Читать книгу Un conflicto nacional - Tulio Halperin Donghi - Страница 6
ОглавлениеIntroducción
Cuando recibí la invitación a ver republicada mi tesis doctoral sobre la vida y muerte de la Valencia morisca en la Biblioteca de Estudios Moriscos que la Universidad valenciana coedita con las de Granada y Zaragoza con la comprensible alegría que provoca comprobar que un trabajo histórico viejo ya de más de cinco décadas puede conservar todavía algún interés para quienes lo leen desde el siglo XXI, Vicent Olmos agregó a ella la de que la acompañase de una nota introductoria sobre las circunstancias que me llevaron a escoger ese tema. Es ésta una invitación que difícilmente ha de rechazar quien ha llegado a una edad de por sí demasiado inclinada a las reminiscencias, y no ha de sorprender por lo tanto que me haya apresurado a aceptarla.
La preparación de la tesis que ahora vuelve a ver la luz marcó la última etapa en la carrera de historia que me tocó cursar en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires cuando esa universidad atravesaba un momento aún más complicado de lo habitual en su tormentosa historia. En 1946 el peronismo, que acababa de conquistar el poder en las elecciones convocadas por la dictadura militar establecida tres años antes como heredero político de ésta, había llevado adelante una arrasadora depuración de su cuerpo enseñante, del que expulsó a muy numerosos docentes que habían militado en las filas opositoras en la etapa que acababa de cerrarse. Aunque esa depuración no había alcanzado al Instituto del Profesorado en que enseñaban mis padres, había hecho numerosas víctimas en el campo de las humanidades, en el cual contaban con algunos de sus amigos más cercanos. Sabía de antemano entonces que con quienes habían pasado a dominar el campo de historia argentina e hispanoamericana al que aspiraba a dedicarme en especial, me esperaba una relación problemática, y decidí –tanto por esa razón como porque bajo su guía no podía esperar adquirir una sólida cultura histórica– concentrar mis esfuerzos en el de historia europea, y en particular española, contando para ello tanto con los recursos del Instituto de Historia de España, cuyo director era don Claudio Sánchez Albornoz, exilado entonces en la Argentina, que mantenía una relación muy cordial con mis padres y me acogió con gran generosidad en él, cuanto con la orientación que podía brindarme un aún más cercano amigo de casa, José Luis Romero, quien por su parte se perfilaba ya como eminente medievalista, y aunque en 1946 había quedado fuera de la Universidad seguía utilizando asiduamente el vasto material de libros y fotocopias que don Claudio había logrado llevar consigo al destierro para encarar preferentemente temas españoles.
Cuando me llegó la hora de elegir un tema de tesis doctoral, tras de comprobar que mis relaciones con quienes dominaban el área temática en que aspiraba a trabajar eran tan insatisfactorias como lo había anticipado, se me ocurrió buscarlo en la etapa más temprana de la exploración y conquista de Indias, lo que me permitiría contar con el patrocinio de don Claudio sin salir del campo en que había decidido trabajar en el futuro. En particular me había atraído la figura de Pedro Mártir de Anglería, quien se había ocupado de esa etapa en sus Decadas de Orbe Novo y cuyo Opus epistolarum rozaba algunos de los temas que me habían atraído en la lectura del Erasmo y España, de Marcel Bataillon; y de nuevo don Claudio accedió muy generosamente a desempeñar ese papel. Dadas las demasiado evidentes deficiencias de la formación ofrecida entonces por la Universidad de Buenos Aires, que había decidido a algunos de mis compañeros de la escuela secundaria cuya familia contaba con recursos para ello a proseguir sus estudios en el extranjero, se me ocurrió acudir a las becas que ofrecía el gobierno de Francia para pasar en ese país un año que dedicaría a suplir las más graves de esas deficiencias, pero –desgraciadamente para mí– el gobierno francés se había visto forzado a incorporar al jurado que las asignaba un delegado del Ministerio de Relaciones Exteriores argentino, quien dictaminó de inmediato que en el país no faltaban historiadores perfectamente competentes para ofrecerme toda la orientación que pudiera necesitar.
