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2 LA ENERGÍA EN LA PREHISTORIA
ОглавлениеComprender los orígenes del género Homo y los detalles de su evolución posterior es una aventura interminable. Sobre todo cuando muchos hallazgos recientes contradicen antiguos marcadores y complican nuestra visión de conjunto con el descubrimiento de especies que no encajan fácilmente en el árbol evolutivo existente (Trinkaus, 2005; Reynolds y Gallagher, 2012). En 2015, los restos fósiles más antiguos de homínidos fechados con fiabilidad eran los de Ardipithecus ramidus (4,4 millones de años, encontrados en 1994) y Australopithecus anamensis (4,1-5,2 millones de años, encontrados en 1967). Ese año se añadieron los restos de Australopithecus deyiremeda (3,3-3,5 millones de años), en Etiopía (Haile-Selassie et al., 2015). La secuencia de homínidos más recientes incluye Australopithecus afarensis (desenterrado en 1974 en Tanzania y Etiopía), Homo habilis (descubierto en 1960 en Tanzania) y Homo erectus (originado hace 1,8 millones de años, que se extendió hasta hace 250.000 años, con muchos hallazgos en África, Asia y Europa).
Nuevos análisis de los primeros huesos de Homo sapiens —el famoso descubrimiento de Richard Leakey en Etiopía en 1967— sitúan su antigüedad en torno a 190.000 años (McDougall, Brown y Fleagle, 2005). Nuestros antepasados directos vivieron como simples cazadores-recolectores. Hace solo 10.000 años que pequeñas poblaciones de Homo sapiens iniciaron una existencia sedentaria basada en la domesticación de plantas y animales. Esto significa que durante millones de años las estrategias de búsqueda de alimentos de los homínidos se parecieron mucho a las de sus ancestros primates, aunque ahora tenemos pruebas isotópicas provenientes de África Oriental de que hace 3,5 millones de años la dieta de los homínidos comenzó a diferir de la de otros simios. Sponheimer et al. (2013) señalaron que a partir de ese momento varios taxones de homínidos incorporaron alimentos enriquecidos con 13C (producidos por el metabolismo del ácido C4 o crasuláceo) en su dieta, mostrando una composición de isótopos de carbono altamente variable y diferente de la de otros mamíferos africanos. Por consiguiente, la dependencia hacia plantas con C4 es de origen antiguo y en la agricultura moderna dos cultivos con C4, el maíz y la caña de azúcar, tienen un rendimiento medio más elevado que cualquier otra especie cultivada por su contenido en grano o azúcar.
El primer desvío evolutivo que con el tiempo condujo a nuestra especie no fue un cerebro mayor o la fabricación de herramientas, sino el bipedismo, una adaptación estructuralmente improbable pero con inmensas consecuencias cuyos inicios se remontan a hace siete millones de años (Johanson, 2006). Los humanos son los únicos mamíferos cuya forma habitual de locomoción es caminar de pie (otros primates lo hacen solo de vez en cuando), y, por consiguiente, puede decirse que el bipedismo fue la adaptación clave para que surgiera nuestra especie. Sin embargo, el bipedismo —que esencialmente es una secuencia de caídas detenidas— es inherentemente inestable y torpe: «Los humanos caminamos de forma arriesgada. Sin una sincronización perfecta, caeríamos de bruces constantemente. De hecho, rozamos la catástrofe con cada paso que damos» (Napier, 1970: 165). Además de hacernos propensos a las lesiones musculoesqueléticas, el bipedismo también conduce a la osteopenia (densidad ósea inferior a la normal) y la osteoporosis (Latimer, 2005).
Existen muchas teorías para intentar entender por qué, entonces, desarrollamos el bipedismo, pero, como explica Johanson (2006), muchas son poco convincentes. Parecer más alto para intimidar a los depredadores no habría suscitado ningún efecto en perros salvajes, guepardos o hienas, que atacan a especies de mamíferos mucho mayores que ellas; ponerse de pie para ver por encima de la hierba alta habría atraído a los depredadores; podría haberse alcanzado la fruta de las ramas más bajas de los árboles sin renunciar a la carrera rápida de los cuadrúpedos; y el enfriamiento del cuerpo podría haberse conseguido descansando a la sombra y alimentándose solo durante las mañanas o noches más frías. La mejora del consumo energético total parece una explicación más convincente (Lovejoy, 1988): los homínidos, igual que otros mamíferos, destinan buena parte de su energía a reproducirse, alimentarse y cobijarse; si el bipedismo hubiera supuesto una ventaja en todos estos ámbitos, entonces su adopción habría sido una buena estrategia.
