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Salimos con el bote y miro a Migue remar. Los músculos que se tensan y aflojan. En los últimos meses creció como veinte centímetros de golpe; quedó largo, flaco, hermoso. El sol está picante, hace calor. Hay olor a cerveza fría, a asado. Desde un muelle, unos de por acá nos miran pasar, están con las patas en el agua.

Entregá a tu prima, Migue, grita uno. Y él deja de remar.

No le hagas caso, digo, pero no me mira. Está a punto de tirarse del bote y nadar hasta allá. Migue, basta, y le agarro la cara. Migue, mirame a mí, y le doy un beso.

Epa, viva el amor, grita otro. Se están riendo. Migue aprieta los dientes y mira hacia delante; hace fuerza para no sonreír.

Seguimos corriente arriba, el cauce se ensancha. Por acá tiramos a la tía y venimos a traerle flores. Hoy es su cumpleaños. Migue deja el ramo sobre el agua, se lo lleva la corriente. Nos quedamos flotando a la deriva, al sol.

La casa está limpia y ventilada. Lo primero que hicimos en ese momento fue sacar los muebles que no servían. Barrimos, fregamos y abrimos todas las ventanas. Encontramos la plata bajo una madera floja en el piso, no quedaba casi nada y la gastamos enseguida. Eso fue hace más de tres años.

Mantenemos el gallinero y la huerta, también pescamos, pero hay cosas que tenemos que comprar: tabaco, vino, jabón, aceite, arroz. A veces garrafas, cuando alcanza.

Migue sale cada tanto, de noche. Se va al continente y se mete en casas vacías, mucha gente se fue tierra adentro y quedaron barrios enteros abandonados. Se lleva unos aparatos electrónicos que vibran, emiten luces y hacen ruido. No sabemos para qué sirven pero los cambia por plata a un tipo que vive a cuatro o cinco islas.

Estoy limpiando la cocina y se acerca por atrás. Me abraza y me huele, como un animalito, me toca a lo bruto. Más despacio, Migue, más arriba, ahí.

Hace calor y bajamos desnudos al jardín, nos tiramos al canal. La luna está gorda y amarilla. Nadamos un rato y cuando volvemos a la casa Migue me pide que le lea. Liliana me presta libros que nunca le devuelvo. A él le gusta escuchar mi voz, pero siempre se pierde en las historias, mezcla los personajes.

Cuando se queda dormido lo miro. Me gustaría dibujarlo, pero no sé dibujar. Tiene un brazo estirado hacia atrás, doblado contra la cabecera de la cama. Una pierna recta y la otra flexionada a un costado. Los huesos de la cadera, la mata de pelo oscuro, la boca entreabierta. Me gustaría comérmelo.

Vamos al muelle a mirar la tormenta, nos refugiamos bajo el techito. El agua del canal baja cargada de ramas. Pero empieza a subir rápido y al rato pasa un perro muerto con una soga atada al cuello. Se levanta viento, se viene la sudestada. Corremos al gallinero a asegurarnos de que todos los pollitos estén arriba de la plataforma, pero la lluvia cae a baldazos y hay cada vez más agua, ya superó el nivel del pasto. Hay que entrarlos, dice Migue. Los mete en una caja y yo los voy subiendo de a tandas.

Al final agarramos las gallinas, de a una. El comedor queda hecho un lío de cacareos, plumas embarradas y caca. Miro la huerta por la ventana, ya quedó bajo el agua.

La lluvia repiquetea en el techo. Migue pone cacerolas para las goteras y yo elijo el pollo más fornido, le parto el cuello, lo desplumo. Después bajo al jardín, voy hasta la huerta con el agua por las rodillas. Arranco algunos tomates. Están verdes pero es mejor que tirarlos, si les pongo azúcar se dejan comer.

Arroz con pollo, festeja Migue, y golpea una olla con el cucharón. Los pollitos escapan asustados.

Recién a la mañana empieza a drenar. Devolvemos los bichos al gallinero y revisamos la huerta. Hay que dejarla secar y ver bien, pero se echó casi todo a perder. A veces parece que siempre se está empezando. Levantarse a la mañana, limpiar para que se ensucie, comer y tener hambre al rato, sacarnos las ganas con Migue para que empiece a picar de nuevo.

Él se frustra y se pone a cortar leña, le veo la bronca en cada hachazo. Me toco mirándolo por la ventana. El pasto brilla, húmedo, y una capa de vapor flota a ras del suelo. Se me aflojan las piernas y me tiro en la cama. El colchón está vencido.

Mientras comemos, le pregunto qué se acuerda de papá. Migue toma un sorbo de vino y me mira con una mueca, no le gusta hablar de eso.

Dale, es importante, no hay que olvidarse.

Pff, dice, no sé. Era alto, ¿era alto?

Sí, era alto, como vos.

Y era gordo.

Sí, medio gordo. Tenía papada.

Cuando éramos chicos usaba bigote, después no.

