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«El pacto es, en pocas palabras, amor omnidireccional: amor entre Dios y los seres humanos, amor entre los seres humanos, y amor entre los seres humanos y la creación que tienen a su cargo». Capítulo Ocho LA GRAN REPRESENTACIÓN

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Dios hizo un pacto con Israel, al cual Dios fue fiel pero Israel no. Como Hijo de Dios, la vida de Jesús fue una completa y fiel reproducción de la historia de Israel. No sería exagerado decir que este es el punto central de la Biblia.

Cristo pasó por el mismo terreno de pruebas que atravesó Israel, pero se mantuvo fiel a la alianza allí donde Israel falló. Los paralelos entre las dos historias son deliberados y sorprendentes, aunque a la mayoría de nosotros nunca se nos ha enseñado a leer la Escritura de manera que nos permita observar la vinculación intencionada de la narrativa entre el Antiguo Testamento y el Nuevo. Algunos sectores del cristianismo han ido tan lejos como para rechazar completamente el Antiguo Testamento y desaconsejar a la gente su lectura. Es incluso frecuente imprimir el Nuevo Testamento solo, colocando en las manos de millones de personas solo la mitad del gran libro, por lo que es prácticamente imposible para el lector obtener una visión precisa de quién era Jesús y por qué vino a nuestro mundo.

Nosotros vamos a adoptar un enfoque diferente. Vamos a desplazarnos fuera y observar la profunda conexión entre el Antiguo Testamento y el Nuevo. En este capítulo vamos a fijarnos en el arte inspirado de la Biblia resumiendo su historia de la manera más minimalista que podamos.

En el Antiguo Testamento, un joven llamado José tuvo sueños extraños y fue enviado a Egipto para salvar a su familia, seguido por el pueblo de Israel, emigrado a Egipto para escapar de una muerte segura (Génesis 42; 45: 5). En el Nuevo Testamento, otro José también tuvo sueños especiales, y tuvo que huir con su familia a Egipto para salvar de una muerte segura al Israel de ese momento, encarnado en el Cristo niño (Mateo 2: 13-15).

Cuando Israel salió de Egipto, Dios llamó a la nación “mi hijo” (Éxodo 4: 22). Cuando Jesús salió de Egipto, Dios dijo, “de Egipto llamé a mi hijo” (Mateo 2: 15), un paralelo intencional entre la historia del antiguo Israel y la historia de Jesús como el nuevo hijo israelita de Dios.

El hijo de Dios, Israel, pasó por el Mar Rojo huyendo del ejército egipcio (Éxodo 14: 10-13). El apóstol Pablo dice que los israelitas, “en unión con Moisés…fueron bautizados en el mar” (1 Corintios 10: 2). Jesús, inmediatamente después de ser bautizado como el nuevo representante corporativo de Israel, fue presentado al mundo por Dios con las palabras “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3: 13-17). Jesús está reconduciendo la historia de Israel, esta vez para agradar a Dios con su fidelidad al pacto.

Israel vagó en el desierto durante 40 años en su marcha hacia la tierra prometida, cediendo a la tentación una y otra vez, para entrar finalmente en Canaán bajo el liderazgo de un líder que llevaba el nombre de “Josué”, que significa, Yahvé Salva (Éxodo 16; Números 13). Cristo pasó 40 días en el desierto siendo tentado por el diablo sin sucumbir nunca, antes de que empezara su ministerio terrenal para conducir a la humanidad a la tierra prometida bajo el nombre de “Jesús”, que significa, Yahvé Salva, el equivalente griego de Josué (Mateo 1: 21; 4: 1-11).

Moisés subió al Monte Sinaí para recibir los Diez Mandamientos de parte de Dios y luego los entregó a Israel (Éxodo 19–20). Jesús se posicionó en otro Monte de Israel, anunciando que ahora había venido a “cumplir la ley”, magnificando su significado relacional, y proclamando sus bendiciones, o Bienaventuranzas a todo el pueblo (Mateo 5–7).