Como dice Johanson (2006: 2), «la selección natural no puede “crear” un comportamiento como el bipedismo, pero puede seleccionarlo una vez que ha surgido». En sentido estricto, no está claro que el coste energético de caminar ofrezca una ventaja biomecánica suficiente para promover la selección del bipedismo (Richmond et al., 2001), aunque, después de medir el gasto energético en chimpancés y en humanos adultos, Sockol, Raichlen y Pontzer (2007) descubrieron que nuestro paso requiere un 75% menos de energía que el paso bípedo o cuadrúpedo de un chimpancé. La disimilitud tiene que ver con diferencias biomecánicas de anatomía y marcha y sobre todo con la presencia de una cadera más amplia y una extremidad posterior más larga en humanos.
El bipedismo activó una cascada de enormes ajustes evolutivos (Kingdon, 2003; Meldrum y Hilton, 2004). Caminar de pie liberó los brazos de los homínidos y les permitió utilizar armas y transportar alimentos hasta sus asentamientos en lugar de consumirlos en el momento. También desencadenó el desarrollo de la destreza manual y el uso de herramientas. Hashimoto et al. (2013) concluyeron que las adaptaciones subyacentes al uso de herramientas evolucionaron independientemente de las requeridas para el bipedismo humano, pues tanto en monos como humanos cada dedo está representado de manera independiente en la corteza sensoriomotora primaria y se encuentra físicamente separado en la mano. Esto permite usar cada dedo por separado y llevar a cabo manipulaciones complejas necesarias para el uso de herramientas. Pero sin bipedismo sería imposible utilizar el tronco como palanca para acelerar la mano durante la fabricación y el uso de herramientas. El bipedismo también modificó la boca y los dientes, de tal manera que se desarrolló un sistema de llamadas más complejo, predecesor del lenguaje (Aiello, 1996). Todo esto requirió un cerebro más grande y con un coste energético que con el tiempo triplicó el de los chimpancés, lo que representa una sexta parte de la tasa metabólica basal total (Foley y Lee, 1991; Lewin, 2004). El cociente de encefalización medio (masa cerebral real/teórica en función del peso corporal) es de 2-3,5 en primates y homínidos antiguos y superior a 6 en humanos. Hace tres millones de años, el Australopithecus afarensis tenía un volumen cerebral de menos de 500 cm3. Hace 1,5 millones de años, el Homo erectus lo había duplicado. Con el Homo sapiens aumentó en un 50% (Leonard, Snodgrass y Robertson, 2007).
El crecimiento del cociente de encefalización fue crítico para el aumento de la complejidad social (que mejoró la probabilidad de supervivencia y separó a los homínidos de otros mamíferos) y estuvo estrechamente relacionado con cambios en la calidad de la dieta. El cerebro necesita 16 veces más energía que los músculos esqueléticos. Nuestro cerebro reclama un 20-25% de la energía metabólica basal, el de los primates un 8-10% y el de otros mamíferos un 3-5% (Holliday, 1986; Leonard et al., 2003). La única forma de gestionar un cerebro tan grande y mantener la misma tasa metabólica total (porque el metabolismo humano basal no es más alto que el de otros mamíferos de peso similar) era reducir la masa de otros tejidos metabólicamente «caros». Aiello y Wheeler (1995) argumentaron que la mejor opción era reducir el tamaño del tracto gastrointestinal, porque la masa intestinal (a diferencia de la del corazón o los riñones) varía sustancialmente en función de la dieta.
Fish y Lockwood (2003), Leonard, Snodgrass y Robertson (2007) y Hublin y Richards (2009) confirmaron que la calidad de la dieta y la masa cerebral tienen una correlación positiva significativa en primates y que la mejora de la dieta de los homínidos (incluida la carne) hizo posible el crecimiento del cerebro, cuyo alto coste energético fue parcialmente compensado por la reducción del tracto gastrointestinal (Braun et al., 2010). Mientras que el colon representa más del 45% de la masa intestinal de los primates no humanos y el intestino delgado el 14-29% de la misma, en los humanos las proporciones se invierten: el intestino delgado representa más del 56% y el colon el 17-25%. Se trata de una clara señal de adaptación a alimentos de alta calidad y densos en energía (carne y nueces) y que se digieren en el intestino delgado. El aumento del consumo de carne también contribuye a explicar el aumento de la altura y la masa corporal de los humanos, así como la presencia de mandíbulas y dientes más pequeños (McHenry y Coffing, 2000; Aiello y Wells, 2002). Con todo, el consumo de carne no modificó la base energética de los homínidos, que siempre dependieron de sus propios músculos y estrategias rudimentarias cuando recolectaban, buscaban cadáveres comestibles, pescaban y cazaban para conseguir alimentos.
