Читать книгу Callejón sin salida - Уилки Коллинз - Страница 6
ОглавлениеOBERTURA
Día 30 de noviembre de 1835. En Londres, el reloj de Saint Paul da las diez de la noche. Todas las demás iglesias londinenses esfuerzan sus gargantas metálicas. Algunas empiezan, insolentes, antes que la potente campana de la gran catedral. Otras, rezagadas, lo hacen tres, cuatro o media docena de tañidos después. Pero todas suenan lo bastante cercanas como para dejar en el aire la resonancia de sus acordes, como si el padre alado [1] que devora a sus hijos, al sobrevolar la ciudad, barriera el aire con su vibrante guadaña gigantesca.
¿Pero qué reloj es este, más grave que la mayoría de los otros y de sonido tan agradable? ¿Este que esta noche se retrasa tanto que coincide solo con la vibración final de los demás? Es el reloj de la Casa de Niños Expósitos [2]. En otra época, se recibía a los expósitos sin averiguaciones, en una cuna junto a la verja. Ahora se hacen preguntas sobre ellos y se los recoge de favor, de manos de unas madres que renuncian para siempre a saber de ellos y a reclamarlos.
Hay luna llena y la noche es clara, con ligeras nubes. El día ha sido todo lo contrario, porque el barro y el lodo, espesados por la caída de una niebla densa, ennegrecen las calles. En una noche así, la dama con el rostro cubierto por un velo, que va y viene cerca de la puerta posterior de la Casa de Niños Expósitos, necesita buenos zapatos. Va y viene de aquí para allá, esquivando la parada de los coches de alquiler, y se detiene bajo la sombra del ángulo oeste de la enorme tapia del edificio. Desde ahí, mira hacia la puerta. Así como sobre ella se extiende la pureza del cielo iluminado por la luna, y a sus pies, la suciedad de la vereda, ¿se sentirá su mente dividida entre los opuestos de la reflexión y la acción? Del mismo modo como sus huellas se cruzan y se vuelven a cruzar unas encima de las otras, dibujando un laberinto en el barro, su camino en la vida la ha envuelto en un intrincado y complejo enredo.
La puerta trasera del orfanato se abre y sale una muchacha. La dama se detiene a un costado, observa con atención, ve que alguien cierra la puerta desde adentro, y sigue a la joven.
Ya han caminado dos o tres cuadras en silencio, cuando la dama, que sigue de cerca al objeto de su atención, extiende la mano y toca a la muchacha. Esta se detiene y, sobresaltada, mira hacia atrás.
–Usted hizo lo mismo anoche y, cuando me di vuelta, no quiso hablar. ¿Por qué me sigue como un fantasma silencioso?
–No fue porque no quisiera hablar –respondió la dama en voz baja–. Es que no pude. Lo intenté, pero no pude.
–¿Qué quiere de mí? ¿Alguna vez le hice daño?
–Nunca.
–¿La conozco?
–No.
–Entonces, ¿qué quiere de mí?
–En este sobre hay dos guineas [3]. Reciba este regalo y se lo diré. El rostro de la joven, que es honesto y gracioso, se sonroja mientras responde:
–No hay nadie, ni una persona mayor ni un niño en toda esa institución a la que pertenezco, que no tenga una palabra amable para mí. ¿Seguiría siendo igual si dejara que me comprasen?
–No pretendo comprarla, solo quiero recompensarla. Con gesto firme, pero sin ser dura, Sally cierra la mano que le tiende la dama.
–Señora, me confunde si piensa que haré por dinero algo que podría hacer sin gratificación. ¿Qué quiere?
–Usted es una de las enfermeras o ayudantes del orfanato. La vi salir de allí hoy, y anoche también.
–Sí, lo soy. Me llamo Sally.
–Hay una expresión agradable en su cara, de persona paciente, que me hace pensar que los niños se relacionan con usted con facilidad.
–¡Que Dios los bendiga! Así es. La dama levanta su velo y deja ver una cara de no mucha más edad que la de la enfermera. Un rostro más refinado e inteligente, pero angustiado y consumido por la pena.
–Soy la desgraciada madre de un bebé que desde hace poco está bajo su cuidado. Tengo que pedirle algo.
Instintivamente, y por respeto a la confianza que la dama demostró al alzar su velo, Sally –cuyos modales son espontáneos y sencillos– vuelve a bajarle el velo y comienza a llorar.