Se afeitaba con la navaja, digo, está por ahí todavía.

Era carpintero, dice Migue, hacía muebles.

Sí, en una época sí. ¿Qué más?

Una vez me pegó una patada, después me pidió perdón.

A mí me agarró de las patillas dos veces, me puse a llorar.

¿Y mamá?

Ni hablemos.

Ahora no nos pega nadie.

Hace calor. Hay olor a flores, un olor dulce. Migue trajo el otro día un lagarto del tamaño de un gato y lo hicimos a la parrilla, tenía gusto a pollo viejo. Me parece que estoy embarazada.

Me pongo las botas para cruzar el pantano. Voy a ver a Liliana. Está sentada en una reposera y me acerco sin hacer ruido. Tiene un mosquito enorme posado en la frente.

Dejalo, dice, que me sobra sangre.

Yo me quedo callada, aguanto la respiración.

Ya sé por qué venís, dice Liliana, respirá que me ponés nerviosa.

Largo el aire y se me escapa la risa. Hola.

Si no querés saber no preguntes, dice.

¿Y para qué vine?

Viniste por la nena, es nena. Viniste porque tenés un poco de miedo, y tenés razón.

¿Por qué? ¿La nena está bien?

Sí, la nena está perfecta, pero no me preguntes más.

Me llega un chapoteo lejano, una risa. Por el cielo cruza una nube con forma de zapato.

¿Y qué va a pasar?, pregunto.

Te dije que no preguntaras, me responde, y se queda callada. Bueno, andá adentro, dice después, traeme agua con limón.

Subo las escaleras. Están todas las ventanas cerradas y hay olor a encierro, como a chinches aplastadas. Corto unas rodajas de limón, lavo una jarra y la lleno de agua del bidón. Vuelvo al jardín.

Escupí adentro, dice Liliana.

Escupo y le paso la jarra, ella toma un sorbo.

Ay, nena, la de líos.

Contame.

No, ¿para qué?, mejor que ni sepas. Pero te puedo dar consejo: tomá mucha sopa, jugo de frutas, pasas de higo. Yogur, si tenés con qué comprar. Y decile al Migue que deje de adueñarse de lo ajeno. Ya sé que no te va a hacer caso, pero vos decile. Quién sabe.

¿Por qué?, ¿qué va a pasar?

Basta, nena, no me insistas. Que sabés que me sale solo. Te digo lo que no puedo aguantarme, el resto me lo trago por tu bien. Y me indigesta, te juro que me indigesta. Además, ya sabés, siempre lo mismo con vos.

Qué te hacés la importante, digo. Ella sonríe. Una libélula vuela bajo, se posa en el pasto y la agarro de un ala, se la arranco sin querer. Liliana aprieta la boca como si hubiese escuchado el ruido. Nos quedamos calladas, al sol.

Me gusta, dice ella después de un rato.

¿Qué?

Ofelia, lindo nombre. Sabés que te la puedo sacar si querés. No es nada, todavía. Pero ni te ofrezco porque no querés, ya lo veo.

No, no sé. ¿Ofelia?

Sí, Ofelia.

A mí no me gusta.

Bueno, supongo que te gustará más adelante, vos le vas a poner así, lo vas a convencer a Migue y todo.

No te creo, ¿qué sabés?

Ay, Anahí, si serás terca. Andate, querés. Volvé si necesitás ayuda, cualquier cosa. Pero ahora andate que me estoy mordiendo la lengua.

Levanto un durazno podrido del piso y se lo tiro. Le erro por lejos. Liliana ni se mueve. Decile a Migue, repite, decile que no salga.

Desbordó el pozo séptico. Migue está limpiando el jardín, hundido hasta los tobillos en toda esa porquería. No me deja ayudar porque tiene miedo de que me enferme.

No sabe nada Liliana, me grita desde abajo. Para mí es varón. Y si es mujer, cualquier cosa menos Ofelia.

No sé, digo, creo que me gusta.

Él se espanta las moscas, sigue paleando mierda.

Lo veo más grande, más concentrado. Ya no se ofusca por cualquier cosa.

Casémonos, dice. Estamos en la cama, transpirados. Por la ventana entra un viento tibio con olor a resina.

No podemos, Migue.

No importa eso, vi unos anillos en un negocio, cerca del puerto.

Le doy besos en el pecho, le hago cosquillas alrededor del ombligo. Sos un tierno, Migue, no hace falta.

Hoy a la mañana se estaba por ir y le pedí que no saliera. Me miró, muy serio, y dijo que tiene que proveer, que yo tengo que descansar. Te voy a dejar embarazado a vos, vení para acá, le dije, y me chupé un dedo, así descansás conmigo.

Él se colgó la mochila y dijo que no con la cabeza.

Por favor, Migue, le pedí, pero no hubo caso. Me dio un beso y dijo que volvía en un rato.

Tampoco me deja ir con él, dice que es peligroso. Ahora va más lejos, a los suburbios cerca de la ciudad. En esas casas sí vive gente. Se mete cuando duermen, dos minutos, entra y sale.

