Читать книгу Europa como discurso - Toni Ramoneda - Страница 6
ОглавлениеPese a la presencia de grupos euroescépticos o eurófobos1 en el Parlamento Europeo, ninguna crisis mayor acecha a esta institución, tampoco se espera que el euro deje de circular en algún futuro más o menos próximo, ni que algo parecido a una oposición radical entre el llamado modelo alemán y la tradición política francesa venga a substituir los equilibrios de gobierno que caracterizan la política de Bruselas, ni que la crisis económica y financiera actual se desvanezca repentinamente. Dicho de otro modo, desde un punto de vista institucional, Europa habrá cambiado poco en los últimos cinco años y tampoco lo habrá hecho en lo que respecta al llamado déficit de legitimidad.2
Esta estabilidad institucional nos ofrece entonces tanto un argumento en defensa de la solidez de la institución europea como una razón más para cuestionar el papel de la democracia en Europa. ¿Dónde se inscribe la realidad democrática de una institución cuya estabilidad política responde histórica y filosóficamente a motivaciones pragmáticas? Esta es la pregunta subyacente a este libro. Pero esta es también la cuestión que nos obliga a tener en cuenta el horizonte utópico que el propio pragmatismo europeo representa como escenario político: «Sabe usted, para mí la Unión Europea es como una especie de laboratorio de la política», nos confiaba una eurodiputada del Partido Socialista francés.3
Concebir Europa como un laboratorio político puede ser, y así queremos entenderlo aquí, una forma de compromiso democrático. A condición, eso sí, de que el laboratorio no sea un lugar reservado a quienes han obtenido credenciales para acceder a él, sino que se convierta en una experiencia común a todos los ciudadanos. Desde un punto de vista normativo, esta es la posibilidad que vamos a explorar, la posibilidad de una Europa a la que nos encontremos realmente vinculados todos los europeos, la posibilidad de una Europa que actúe como fuente de soberanía política, de una Europa que, para utilizar un referente actual, pueda considerarse como una «Europa real ya».
SOBERANÍA Y DISCURSO: LOS MOTIVOS DE LA POLÍTICA
La soberanía popular entendida como la forma colectiva de ejercicio del poder político no afecta a las instituciones en sí mismas (así, un cambio de mayoría parlamentaria no modifica el reglamento del Parlamento, ni la Constitución, ni la estructura de los órganos constitutivos de un Estado; a lo sumo, en caso de que ocurra un cambio brusco de mayoría, puede abrirse un proceso constituyente o de renovación), sino que su incidencia tiene que ver con el tipo de relación que el Estado mantiene con otros actores institucionales (estados o grupos de estados), así como con los propios ciudadanos en un contexto histórico y político determinado. Por eso es posible decir que en el ámbito de las relaciones internacionales las leyes que se adoptan, las medidas que se aprueban o las alianzas que se establecen entre un Estado y otros países funcionan como signos que contribuyen a la creación de un discurso nacional.
Las elecciones generales a las que tenemos la costumbre de participar como ciudadanos dentro de un marco institucional determinado (según el tipo de régimen y su forma de organización territorial) son la ocasión de dar forma a este discurso con el fin de que los ciudadanos puedan reconocerse en él y participar de su continuidad y de su evolución o que, por el contrario, puedan ponerle un punto y final. Ahí reside, en esta participación colectiva a un discurso común, el sentido de la democracia. El ejemplo más reciente que tenemos en el Estado español se remonta al año 2004. Entonces José Luis Rodríguez Zapatero se presentó a las elecciones con un discurso pacifista, europeísta y progresista en materia social que se oponía al discurso belicista, atlantista y conservador de José María Aznar.4 Tras la victoria socialista, el Estado cambió de discurso en el mundo e incluso se inició una polémica a partir de la decisión de retirar las tropas españolas de Irak. La discusión era la siguiente: si un cambio de gobierno significa que un Estado rompe sus compromisos adquiridos con los demás países, entonces las relaciones internacionales vuelven al estado de desconfianza previo a la aparición de las grandes instituciones supranacionales del siglo XX.
La respuesta a este argumento consistía precisamente en recordar que la intervención en Irak respondía a un compromiso adquirido por el Estado español bajo el gobierno del Partido Popular (PP) con una serie de países fuera de los auspicios de la ONU y no a las exigencias de un tratado internacional.
