón de madera reposaba entre sus piernas.

—¿Quién me has dicho que eras? —El anciano giró su cabeza blanca y parpadeó.

—El yerno de Leonard.

—¿Cómo está Leonard?

—Muy bien. Acaba de comprar otra gasolinera.

El anciano se rio entre dientes.

—El muy cabrón…

Mel se acercó un poco más al sofá.

—Me dijo que usted navegó por el puerto en los años treinta y cuarenta.

—¿Qué? Ah, sí. Llevábamos los barcos hasta la desembocadura.

Mel sacó de una carpeta una fotografía en la que se veía la cubierta del barco y una esquina del puente.

—¿Reconoce algo de esto?

El anciano sacó unas gafas del bolsillo de su camisa, cogió la foto y la orientó hacia la luz.

—¿Quién es el bellezón?

Mel frunció el ceño.

—El barco. ¿Me puede decir algo del barco?

El capitán miró a Mel un momento.

—¿Ves esa red metálica que cubre los balaustres de madera? ¿Esas chimeneas cortas…? Es el Lakeland.

—¿Tiene idea de cuándo se hizo la foto?

—Era un barco de río arriba…, por eso tiene chimeneas cortas. En el norte hay puentes por todas partes. Se turnaba con el President de vez en cuando después de la guerra, así que esto debe de ser de finales de mil novecientos cuarenta y cinco o del cuarenta y seis. —Volvió a mirar la foto con los ojos entrecerrados y levantó la vista. El capitán se pasó la lengua por los labios y juntó las puntas de los dedos de una mano con los de la otra—. ¡Ay, Dios mío! —exclamó—. ¿Tienes alguna foto más tomada en la misma dirección? —Mel le entregó la carpeta y el anciano fue pasando las fotos lentamente, hasta que se paró en la última y empezó a menear la cabeza—. Señor, Señor… —dijo entre dientes.

—¿Qué?

—Esto era una excursión de primavera. Mil novecientos cincuenta y dos. No sé, debía de ser marzo. Temporada de aguas altas, seguro. El Lakeland era una enorme antigualla de cerca de noventa metros de eslora. Todo madera, rueda en popa. Vapor, por supuesto.

—¿Cómo sabe la fecha?

Mel bajó la vista a la foto que el capitán tenía en el regazo y el anciano puso un dedo veteado encima de una desenfocada flecha de hierro gris que se veía detrás de la barandilla de cubierta.

—Señorito, el Lakeland lo partió en dos contra el muelle un crucero de la armada americana que perdió el control. Se hundió en menos de un minuto. —Le alargó la foto a Mel—. Creo que se ahogaron sesenta o setenta personas —dijo quitándose las gafas, como si la clara visión lo apesadumbrara.

Al día siguiente, Mel pasó dos horas en la biblioteca, leyendo microfilmes del Times-Picayune de los primeros meses de 1952. El periódico había publicado artículos sobre el desastre durante tres días. La colisión se había producido cuando el Lakeland, vapor de recreo de la empresa Barlow Brothers, estaba a punto de soltar amarras, al mediodía, para iniciar un recorrido turístico por el puerto. Mel leyó la historia principal y todas las historias de valentía y tragedia personal que la acompañaban. En el momento de la colisión, el Lakeland todavía estaba amarrado al muelle de Canal Street. El USS Tupelo bajaba por el río con un práctico de la armada al timón, cuando perdió el control de la dirección y la corriente arrastró el barco hacia la orilla. Algunos de los pasajeros vieron el barco antes de la colisión y saltaron al muelle por encima de las barandillas. Se contaba la historia de un marinero que había sacado a nado a tres niños del agua, otra de un remolcador que había rescatado a gente agarrada a un trozo de mamparo, tres kilómetros río abajo. El periódico del segundo día recogía más historias y una lista de muertos y heridos. El nombre de Amanda Springer estaba al final de una columna. En el periódico del tercer día, los periodistas habían entrevistado a gente en los hospitales. Historias menos heroicas salían a la luz: un par de pescadores de ostras se habían dedicado a recoger cuerpos río abajo para quitarles la cartera. En otro artículo se citaba al jefe de máquinas herido, que decía que el destartalado Lakeland tenía el casco muy débil y que los dueños no tenían permiso de explotación para puertos con tanto tráfico. Entonces, Mel se quedó boquiabierto ante la pantalla del lector de microfilmes, cuando leyó un breve artículo encabezado por el titular: «UN HOMBRE SALVA SU CÁMARA Y PIERDE A SU MUJER». Era una historia terrible sobre un ruin cobarde llamado Leland Springer.

