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En ese momento no sentí culpa ni miedo, solo algo como un «bah», como cuando estás sentada ahí, en la bañera vacía, y toda el agua acaba de irse.

Holly, Badlands (Terrence Malick, 1973)

Migue me muestra el pito. Cuando me toca a mí, salgo corriendo. Lo veo de reojo subiéndose los pantalones y me tiro de cabeza al canal. Corre rápido pero nadando gano yo.

Salgo a la otra orilla y lo miro. Ufa, dale, me grita desde el muelle. Tiene la nariz fruncida y aprieta los labios.

Yo me río y me bajo un poco la bombacha, le muestro.

No veo nada desde acá, grita. Se tira al agua y yo empiezo a nadar para el lado del río. Cuando tomo distancia miro hacia atrás; él está lejos, lento, braceando como si le pegara cachetadas al agua. Subo a tierra, me escondo atrás de un árbol y lo veo pasar. Sale unos metros más adelante, se sienta a descansar en la orilla. Agarro un puñado de barro y me acerco despacio desde atrás, se lo embadurno por toda la cara y escucho el grito en el aire antes de caer al agua otra vez. Nado de nuevo hasta la casa y del apuro no veo a la tía, que espera en el muelle. Ni bien toco el escalón de abajo me agarra del pelo y pregunta dónde estuve.

Soltame, digo, estaba nadando.

¿Y Migue?

Viene atrás. Me duele, soltame.

Sentate ahí, dice ella, y me empuja. Migue tarda una eternidad, nada como si se arrastrara por el agua. Cuando levanta la cabeza y ve a la tía se queda quieto de repente. Solo mueve una mano para correrse el flequillo, que se le pega a la cara y le tapa los ojos.

¿Qué?, pregunta, ¿qué hice?

Dejaron el gallinero abierto, dice la tía, se escaparon los pollitos.

Yo no fui, dice Migue, y lo miro con odio. Se pone rojo, agacha la cabeza.

La tía lo agarra de una oreja y lo hace mirarla a los ojos. Perdón, dice él, no me di cuenta. Ella lo suelta y nos vamos para el fondo. Los pollitos corren de acá para allá, picoteando lombrices. Tardamos una hora en agarrarlos a todos. Cuando terminamos, la tía viene a mirar.

Falta uno, dice.

Mentira, le contesto, están todos, ni sabés cuántos hay.

Esta noche no comen, dice ella, y vuelve a la casa.

Nos obliga a acostarnos temprano. Migue en su cuarto y yo en mi colchón en el piso del comedor. Espero hasta que la tía se duerme, hasta que el único ruido es el de mi panza, y me levanto. Con los meses aprendí a caminar como si flotara. La casa es de madera y cruje por todos lados. Bajo al jardín, camino hasta el fondo y salto el arroyito que corta nuestra isla a la mitad, paso a lo de Liliana. El árbol está lleno de mandarinas. Las que están a mano siguen verdes, pero me trepo y encuentro algunas maduras.

Voy por la tercera cuando escucho un ruido. Me escondo hasta ver que es Migue. Comemos de más y nos duele la panza, nos quedamos tirados en el pasto húmedo. Cada tanto, él se tira un pedo y nos reímos en voz baja. No hablamos. Creo que los dos pensamos en lo mismo, para qué tanta maldad. Volvemos con miedo a que la tía se despierte, pero la escuchamos roncar y sabemos que cuando ronca está como muerta.

Buenas noches, Migue, le digo. Él se queda mirándome un segundo y se va a su cuarto, deja la puerta abierta.

A la mañana, la tía nos hace trabajar en la huerta; a la tarde Migue se va con los pollos y yo limpio la casa. A veces nos hace pintar o arreglar alguna cosa. Ella no se mueve, solo grita y vigila.

Le pedí volver al colegio, pero dijo que no sirve para nada y que lo que hay que aprender es a trabajar. Solo hice primer grado y un poco de segundo. Mamá se murió hace tres años, y hace dos nos vinimos a vivir a la isla con papá, ahí dejé de ir. Pero él, al menos, me enseñaba un poco de matemática y me hacía leer algunos libros. Yo dormía en el cuarto de Migue y papá con la tía; ella era igual que ahora pero lo disimulaba más. Migue no fue nunca al colegio. Yo le enseñé a leer, a sumar y a restar, pero es bastante duro.