Me saco la ropa y me miro al espejo. Tengo las tetas un poco más grandes. Me las aprieto. Después me abro de piernas, ¿cómo sale por ahí un bebé?, ¿qué tamaño tiene? No sé si es el calor o qué, pero me baja la presión y vomito. Después me duermo y me despierto con un hambre tremenda. Es miércoles, me voy al muelle a esperar a que pase Sonia.

Quiero comer vaca, carne roja. Sonia me dice que tiene osobuco y pregunta por la tía. ¿Sigue de viaje?

Sí, digo, y le sostengo la mirada.

Ella achina un poco los ojos. Me habla en voz baja, como si los peces escucharan. Dale, Anahí, contame, qué pasó.

No pasó nada de nada, le juro, y me beso los dedos en cruz. Se aburrió de la isla, no creo que vuelva ya. Quería conocer las montañas, el mar.

Ajá, dice ella. Yo le saco la bolsa de la mano y le pago, pero mira la plata con desconfianza. En serio, insiste, me podés contar, no le voy a decir a nadie.

Te queda lindo el pelo así, le digo, todo blanco.

Cocino el osobuco con un poco de caldo a fuego bajo, varias horas. Migue vuelve de noche y nos damos unos besos. No te vayas más, le pido, te extraño mucho cuando te vas.

Él deja la mochila sobre la mesa y me muestra todo lo que robó: varios de esos aparatos, de plástico, de distintas formas y tamaños. Algunos se mueven solos, tienen ruedas o giran sobre un eje. Si se caen al piso se quiebran como cáscara de huevo y si los mojamos dejan de andar.

¿Qué hace la gente con estas cosas?, pregunto.

Migue se encoge de hombros. Lo único que sé es que valen plata, dice con la boca llena.

Es Navidad, la gente tira fuegos artificiales y nos sentamos en el muelle. Las luces explotan en el cielo y se reflejan en el agua. Me encanta el olor a pólvora. Migue parece triste y no entiendo. Mirá qué lindo, Migue, ¿qué te pasa?

Nada, dice él, y no me mira.

Secretos no, Migue.

Levanta la cabeza y sonríe, tiene lágrimas en los ojos. Extraño un poco a mamá, nada, eso.

No seas tarado, ¿cómo vas a extrañar a tu mamá? Bien muerta que está.

Bueno, no sé, dice, me acuerdo de cosas.

¿De qué? ¿A ver?

No sé, dice, mamá llorando porque nadie le regalaba nada y porque no tenía plata para hacer vitel toné. Mamá vomitando en el pasto, el olor a sidra. Mamá tratando de subir al bote a las tres de la mañana. Mamá cayéndose al agua.

Suspira y lo despeino, le doy un beso en la oreja.

Nos pasamos la botella de vino y entonces tengo una idea: quedate quieto, le digo, y corro a la casa, busco un frasquito que hay por ahí, tinta china. Busco una aguja y alcohol, vuelvo al muelle.

No mires, digo, y empiezo a tatuarle Ofelia en el brazo.

Pincha, dice él, y yo le digo que se aguante.

Cuando termino lo mira, la letra quedó medio temblorosa. Pero se lee clarito.

Él se lo trata de raspar con la uña. No, dice.

Sí, Migue.

Hay tanta humedad que podrían salirnos branquias. Ya tengo un poco de panza y Migue se vuelve loco. Me la besa, me dice que descanse, me carga en brazos de acá para allá.

Está haciendo una cuna. Trajo un par de árboles él solo de no sé dónde, río arriba, los hachó, los ató al bote y se vino con los troncos flotando atrás. Es flaco y ágil como una anguila, fuerte como un caballo.

Dejó secar la madera y la cortó en tablas con una sierra que era de papá, pero antes tuvo que arreglarla. Sacó la cuchilla, le raspó el óxido, la limpió y la engrasó. Tuvo olor a querosén en las manos por varios días.

Migue cocina un pollo. No sé. Parece una nada, y es tanto. Las manos sucias, el fuego en la hoja del cuchillo, los chasquidos de la leña quemándose, el olor de la grasa en la parrilla. La paciencia, el hambre, el zumbido de los insectos. Las flores que se abren de noche.

Él me pregunta qué pasó, por qué lloro.

No, digo, no sé, es que estás cocinando un pollo. Me gusta mucho el pollo.

Él sonríe, no entiende. Yo me acerco y me limpio los mocos con su remera.

Ahora tiene un revólver. Dice que lo encontró en una casa con una caja de balas. Está un poco viejo y nunca lo usó, pero parece que anda.

Me da un poco de nostalgia mirarlo. Creció rápido y es como si ahora estuviese en otro lado. No digo que antes fuera mejor, no, de hecho ahora lo admiro, me sorprende, y antes me parecía un poco idiota. Pero extraño que me pregunte qué hacer. Le diría nada, Migue, ¿para qué? Liliana sabe, quedate en casa. Ahora es de esos hombres de ceño fruncido, de los que están todo el día contándose su propia historia. Me hace acordar a papá.