Durante la semana siguiente, Mel intentó no pensar en significados, cuando de fotografía se trataba. Cada vez que abría una cámara recién adquirida y encontraba un viejo rollo usado, soltaba el pasador y tiraba el carrete a la basura. Se pasó la semana limpiando las lentes azuladas de cámaras Graflex y Retina, y ajustando la velocidad de los obturadores, para que, al menos, otros pudieran obtener una visión clara y una buena definición. Pensó en el significado de las imágenes: en cómo el arte puede interpretar la belleza o el terror, mientras que las fotografías normales y corrientes solo pueden mostrar hechos bellos o terribles. Había sacado copias del artículo, las había puesto en una carpeta manila con las fotografías y lo había archivado todo con la parte de su colección que guardaba en la tienda. Tenía la intención de poner las imágenes junto al artículo, para intentar reconciliarlos. Pero más adelante.

A mediados de la semana siguiente, Mel estaba intentando sacar las lentes de una Ikoflex, cuando sonó el timbre de la puerta y, al levantar la vista, vio a la chica entrar desde el resplandor exterior, con un vestido corto y unas sandalias.

—He decidido aceptar su oferta de las fotografías —dijo ella—. Le enseñé la foto a mi madre y quería ver las demás.

Mel tiró hacia afuera del cajón archivador, sacó la carpeta y la abrió sobre el mostrador de cristal. La chica vio el artículo fotocopiado y lo cogió antes de que él pudiera pensar. Ella era una lectora rápida.

—Jopé… —dijo ella. Y siguió leyendo, mientras él le explicaba cómo había encontrado el artículo. Ella lo acabó, y él vio que volvía a leerlo, como si hubiera algo que no había entendido bien. Él repasó las fotografías dos veces y las apiló cuidadosamente sobre la carpeta. Cuando levantó la vista, la chica estaba llorando—. ¿Abandonó a mi abuela por una cámara…? —dijo para sí, y se dirigió a la puerta. Al salir, volvió hacia Mel su cara congestionada, incapaz de hablar.

El señor Weinstein se acercó y miró a Mel con ojos escrutadores a través de sus gafas bifocales.

—¿Te encuentras mal?

—No, ¿por qué?

—Pareces un negativo a medio revelar. ¿Qué te pasa?

Mel meneó lentamente la cabeza en respuesta a la gracieta, mientras miraba hacia la puerta.

Al mediodía del día siguiente, el señor Weinstein se acercó al mostrador de Mel, acompañado por una bella mujer de unos cincuenta años, alta, rubia, con una blusa de lino de color crema y una falda larga plisada.

—Esta es la señora Lebreton —dijo el señor Weinstein con las dos cejas enarcadas—. Le gustaría hablar contigo un momento. —El señor Weinstein se dio la vuelta y volvió a la sección de productos químicos de la tienda, que estaba en la parte de atrás.

—¿Le interesan las cámaras antiguas? —preguntó Mel en tono esperanzado.

—No, en absoluto —dijo ella con frialdad—. He venido por ese viejo artículo de periódico que usted ha desenterrado.

Mel miró el bolso de piel de cocodrilo, de correa ancha, que colgaba del hombro de la mujer.