Después se murió papá, hace seis meses, y ahí cambió todo. La tía estuvo una semana encerrada. Cuando salió, lo primero que hizo fue arrastrar mi colchón hasta el comedor.

La lancha almacén pasa los lunes, miércoles y sábados. La tía me manda a esperar al muelle con la plata justa.

Está nublado y hace frío, el río está alto y se ve que a la noche sopló viento; el agua corre turbia. Cuando la lancha se asoma al canal, saludo con las dos manos. Para allá no vive nadie más, esta es la última casa, y si no me ven pueden llegar a irse.

Sonia me tira la soga para que la ate al muelle. Hola, Anahí, me dice, y me pongo contenta de solo escucharla. Nadie dice mi nombre acá. Migue me dice vos, la tía me dice nena.

¿Cómo estás?, pregunta, ¿qué tal el colegio?

Bien, digo, y le doy el papelito que me dio la tía con la plata, las monedas justas. Sonia se queda mirándome, sonríe como si me tuviera lástima. No quiero que me tenga lástima, pero no le digo nada, qué le voy a decir. La miro y sonrío hasta que agarra el papelito y se mete adentro. Vuelve con una damajuana, jabón blanco, arroz, harina y una garrafa. Deja todo en el muelle y me da un chocolate.

Es para vos, dice, escondelo. Y convidale al Migue.

Gracias, digo, y me da vergüenza porque tengo ganas de abrazarla, me hace acordar a mamá aunque no se parezca ni un poco.

Sonia me mira y sonríe. Cuidate, Anahí, dice. Lo dice como si pronunciara la hache.

Me como casi todo el chocolate, le guardo dos cuadrados a Migue. Está atrás persiguiendo a una gallina que aletea, se le escapa.

¿De dónde lo robaste?, pregunta.

De ningún lado, me lo regaló Sonia.

¿Qué te lo va a regalar Sonia?, lo robaste.

Callate, Migue, comelo o dámelo.

Él me mira, se mete el pedazo entero en la boca. Lo robaste, dice de nuevo. Tiene los dientes marrones.

La próxima ni te convido.

Entonces escuchamos un golpe en el vidrio y miramos para arriba. La tía está en la ventana, despeinada y con cara de dormida. Migue se pone pálido, mira alrededor buscando la gallina. La ve al fondo y corre a atraparla. Se resbala pero la pesca y se la pone abajo del brazo. La carga hasta el gallinero. Tiene una pata lastimada, se la cura.

Lo veo limpiar la herida como si supiera, con mucho cuidado, hasta que la tía me llama. Nena, dice, vos vení para acá.

Me duelen los dedos de lavar ropa. Estoy en el jardín con la palangana y la tía me mira desde la escalera, se sirve vino de la damajuana.

Me hacés acordar a tu mamá, dice, y le pregunto por qué.

Por lo arrastrada, me contesta, te hacés la buena y yo sé lo que querés. Igual que tu mamá con tu papá, se hizo la que estaba enferma y se lo llevó. Igual que cuando éramos chicas.

¿Cómo era cuando eran chicas, tía?

Papá, mi papá, no el tuyo, se llevaba a tu mamá a su cuarto, todas las tardes se la llevaba a dormir la siesta y yo me quedaba acá afuera, sola, y mi mamá también se murió cuando yo tenía tu edad y acá hacía todo yo, así que conmigo no te hagas la pobrecita. Después tu mamá empezó a escaparse, papá se enojaba conmigo y me pegaba con un palo.

La tía se señala las pantorrillas, hay algunas cicatrices viejas, la piel más oscura. Toma un sorbo largo y le caen unas gotas de vino sobre el vestido.

La conoció todo el Delta a tu mamá, dice. Y papá se terminó muriendo del disgusto. Después tu mamá trajo a tu papá, y cuando se dio cuenta de que él me quería a mí se lo llevó de nuevo.

Más despacio, no entiendo, digo.

Yo quedé embarazada primero, dice ella, yo era linda. Se toca las tetas, gordas.

Migue viene desde el fondo y pregunta qué pasa. La tía se larga a llorar, él se le acerca. Ella lo abraza y lo aprieta fuerte, lo estruja.

No me puedo dormir, la tía ronca. Voy hasta el cuarto de Migue y le toco un brazo. Despertate, digo. Él murmura algo, se da vuelta. Soy yo, Migue.