Es imposible rastrear la génesis de las primeras herramientas de madera (bastones y garrotes), porque los únicos artefactos que se han conservado durante periodos prolongados han sido los que se encontraban en ambientes anóxicos (comúnmente pantanos). Este problema no se da con piedras utilizadas para crear herramientas simples, y, de hecho, hallazgos recientes han retrasado progresivamente la fecha de aparición de las mismas. Durante varias décadas se fechó su aparición hace unos 2,5 millones de años. Las herramientas de Oldowan —percutores sencillos, cantos tallados y lascas— hicieron mucho más fácil matar animales y romper sus huesos (De la Torre, 2011). Pero nuevos hallazgos en Lomekwi, en el oeste de Turkana, en Kenia, retrasan la fecha de fabricación de las primeras herramientas de piedra hasta hace 3,3 millones de años (Harmand et al., 2015).
Hace 1,5 millones de años los homínidos comenzaron a extraer lascas más grandes para fabricar picos, hachas de mano bifaciales y cuchillas de estilo achelense (1,2-0,1 millones de años). Aunque la talla de un núcleo solo producía cantos tallados afilados de menos de 20 cm, estas prácticas dieron lugar a numerosas herramientas especiales de piedra (figura 2.1). Las lanzas de madera, por ejemplo, fueron esenciales para cazar animales más grandes. En Alemania se han encontrado una lanza casi completa dentro de un esqueleto de elefante del último periodo interglacial (hace 125.000-115.000 años) y lanzas arrojadizas en una mina de lignito a cielo abierto de hace 400.000-380.000 años (Thieme, 1997). Y sabemos que empezaron a añadirse puntas de piedra a las lanzas arrojadizas de madera hace unos 300.000 años.
Figura 2.1 Las herramientas de piedra achelenses, fabricadas por primera vez por el Homo ergaster, consistían en cuchillas de corte especializadas fabricadas a partir de la talla de lascas de piedra (Corbis).
Pero nuevos descubrimientos en Sudáfrica sitúan la aparición de las primeras herramientas artesanales multicomponentes 200.000 años antes de lo que pensábamos: Wilkins et al. (2012) concluyeron que las puntas de piedra de Kathu Pan, fabricadas hace 500.000 años, funcionaban como puntas de lanza. El armamento de proyectiles de largo alcance evolucionó en África entre 90.000 y 70.000 años atrás (Rhodes y Churchill, 2009). Otro descubrimiento reciente en Sudáfrica mostró que un avance técnico significativo —la producción de pequeñas cuchillas (microlitos) de piedra tratada con calor utilizadas en la fabricación de herramientas compuestas— tuvo lugar hace 71.000 años (Brown et al., 2012). Las herramientas compuestas más grandes se generalizaron hace solo 25.000 años (durante el periodo Gravetiense, en Europa) con la producción de azadones y azuelas y hachas forjadas y una descamación más eficiente del sílex, que permitió producir muchas herramientas afiladas. Durante esa época también se inventaron y adoptaron arpones, agujas, sierras, cerámicas y artículos de fibra tejida (ropa, redes, cestas).
Las técnicas magdalenienses (hace 17.000-12.000 años; el periodo lleva el nombre de un abrigo en La Madeleine, en el sur de Francia, en el que se descubrieron herramientas) permitieron producir hasta 12 m de bordes de microcuchilla a partir de una sola piedra. Experimentos con réplicas modernas (montados en lanzas) muestran su gran eficacia en la caza (Pétillon et al., 2011). Las lanzas con punta de piedra se convirtieron en un arma aún más potente después de la aparición de lanzadores de jabalinas durante el Paleolítico tardío. El tiro con propulsor duplicó la velocidad del proyectil y redujo la necesidad de acercarse a la presa. Las flechas con punta de piedra supusieron una mejora en este sentido y generaron mayor precisión.