Que un Estado modifique un acuerdo establecido con otro Estado es perfectamente legítimo y razonable. Los pactos, como los tratados, son convenciones que nos ligan a otros estados a condición de que ambos bandos los reconozcamos como válidos, y forma parte del ejercicio democrático la posibilidad de reexaminar la validez de dichos acuerdos. Sin embargo, si un Estado es miembro de una organización, por ejemplo Naciones Unidas, y esta organización toma una decisión vinculante, entonces los ciudadanos no pueden reexaminar dicha decisión sin cuestionar antes su pertinencia a la organización.
Por ese motivo es costumbre someter a referéndum toda adhesión a una entidad supranacional y por ello también la paulatina integración de los Estados-nación en instituciones supranacionales implica la necesidad de adaptar las formas de ejercicio de la soberanía popular. En términos discursivos, se puede decir entonces que la primera cuestión a la que debe confrontarse toda institución política es la de los motivos por los que un colectivo la reconoce realmente como forma institucional. La primera parte de este libro se interesa por los motivos de los que emerge la institución europea. Estos motivos conforman lo que se denomina un territorio político y podemos resumirlos en tres grandes temas que exploraremos aquí: «la ética de la discusión», «la soberanía» y la «unidad europea».
LA CONSTRUCCIÓN INSTITUCIONAL: RAZONES PARA LA POLÍTICA
El proceso de integración europea se explica a partir de los marcos establecidos por los distintos tratados mediante los cuales se ha ido construyendo su entramado institucional: así, la firma, el 18 de abril de 1951, del Tratado de París, en virtud del cual Francia, Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo, Italia y la República Federal de Alemania fundaron la CECA; el Tratado de Roma (25 de marzo de 1957), origen de la CEE, y por el que se debía crear un mercado común en el plazo de doce años a contar desde 1958; el Tratado de Maastricht (1 de noviembre de 1992), que dio carta de naturaleza a la Unión Europea (UE); el Tratado de Niza del 26 de febrero de 2001, por el que se añadía una declaración de derechos fundamentales de la UE, y el Tratado de Lisboa (13 de diciembre de 2007), con el cual se remplazaba el fallido tratado constitucional (tratado de Roma II), rechazado tras el voto negativo en los referéndums convocados de Francia y Países Bajos.
Estos tratados constituyen el marco jurídico y legal de la UE, pero las reglas de funcionamiento, las actividades de la Unión en el mundo y su influencia en la vida cotidiana de los ciudadanos europeos, las formas de relación entre los estados, así como entre las instituciones supranacionales y los estados miembros, responden a una acumulación de prácticas institucionales, a la resolución de conflictos, a la gestión de acontecimientos y situaciones que han ido acaeciendo desde 1951 y que son, a fin de cuentas, los verdaderos motores de la historia institucional.
Como afirma Luuk van Middelaar, filósofo, historiador y pluma del presidente del Consejo Europeo, Herman van Rompuy, desde 2010: «Ningún proyecto, ningún tratado podrá anticipar la gran creatividad de la Historia y todavía menos preparar respuestas adecuadas».5
Por eso Europa es tan maleable como idea y como realidad, por eso se puede ser euroescéptico tanto desde la izquierda como desde la derecha y se pueden alabar los logros de la unión monetaria un día para culparla de nuestros males al siguiente. Por eso todavía podemos ser alemanes, franceses, españoles o griegos y, como tales, tener una visión de Europa. Porque Europa es Alemania, es Francia, es España… Europa es Bruselas y Luxemburgo… Y Europa es la Comisión, el Consejo y el Parlamento. Y es que, vale la pena recordarlo, la Europa comunitaria nació bajo la forma de una hoja virgen (retomando la expresión de Van Middelaar), cuando Konrad Adenauer, en calidad de ministro de Asuntos Exteriores de Alemania Federal, y sus homólogos, el francés Robert Schuman, el italiano Carlo Sforza, el belga Paul van Zeeland, el luxemburgués Joseph Bech y el holandés Dirk Stikker, firmaron, después de meses de intensas negociaciones, una hoja... en blanco.6
Esta hoja en blanco sobre la que estamparon su firma los representantes de los seis países fundadores de la actual Unión Europea expresa la concepción de la democracia como discurso que vamos a desarrollar en las páginas de este libro. La democracia, como Europa, no existe, se construye, se ejerce y se vive, pero a condición, eso sí, de tener discursos que compartir.