No hay nada que pueda decirle. Así que lo despido cuando se va, y lo espero hasta que vuelve. Lo veo desde la ventana mientras ata el bote al muelle y baja con su mochila llena. Siempre aparece con gesto serio, pensando en otra cosa, pero cuando me ve se olvida por un rato y sonríe.

A la noche comemos, y a veces nos bañamos en el canal antes de meternos en la cama.

Salgo al jardín de Liliana y la veo ahí sentada. No sé por qué, pero sé que está esperándome. Me acerco y le doy un beso.

¿Qué querés que te diga, Anahí?, me pregunta.

Algo que no sepa, digo, y me siento a la sombra del árbol de mandarinas. El sol arde.

Entonces no te puedo decir nada, dice ella.

Mentira, dale, si vos adivinás.

Ay, Anahí, ya te expliqué, no te hagas la estúpida. Yo no adivino, solo veo.

Mentira, si sos ciega.

Esto de tener cría te atontó, dice ella.

Le miro los pies, hinchados, las tiras de las sandalias hundidas en la piel. Me dan ganas de hacer pis y hago ahí mismo, sentada en el pasto.

Liliana se abanica, sonríe.

¿Le va a pasar algo a Migue?, pregunto. Ella no responde, no pone ninguna cara, nada. ¿A mí también?

Sigue sin contestar, y nos quedamos un rato calladas. En el cielo aparecen algunas nubes que tapan un rato el sol. Me acerco y le agarro una mano, arrugada y llena de anillos. Apoyo la cabeza en su regazo.

Migue terminó la cuna, quedó muy linda. La pintó de azul. La semana pasada trajo un colchón bastante nuevo. Cortamos el relleno a medida y cosimos una funda entre los dos. Estos últimos días estuvo más acá. Venía saliendo mucho y volviendo tarde.

Ponemos la cuna en el cuarto, de ansiosos, pero después tenemos que sacarla por el olor a pintura.

Lo veo a Migue en la ducha, el agua que le corre por la espalda, y me dan unas ganas tremendas. Me meto con él y lo baño, me tomo mi tiempo. Después lo llevo a la cama, le digo qué hacer. Él hace caso. Cuando se duerme, me quedo despierta y pienso que quizás estuvimos peleados, porque parecía como si nos estuviéramos amigando.

Lo miro, el flequillo le hace cosquillas en la nariz y él frunce la cara sin llegar a despertarse.

Cuando abro los ojos no está en la cama y por un segundo me agarra algo, no sé si miedo o angustia, pero lo escucho en la cocina y me levanto. Me ofrece mate. Está serio de nuevo, muy serio.

¿Qué pasa, Migue? No te lo pregunto más.

Él levanta la cabeza. Maté a alguien, dice.

¿Cuándo?, pregunto, ¿a quién?

A un hombre, dice, un tipo grande, muy viejo. Fue raro.

Pienso que no es tan grave, que después de lo de la tía no pasó nada. Pero acá las cosas son así, del otro lado del río son muy diferentes.

No, le digo, contame bien.

Tarda en empezar, como si primero tuviese que armar la historia en su cabeza. Ceba un mate, arma un cigarrillo y otro para mí.

Era una casa chiquita, dice, de un piso, unos diez kilómetros tierra adentro. En general voy hasta el puerto y unos pibes me alquilan una moto. Entonces me voy más o menos lejos, donde nadie me conozca. Esta casa parecía vacía, estaba todo bien cerrado, las luces apagadas. Salté una pared y pasé a un patiecito, atrás. Levanté una persiana con la ganzúa, tuve que arrancar unas maderas. Me metí y había poca luz, cosas tiradas por todos lados. Pensé en irme porque daba la sensación de estar abandonada, pero también pensé que ahí vivía gente, que cada tanto alguien revolvía la mugre buscando algo. No sé por qué se me ocurrió eso, que entre todas esas cosas había algunas importantes y que alguien las buscaba y nunca las podía encontrar. Entonces vi el coso ese.

Lo señala con un gesto, está ahí a un costado, flotando a dos centímetros de la mesa. Es de goma, o algo parecido. Va cambiando de forma y emite un brillo suave que va pulsando, como si latiera. Cuando lo trajo hace unos días le pedí que nos lo quedáramos, me pareció que a Ofelia le podía gustar.

Migue toma un mate, los dos miramos el coso un momento, como hipnotizados. Después lo agarro y lo meto en una bolsa. Me vuelvo a sentar. Seguí, digo.