Mi familia decidió entonces que estirando al máximo sus limitados recursos podría suplir la falta de ese subsidio, y costearme una permanencia de nueve meses en Francia, durante los cuales debía agregar a mi objetivo originario el de reunir todos los materiales que necesitaba para completar a mi retorno la tesis que tenía proyectada. Así lo tenía resuelto, cuando mi lectura de la tesis sobre el Mediterráneo en la época de Felipe II que acababa de publicar Fernand Braudel me reveló una manera para mí desconocida de hacer historia que me resultó inmediatamente deslumbradora, y me decidió a buscar su guía para completar mi aprendizaje en el oficio, mientras en cuanto a la recolección de materiales para mi tesis me proponía recurrir a la de Marcel Bataillon. A mi llegada a Francia Braudel me incorporó de inmediato a las actividades de la que era entonces Sexta Sección de la École Pratique de Hautes Études, a las que había impreso un ritmo febril al asumir su dirección luego del reciente retiro de Lucien Febvre. La Sexta Sección tenía todavía su sede en un medio piso del edificio de la rue de Varenne donde la Escuela había alojado a varias de ellas, y creo que la estrechez y modestia de ese local acentuaba aún más mi impresión de que acababa de incorporarme a una suerte de secreto taller en que se estaba forjando una nueva y más válida manera de hacer historia, y de que cada día que allí pasaba no sólo estaba aprendiendo algo nuevo e importante, sino participando en una embriagadora aventura colectiva destinada a marcar con su huella la disciplina a la que había decidido consagrarme. Por cierto no experimenté nada parecido cuando seguí los seminarios que Bataillon ofrecía en el College de France, y luego de varias semanas que dediqué a buscar en la Biblioteca Nacional y la de la Sorbona materiales relevantes al tema que había pensado encarar en mi tesis, y que en comparación con los que diariamente se discutían en la Sexta Sección encontraba cada vez menos interesante, me convencí de que jamás podría completar esa tarea en el tiempo que tenía disponible para ello.
Me decidí entonces a acudir a Braudel, y pedirle que me sugiriera un tema alternativo que no necesitaba ya vincularse con la historia de Indias. Mencionó entonces el de la Valencia morisca, que –según me dijo– Henri Lapeyre había tratado sólo muy superficialmente en su Géographie de l’Espagne morisque, entonces aún inédita, y me recomendó que comenzara a internarme en el tema partiendo de las fuentes por él citadas en La Mediterranée... Así lo hice, y se me ocurrió entonces comenzar volcando en un gigantesco mapa del reino valenciano, que había toscamente calcado del de rutas de la empresa Shell, único que encontré en la mapoteca de la Biblioteca Nacional parisina, las cifras de población de pueblos de cristianos viejos (en azul) y de moriscos (en rojo), según un censo en poco posterior a la forzada conversión de estos últimos. Cuando cubrí con él el vasto escritorio de Braudel, su entusiasmo frente a ese despliegue de géohistoire en acción superó mis expectativas más optimistas; tras de confesarme que sobre mi futuro de historiador había llegado a alimentar dudas que yo acababa de disipar brillantemente, me aseguró de que él mismo se encargaría de conseguir los recursos que debían permitirme completar ese verano en España la recolección de los materiales para mi tesis.
Iba a cumplir con su palabra, y a partir de ese momento, primero en las bibliotecas parisinas y luego en los archivos españoles, trabajé con una intensidad de la que hasta entonces no me había creído capaz, y que nunca iba a recuperar luego. De esa experiencia conservo, a más del recuerdo de una etapa de concentración casi maníaca en un proyecto que había logrado obsesionarme más que ningún otro, el de mi contacto con una España para la que no habían terminado aún ésos que Carlos Barral iba a recordar como años de penitencia.
A mi retorno a la Argentina, pude defender exitosamente mi tesis contando para ello con el patrocinio de don Claudio, y poco después –en un marco político profundamente cambiado– comenzar mi carrera de historiador en el campo que siempre había pensado cultivar. Aunque nunca volví a encontrar mis temas en la historia del reino valenciano, lo que hice a partir de entonces me parece hoy más marcado por el legado de mi breve excursión a los tiempos de los Austrias de lo que en su momento advertía.
Me parece claro también que ello se debe al modo en que resolví un problema que, como hubiera debido prever pero no lo hice, me planteaba el tema que había escogido, teniendo en cuenta hasta qué punto pesaba sobre mí en aquel momento la poderosa visión histórica que Braudel había desplegado en su libro sobre el Mediterráneo. Como es sabido, la estructura tripartita de éste se apoya en la noción de que lo que verdaderamente cuenta en esa historia son las lentas trasformaciones experimentadas por ciertos rasgos durables de la realidad mediterránea, todopoderosas olas de fondo acerca de las cuales nos dicen muy poco los acontecimientos que cotidianamente se suceden como una vana espuma que cabalgara al azar sobre ellas. Ahora bien, aunque esa noción me parecía entonces la evidencia misma, en relación con mi proyecto de tesis ella tenía una consecuencia muy seria: puesto que en esa tesis yo aspiraba a reconstruir en todo su abigarrado detalle las tentativas que se sucedieron a lo largo de las nueve décadas que duró la búsqueda de una solución al problema creado por la conversión forzada de ese tercio de la población valenciana fi el hasta ese momento a la fe del Islam, era demasiado evidente que el tema que había escogido se ubicaba en el terreno de la histoire évenementielle, en el cual Braudel, convencido como estaba de que no iba a encontrar allí el acceso a esas estructuras profundas que le interesaba sobre todo explorar, se acercaba peligrosamente a la posición de ese legendario erudito de Oxford que según es fama cuando se le preguntó cómo se narraba la historia repuso que sencillamente contando cada maldita cosa después de la otra.