¿Qué?, dice él, y me mira sin abrir del todo los ojos, ¿le pasó algo a mamá?

No, pero me parece que somos hermanos.

No, responde, somos primos.

También, digo, pero no entiende. ¿Quién es tu papá?

No sé, cuando le pregunto a mamá se pone a llorar. O se enoja. En general se enoja.

Tu papá es mi papá, Migue.

¿Qué?, dice. A mí me da frío y me meto en la cama. Él se queda quieto, duro, me acerco. Estoy temblando. Le pido que me abrace.

Una vez le pregunté, dice él, le pregunté a tu papá si sabía. Estábamos en el muelle, hacía calor. Él dijo adiviná y puso esa cara que ponía siempre, después se tiró al agua.

Me despierta la tía agarrándome del pelo, me arrastra fuera de la cama. Asquerosa, dice, pendeja asquerosa. Le digo que me suelte pero me lleva para el lado del comedor. Me agarro del marco de la puerta y siento el tirón, me arranca unos mechones. Se queda con el pelo en la mano. Corro a la escalera con los ojos húmedos de bronca, bajo al jardín. La escucho seguirme, lenta y pesada. La casa suena como un barco a punto de hundirse.

Pará, mamá, dice Migue.

Salto los últimos escalones y corro hasta el río, la espero. Cuando está ahí nomás, a menos de dos metros, me tiro. Hace frío y el agua está helada, me aprieta el pecho, no puedo respirar. Pero nado unos metros y entro en calor. Tomo aire.

Vení para acá, me grita la tía. Después ya no la escucho.

Cómo creciste, dice Liliana.

Pero si me viste hace tres semanas, digo yo. La manta que me dio para que me abrigue tiene olor a polvo.

Ella entrecierra los ojos para mirarme, creo que se está quedando ciega.

Igual, dice, te está por bajar, ¿sabías?

¿Bajar qué?, pregunto mientras pelo una mandarina. Muerdo un gajo y el jugo dulce me chorrea por la barbilla. Separo las semillas con la lengua, las escupo.

La menstruación, nena.

Primero entiendo mal, algo como monstruación, y ella se ríe de mi cara.

Una vez por mes te va a sangrar, dice, y señala entre mis piernas. Significa que ya podés tener hijos. Pero no te vayas a embarazar, prometeme.

Siento un calor en la cara. Me acuerdo de la vez que con Migue espiamos a papá y la tía. Y la sensación es como cuando el agua se estanca y el olor a podrido me da asco, pero al mismo tiempo quiero seguir oliéndolo.

Ponete algodón, dice, en la bombacha. Y tiralo cuando se empape de sangre, lavate bien.

Bueno, le contesto, pero quiero que se calle, no quiero hablar más. Me levanto.

No te vayas, dice, esperá un rato a que se le pase la bronca a tu tía. Hay de comer.

Está rico el guiso, digo con la boca llena.

Liliana asiente, se había quedado pensando. No es que sepa lo que va a pasar, dice, solo me doy cuenta de cosas que vos no sabés que sabés.

Cosas que yo no sé que sé. Tengo que repetirlo en voz alta para entenderlo. ¿Qué es lo que sé y no sé que sé, a ver?

Tenés que preguntar, si no no funciona. Y si podés hacer la pregunta podés imaginarte una respuesta.

¿Cuándo me voy a morir?

Liliana se pone seria. No, eso no.

¿Cuándo voy a tener novio?

Ahora sonríe. Cuando vos quieras, dice, con lo linda que sos.

Ah, qué fácil.

Liliana no responde, se lleva una cucharada a la boca. Le puse mucha sal, dice, ya no veo nada.

¿Migue es mi hermano?

De nuevo no contesta, apenas levanta la vista del plato.

¿De quién es hijo? ¿De la tía y de mi papá?

Y, dice.

Nos quedamos calladas hasta que ella termina. Se echa atrás en la silla y eructa bajito en un puño cerrado. Preguntá, una más, dice.

No, no quiero.

Bueno, entonces levantá los platos, dejalos en la pileta y yo lavo más tarde. Andate cuando quieras. Me voy a descansar.

Me quedo mirando las cosas de Liliana. Tuvo un hijo que se murió muy chico y hay un cuarto con juguetes viejos y sucios, una cuna, ropa de bebé. En el comedor tiene velas por todos lados. La gente viene a verla y ella les cobra por decirles lo que ya saben. Pero la gente paga porque quiere que se lo diga ella.