Lo guardé y me asomé al comedor a ver si había algo más, dice Migue. Estaba muy oscuro pero lo vi al tipo, sentado en un sillón. Me miraba fijo y pestañeaba, como si se acabara de despertar. Era todo pelado, hasta las cejas, y tenía muchas arrugas, me dio miedo. Perdón, le dije, fue lo primero que se me ocurrió. Él movió una mano muy despacio. Al lado tenía un teléfono. Saqué el revólver y dije no, pero levantó el tubo. Entonces le disparé. Pum, y un tirón en el hombro, no sabía lo fuerte que pateaba. El tipo quedó ahí, en el sillón, con el pecho lleno de sangre y los ojos abiertos. Antes de irme se los cerré.

Se queda callado y le agarro la mano, la siento fría. Agarro la bolsa con el coso, le meto unas piedras adentro, hago un nudo. Salimos con el bote. Migue rema un rato, nos vamos bien lejos y lo tiramos al agua.

Volvió a salir, me desperté y no estaba. Como hace calor me quedo todo el día en el muelle, me meto al agua de a ratos, leo un poco.

Migue vuelve tarde, a la hora de los mosquitos. Le pido de nuevo que no se vaya más, por favor, que se quede conmigo.

Él saca plata de su mochila, bastante plata, y busca la caja donde la guarda. Cuenta fajos y los separa en pilones. Migue, digo.

No me mira, me dice que no se mete más en casas, que hace otros trabajos más fáciles para los pibes que le alquilaban la moto. Lleva y trae cosas, acompaña a alguno a reuniones de trabajo y se queda en la puerta. Como un guardaespaldas, dice.

No me gusta, digo.

Él me mira. No les va a faltar nada, me responde, ni a vos ni a Ofelia.

No importa eso, Migue.

Pero ya no me escucha, sigue contando billetes, parece en trance.

Estoy enorme y me canso de solo mirarlo. No sabe quedarse quieto. Si no sale, se la pasa haciendo cosas en la casa. A veces empieza una tarea y a la mitad se distrae, pasa a otra. O lo veo en el jardín con una herramienta en la mano, tratando de recordar en qué estaba. Va y viene. Lleva, trae. Pone, saca. Cuanto más trabaja, más trabajo tiene después.

Es de noche y no vuelve, salió muy temprano. Nunca tardó tanto, nunca tuve que dormir sola.

Me quedo despierta, tejiendo, y poco antes de que salga el sol veo una sombra en el muelle. Es él. Camina raro y salgo, bajo la escalera.

Le cuesta respirar y le pregunto qué pasa.

Nada, dice, y lo sostengo porque se me cae. Lo ayudo a agarrarse del pasamanos. Entonces le veo la sangre. Pregunto de nuevo, creo que le grito. Él me mira y agacha la cabeza. Es un tajo, dice, estoy bien.

Lo llevo al baño. Está muy pálido. Le toco la frente y la siento fría, pero no sé. Le saco la ropa, solo veo sangre. Lo limpio hasta encontrar la herida. Es fea, bastante profunda, en la pelvis. Sangra oscuro, casi negro. Le tiro alcohol y él aprieta los dientes, arranca la cortina de la ducha de un tirón.

Aprieto con una toalla que enseguida se empapa de sangre, lo llevo a la cama, le digo que sostenga. Sentate, Migue, así. Abrí los ojos. Ahora vengo. No te duermas.

Corro a buscar a Liliana. Cuando llego a su jardín está en la ventana, esperándome. La llevo a casa del brazo.

Se lava bien las manos y pasa un dedo por el tajo. Migue grita. Feo, dice Liliana, está feo esto. Ni les digo que vayan a la salita.

No, dice Migue, a la salita no.

Ya sé, nene, es lo que acabo de decir; y a mí: lo vas a tener que coser, hay que cerrar. Poné agua a hervir. Andá, andá que me quedo.

Cargo la olla y prendo el fuego en la cocina mientras escucho la discusión que llega desde el cuarto.

No te metas, dice Migue. Habla apretando los dientes.

Bueno, nene, estoy acá, te digo lo que tengo que decirte.

Si nadie te preguntó.

Anahí me preguntó, Anahí quiere saber, y yo la quiero.

Yo la quiero, dice Migue, yo la cuido a Anahí.

Pero la podés cuidar mejor, bastante mejor, le contesta ella.

Doblo la aguja como me explicó Liliana, queda curva como las de colchonero. La dejo hervir y vuelvo a la habitación. No se peleen, digo, basta.

Me siento entre los dos. Liliana me mira con sus ojos ciegos. Esperamos, le agarro la mano a Migue. Me trago el llanto.

Cuando Liliana me manda, vuelvo a buscar la aguja. La saco con una pinza, empapo un trapo limpio en alcohol y lo uso para limpiar la tanza. Me tiemblan las manos.

Lejos de los bordes, dice Liliana, si no se va a desgarrar. Migue la mira con bronca. Me ato el pelo y prendo el velador. Siento las gotas de transpiración haciéndome cosquillas en la cara.

Tengo que hacer fuerza para que entre la aguja. Migue respira por la nariz.

Dejá medio centímetro entre puntada y puntada, dice Liliana, andá atándolo, que esté tirante.

