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Los motivos para una realidad europea los vamos a identificar con el territorio político de Europa por oposición a sus razones, que las encontraremos en las arenas de la política. Esta distinción entre territorios y arenas de la política tiene que ver con la forma en que los procesos de comunicación política, esto es, el uso de la palabra por parte de los ciudadanos que constituyen un grupo social, alimentan, reproducen, modifican y estabilizan las instituciones que estructuran la sociedad.

Un territorio político, explica André Gosselin, está compuesto por las instituciones así como por las reglas y normas que guían la acción de quienes participan en ellas pero que permanecen invisibles, mientras que en las arenas de la política es donde estas normas y reglas adquieren una visibilidad que nos permite discutirlas, rebatirlas o aceptarlas. Estas arenas pueden ser los medios de comunicación, los bares, los mercados, las redes sociales o cualquier otro lugar de socialización.1

La relación entre arenas y territorios de la política pasa por el discurso, y todo discurso es por definición común, reconocible y modificable. El discurso es común porque su existencia depende del ejercicio de la palabra por parte de quienes comparten un mismo lenguaje. Solo si un colectivo de personas utiliza una serie de palabras siguiendo un tipo determinado de reglas (gramaticales, fonéticas, culturales y sociales) podemos acceder a la emergencia de un discurso. Por eso el discurso es también un fenómeno creador de cohesión social.

Siguiendo lo que acabamos de decir, el discurso es obviamente reconocible, pues responde a reglas y convenciones que conocemos.

Y finalmente el discurso es modificable porque al reposar sobre reglas y convenciones depende de que quienes las utilizamos para producir frases y participar en debates las actualicemos, las modifiquemos o las dejemos de lado.

Sin embargo, la suma de estos tres elementos nos sitúa frente a un fenómeno tremendamente particular, ya que estamos en un plano social (el discurso responde a reglas comunes) y a la vez subjetivo (el discurso existe porque utilizamos unas reglas que conocemos y nos apropiamos para existir como sujetos hablantes), y ahí es donde el término discurso adquiere toda su importancia en la reflexión sobre la democracia: se trata de un concepto que nos obliga a tender puentes en permanencia entre lo subjetivo y lo colectivo, el yo y el nosotros, y en estos puentes se encuentra el proyecto emancipador de la razón democrática.

Durante lo que llamamos la modernidad, es decir, el período comprendido entre 1848 y 1968, para definir dos fechas marcadas por la explosión revolucionaria ante un mundo caduco (en su organización social en 1848 y en su sistema de valores en 1968), la política se organizó, a partir sobre todo de la publicación de La ideología alemana de Karl Marx, mediante una relación dialéctica entre ideología y utopía. La primera se refiere a lo que permite a los hombres situarse en sus contextos sociales, económicos y culturales, es decir, ser capaces de reconocerse como miembros de una sociedad determinada, y la segunda a lo que da lugar a la posibilidad de ver más allá de esta sociedad, esto es, de imaginar un no lugar, una no realidad gracias a la cual la política puede alejarse de la mera gestión de lo cotidiano. El filósofo francés Paul Ricoeur atribuye tres funciones a la ideología que luego relaciona con la utopía.

La primera función es aquella que consiste en producir una imagen invertida de la realidad, tal y como lo describió Marx con la metáfora de la cámara oscura en su crítica de la ideología alemana. La ideología, nos dice Marx, es una imagen falsificada de la vida real de los hombres, una imagen que se instala en su imaginación como un reflejo de esta vida real, la praxis, en el lenguaje marxista. Por eso la tarea revolucionaria tiene como objetivo desenmascarar esta falsificación para devolverle al hombre su realidad perdida: para situarlo en el mundo.

Esto nos conduce, siguiendo ahora el análisis de Ricoeur, a una segunda función en la que la ideología es menos una falsificación de la realidad que una forma de justificación de la clase dominante mediante la universalización de unas ideas que no son, en un principio, más que las ideas dominantes: «Los intereses particulares de una clase particular se convierten en intereses universales».2 Por último, explica Ricoeur, existe la función de integración: «La función de la ideología consiste entonces en servir de puente para la memoria colectiva de modo que el valor inaugural de los acontecimientos fundadores se convierta en objeto de creencia para todo el grupo».3 Estos acontecimientos germinal pueden ser, si seguimos al filósofo francés, la declaración de independencia en Estados Unidos, la toma de la Bastilla en la Revolución Francesa o la Revolución de Octubre para la Unión Soviética, pero también, como veremos en las páginas que siguen, la construcción del euro, una silla vacía en torno a una mesa de negociaciones o el fin de un conflicto bélico.