Si volvemos al ejemplo de España con el que hemos empezado, era difícil criticar, desde un punto de vista legal o teórico, la decisión del gobierno socialista de retirar las tropas de Irak. La única crítica posible tenía que ver con el discurso que el Estado español estaba construyendo acerca de la guerra en general, de la guerra de Irak en particular, de Europa e incluso de los valores defendidos por el gabinete popular saliente. La confrontación no era legal, era política, y el ejercicio soberano de ir a votar quedaba, por esta razón, plenamente dotado de sentido.
La segunda parte del libro identifica, pues, las razones por las cuales los motivos para una institución europea pueden considerarse, por quienes así los reconocen, como motivaciones válidas para la construcción de una entidad política. De este modo, vamos a considerar que las razones para la construcción europea responden a las nociones de «competitividad», «autorregulación de los mercados», «soberanía de los países miembros» y «globalización».
Con estas dos partes habremos establecido un diálogo entre los dos polos constitutivos de la comunicación política: uno que tiene que ver con aquello que no es visible (los motivos) pero que sirve de motor a toda institución y que podemos llamar los territorios de la política, y otro donde estas motivaciones adquieren una forma de consistencia discursiva porque se transforman en razones y que identificamos como las arenas de la política. Sin embargo, como toda forma de intercambio lingüístico, este diálogo se produce dentro de un marco de representaciones determinado y compartido por quienes participan en él, esto es, una ideología.
Así, lo que en última instancia vamos a proponer mediante el análisis de los territorios y las arenas de la política europea es un discurso ideológico sobre Europa. Con ello no se trata de denunciar esta realidad discursiva, sino de afirmar el carácter político de la institución europea y así contribuir al debate y a la confrontación política.
LA DESOBEDIENCIA O LA POLÍTICA COMO DESEO
Del mismo modo que los representantes de los seis países fundadores de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) firmaron una hoja en blanco tras meses de negociaciones, los ciudadanos emiten un voto después de haber vivido una experiencia política. A menudo esta experiencia se condensa en una campaña electoral, pero el ejercicio político concierne un sinfín de actividades cotidianas que van desde la lectura de un periódico o la escucha de un programa de radio hasta la participación en una reunión vecinal, pasando por cualquier tipo de implicación en la toma de decisiones referidas a los asuntos de interés colectivo. Y dentro de este universo de actividades se produce también un tipo de fenómenos que contribuyen a crear sentido y que podemos agrupar bajo el término de «desobediencia civil».
Se tiende a pensar que en un sistema de democracia representativa la desobediencia no tiene cabida, pues las instituciones están sometidas al control del voto, y que, por lo tanto, con este ejercicio se da validez a toda discusión política. Este argumento sirve tanto para denostar las formas de desobediencia por parte de quienes se escudan en la legitimidad democrática de la representación como para criticar el funcionamiento democrático por parte de los que consideran el sistema representativo como una forma de desnaturalización de la participación política.
Sin embargo, tal y como explican Sandra Laugier y Albert Ogien: «La desobediencia es la actitud que se impone cuando hay disonancia: ya no logro escucharme en medio de un discurso que parece desafinado y que cada uno de nosotros vive cotidianamente.»7 Dicho de otro modo, para que la democracia exista realmente no basta con utilizar los cauces que las reglas institucionales ponen a nuestro alcance para participar en la vida pública, sino que es necesario, además, que este conjunto de reglas adquieran, para todos los individuos, la consistencia de un discurso común, reconocible y modificable. Por eso tan garantes de la democracia son las instituciones y reglamentaciones que constituyen una entidad política (leyes, Constitución, Parlamento...) como los ciudadanos que participan en ellas y, en su caso, las desobedecen.
Para participar en una institución necesitamos, pues, reconocer en ella un discurso, un conjunto de palabras que nos permitan identificar aquello que nos hace partícipes de ella y aquello que nos aleja o que no queremos avalar. Por eso cabe preguntarse, aun corriendo el riesgo de tener que entrar en desobediencia, cuál es el discurso de Europa y en qué medida podemos, queremos o deseamos participar en él.
La tercera parte del libro retoma así el conjunto de elementos analizados previamente en la construcción ideológica del discurso europeo para confrontarlos a su componente utópico, es decir, al deseo de realización de aquello que no es Europa, el no lugar de la Unión Europea.
Motivos, razones y deseos. Estas son, en definitiva, las tres partes a partir de las que propongo, en las páginas que siguen, un compromiso democrático con Europa como discurso.