El antiguo Israel se formó a partir de los doce hijos de Jacob y sus descendientes (Génesis 35: 22-26). Jesús siguió deliberadamente este modelo narrativo llamando a doce apóstoles, de los cuales surgió una posteridad espiritual que se convertiría en la continuación de Israel, ahora llamada iglesia, compuesta por creyentes de todas las naciones (Mateo 10: 1-4; Gálatas 3: 29; Efesios 2: 19-22).

Israel fue llamado por Dios para ser “un Reino de sacerdotes, y una nación santa”, con el propósito de ser una luz para todas las naciones, con el propósito de incorporar a este Israel (espiritual) al resto del mundo (Éxodo 19: 6; Deuteronomio 4: 5-8, 40). La iglesia fundada por Jesús es el nuevo Israel, llamado a ser “un linaje escogido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios” (1 Pedro 2: 9), compuesto de gente de todas las naciones (Apocalipsis 7), con la misión de llevar la luz del amor de Dios al mundo entero (Mateo 24: 14; 28: 18-20; Apocalipsis 14: 6).

¡Vaya! Así que todo eso está en la Biblia, ¿no?

Sí, claro que sí.

El depurado arte literario de la narrativa es tan impresionante que es imposible que se trate de una mera coincidencia. Las posibilidades de que más de cuarenta autores, escribiendo a lo largo de un lapso de mil quinientos años, compongan una historia coherente tan genial, sin ser guiados por una misma Mente superior, son tan remotas, que resultan imposibles. Pero esta ni siquiera es la parte más asombrosa. Lo verdaderamente notable de esta historia es que nos invita a creer lo mismo que secretamente esperamos, en lo más profundo de nuestros corazones, que sea verdad: que somos objeto de un amor tan fiel que preferiría morir antes que dejarnos de lado. Una de las razones por las que sabemos que el relato bíblico es verdadero es porque responde a nuestros anhelos más profundos de ser amados de un modo que no encuentra ninguna correspondencia satisfactoria en este mundo nuestro, transgresor del pacto. Jesús encarna aquello para lo que intuitivamente sabemos que estamos hechos: una relación de amor perfecta.

Y, sin embargo, a la mayoría de los cristianos nunca se les enseña ni siquiera a tomar conciencia de la deliberada conexión narrativa existente entre el Antiguo Testamento y el Nuevo, y mucho menos a entender lo que eso implica para la restauración del amor de Dios en las relaciones humanas. Nuestro enfoque ha estado orientado sobre todo por la preocupación egocéntrica por la salvación personal. La visión teológica del cristianismo ha estado tan completamente saturada de pensamiento griego en la iglesia medieval, que la orientación típicamente hebrea hacia la relación del pacto es casi desconocida en el cristianismo moderno.

La Biblia nos está contando una historia. El objetivo de esta historia es que el amor inspirador del pacto sea restaurado en la raza humana. Jesús es la figura central y más sobresaliente de la historia. Él es quien logra hacer realidad las intenciones del pacto, final y completamente. En Cristo, somos testigos de la gran reconstrucción de la historia de Israel, esta vez con fidelidad al pacto. En Él, todo lo que Dios había previsto para Israel, y para toda la raza humana, se cumple. En cada acto de su existencia, hasta el punto de dar su vida por sus enemigos como el evento culminante de la fidelidad al pacto, Jesús vivió el amor de Dios, y, al hacerlo, cumplió plenamente la intención de la narrativa del Antiguo Testamento, con todos sus ideales de pacto y sus imperativos relacionales. Pablo entendió claramente esto cuando resumió toda la Biblia en una sola frase:

Porque todas las promesas de Dios son en El «sí», y en él «Amén», por medio de nosotros, para gloria de Dios (2 Corintios 1: 20).

El gran panorama narrativo de las Escrituras ilumina con brillantes rayos de luz la vida y la persona de Cristo. Todo lo que Dios prometió al mundo a través de Israel, el hijo infiel de Dios, se cumplió ahora en el Hijo fiel de Dios, Jesucristo. La historia de Jesús es un microcosmos de la historia de Israel, solo que esta vez se trata de una historia que irradia la hermosura del amor infalible. Este es, entonces, el sentido en que el Nuevo Testamento llama a Jesús, “el Hijo de Dios”.

Vamos ahora a explicar algunos detalles más del Nuevo Testamento.

El hijo de Dios

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