La segunda vez que clavo la aguja me da menos miedo, y se ve que soy menos delicada. Migue le pega una trompada al colchón y grita. Le digo que se quede quieto o lo voy a lastimar.

Bueno, pero despacio, me contesta.

Vos callate, le digo, hago lo que puedo, y si duele, bien, que duela.

Sigo, puntada por puntada, hasta cerrar el tajo. Liliana toca la costura y asiente. Que se quede en cama, dice, atalo si hace falta.

Vos andate, le dice Migue.

Igual a la madre, dice Liliana. Yo la acompaño a la puerta. Ojalá me equivoque, me dice antes de irse. Ojalá.

Tuvo fiebre dos días, ya le bajó. Le sale un poco de pus por la herida pero es clarito y aguachento y Liliana dice que es normal. Igual hay que darle antibióticos. Ayer le pedí a Sonia que me consiguiera algo. No la veía hacía rato porque Migue se encargaba de traer todo. Estás embarazada, me dijo, y yo dije sí.

Ahora pregunta para qué los antibióticos, si son para mí. Le digo que Migue se cortó una mano con el serrucho, nada grave. Le doy la plata.

¿De dónde la sacás?, pregunta.

Migue, digo, trabaja, ahora estoy apurada.

Pero me pide que espere un segundo. ¿Para cuándo tenés fecha?

No sé, dentro de poco supongo.

¿Pero el médico no te dio una fecha?

¿Qué médico?

Ay, Anahí, dice.

Está Liliana.

Liliana no es médica ni partera ni nada parecido. Mirá, si querés te llevo, conozco…

No, gracias, digo, en serio. No hace falta, andá tranquila que estamos bien, está todo bien.

Anahí, me llama, pero ya estoy caminando hacia la casa, no me doy vuelta.

Liliana aplaude desde el jardín. Migue se levanta de golpe pero el tirón de la herida lo frena. Yo estoy en la cama con él, me siento cada vez más pesada. Respiro hondo y giro, apoyo los pies en el piso.

No le abras, dice Migue.

No seas tonto, viene a ayudar.

Me levanto y camino hasta la puerta. Subí, le grito. La veo tantear la baranda y buscar el primer escalón con el pie.

Me da un abrazo y vamos directo a la habitación. Se sienta en la cama, toca la herida. Pero Migue le agarra la mano.

¿Qué hacés?, ¿quién te llamó?

Quedate quieto, le digo, basta.

Él larga un bufido, se recuesta y la deja hacer. Ella palpa la costura y se huele los dedos.

Está bien, dice, y se ríe, son sanos ustedes, son fuertes. Y a vos mucho no te falta, me dice a mí.

Ya está, andate, dice Migue.

Qué pesado que sos, nene, dice Liliana.

Yo la agarro de la mano para que me siga. Vamos al comedor.

Que no se quede, grita Migue.

No le contestamos. Pongo la pava al fuego y Liliana se sienta. Mira alrededor, o huele, no sé.

Estoy bien, digo en voz baja; pero preocupada, eso sí, es feo estar preocupada.

Liliana sonríe con tristeza. Me acerco a la mesa y le busco la mano, le doy el mate.

¿Qué hago?, pregunto. Ella busca la bombilla con los labios, se encoge de hombros.

Migue, por fin, me cuenta.

Fue mi culpa, dice mientras desayunamos. Yo no digo nada, espero. Pasa un rato y él sigue solo: acompañé a uno de los pibes a un encargo, yo no sabía nada, parece que la estaban vendiendo muy cortada y se armó. Maté a dos, pum, pum. Fue en defensa propia.

Ahora está acostado, mira el techo con una mano en la frente.

Migue…, digo.

Salimos de casualidad, dice él, me deben estar buscando.

Apoyo la cabeza en su muslo, toco con la punta del dedo los hilos que sobresalen de la herida. Acá no nos encuentra nadie, le digo, y si hace falta nos vamos más lejos, pero no salgas más.

No, me jura. Ya está. Me quedo.

Durante los primeros días, cuando se levanta de la cama, parece contento. Retoma los arreglos en la casa, cosas que dejó por la mitad. Las gallinas están poniendo bien y armamos canteros para sembrar papa. Hablamos de todas las tortillas que nos vamos a comer.

Pero no pasa una semana y de nuevo se pone inquieto, y una noche, en la cama, me dice que tiene que ir cerca del puerto, solo una vez, que va y viene, que es una cosita que le quedó pendiente y no lo deja dormir.

No, le contesto, y cierro los ojos.

Él se queda callado y a la mitad de la noche lo siento sin despertarme del todo. Vuelve cerca del mediodía y me pide perdón, pone una cajita sobre la mesa. Yo lo ignoro.

Abrilo, me pide.

No le contesto. No lo miro.

Son dos anillos, dice. Uno para vos y uno para mí.

No digo nada y agacha la cabeza, sale al jardín. Entonces abro la cajita. Son de oro, angostos, muy lindos. Me pruebo el mío y no me entra, tengo los dedos hinchados. Me lo cuelgo del cuello con un hilo.