La alacena está llena de comida. En lo de la tía nunca hay nada. Sé que tiene un poco de plata guardada, y que casi toda era de papá, pero la gasta muy de a poco.

Lo veo a Migue en el jardín y bajo.

Mamá te está buscando, dice, y agacha la cabeza.

¿Qué te hizo?

Nada, no importa, ¿vas a volver?

Sí, respondo. Ni se me había ocurrido no volver. ¿Adónde voy a ir?

Ahora está muy enojada, dice Migue, esperá un rato.

¿Sabe que estoy acá?

Creo que sí, pero no dijo nada, a Liliana no la nombra, da mala suerte, contesta, y mira hacia la casa de reojo. Me parece que los dos le tienen miedo.

Sí, digo, guarda que escucha todo, sabe todo.

Callate, dice él, me voy, chau.

Cuando se da vuelta le veo las pantorrillas lastimadas. Hay un corte que todavía le sangra. Lo alcanzo y le doy un abrazo por la espalda. Se queda quieto. Voy con vos, le digo.

La tía está sentada en la escalera y me ve venir, no se mueve, pero desde lejos noto cómo le cambia la cara. El estómago me hace ruido de los nervios pero sigo, subo los escalones. Nos miramos en silencio hasta que me da un cachetazo que me deja el oído zumbando. Doy un paso atrás y me tropiezo, me golpeo con un escalón, caigo al pasto. Ella sigue sentada.

Me levanto y subo de nuevo. La tía me pega otra vez pero no me caigo, me agarro del pasamanos. Me pega de nuevo. Arde.

Basta, dice Migue, y sube, tira de mi brazo para que me aleje. La tía no me saca los ojos de encima y yo le hago frente hasta que se levanta y entra a la casa.

Migue se queda mirándome pero ella le grita desde la puerta. Vos adentro, dice, ahora mismo.

Paso la noche afuera y me despierto de a ratos temblando de frío. Podría ir a lo de Liliana pero no, la tía se asoma por la ventana cada tanto y quiero que me vea acá.

Sale el sol y canta un gallo. El pasto está escarchado. No me puedo mover. Migue me trae un sweater de lana que era de papá. Me ayuda a levantarme.

Tenés los labios azules, dice, vamos.

Subimos la escalera y entramos a la casa. La tía está tomando mate en el comedor. Me mira un segundo con la bombilla en la boca. Te podés bañar con agua caliente, dice, pero rápido. Y a Migue: vos acá sentado, al lado mío.

Entro al baño. Estiro la mano para abrir la canilla y la veo temblar. Me la pellizco y no me duele, como si no fuera mía. Me miro al espejo, estoy pálida de frío. El agua me quema por fuera pero por dentro sigo helada, me siento en el piso y abrazo mis piernas. De repente sangro, como me dijo Liliana. Miro el hilo de agua roja que se va por la rejilla. Me duele la panza, un poco más abajo. Estoy mareada. La tía golpea la puerta, golpea fuerte. Ya está, nena, dice, te vas a gastar toda la garrafa, salí.

Busco algodón y le robo un poco.

Ya tenemos el invierno encima. Se vienen las lluvias fuertes y la tía nos manda a arreglar las goteras del techo. Tenemos una escalera que se tuerce y cruje. Migue sube despacio y yo voy y vengo, le alcanzo las tejas nuevas y bajo las rotas.

Después sacamos la mugre de las canaletas. El trabajo nos lleva como cuatro días pero nos gusta, aprendemos a hacer cosas.

Cuando pasa la lancha, le pido a Sonia que me fíe una bolsa de algodón, le juro que se la voy a pagar cuando pueda. Ella me da un paquete de toallitas y me explica, me dice que me lo regala.

Los árboles están pelados. Sopla un viento frío con olor a hojas pudriéndose en el barro. Me da un poco de tristeza. Una de esas tardes, mientras la tía duerme la siesta y Migue está distraído, me escapo a lo de Liliana.

Cruzo por el pantano, está lleno de hongos, los de capuchón amarillo. Si los miro fijo parecen moverse, acercarse entre ellos y decirse cosas al oído. Espero en el jardín comiendo mandarinas porque Liliana está con alguien. Después de un rato sale una señora llorando. Baja la escalera y al llegar al pasto saca un pañuelo, se seca las lágrimas y trata de limpiarse el maquillaje corrido. Respira, respira, y de repente me ve.

