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Capítulo 1

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ERNESTINE le hizo sospechar que algo estaba mal. La cabra era siempre la primera en meter la nariz donde no debía, y de repente había dejado de intentar robarle las algas a Maggie y miraba hacia arriba.

El avión estaba cayendo, iba a precipitarse en el mar. El piloto trataba de elevarlo, pero sin conseguirlo. Se iba a ver forzado a aterrizar, pero por allí no había ninguna pista. Listall Island tenía unos cuatro kilómetros de largo por uno y medio de ancho, y poseía una de las vistas más espectaculares de Australia, pero no había ningún terreno llano en toda la isla.

–Se van a matar –exclamó.

El avión viró en el aire, corrigió el rumbo y desapareció de la vista por el otro lado de la isla.

El motor averiado dejó de oírse. Ernestine siguió mirando hacia arriba un momento y luego le dedicó de nuevo toda su atención a las algas, como si el drama nunca hubiera existido.

Maggie la dejó hacer y, con el perro a su lado, empezó a correr, sintiéndose más aislada que en toda su vida.

El problema con el avión era el último de una serie de desastres y Dev Macafferty no se podía creer que le estuviera sucediendo todo aquello.

Primero había sido el problema con sus tías. Entre las dos, tenían la fuerza de un tornado en toda regla y su decisión de cuidar del pobre Devlin había sido un desastre desde el principio.

Dev estaba tratando de solucionar eso cuando lo llamó su ex esposa para decirle que se marchaba al día siguiente a los Estados Unidos y que, como a su hijo Dominic lo habían echado del colegio, él conseguiría por fin lo que siempre había querido, la custodia.

Su hijo, Dominic, al que apenas había visto desde que había nacido y al que tanto había querido.

Así que solucionó como pudo lo de sus tías y tomó el primer avión a Sydney, para encontrarse con que a Dominic no lo habían echado. El director del colegio sólo quería que se lo llevaran de allí.

–No creemos que este internado sea el apropiado para su hijo –le dijo–. Accedemos a quedarnos con niños pequeños si están bien adaptados y existen poderosas razones para que estén internos, pero Dominic no es un niño de ocho años bien adaptado. Parece que su único amigo es el ordenador. En nuestra opinión, ha sido muy dejado de lado, así que es trabajo suyo solucionar eso, no nuestro.

Dev no pudo decir nada para defenderse. Había logrado permanecer tranquilo, recoger las pertenencias de Dom y llevarse al niño al aeropuerto.

¿Por dónde empezar? No lo sabía, pero su primera prioridad debía ser volver con Dom a Tasmania. Tal vez sus tías pudieran enfocar sus energías en ayudarlo. O tal vez… ¡No tenía ni idea!

Luego se encontró con el siguiente problema: cuando llegó al aeropuerto, se encontró con que no había vuelos por una huelga de pilotos. Las cosas se le escapaban de las manos. El teléfono móvil no paraba de sonar y en la empresa preguntaban por él.

Por suerte, tenía licencia de piloto, pero tardó un montón en encontrar un avión de alquiler, ya que, con la huelga, todo el mundo se había lanzado a por ellos.

Entre llamada y llamada, le dijo a Dominic que no tardarían mucho, pero su hijo permaneció indiferente.

–¿Y por qué nos vamos a Tasmania? –le preguntó Dominic–. Seguro que allí no hay conexión a Internet.

Dev lo miró y se sintió incómodo. ¿Cómo iba a contestar a eso?

Era su hijo y no sabía nada de él.

Por fin encontró un avión de alquiler y despegaron. Una vez en el aire, Dominic permaneció en silencio e indiferente. Dev trató de hablar con él, pero como si nada. ¡Aquello no iba a ser fácil!

Los problemas de su empresa y los que tenía con sus tías le parecían insignificantes comparados con la tarea de tratar de conocer a su hijo.

Estaban a doscientos kilómetros de la costa, el primer motor ya había fallado y el segundo estaba empezando a toser.

–¿Qué pasa? –le preguntó Dominic sin mucha preocupación.

Dev lo miró y se le heló el corazón.

No podían estrellarse. No cuando por fin tenía esa oportunidad de ser padre.

Llamó por radio y la moral se le bajó más todavía.