Sin embargo, concluye Ricoeur, el análisis crítico de la ideología no debería llevarnos a la negación de su función benéfica y constructiva puesto que, no lo olvidemos, «es siempre mediante una idea, una imagen idealizada de sí mismo, que un grupo se representa su propia existencia».4

Lo propio de la crítica social consiste entonces en estar atentos a aquellos discursos que hacen de esta imagen idealizada un arma de destrucción del propio grupo creando y consolidando formas de discriminación, de estigmatización o de desprecio. Este tipo de fenómenos tienen una relación directa con el lenguaje. Por ejemplo, dentro de la ideología nazi el análisis de la palabra alemana volkish nos muestra que «al substituírsele a la palabra completamente negativa antisemitische la palabra positiva volkisch [un adjetivo de traducción imposible que significa a la vez racista y nacional] es toda la aceptación del discurso nazi lo que se está fraguando».5 El nazismo es sin duda un caso extremo, pero la construcción ideológica de formas de discriminación o de estigmatización sigue siendo la vertiente destructiva del discurso ideológico.

El paso de la modernidad a la posmodernidad no significa, pues, la desaparición de la ideología como fenómeno discursivo. Siguen habiendo representaciones sociales de la realidad, ideas que se pretenden como universales y acontecimientos fundadores de una memoria colectiva que se convierten en referencias míticas de un grupo. Lo que se produce con el fin de la modernidad es la desaparición del horizonte utópico en el que se había instalado la política moderna. Si lo propio de la ideología es, siempre siguiendo a Ricoeur, la posibilidad de producir una interpretación de la vida real, es precisamente la función de la utopía «proyectar la imaginación fuera de lo real en otro lugar que a su vez no es lugar alguno».6 Por eso la utopía es el complemento necesario de la ideología sin el cual la política queda encerrada en la famosa jaula de hierro anticipada por Max Weber o, si preferimos un término más contemporáneo, entre las fauces de la tecnocracia.

Y también por eso el primer paso para la identificación de lo que podría ser una Europa real, es decir, reconocible por sus habitantes, consiste en analizar, desde esta perspectiva ideológica, la representación que la propia Europa propone de sí misma en tanto que territorio político. Esto significa tener en cuenta las tres funciones del discurso ideológico identificadas por Ricoeur: la imagen deformada de la realidad, la universalización de intereses particulares y la referencia a acontecimientos fundadores.

Porque una Europa real es aquella en la que cada habitante reconoce en la realidad compartida algo de su propia experiencia vital: «Yo creo que ha hecho más por forjar una identidad en Italia la Primera Guerra Mundial, que metió a napolitanos y piamonteses juntos en las trincheras, que todos los discursos que puedas imaginar»,7 nos decía un exministro socialista español para explicar la paradoja de una realidad construida sobre un pacifismo nacido de múltiples conflictos bélicos. Y es que Europa se ha construido como alternativa a esta concepción esencialista de la identidad y su existencia política depende de que seamos capaces de convertir nuestra vida cotidiana en una realidad efectivamente compartida.

COMUNICAR LA REALIDAD

Esta realidad no está en el miedo o el dolor vividos en las trincheras, como tampoco en los sufrimientos o los placeres de la vida cotidiana. Esto, de ahí que sea miedo, dolor, sufrimiento o placer, de ahí que sea afecto, pertenece a cada uno y no es comunicable; se puede transmitir como emoción con violencia, con lágrimas o con amor, pero no es compartible como discurso. Es subjetividad, es lo real, lo que no podemos identificar, lo que nos impide dormir o nos hace soñar; es lo que no vemos porque solo podemos sentir. Es, en suma, aquello que escapa a toda forma de ideología, a toda imagen y representación.

Lo real es pre-discursivo en el sentido en que sin él no hay posibilidad de palabra, pero no por ello hay que entenderlo como una experiencia que preceda a la narración. Lo real se distingue de la realidad porque no le podemos dar nombre y, sin embargo, ahí está.

En cambio, el relato sobre esta experiencia sí que es una realidad nominal y comunicable mediante la que el vacío lingüístico de la experiencia puede ser mil veces revivido, moldeado, transformado, olvidado o rememorado en una construcción colectiva de sentido. Esto es, compartido como discurso. Este ejercicio a la vez público y privado, sentir y compartir, vaciar y rellenar, no es otra cosa que comunicar. Y la comunicación es un asunto de palabras y de frases, de gestos y de movimientos, de prácticas por las que se construyen los discursos y se actualizan las ideologías.

Por eso, como todos tenemos una experiencia de Europa pero no todos podemos (o queremos) expresarla mediante palabras, ganan terreno los discursos eurófobos que no hacen más que dar nombres a lo real (al miedo, la desesperanza y el sufrimiento, pero también a los placeres y deseos), al tiempo que crean con ello su propia realidad europea. Existen, sin embargo, otras intimidades, otros sufrimientos, otros afectos igual de reales. Se trata de otros motivos para la misma realidad europea. Otros motivos con los que alimentar el territorio político europeo.