Es de mala educación mirar así, me dice, y se aleja por un camino entre los árboles para el lado del río, al muelle grande donde para la lancha colectivo.

Liliana baja al jardín y se sienta en su silla, siempre la misma silla. Debe tener raíces.

Pobre mujer, dice, está muy enferma.

Le pelo una mandarina y se la alcanzo, pregunto lo que vine a preguntar: ¿Me escapo o me quedo con Migue?

Liliana se come un gajo. Avisale a Migue que bruja no soy, que venga cuando quiera que no lo voy a ojear. Se ríe y se señala los ojos. Ni aunque quisiera, dice.

No es muy inteligente, digo yo.

Liliana sonríe.

Me tengo que quedar con él entonces.

Liliana se come otro gajo.

Este año salieron más ácidas, dice, y ojo vos, tené cuidado.

¿Cuidado con qué?

Con los honguitos, Anahí, son venenosos. Ya sabés. Ni los mires que te hipnotizan, te meten ideas.

Me quedo pensando, todo el día pensando. Ahora es de noche y no puedo dormir, me levanto, voy en puntas de pie hasta el cuarto de Migue. Me meto en la cama y se despierta de golpe.

No, dice, salí.

Ya me voy, Migue, pero tengo que decirte una cosa nada más.

¿Qué?, pregunta, y me mira, sabe que hablo en serio.

Le agarro una mano y se lo digo mirándolo a los ojos: vamos a matar a tu mamá.

¿Qué?

Eso, Migue, con los hongos, con veneno, ni se va a dar cuenta.

No, dice él, y le aprieto la mano, nos miramos, le doy un beso en la boca.

Espero a la tarde, cuando la tía se acuesta. Me pongo las botas y voy para el fondo. Paso por el gallinero y ahí está Migue, sentado en el piso con un pollito en la mano.

¿Adónde vas?, pregunta.

Al pantano.

Él me mira, dice no.

Yo digo sí.

Sacude la cabeza y frunce la boca, se le llenan los ojos de lágrimas. Abro la puerta de alambre tejido y entro, los pollitos se alborotan. Tengo miedo de que despierten a la tía. Shh, les digo, y me acerco a Migue, le acaricio el pelo.

Ya sé, es feo, digo, pero es lo que hay que hacer.

No, dice él.

Nadie la quiere a tu mamá, Migue, ni vos la querés.

Camino entre las raíces con el barro hasta los tobillos. Los mosquitos me zumban en los oídos, se me meten en la boca, en los ojos. Encuentro un montón de hongos creciendo amontonados al pie de un arbolito torcido. El capuchón blanco con la punta amarilla. Arranco varios y los meto en una bolsa.

Guardo la bolsa abajo de mi colchón, tengo que esperar unos días. La tía vigila la cocina. Pero una mañana se queda en cama. Vení, nena, me llama. Tose y tiene mocos, me pide que le haga un té.

Hiervo el agua con un hongo adentro, le pongo dos saquitos y mucha azúcar para que no le sienta gusto raro. Migue se acerca y me ve revolviendo.

Shh, le digo.

Se queda quieto, callado, está triste pero se le va a pasar. Yo voy a hacer que se le pase.

Llevo el té y por un momento me asusto. Cuando lo prueba, la tía frunce la cara. Pero después toma otro sorbo.

Está muy dulce, dice, es un asco.

Sí, le contesto, el azúcar te pone fuerte.

La tía tose, lo huele, toma un poco más. Yo miro alrededor, nunca me deja entrar a su cuarto. Es una mugre y hay olor a encierro, a cosa fermentada. Toda la ropa está tirada por el piso, hay pegotes resecos en las sábanas y las cortinas.

Al próximo una cucharada, dice la tía, cómo no vas a saber hacer un té, ¿cuántos años tenés, nena?

Once, tía, ya sabés, contame algo de mamá. Se lo pido para distraerla, y porque sí, porque quiero escuchar.

Ella frunce la boca, se suena los mocos con una servilleta arrugada. Toma otro sorbo.

Dale, tía, ¿cómo era?

Como vos, dice. Con asco lo dice. Andaba de acá para allá, medio desnuda, siempre mostrando. Tenía muchos novios. Fumaba. Tomaba. A papá lo mató a disgustos. Le daba con el cinto pero ni así. Tu mamá se escapaba.