–¿Escuchará mi ruego? –pregunta la mujer con inquietud–. ¿No hará oídos sordos al pedido de esta suplicante y destrozada persona en que me convertí?
–¡Querida, querida! –exclama Sally–. ¿Qué le puedo decir? No hable de súplicas. Las súplicas solo se dirigen al Padre Todopoderoso, y no a enfermeras. Además, yo solo me quedaré en este puesto medio año más, hasta que otra joven aprenda lo necesario para ocuparlo. Estoy a punto de casarme. No tendría que haber salido anoche ni tampoco esta noche, pero mi Dick (que es el hombre con quien me casaré) está enfermo, y voy a ayudar a su madre y a su hermana a cuidarlo. ¡No lo tome a mal, no lo tome a mal, por favor!
–¡Oh, mi buena Sally, querida Sally –solloza la dama, mientras la sujeta del vestido con un gesto suplicante–, como usted tiene esperanzas y yo estoy desesperanzada, como frente a usted hay una hermosa vida que jamás estará delante de mí, como puede aspirar a ser una esposa respetada y una orgullosa madre, como es una mujer que vive y que ama y yo debo morir, por el amor de Dios, ¡escuche lo que tengo que pedirle!
–¡Querida, querida MÍA! –exclamó Sally, cuya desesperación estalló en el pronombre–. ¿Qué podría hacer yo? ¡Ay! ¡Mire cómo vuelve mis propias palabras en mi contra! Le digo que estoy a punto de casarme para hacerle ver que pronto me voy a ir y que, por lo tanto, no puedo ayudarla. Y usted hace que todo esto parezca una crueldad. Como si fuera una crueldad que yo me casara y no la ayudara. Eso no es justo, ¿no le parece?
–¡Sally, escúcheme! Mi súplica no tiene que ver con el futuro sino con el pasado. Se lo puedo explicar con dos palabras.
–¡Claro! Si imagino bien cuáles son esas dos palabras, esto se pone cada vez peor –grita Sally.
–Sí, ya lo comprendió. ¿Qué nombre le pusieron a mi bebé? Solo quiero saber eso. Averigüé las costumbres de la institución. Lo bautizaron en la capilla y lo anotaron con algún apellido. Lo recibieron el lunes pasado por la noche. ¿Qué nombre le pusieron?
La mujer está a punto de arrodillarse en el barro pestilente del callejón por el que se han desviado –un callejón solitario y sin salida, que da a los sombríos jardines del orfanato–, mientras hace su apasionada súplica. Pero Sally se lo impide.
–¡No! ¡No! Usted hace que yo me sienta obligada a ser mejor persona de lo que soy. Déjeme ver su cara otra vez. Ponga sus manos sobre la mía. Ahora prometa que jamás me preguntará nada que no sean esas dos palabras.
–¡Nunca! ¡Nunca!
–Si se las digo, ¿nunca hará mal uso de ellas?
–¡Nunca! ¡Nunca!
–Walter Wilding.
La dama oculta su rostro en el pecho de la enfermera, la abraza, susurra una bendición y las palabras «¡Dele un beso por mí!», y desaparece.
······
Primer domingo de octubre de 1847. El gran reloj de Saint Paul marca la una y media de la tarde, hora de Londres. El reloj de la Casa de Niños Expósitos hoy da la misma hora que el de la catedral. En la capilla, el servicio [4] terminó y los niños huérfanos están por comer.
Hay muchas visitas en el comedor, como de costumbre. Dos o tres administradores, familias enteras de la congregación, pequeños grupos de hombres y mujeres, personas rezagadas de diversa condición. El brillo del sol otoñal entra, fresco, en los pabellones. Y las ventanas de marcos pesados a través de las que brilla, y las paredes sobre las que se cuela, recuerdan a las pinturas de Hogarth [5]. El comedor de las niñas, donde también están las más pequeñas, es la principal atracción. Impecables y calladas asistentes se deslizan entre las mesas ordenadas y silenciosas. Los espectadores se mueven o se detienen, según les parezca. Comentarios susurrados, referidos a esa cara que está frente a una determinada ventana, no son infrecuentes: muchas de esas caras llaman la atención. Algunas de las personas que llegan de afuera son visitantes habituales. Han entablado cierta relación con los niños y hasta hablan con los ocupantes de determinados puestos de las mesas, junto a los que se detienen y se inclinan para decir una o dos palabras. Esa amabilidad no es menos valiosa porque esos sean los niños con los que simpatizan. La monotonía de las amplias salas y de las filas de caras se alivia gratamente –aunque muy poco– gracias a esos episodios.