—Ah, eso… —Mel le dedicó la sonrisa que reservaba para quienes compraban las cámaras más caras, y acompañó esta sonrisa de una esmerada explicación sobre las viejas películas que a veces venían con las cámaras antiguas, así como de su álbum.

—¿Y no le parece una afición extravagante? Está usted metiendo las narices en las vidas de desconocidos…, ¡por Dios! ¡En las vidas de los muertos!

—Oh, no… —dijo él, profundamente dolido—. Soy fotógrafo artístico. Me gustan las técnicas y enfoques no convencionales y me interesa mucho cómo los fotógrafos aficionados consiguen efectos similares por una especie de accidente.

La mujer levantó la barbilla.

—¿Incluye usted entre sus técnicas no convencionales la de destruir la fe de una chica en su abuelo?

Mel se enderezó. No estaba acostumbrado a gente deliberadamente ofensiva.

—Pienso que, cuanto más sabe uno sobre una fotografía o una imagen, más puede profundizar en ella.

La mujer frunció el ceño mirándose los zapatos, y Mel se separó del mostrador un paso hacia atrás.

—Piense en la Mona Lisa, señor DeSoto. Si supiéramos que sonríe porque acaba de ser infiel a su marido, ¿haría ese conocimiento de la pintura que esta fuera una obra de arte aún más grande?

—¿Qué?

—Es la primera vez en mi vida que le veo, pero no me cabe duda de que es usted el típico idiota, y no sabe nada de mi padre. Mi hija lo adoraba. Él era el ancla de la familia, por así decirlo. Yo no sé qué pasó el día que murió mi madre, pero ahora mi hija, que tiene tendencia a la depresión, está deshecha, destrozada por lo que usted ha sacado a la luz. Ha hecho usted algo muy malo.

Mel se sintió como si su barco hubiera volcado y se encontrara en el fondo del río.

—Pensé que los datos del artículo eran precisos. Si no, no hubiera ido…

—Me he pasado toda la noche, señor DeSoto, toda la noche, y todavía no he conseguido recomponer el recuerdo que Leslie tenía de mi padre. Y ahora le pido que se mantenga alejado de nosotras.

Él entrelazó las manos.

—Por supuesto.

Ella se giró para dirigirse a la puerta, pero volvió la vista hacia él.

—Cuando mira una de esas imágenes que encuentra usted en una cámara usada, ¿qué ve?

—¿Significado? —dijo él sin pensar.

Ella pensó en esto un momento y dijo:

—¿Y por qué no se limita a mirar?

Aquella noche Mel soñó que estaba intentando revelar una foto de su mujer. La primera imagen que debía aparecer en la cubeta era de ella en el viaje de novios, pero, en vez de eso, lo que acabó reluciendo por debajo del producto químico fue la figura de una niña con un vestido blanco de primera comunión. Puso un negativo diferente en la ampliadora, uno de su hija, pero en la cubeta volvió a aparecer la niña italiana. Una y otra vez, no importaba qué negativo expusiera sobre el marginador, la niña le volvía a sonreír desde las escaleras de una iglesia, con las manos juntas. Se despertó con la cara de la niña nítidamente grabada en su cerebro, e intentó entender qué significaba, pero no pudo. Recordó la foto del padre velludo repantigado en el sofá e intentó establecer una relación, pero no encontró ningún significado. Fue al cuarto oscuro, encendió la ampliadora y observó la cara invertida de Amanda Springer sobre el fondo blanco del marginador. Hizo una copia en papel.

Pasaron dos meses, y un día entró en la tienda un hombre sonriente que le entregó una tarjeta en la que decía que era sordomudo. El hombre depositó una Crown Graphic sobre el mostrador, sacó un bloc y escribió que podía leer los labios y que quería doscientos dólares por la cámara. Mel examinó el fuelle y miró de qué marca eran las lentes.

Dirigió la boca hacia el hombre.

—Le puedo dar ciento setenta y cinco, como mucho.