¿Qué más?

Nada más, ¿qué más querés?

Dale, contame.

La tía toma otro sorbo. Siempre me sacó lo que era mío, dice. A tu papá lo conocí yo primero, pasaba con la lancha trayendo madera y yo lo saludaba desde el muelle. Él me miraba, siempre me miraba. Pero andate ahora, quiero descansar, andá a la huerta, fijate cómo vienen las zanahorias. Si sigue haciendo este frío va a haber que cosechar.

Pasa el día en la cama. A la tarde lo llama a Migue para que le haga masajes en los pies. Me asomo y los espío. Ella está con los ojos cerrados, la piel amarillenta, verdosa. Balbucea algo y Migue no entiende. Parece que habla sola.

Migue me ve. Creo que se hizo pis, dice en voz baja.

Le digo que salga y la limpio. Cuando estoy terminando la tía se despierta.

¿Qué hacés?, dice, no me toques.

Shh, respondo, tranquila, tía, levantá la cola, dale, un poco más.

Le pongo una bombacha limpia. Ella mira alrededor como si no reconociera su habitación. ¿Y Migue?, pregunta.

Le digo que afuera, en el gallinero.

Trata de levantarse y creo que se marea. En mi casa no van a hacer chanchadas, dice, te conozco, te veo la porquería en la mirada, como tu mamá, igualita a tu mamá. Cuando papá le daba con el cinto, ella gritaba de contenta.

Dormí, tía, le digo.

Me acuesto con Migue. Probemos con la lengua, le digo, dejá de llorar. Nos abrazamos, nos frotamos, pero de repente se escucha un ruido. Una arcada. Él sale corriendo y voy atrás. La tía está vomitando, medio dormida. Un charco grisáceo, veteado de rojo, chorrea de la almohada al piso. Hay un olor agrio que pica en la nariz. Pero no es el hongo, es ella ese olor.

¿Te sentís mal, tía?, pregunto.

No responde.

Migue va a buscar un balde. Ella balbucea insultos, se sacude bichos imaginarios que le caminan por el pecho y el cuello. Dice no, no, los tengo adentro, sáquenmelos.

¿Qué, mamá?, pregunta Migue.

Pero ella no contesta, no escucha. Le sube otra arcada y se vomita encima.

Nos quedamos toda la noche en su cuarto. Se la pasa diciendo duele, duele. Se toca la boca del estómago mientras Migue le pasa un trapo por la frente.

Acaba de salir el sol y sigue delirando. Está empapada en sudor, mueve los labios. Yo miro alrededor buscando con quién habla, tal vez algún fantasma, pero no veo a nadie. Le digo a Migue que se despida y salga, que ya está.

Me quedo, contesta él.

No, afuera, andá a cortar leña, o hacé algo para comer, tengo hambre.

No se mueve.

Le pido por favor.

Bueno, murmura, y le da un beso en la frente a su mamá. Ahora vuelvo, le dice, y me mira de nuevo.

Dale, Migue.

Sale, pero deja la puerta abierta y se queda espiando. Yo me arrodillo junto a la cama, le hablo a la tía al oído: Te querés morir, estás cansada, vos sabés que te querés morir.

Ella me mira. Tiene los labios paspados. Le veo las venas azules bajo la piel.

Sos vieja, tía, te pesa todo, no querés a nadie. Viviste un montón de años. Demasiados.

Se agarra de la colcha y aprieta el puño.

Morite, tía, dale, ¿sentís ese olor?, ya está. Y la mugre que hay acá. Es un asco. No te alcanza la vida para limpiar esta mugre.

Mueve los labios, creo que dice sí. Los ojos se le van cerrando despacio. Hasta hace un rato le silbaba el pecho, ahora apenas la escucho respirar.

Yo lo cuido a Migue, digo. Si te morís ahora te va a seguir queriendo. Pero si te quedás te va a odiar.

Algo le brilla en los ojos, parece contenta, y de la boca entreabierta le sale un humito. La toco. No se mueve.

¿Tía?

No responde y llamo a Migue. Pero cuando me doy vuelta está parado detrás de mí.

La mataste, dice.

No, ¿no viste?, la convencí nomás. Se murió sola.

¿Seguro?, pregunta, y se acerca, la toca con un dedo.

Sí, Migue, ahora somos vos y yo, nadie más.

Flores que se abren de noche

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