Cuando a mi retorno a Buenos Aires me llegó el momento de ubicar a mi pedazo de historia valenciana en un contexto que lo hiciera inteligible, resolví sin meditarlo demasiado un problema que en rigor no había descubierto hasta qué punto lo era acudiendo instintivamente a perspectivas que me eran familiares desde antes de mi descubrimiento de Braudel, y más cercanas a la temática y problemática de Bataillon que a las que campean en La Méditerranée. En ellas encontré inspiración para una narrativa de la breve historia de la «nación de cristianos nuevos de moros del reino de Valencia» que tomaba para su trasfondo la parábola recorrida por Estado e Iglesia desde ese instante fugaz en que Castilla pudo creerse en camino a constituirse en el núcleo de un imperio universal destinado a regenerar en Cristo tanto a las tierras de infieles como a una cristiandad necesitada de purificarse en sus fuentes, hasta ese otro más tardío en nueve décadas, en que el monarca castellano, ya no emperador pero ahora reinante sobre la entera Península, debía defenderla como «un castillo fuerte» por todas partes asediado, y la Iglesia que, disipadas esas embriagadoras esperanzas, libraba un combate en que la victoria comenzaba a parecer imposible cuando se multiplicaban los signos de que la Europa romano-germánica se preparaba a admitir que la pérdida de la unidad de la fe originada en la Reforma era ya irrevocable, convencidos por igual de que en esos tiempos cada vez más oscuros la presencia de diversidades y disidencias en sus dominios suponía una amenaza demasiado grave para no eliminarla a cualquier precio, coincidieron también en la decisión de poner brusco fi n por acto de imperio a la existencia de la Valencia morisca.
El trasfondo que había escogido para mi relato lo ubicaba en suma en el marco ofrecido por el giro que había tomado la historia española desde que al abrirse la modernidad un imprevisible cambio de fortuna la había proyectado al centro mismo de la de Europa y el mundo, que tanto en España como fuera de ella había sido desde el siglo XVIII motivo de reflexiones a las que cuando me acerqué al tema morisco la apasionada contribución de Américo Castro estaba devolviendo toda la relevancia contemporánea que suelen recuperar en momentos en que se hacen más agudos los dilemas que plantea el presente español. Y estoy persuadido de que al enfocarlo de ese modo había trazado, también sin proponérmelo ni advertirlo, una línea de continuidad con los estudios que iba a emprender en el campo hispanoamericano y nacional, que al abordar el tema del nacimiento de la nacionalidad argentina me incitó a buscar algunas de sus claves centrales en las modalidades del derrumbe imperial que puso fin a esa etapa de la historia española
Pero a mi incursión en la historia valenciana debo algo más que la disposición a tomar plenamente en cuenta el vínculo de la que en 1810 se abrió en el Río de la Plata con la que en 1808 se había cerrado en Aranjuez y Bayona. Haber seguido en detalle y en todos sus niveles el laberíntico funcionamiento de la monarquía española de Antiguo Régimen, a través de un episodio que como pocos había logrado poner al desnudo tensiones y conflictos que ésta nunca alcanzaría a resolver, pero no le impedirían sobrevivir todavía por más de dos siglos, me había enseñado muchas cosas que me iban a ser muy útiles para entender mejor el que iba a ser luego mi campo de estudios, y en primer lugar a respetar como lo merece un arte de gobierno que logró la hazaña de mantener a lo largo de ellos la autoridad de Castilla/Aragón y luego de España sobre territorios desperdigados en tres continentes contando sólo con recursos técnicos que nunca excedieron en mucho los de la temprana modernidad y con recursos financieros muy tacañamente cicateados porque lo mejor del botín ultramarino siguió destinado hasta el fin a la cada vez más desesperada defensa del lugar que ese cambio de fortuna le había asegurado en el Viejo Mundo.
Si hoy me resulta más fácil apreciar todo eso, es sin duda en no escasa medida porque el nuevo giro que ha tomado la historia de España en el medio siglo largo que me separa de mi excursión valenciana empieza a hacer posible ver como historia pasada –y en todos los sentidos del término– a ésa que desde el siglo XVIII pudo pocas veces ser recordada sin angustia, porque su legado seguía pesando duramente sobre el presente español. Y que sea esa Valencia de hoy, totalmente inimaginable en la desolada España que conocí en 1953, y que redescubro con renovada felicidad en cada uno de mis retornos, la que ha decidido devolver al presente los frutos de ese encuentro remoto me ofrece un motivo aún mejor para celebrar esa generosa ocurrencia.
TULIO HALPERIN DONGHI
Berkeley, California, enero de 2008