El hombre escribió con mano ágil y letra clara: «Me han ofrecido ciento noventa dólares por ella». Puso tres portanegativos sobre el mostrador. «Estos van con la cámara», escribió.

Mel miró al hombre a los ojos. No parecía diferente a los demás, solo más atento.

—En ese caso, ciento noventa —le dijo al sordomudo. Sacó una factura, comenzó a escribir y cuando acabó le pidió al sordomudo su firma. El hombre leyó sus labios y asintió. Entonces, una luz se encendió en la cabeza de Mel, y cuando el sordomudo levantó la vista, le preguntó:

—¿Puede usted leer los labios en televisión?

El hombre escribió «Algo» en su bloc.

—¿Puede decirme qué sílaba está diciendo alguien en una fotografía?

«No sé», escribió el hombre.

Mel fue al archivador y sacó una copia de ocho por diez de la última foto de Amanda Springer, con la boca abierta y la proa amenazante del barco de la armada a su espalda.

El sordomudo bajó la cabeza. «Ga», escribió.

Mel puso el dedo junto a la boca de Amanda Springer.

—¿Podría estar diciendo «ca», de «cámara»?

El sordomudo arrugó la frente, se inclinó y adoptó un aspecto distinto, como el de un animal que está olfateando un rastro. Cogió su bolígrafo. «Sí», garabateó. Volvió a mirar la foto y escribió: «Guapa».

—Guapa —dijo Mel, exagerando el movimiento de los labios al pronunciar la palabra.

El obituario que encontró en la biblioteca informaba de que a Amanda Johnsons Springer le había sobrevivido un hermano pequeño, Malcolm Z. Mel encontró un Malcolm Z. Johnsons que vivía en Metairie y lo llamó. Una voz ronca estalló en el teléfono para decirle que Leland Springer era un cobarde que no había salvado la vida de su hermana.

—No le perdonaré nunca que ni siquiera intentara agarrarla para ponerla a salvo. Tenía mucho por lo que vivir, con su hija y su fotografía.

—¿Su fotografía? —Los dedos de Mel apretaron el auricular.

—¿Conoce usted a Clarence Laughlin? ¿El tipo ese que hacía fotos de mansiones utilizando la técnica de la doble exposición? Se hizo famoso por eso. Pero ella le daba cien vueltas. Hacía que las fotos de Laughlin parecieran sacadas con una Instamatic. Todavía tengo algunas cosas suyas en una caja, y lo que era capaz de hacer con las sombras era increíble.

Mel no consiguió interrumpir al hombre, y lo escuchó durante casi una hora. Malcolm recreó la vida que su hermana hubiera tenido, de haber vivido. No escuchó lo que quería escuchar: que Leland era un buen tipo, y que no era verdad lo que decía el periódico de que había suplicado desde la barandilla, durante cinco minutos, que alguien le cogiera la cámara que llevaba. Entonces recordó algo. El informe oficial de la Guardia Costera había declarado que el viejo barco de madera se había partido y hundido en menos de un minuto desde la colisión, lo mismo que le había dicho el capitán McNabb en la residencia. Escuchó a Malcolm hasta que al anciano empezó a entrarle sueño por su propio monólogo, le dio las gracias y colgó.

Mel estaba de pie junto a un noray de Canal Street, al borde del río, con una carpeta de tres anillas en la mano, cuando la chica se acercó con un andar cansino y miró por encima de él al Misisipi. Cien metros río abajo, salían vehículos de un transbordador, y río arriba un casino flotante de colores chillones se balanceaba con las olas que un barco había formado a su paso. Los ojos de la chica estaban enrojecidos, como si tuviera un resfriado. Estaba nerviosa y apretaba los puños clavándose las uñas en las palmas de las manos.

—Así que es aquí donde sucedió todo… —dijo ella—. Mi madre lo mataría, si supiera que me ha pedido venir aquí.

—Siento mucho que vieras el artículo sobre tu abuelo.

—Yo también.