–No hay ninguna pista en Listall –le dijo el controlador–. Ni siquiera hay carretera. King Island es la pista más próxima…

El motor tosió de nuevo y a él le entró el pánico. Trató de que funcionara de nuevo elevando el morro, pero el motor tosió de nuevo, se paró y volvieron a caer.

–Esto no va bien –dijo por el micrófono–. Estoy bajando.

–No puede. Permiso denegado. No hay nada…

–Dominic, pon la cabeza entre las rodillas y cúbrete la cabeza con los brazos –le dijo a su hijo–. ¡No hay otra opción! ¡Aterrizo!

Maggie rodeó unas rocas y se quedó helada. El avión había aterrizado en la parte más alejada de la playa. Casi lo había logrado sin daños. Así habría sido si la playa hubiera sido diez metros más larga, pero el aparato se había estrellado contra las rocas del final.

La cabina estaba casi intacta. Mientras Maggie miraba horrorizada, de ella salió un niño. Debía de tener unos ocho años y llevaba el uniforme de un colegio. Tenía el cabello negro y rizado y estaba pálido de miedo. De la avioneta salía humo y el niño parecía atontado pero ileso.

Cuando llegó a su lado no tuvo tiempo de consolarlo. Cada vez había más humo.

–Hay que alejarse de aquí –dijo tomándolo en brazos.

Si el avión estallaba…

–¿Quién más hay dentro?

–Sólo mi ordenador y…

–¿Y?

– Mi padre –dijo el niño–. Se llama Devlin Macafferty. Yo soy Dominic Maccafferty. Los dos somos D. Macafferty –añadió.

–¿Tu padre es el piloto?

–Sí.

–Dominic, ¿hay más pasajeros?

–No.

–¿Estás seguro?

–Sí.

–Buen chico.

Lo dejó entonces en la arena, fuera de la vista del avión. Rogó que no explotara y añadió:

–No te muevas. Lucy, quédate –le ordenó a su collie blanco y negro.

Luego corrió de nuevo hacia el avión.

Había tanto humo que casi no podía ver nada.

La puerta del piloto estaba aplastada contra la roca, así que se dirigió al lado por el que había salido el niño. Llenó los pulmones de aire y entró en la cabina.

El piloto seguía a los mandos. El golpe debía de haberlo dejado inconsciente, pero estaba volviendo en sí. Cuando Maggie lo agarró, abrió los ojos y la miró.

No cabía duda de que ese hombre era el padre del niño, ya que el parecido era evidente. Tenía sangre en el rostro y el dolor se reflejaba en sus ojos.

–Tiene que salir de aquí –le dijo ella y tosió.

Encontró el cierre del cinturón de seguridad y lo soltó.

–¡Vamos!

–Pero yo no… yo no…

El corte que tenía en la frente era profundo. Ella miró y vio que, por suerte, no parecía tener atrapadas las piernas.

–¿Quién es usted? –le preguntó él.

No había tiempo para presentaciones.

–¡Tiene que salir de aquí!

Entonces él cerró de nuevo los ojos.

–¡No cierre los ojos! ¡Salga de aquí!

Tiró de él, pero era demasiado grande. Ese hombre tenía que ayudarla. No podía quedarse inconsciente de nuevo.

Tiró otra vez, pero él no se movió. Abrió y cerró los ojos de nuevo.

–El avión está a punto de explotar –gritó ella–. ¡Muévase!

–Mi…

–¡Muévase!

El hombre estaba casi inconsciente. Maggie le rodeó el pecho con los brazos y tiró de él con toda su alma.

–¡Saque las piernas! –gritó de nuevo–. ¡Ayúdeme!

Y por fin, logró que se despertara. El hombre reaccionó y sacó las piernas.

Ya así, ella pudo tirar mejor y pronto lo sacó fuera de la cabina. Por fin, ambos estaban sobre la arena.

–¡Todavía no está a salvo! –le gritó–. ¡Muévase!

–¡Mi hijo! Dominic está en…

–Su hijo está a salvo. Pero vamos a morir los dos si seguimos aquí. ¡Muévase!

Maggie, desesperada, tiró de él agarrándolo de los cabellos.

–¡Ay!

–Le haré más daño si no se mueve.

Logró ponerlo en pie, le pasó un brazo por la cintura y gritó de nuevo:

–¡Corra! ¡Su hijo está a salvo, pero tiene que correr!