Estoy en el muelle y pasa una lancha con un hombre y dos pibes de nuestra edad, flacos y altos. Bajan la velocidad y me miran, después siguen. Migue está al fondo, no le digo nada.

El canal está alto y frío. Liliana me recomendó sentarme en las escaleras del muelle con el agua hasta el ombligo. Que tonifica y relaja, dijo, y que me va a ayudar con las contracciones. Por ahora son bastante espaciadas, y se soportan. Cuando duelan mucho y vengan seguidas, cada pocos minutos, tengo que avisarle.

No, dice Migue, con Liliana no, me tiene podrido, ¿quién se cree que es?

Tenemos un libro que trajo él hace unos meses. Un libro viejo con dibujos. En uno hay una mujer en cuclillas, agarrando al bebé con una mano de la cabeza mientras sale, todo lleno de sangre.

Los de la lancha pasan otra vez. Migue está al fondo de nuevo. Yo estoy pescando y los veo de lejos, porque hacen un escándalo con el motor y el oleaje. De nuevo bajan la velocidad cuando pasan. El hombre es gordo, tiene una campera negra de cuero. Uno de los pibes se saca un moco. El otro me mira fijo.

¿Qué?, pregunto.

Buscamos a alguien, dice el hombre.

Acá no hay nadie, le digo, y se quedan un momento más. El hombre gordo me mira, mira hacia la casa, asiente. Después acelera.

Ahora sí, voy al fondo y le cuento a Migue. A los pocos minutos los escuchamos pasar de nuevo en la otra dirección. Espiamos desde atrás de la casa. Está bien, no son, dice él.

Dale, mentiroso.

Le veo los músculos forzados, dibujando una sonrisa falsa. Me abraza para que deje de mirarlo a los ojos. No llores, dice.

Como no paro, empieza a hacerme cosquillas. Trato de soltarme. Me hago pis encima.

Quiere que nos escondamos. No lo dice, pero me doy cuenta. Me pide que haga reposo y no me acerque al agua, que tiene miedo de que me caiga.

Si lo único que sé hacer es nadar, Migue.

Bueno, pero por las dudas, dice él.

Me quedo en la cama, todo el día en la cama.

Nació ayer a la tarde. No llegué a avisarle a Liliana. Empecé con las contracciones a la mañana y el resto fue bastante rápido. Me puse en cuclillas y Migue me sostuvo de la cintura. Después de mucho dolor, muchísimo más dolor del que me creía capaz de sentir sin morirme, salió Ofelia.

Me da un poco de desconfianza que haya salido todo bien, que no haya habido problemas; no se ahorcó con el cordón, no me desangré. Por momentos me pregunto si es verdad. Me toco la panza, que empieza a bajar, la toco a ella, acostada sobre mi pecho.

Le pregunto a Migue si nos ve, si estamos acá en serio.

Él dice que sí.

Liliana se enoja porque no le avisamos. Acaba de venir. Sentate, le digo, y le doy a Ofelia. La acuna.

Ay, Anahí, dice.

Cuando llora la agarro de nuevo, le doy la teta.

Se escucha de repente el motor de una lancha. Migue está abajo, no sé dónde. Liliana levanta la cabeza. El ruido se aleja.

Nos buscan, digo.

A Migue lo buscarán, dice ella.

No, a los dos.

Liliana asiente. Tiene los labios apretados y los ojos blancos, las manos sobre las rodillas.

Nos quedamos en silencio, escuchando la succión.

Le muestro el jardín a Ofelia, el canal, pero empieza a lloviznar y vuelvo a la casa. Migue está en la habitación, guarda cosas en un bolso.

¿Qué hacés?, pregunto.

Me voy, dice, pero se queda mirándome como si hubiese hecho una pregunta y esperara mi respuesta. Me voy, repite después de unos segundos, resuelvo esto y vuelvo. Es una pavada.

No te vas a ningún lado, Migue, tranquilo. Me acerco y le doy a Ofelia. La agarra como si no supiera de dónde, como si le buscara una manija.

Tenele la cabeza, así, el brazo por abajo.

Ofelia empieza a llorar y él no sabe qué hacer, me mira.

Hamacala despacio, sin miedo.

Saco la ropa del bolso y la guardo de nuevo. Debajo de todo está el revolver. Lo agarro y aprieto la empuñadura, le siento el peso.

Migue me está mirando. Si no voy yo, me van a venir a buscar, dice.

Ofelia deja de llorar y lo mira con los ojos muy abiertos, como si lo viera por primera vez.

Migue hace guardia toda la noche. Yo apenas duermo. Trato de imaginar a Ofelia dentro de cinco, diez, quince años. Tiene las orejas del padre, pobrecita. Y mis ojos.

Anahí, me llama Migue cuando está saliendo el sol.

Voy al comedor con ella en brazos. Él está junto a la ventana. El hombre gordo y los dos chicos están atando la lancha al muelle.