—Lo siento de veras. Seguí investigando la historia y encontré al hermano de tu abuela.

Ella se plantó encima del borde de madera del muelle. Las puntas de sus pies sobresalían.

—Pensaba que lo conocía muy bien.

Mel dio un paso atrás.

—Oye, mejor te separas del borde…

—Estoy bien —dijo ella.

—Bueno, lo que quería decirte es que ese artículo no está bien. Los hechos, me refiero. He estado investigando.

Ella sacó un pie sobre el río, que discurría seis metros por debajo.

—Lo que sea, pero él no la salvó.

Él se acercó a ella todo lo lentamente que pudo y abrió la carpeta.

—Mira su cara en estas fotos. Estaba mirando a tu abuelo. ¿Qué ves en su expresión?

La chica observó la carpeta, pasó tres páginas de fotografías cubiertas por un plástico y se inclinó hacia el lado opuesto al río.

—Que le gustaba.

—¿Le gustaba? —Mel bajó la cabeza—. Está radiante. Estaba loca por él. Es el tipo de expresión que solo el amor por otra persona puede producir, ¿no te parece? —Puso el dedo en una foto de ocho por diez—. Mira lo que tiene aquí. En la mano.

La chica inclinó la cabeza.

—¿Qué es eso?

—Es un antiguo fotómetro, un Weston. Anoche me di cuenta de que lo llevaba. Ella calculaba la exposición que tenían que tener las fotos que estaba sacando él.

La chica se apartó el pelo de los ojos.

—Entonces, ¿la fotógrafa de la familia era ella?

—Su hermano dice que era una artista. Me contó que trabajaba de secretaria por noventa centavos la hora y que había ahorrado lo suficiente para comprarse la Rolleiflex, que era la mejor cámara que había en el mercado en aquella época. Debió de esperar años por ella.

La chica puso la mano en la fotografía.

—¿Era la primera vez que la usaba?

—Supongo que el rollo que sacamos puede haber sido el único que le han puesto a esa cámara. ¿Y ves la última foto? —Le contó entonces lo del sordomudo. Ella se sentó en el borde con las piernas colgando sobre las olas. Él se inclinó sobre ella y su corbata cayó sobre el hombro de la chica—. Me apuesto lo que sea a que estaba apoyada en la barandilla y se giró hacia la cámara justo en el momento en que se sacó la última foto. ¿Quién sabe lo que pasaría por su cabeza cuando se dio cuenta de lo que estaba a punto de ocurrir? Puede que gritara algo así como «¡La cámara!» o «¡Lanza la cámara al muelle!».

La boca de la chica se abrió ligeramente.

—Y él le dio la espalda un segundo, y al volverse…, se acabó.

Mel cerró la carpeta y se puso en cuclillas, ante la protesta de sus zapatos de cordones.

—Tu abuelo era lo que tú pensabas que era. No hay más que ver la cara de ella.

La chica se hizo sombra sobre los ojos con la mano y miró hacia Algiers, al otro lado del río.

—No lo sé. Si estuviera vivo, yo podría saltar al río y él podría salvarme. Eso probaría algo.

Mel miró de repente hacia el sur, donde se notaba la corriente. Se dio cuenta de que tenía una oportunidad de decir algo apropiado. Finalmente, dijo:

—Sí, probaría algo, pero él no está aquí y las fotos sí.

Ella meneó la cabeza.

—Ni siquiera sé si sabía nadar. —Levantó la vista y lo miró a la cara—. Las fotografías…, ¿me las puedo quedar?

—Pues claro —dijo él, poniéndose de pie.

Ella estiró el brazo hacia él.

—¿Cree que serán suficiente?

Él tiró de su mano para ayudarla a ponerse de pie.

—Tú míralo todo en las fotos: los objetos, las sombras, incluso las partes desenfocadas... —Empezaron a caminar hacia el ruido y la luz polvorienta de Canal Street—. Y verás.

Todo lo que vale

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