Una dama solitaria, cubierta con un velo, se mueve entre los niños. Se diría que ni la curiosidad ni otro motivo la han traído a este lugar antes. Parece sentirse algo confusa por lo que ve y, mientras camina junto a las mesas, lo hace vacilando y con cierta incomodidad. Por fin llega al comedor de los niños. Son mucho menos populares que las niñas, de modo que no ve visitantes cuando mira desde la entrada. Pero junto a la puerta está una gobernanta [6] bastante mayor, una matrona o ama de llaves. Le hace algunas preguntas comunes: ¿Cuántos niños hay? ¿A qué edad se los deja salir del orfanato? ¿Sueñan con conocer el mar? Y así, despacito, despacito, y todo con un tono más y más bajo cada vez, hasta que llega a hacer la pregunta:
–¿Cuál es Walter Wilding?
La gobernanta sacude la cabeza. Va contra las normas.
–¿Usted sabe cuál es Walter Wilding?
La mujer siente la cercanía con que los ojos de la dama examinan su rostro y, con astucia, baja sus propios ojos hacia el suelo, para que no la traicionen.
–Sí sé quién es Walter Wilding, señora. Pero no es mi tarea revelarles nombres a los visitantes.
–Pero puede señalármelo sin nombrarlo.
La mano de la dama se acerca con suavidad a la de la gobernanta. Pausa y silencio.
–Voy a dar una vuelta por las mesas –dice la interlocutora de la dama, haciendo como si no hablara con ella–. Sígame con los ojos. El niño con el que converse no será el que a usted le interesa. Pero el que toque será Walter Wilding. No me diga nada más y aléjese un poco.
En respuesta a ese pedido, la dama entra en la sala y mira a su alrededor. Pocos instantes después, la gobernanta, con un serio aire profesional, avanza entre las filas de mesas, empezando por la de su izquierda. Recorre toda la hilera, da la vuelta y regresa por el lado interno. Después de una breve mirada hacia la dama, se detiene, se inclina y conversa. El niño al que le habla levanta la cabeza y responde. Con un gesto de buen humor y familiaridad, mientras escucha lo que él le dice, la gobernanta apoya la mano en el hombro de otro niño, el que está a su derecha. Para que su gesto sea evidente, mantiene la mano sobre el hombro mientras le responde al otro, y le da dos o tres palmaditas antes de alejarse. La mujer completa su inspección de las mesas sin tocar a nadie más, y se marcha por la puerta de la sala opuesta a aquella junto a la que está parada la dama.
Una vez terminada la comida, la dama también avanza junto a la fila de mesas que están a mano izquierda, llega al final, gira y vuelve por el lado interno. Afortunadamente para ella, hay otras personas en el comedor y se mueven de aquí para allá. La dama alza su velo, se detiene junto al muchacho señalado por la gobernanta y le pregunta qué edad tiene.
–Doce años, señora –responde el niño, con sus ojos fijos en los de la dama.
–¿Estás bien, y contento?
–Sí, señora.
–¿Serías tan amable de aceptar estos caramelos?
–Si usted me los diera.
Al inclinarse para hacerlo, la señora toca la cara del niño con su frente y su cabello. Después sigue su camino y se marcha, sin mirar atrás.
[1]. Se refiere al dios Cronos, de quien la mitología griega dice que mató a sus hijos para que no lo destronaran. Se lo suele representar como un anciano con una guadaña (símbolo de la muerte) en sus manos. Cronos es el dios del Tiempo, de ahí la relación con los relojes de la ciudad.
[2]. Casa de Niños Expósitos es el nombre que se le daba, hasta fines del siglo XIX, a los orfanatos o instituciones que recibían a los niños abandonados. El nombre de expósitos dado a estos niños se debe a que sus madres los dejaban anónimamente en las calles o en los umbrales de las iglesias y quedaban expuestos a cualquier ataque o daño.
[3]. La guinea era una moneda de oro que se utilizaba en Gran Bretaña. Equivalía a 20 chelines y, posteriormente, a una libra.
[4]. Se refiere a la ceremonia o servicio religioso del día domingo que, si bien no se especifica, puede suponerse que fuera protestante o anglicano.
[5]. William Hogarth (1697-1764) fue un reconocido pintor y grabador inglés, famoso por reflejar en sus obras las costumbres de la sociedad con espíritu moralizador.
[6]. Una gobernanta es una de las encargadas de la administración de una institución.