Andate, dice Migue, andá a lo de Liliana. Tiene el revólver en la mano.

No, digo, y voy hasta la habitación, dejo a Ofelia en la cuna y vuelvo.

Vamos, Migue.

¿Adónde?

Afuera, digo, vamos, y abro la puerta.

Anahí, dice él.

Salgo y escucho que me sigue. El hombre gordo y los dos chicos están bajando de la lancha. Me miran. Tienen unas armas extrañas, alargadas y con luces.

Camino hacia ellos. Los chicos se tiñeron el pelo, uno de fucsia y el otro de turquesa.

Lo buscamos a él, dice el hombre gordo, y señala a Migue.

Váyanse, digo.

Con él, dice el hombre gordo. Uno de los chicos le apunta.

Quedate atrás, le digo a Migue, dame el revólver.

No, Anahí, andate.

Callate, Migue, dame eso y quedate quieto. Sin dejar de mirar al hombre gordo, busco el revólver con la mano. Migue se resiste pero lo suelta. Apunto. El hombre gordo sonríe.

Eh, tranquila, ¿qué es esa reliquia? Nos llevamos al muchacho y listo. No es con vos la cosa.

Los dos que van con él asienten y sonríen con el mismo gesto, calcado. El que le apunta a Migue sostiene el brazo en el aire. El otro lo levanta y me apunta a mí. Nos quedamos quietos y es como si estuviéramos, los cinco, atados por un mismo hilo. Un hilo bien tirante. Cualquier movimiento, en cualquier parte del circuito, va a generar una serie de reacciones. Pasan varios segundos, quizás un minuto o dos, y se escucha el llanto de Ofelia. Yo estoy mirando al hombre gordo a los ojos y él hace un gesto mínimo, frunce la cara. Esa contracción tensa más el hilo, apenas, pero suficiente para que mi dedo se cierre sobre el gatillo. Todo pasa al mismo tiempo, casi, el llanto, el gesto del hombre, el disparo.

El hombre gordo cae al piso y se agarra un costado de la cara. Creo que le arranqué una oreja. Enseguida se oye una especie de silbido, fiu, y del arma del de pelo fucsia sale un rayo de luz fluorescente que me pega en el hombro y quema. Otro silbido y esta vez lo siento en la panza, caigo sentada. Me miro la herida junto al ombligo, es un agujero perfecto, no sangra. Meto un dedo y pienso en Ofelia, hasta hace nada, justo ahí, estaba Ofelia. Migue grita y se tira encima del que me disparó. El otro le dispara a Migue en un brazo. Los rayos de su arma son turquesas como su pelo. Yo tiro, le pego en una pierna. Nuestro revólver hace mucho ruido y mucho enchastre, salta sangre para todos lados. El chico cae y Migue sigue forcejeando con el de pelo fucsia, y de repente se escucha un nuevo silbido. Migue rueda a un costado con el arma luminosa en la mano. El otro se queda muy quieto, con los ojos abiertos. Le veo el agujero que le entra al lado de la nuez y le sale por detrás de la oreja. Estamos todos en el piso y es un poco gracioso, creo que quiero reírme pero apenas me muevo siento un dolor que me marea. Cierro los ojos, los abro. Desde el piso veo al de pelo turquesa levantando su arma y apuntándole a Migue. Quiero gritar pero no puedo, tengo la boca muy seca. El rayo le entra a Migue por la espalda, debajo de un hombro. Él cae boca abajo y yo le tiro al chico, le apunto a la cara y le doy en un pómulo. Más sangre, más ruido. El estruendo del revólver vibra en el aire, y cuando se apaga queda un murmullo general, como un lamento. No sé si soy yo o si somos todos a la vez. Estoy aturdida pero llego a ver al gordo; se está incorporando. Con una mano se agarra un costado de la cara, en la otra tiene su arma, me tira, me da en el pecho. La luz, esta vez, es amarilla. Creo que me mató, me empiezo a ahogar, pero todavía tengo tiempo de levantar el brazo, apuntar, más o menos, y apretar el gatillo una última vez. Le doy en las costillas, cerca de la axila, y él trata de taparse el agujero con las dos manos pero la sangre se le escapa entre los dedos, cae de rodillas. Un segundo después, se desploma a un costado.

Me recuesto y siento el pasto húmedo. Con las pocas fuerzas que me quedan, me arrastro hasta Migue. Cruzo un brazo sobre su pecho, como cuando dormíamos la siesta después de nadar.

Anahí, dice, y quiere seguir pero se le quiebra la voz.

Ya está, le respondo, ya pasó. Y antes de que empiecen a zumbarme los oídos llego a escuchar, una última vez, el llanto de Ofelia, la respiración agitada de Liliana que corre hacia la casa, el agua que está siempre moviéndose, que nunca se queda quieta.

Me aprieto un poco más contra Migue y con la mano sobre su pecho siento sus latidos, a la par de los míos.

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Flores que se abren de noche

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