Desde la perspectiva de un análisis ideológico, un territorio político adquiere consistencia discursiva partiendo de un acontecimiento fundador que luego se presenta como la universalización de unos intereses particulares hasta convertirse en una imagen invertida de la realidad, mientras que en las arenas de la política circulan estas imágenes de la realidad que los ciudadanos transformamos en valores universales hasta hacer de ellas acontecimientos fundadores e integradores.

La institución europea no es sino el resultado de esta espiral de retroalimentación discursiva entre arenas y territorios (razones y motivos), en la que el actor principal es el ciudadano que enuncia los discursos con los que se reproduce la institución. El concepto de «ciudadano» se refiere a todo aquel cuya voz es considerada como válida dentro de un grupo social, independientemente de su reconocimiento legal como habitante, trabajador o ciudadano de un país. No basta con ser de un lugar para gozar de una voz reconocida, del mismo modo que uno puede sentirse reconocido como interlocutor en un espacio del que no es partícipe legal. Por poner el ejemplo más evidente: un trabajador inmigrante puede gozar de reconocimiento legal (permiso de trabajo) sin que por ello se le acorde el derecho a voto, y un periodista extranjero puede influir en las elecciones de un país sin gozar, por ello, de reconocimiento legal alguno allí.8

Más allá de la cuestión del reconocimiento, el problema de toda institución es la situación de violencia, en un primer momento simbólica y después real, que se produce cuando los discursos que la alimentan pierden sentido o se encuentran fuera de lugar, es decir, cuando no se corresponden con los motivos para una vida común.

Se trata del momento en que los ciudadanos ya no saben a qué se refieren cuando utilizan palabras que hasta entonces parecían muy claras. Estado del bienestar, deuda, socialismo, mercado, laicismo, derecha, izquierda... Son ejemplos de vocablos que hasta hace unos años tenían un significado estable en torno al cual se desarrollaba la contienda política y que ahora parecen confusos: así, el Estado del bienestar por el que luchaba la socialdemocracia europea se presenta como el bien común por el que luchan tanto la derecha como la izquierda y que justifica recortes y medidas de rigor económico; la deuda pública fue durante mucho tiempo un símbolo de vigor económico mientras que hoy es síntoma de debilidad; el socialismo, como tradición ligada a la aspiración popular por participar en la vida pública, se ve sorprendido por los nuevos movimientos sociales que le niegan la representatividad de las clases trabajadoras; el mercado ha tomado la forma de una verdadera mano ya no invisible sino terriblemente hegemónica; el laicismo se ha transformado en anticatolicismo o, como en el caso de la extrema derecha francesa, en defensa de la religión católica frente a la musulmana, y el eje derecha-izquierda aparece desdibujado por las exigencias de competitividad del mundo globalizado.

Por eso el primer ejercicio que proponemos aquí consiste en identificar, apoyándonos en las conversaciones que hemos mantenido con distintos actores políticos ligados a la Unión Europea y al socialismo, los elementos discursivos constitutivos, hoy en día, de lo que podemos denominar una ideología europea vinculada a la tradición socialista a la que pertenecen, por militancia, experiencia política o proximidad ideológica, nuestros interlocutores.

Debemos entender por elementos discursivos una serie de conceptos que nos permiten identificar un universo de palabras y expresiones ligadas a un determinado tipo de acción política. Por ejemplo, el elemento que denominamos «ética de la discusión» condensa todas aquellas palabras y acciones referidas al hecho de debatir, hablar, negociar o discutir para solucionar problemas comunes.

De este modo, siguiendo la distinción entre los motivos y las razones de la política europea, aparecen una serie de formas discursivas que tienen que ver con la organización colectiva de Europa, es decir, con los motivos para una Unión Europea (la ética de la discusión, la idea de soberanía y la unidad europea) y una serie de formas relacionadas con el tipo de visibilidad que adquiere Europa a partir de las razones invocadas por estos motivos (la competitividad, la autorregulación de los mercados, la solvencia de los países, el progreso en la globalización).

Una Europa realmente democrática tal y como la entendemos aquí, es decir, vinculada a sus ciudadanos, tendrá que ser capaz de incluir, dentro del marco discursivo que vamos a desarrollar, el vocabulario creado a partir de la reformulación colectiva de las palabras citadas anteriormente.9 De otro modo, estas palabras seguirán circulando en un universo mediático incapaz de vincular lo colectivo (la realidad) con lo individual (lo real).

Europa como discurso

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