Pensó entonces que, tal vez, el hombre tuviera rota una pierna. Pero aun así, tenía que moverse.

Y, de alguna manera, lo lograron.

Justo a tiempo, cinco segundos más tarde, el avión explotó.

Pasaron algunos minutos antes de que pudieran hablar. Dev y Maggie se derrumbaron en la arena. Habían estado muy cerca de… Los rodeaba el ruido del fuego y todo olía a gasolina quemada. Un minuto más y…

Por fin, Maggie se recuperó lo suficiente como para que le funcionara el cerebro de nuevo. Ahora estaban suficientemente a salvo y el fuego no podía durar mucho. Se levantó y fue a ver al niño. El pequeño estaba mirando fijamente las llamas. Le puso una mano en el hombro y le dijo:

–Todo está bien, Dominic.

Lo abrazó protegiéndolo del calor, pero el niño seguía muy pálido.

–Tú y tu padre estáis bien.

Miró de nuevo al hombre que había en el suelo. Tenía los ojos cerrados otra vez, pero había corrido. Tenía que estar bien. Le echaría un vistazo, pero primero…

–Dominic, ¿estás seguro de que no había nadie más a bordo? –le preguntó.

Ya era tarde, pero si el niño se había equivocado…

–No –respondió el niño conteniendo las lágrimas–. Pero mi ordenador portátil iba en mi bolsa.

–Ah, vaya…

A Maggie le pareció que aquello era demasiado y le resultó muy difícil contener la risa, pero lo logró. Por lo que parecía, para ese niño la pérdida de su ordenador era muy importante, pero si eso era lo único que habían perdido…

–Seguro que el avión estaba asegurado –dijo–. Así que te podrás comprar un ordenador nuevo.

–Pero acababa de conseguir el Flight Warrior. Sam Craigiburn acababa de instalármelo en el disco duro y…

–Iré a ver si tu padre está bien –dijo Maggie decidiendo concentrarse en lo importante.

Devlin estaba tirado en la arena y, por primera vez, Maggie lo miró de verdad. Tendría unos treinta y tantos años y no parecía un hombre como para meterse con él. Grande y fuerte, muy musculoso, con unas facciones aquilinas y el cabello negro y rizado.

Mientras tiraba de él se había dado cuenta de que tenía unos bonitos ojos castaños, iguales que los de su hijo.

Miró de nuevo a Dominic y pensó extrañada que, mientras su padre estaba tirado inconsciente en la arena, ese niño estaba triste por su ordenador. No parecía preocupado por su padre. Algo no tenía sentido.

Devlin abrió de nuevo los ojos. Estaba consciente, pero parecía como si abrir los ojos le costara un gran esfuerzo. Tenía un buen golpe en la cabeza.

Y pudiera ser que también heridas internas.

Pero no tenía que pensar en eso ahora. Sonrió pensando que no debía dejarle ver el pánico que sentía.

–Está bien –le dijo–, ya no hay prisa. Vuelva a cerrar los ojos si quiere, Dominic está a salvo.

–El avión…

–El avión se está volviendo a toda velocidad un montón de cenizas. No se puede hacer nada para evitarlo.

–Pero si no hubiera venido usted…

–¿No es una suerte que lo haya hecho? Ernestine me indicó que había problemas, así que aquí estoy. Dele las gracias a Ernestine, no a mí.

–¿Quién es Ernestine?

–Una cabra. Y hablando de ello…

El ruido de una piedras cayendo la hizo levantar la cabeza y sonreír.

–Aquí llega la caballería –añadió.

A unos tres metros por encima de ellos, en el borde de las rocas, estaban Ernestine y treinta de sus secuaces. Dev abrió mucho los ojos.

–¿Eso es la caballería? –preguntó.

–Sí. La comandante Ernestine y sus tropas, buscando por si hay algo comestible. Eh, no tiene que levantarse. Mis cabras no rematan a los heridos.

Pero Dev lo estaba haciendo y, por la mirada que tenía, le estaba doliendo. Pero no lo iba a admitir.

–Si yo soy el peor aquí, no hay heridos –dijo firmemente–. Si las cabras esperaban una cena asada, se sentirán decepcionadas, gracias a usted.