Nunca sabremos con exactitud cuándo surgió el uso controlado del fuego para calentar y cocinar. El paso del tiempo y las generaciones posteriores destruyeron todas las pruebas relevantes posibles, tanto en cuevas como al aire libre. Con todo, el primer uso atestiguado del fuego controlado ha ido retrocediendo en el tiempo: Goudsblom (1992) lo situó hace 250.000 años; una década después, Goren-Inbar et al. (2004) lo ubicaron hace 790.000 años; y el registro fósil sugiere que se consumieron alimentos cocinados hace 1,9 millones de años. Lo que sí sabemos es que durante el Paleolítico superior —hace 30.000-20.000 años, cuando el Homo sapiens sapiens desplazó a los neandertales de Europa— el uso del fuego ya se había generalizado (Bar-Yosef, 2002; Karkanas et al., 2007).
Cocinar siempre ha sido considerado un componente importante de la evolución humana. Wrangham (2009) piensa que tuvo un efecto gigantesco en nuestros antepasados porque su adopción aumentó enormemente la cantidad y la calidad de alimentos disponibles y trajo consigo muchos cambios físicos (incluidos dientes más pequeños y un tracto digestivo menos voluminoso) y comportamentales (como la necesidad de defender las reservas de alimentos acumulados, que promovieron lazos protectores entre hombres y mujeres) que con el tiempo condujeron a una socialización compleja, la vida sedentaria y la «autodomesticación». La cocina prehistórica se hacía siempre con un fuego al aire libre, con carne suspendida sobre las llamas, enterrada en brasas calientes, colocada sobre rocas calientes, encerrada en piel dura, cubierta de arcilla o colocada con piedras calientes en bolsas de cuero llenas de agua. Es imposible calcular la eficiencia típica de conversión de combustible debido a la variedad de configuraciones y métodos de cocción. Se han llevado a cabo experimentos que han mostrado que un 2-10% de la energía de la madera se transforma en calor útil para cocinar y la hipótesis más plausible contempla un consumo anual máximo de madera de 100-150 kg/persona/año (recuadro 2.1).
RECUADRO 2.1
Consumo de leña para la cocción de carne al aire libre
Los supuestos realistas para establecer los máximos plausibles de consumo de madera para la cocción de carne al aire libre durante el Paleolítico tardío son los siguientes (Smil, 2013a): ingesta diaria media de energía alimentaria de 10 MJ/persona (adecuada para adultos, superior a la media para poblaciones enteras), con un 80 % (8 MJ) del total compuesto de carne; una densidad de energía alimentaria de los cadáveres de animales de 8-10 MJ/kg para los mamuts y 5-6 MJ/kg para los ungulados grandes; una temperatura ambiente media de 20 °C en climas cálidos y 10 °C en climas más fríos; carne cocida a 80 °C (bastan 77 °C para cocer carne adecuadamente); una capacidad calorífica de la carne de unos 3 kJ/kg °C; una eficiencia de cocción del fuego al aire libre del 5 %; y una densidad de energía media de la madera secada al aire libre de 15 MJ/kg. Estos supuestos implican una ingesta diaria media per cápita de 1 kg de carne de mamut (o 1,5 kg de carne de ungulado grande) y un consumo diario de madera de 4-6 MJ. El total anual sería de 1,5-2,2 GJ y 100-150 kg de madera (en parte secada y en parte sin secar). Para las 200.000 personas que vivían en el mundo hace 20.000 años, el consumo global habría sido de 20.000-30.000 t, una proporción insignificante (del orden de 10-8) de la fitomasa leñosa preagrícola.
Además de para calentar y cocinar, el fuego también se usó como herramienta de ingeniería: hace al menos 164.000 años que los humanos modernos utilizan calor para mejorar las propiedades de descamación de las piedras (Brown et al., 2009). Y Mellars (2006) sugirió que existen pruebas de quema controlada de vegetación en Sudáfrica de hace 55.000 años. La quema de bosques como herramienta de gestión ambiental durante el Holoceno temprano habría facilitado la caza (al promover la regeneración del forraje para atraer animales y mejorar la visibilidad), la movilidad humana y la recolección sincronizada de plantas (Mason, 2000).
La gran variabilidad espacial y temporal del registro arqueológico nos impide conocer el balance energético preciso de las sociedades prehistóricas. El estudio antropológico de cazadores-recolectores modernos en ambientes extremos no nos dice gran cosa sobre el modo de vida de cazadores-recolectores prehistóricos en climas más suaves y regiones más fértiles. Además, muchas sociedades estudiadas se han visto afectadas por el contacto prolongado con pastores, agricultores o migrantes extranjeros (Headland y Reid, 1989; Fitzhugh y Habu, 2002). Con todo, la ausencia de un patrón característico no impide reconocer que existen una serie de imperativos biofísicos que rigen los flujos de energía y determinan el comportamiento de los grupos de cazadores-recolectores.