Se dieron la mano entonces y él añadió:

–Yo soy Devlin Macafferty y no te puedes imaginar lo mucho que me alegro de conocerte. Hace un cuarto de hora no creía que fuera a conocer a nadie más.

–Es un sitio muy estúpido para aterrizar –dijo Maggie sonriendo–. En esta isla estamos un poco faltos de terreno para aterrizar.

–Ya me di cuenta de eso, pero no tuve más opción cuando el avión cayó.

–Supongo –dijo ella sin soltarle la mano–. Te has hecho daño en la cabeza, ¿pero te pasa algo más? Parece como si algo te doliera.

–Sobreviviré –respondió él sonriendo de medio lado y apretándole más la mano–. Gracias a ti. ¿Puedo preguntarte quién eres?

–Maggie Cray –le dijo ella.

Retiró la mano y se la metió en el bolsillo de los vaqueros. Un movimiento defensivo y estúpido que no entendió muy bien.

–Mi perra se llama Lucy y la jefa de las cabras es Ernestine. Las presentaciones individuales pueden esperar, pero todas estamos muy contentas de veros intactos, aunque nos hayáis estropeado la playa.

Estaba hablando demasiado aprisa, pensó ella y se preguntó por qué. Apartó la mirada de él para que esa sonrisa no siguiera provocándole cosas raras.

–Has destruido un montón de nuestro kelp.

–¿Perdón?

–Recolectamos kelp, algas, y ahora están todas llenas de humo de gasolina y cenizas, así que ya no sirven.

–¿Para qué las usáis?

Maggie sonrió. Parecía como si él se creyera que se las comía.

–Para antiguos rituales de brujería –dijo sin poder resistirlo–. Ya sabes, encantamientos con gatos muertos, incienso, lunas llenas y una o dos calaveras.

Se rió ante la cara de estupor de él y añadió:

–La verdad es que las secamos para exportarlas a Escocia, donde una gran empresa química las transforma en medicamentos. Yo sólo me quedo con unas pocas para los rituales, cosas como transformar a la gente en ranas y demás.

Entonces se volvió hacia Dominic, que seguía mirando fijamente al fuego.

–Creo que, si estás en disposición de andar, ya es hora de que os lleve a casa –le dijo a Dev–. ¿Puedes?

Dev asintió. Se acercó a donde estaba su hijo y Maggie se dio cuenta al verlo andar de que se había herido una pierna.

–¿Dom?

No hubo respuesta.

–Dominic, ahora te vamos a llevar a la casa de Maggie –dijo Dev suavemente–. Esta es Maggie y nos va a ayudar.

–Mi ordenador se ha quemado.

–Te compraré otro.

–Era mi ordenador –exclamó el niño lleno de furia–. ¡El mío! ¡Lo gané en un concurso y era mío!

–Lo entiendo.

Dev le puso una mano en el hombro, pero el niño la apartó.

–Déjame en paz. Has quemado mi ordenador.

–Dominic, vámonos a la casa.

–No. Déjame en paz.

–Tenemos que ir, Dom…

Maggie contuvo la respiración y miró a los dos. Ambos parecían muy rígidos.

Estaba claro que Dev estaba muy dolorido y no parecía tener ni idea de cómo tratar a su hijo.

Bueno, tal vez ella pudiera ayudar. Sabía cómo tratar a niños en estado de shock y tenía una gran herramienta a mano. Chasqueó los dedos para llamar a Lucy y luego se llevó a la collie hasta donde estaba el niño.

–Dominic, yo soy Maggie –dijo–. Y esta es mi mejor amiga, Lucy. Lucy, dale la mano.

Como respuesta, Lucy miró a Dominic con una pregunta en sus inteligentes ojos.

–Lucy, dale la mano –insistió ella.

La perra echó la cabeza a un lado, miró de arriba abajo al niño, se sentó en el suelo y levantó una pata.

La mayoría de los niños no se resistiría a eso. La misma Maggie nunca había podido, a pesar de que Lucy le daba la pata unas cincuenta veces al día, pero Dominic lo intentó y se quedó rígido durante todo un minuto, inmóvil, con su padre al lado.

El niño miró a la perra y luego trató de apartar la mirada, pero Lucy no lo iba a dejar así como así. Se quedó muy quieta, como estaba, delante de él y mirándolo fijamente a los ojos, meneando la cola.

Dev miró a Maggie, que agitó la cabeza y le indicó con la mirada que no se metiera. El hombre fue lo suficientemente inteligente como para no hacerlo.

Por fin, Dominic no lo pudo resistir más y le dio la mano a la perra. Lucy agitó más aún la cola y luego hizo lo que Maggie había sabido que iba a hacer. Se puso de pie sobre las patas traseras, las delanteras en los hombros del niño y le lamió la cara de la barbilla a la frente.

Dominic se estremeció, rodeó a la perra con los brazos y se puso a llorar.

Por fin se encaminaron hacia la casa formando una extraña procesión. Maggie le servía de apoyo a Dev con un hombro, la otra mano se la daba a Dominic, que sujetaba con la suya a Lucy, e iban todos seguidos por una treintena de cabras.

Para cuando llegaron a la casa, Dev estaba pálido de dolor y se tumbó en la cama del dormitorio de invitados como si no se fuera a volver a levantar.

Maggie se alegró mucho de verlo allí. La herida de la cabeza estaba empezando a preocuparle mucho.

–Llamaré por radio a Melbourne para decir que estáis aquí. El control de tráfico aéreo ya debe saber que habéis caído.

–Sí –admitió él–. Gracias. Yo les dije que tenía problemas y estarán preocupados.

–Les haré saber que necesitamos ayuda médica y enviarán a un helicóptero para evacuaros. Tendrán que hacerte una radiografía de la cabeza para ver si tienes una hemorragia interna.

–¡Eh!, ya he sangrado bastante por fuera. No estoy sangrando por dentro.

–Eso no lo sabremos hasta que no lo vean.

Dev logró sonreír a su hijo, que estaba en la puerta, muy pálido y con Lucy aún a su lado.

–No la escuches, Dominic. Si me hubiera hecho daño de verdad, el dolor de cabeza iría a más, no a menos. Puede que parezca que estoy en muy mal estado, pero tu padre vivirá.

Dominic se limitó a mirarlo como si no le importara.

–Iré a llamar –dijo Maggie–. Volveré y te ayudaré a meterte en la cama dentro de un momento. Luego te curaré un poco ese corte. Pero si no llamo ahora, van a mandar aviones de rescate desde tierra firme, cuando lo que yo quiero es un helicóptero.

–No es necesario que me metas en la cama, ni quiero un helicóptero. Diles que el avión se ha estrellado pero que estamos bien.

–Pero quiero que te hagan una radiografía de la cabeza…

–Yo no –respondió él firmemente–. Y es mi cabeza.

–Yo te la he salvado –respondió Maggie con actitud beligerante–. Si no fuera por mí, ahora sería una cabeza asada.

–¿Y eso te da derechos de imagen sobre ella?

–Sí.

Maggie levantó la barbilla y, a pesar del dolor que sentía, él logró sonreír.

–Entonces deberías haberme hecho firmar un contrato antes de salvarme. Sinceramente, no es necesario todo este lío. Sé el mal aspecto que debo de tener, pero es sólo sangre. Tengo toda la intención de vivir y no quiero molestar al Servicio Aéreo de Rescate. Así que, si tienes una bolsa de hielo, una aspirina y esparadrapo, te estaré eternamente agradecido. Y, si puedes cuidar de Dominic mientras yo me repongo, también te lo agradeceré.

Sus miradas se encontraron y fue como un cruce de espadas. Maggie parpadeó. Ella tenía una personalidad muy fuerte, pero la de ese hombre lo era más. Estaba acostumbrado a mandar, pensó. A salirse con la suya.

Bueno, era su cabeza, se dijo a sí misma. Si quería morir…

–Si muero en las próximas veinticuatro horas –dijo él como leyéndole el pensamiento–, tengo un seguro lo suficientemente importante como para que Dominic se pueda comprar otro ordenador. Eso es lo único que importa, y no me echará de menos. Pero sinceramente, no tengo ninguna intención de morirme. Sólo dame la bolsa de hielo y lo demás, y déjame descansar.

Maggie lo miró aún preocupada.

–Vamos, Maggie. Soy un hombre adulto. Dame una aspirina y déjame dormir. Tú cuida de Dominic. Él te necesita y yo no.

Boda por amor

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