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SOCIEDADES DE CAZADORES-RECOLECTORES
ОглавлениеDisponemos de pruebas fiables que muestran que la densidad de población media de las poblaciones modernas de cazadores-recolectores —que reflejan una variedad de hábitats naturales y habilidades y técnicas de adquisición de alimentos— oscilan en tres órdenes de magnitud (Murdock, 1967; Kelly, 1983; Lee y Daily, 1999; Marlowe, 2005), entre menos de una persona y varios centenares por cada 100 km2, con una media global de 25 personas en 340 sociedades estudiadas. Se trata de una densidad demasiado baja para posibilitar el surgimiento de sociedades más complejas en las que exista una creciente especialización funcional y estratificación social. De hecho, es una densidad inferior a la de mamíferos herbívoros de masa parecida capaces de digerir abundante fitomasa celulósica.
Aunque las ecuaciones alométricas predicen unos cinco mamíferos de 50 kg/km2, en realidad la densidad de población en chimpancés varía entre 1,3 y 2,4 animales/km2, mientras que en cazadores-recolectores modernos es muy inferior a una persona/km2 en climas cálidos: 0,24 en África y Eurasia y 0,4 en América (Marlowe, 2005; Smil, 2013a). La densidad de población de los grupos que combinaron la recolección de plantas abundantes y la caza (existen ejemplos bien estudiados en la Europa posglacial y más tarde en la cuenca de México) fue muy superior, igual que la de sociedades costeras dependientes de especies acuáticas (existen yacimientos arqueológicos en el Báltico y estudios antropológicos modernos en el noroeste del Pacífico).
La recogida de moluscos, la pesca y la caza de costa de mamíferos marinos sostuvieron poblaciones más densas y condujeron a asentamientos semipermanentes o incluso permanentes. Es conocido el sedentarismo de las aldeas costeras del Pacífico noroeste, con sus grandes casas y la caza comunitaria organizada de mamíferos marinos. Estas grandes variaciones de densidad no eran una función simple de los flujos de energía biosféricos. Es decir, no disminuían uniformemente hacia el polo y aumentaban hacia el ecuador (en proporción a una mayor productividad fotosintética) ni correspondían a la masa total de animales disponibles para la caza, sino que dependían de variables ecosistémicas, de alimentos de origen animal y vegetal y del uso de sistemas de almacenamiento estacional. Todos los cazadores-recolectores eran omnívoros (igual que los primates no humanos), pero matar animales grandes constituía un desafío energético importante, al tratarse de un depósito de alimento mucho más pequeño en conjunto que la recolección de plantas, una consecuencia natural de la transferencia decreciente de energía entre niveles tróficos.
Los herbívoros consumen solo un 1-2% de la producción primaria neta en bosques templados caducifolios y hasta un 50-60% en algunas praderas tropicales, mientras que el pastoreo terrestre suele representar un 5-10% (Smil, 2013a). Generalmente, menos del 30% de la fitomasa ingerida es digerida; la mayor parte es respirada y en mamíferos y aves solo el 1-2% se convierte en zoomasa. Por tanto, los herbívoros cazados habitualmente representaban menos del 1% de la energía inicialmente almacenada en la fitomasa de los ecosistemas que habitaban. Esto explica por qué los cazadores preferían matar animales que combinaban una masa corporal y una productividad y densidad territoriales elevadas: los objetivos más habituales eran cerdos salvajes (90 kg) y ciervos y antílopes (25-500 kg).
Allí donde este tipo de animales era relativamente común, por ejemplo, en pastizales templados y tropicales o bosques claros tropicales, la caza resultaba más fácil. En cambio, las selvas tropicales no eran buenos ecosistemas para la caza. Muchos animales selváticos pertenecen a pequeñas especies arbóreas folívoras y frugívoras (monos, pájaros), activas e inaccesibles y a menudo nocturnas, y cazarlas tiene un retorno de energía bajo. Sillitoe (2002) descubrió que en la selva tropical lluviosa de las tierras altas de Papúa Nueva Guinea tanto la caza como la recolección son costosas, ya que los recolectores gastan hasta cuatro veces más energía en la caza que la que obtienen de ella en forma de alimentos. Obviamente, con un retorno de energía tan bajo la caza no puede ser un medio importante de suministro de alimentos (un retorno de energía negativo solo se explica por el interés en la captura de proteína animal), y, de hecho, Sillitoe observa formas de agricultura itinerante para proporcionar comida suficiente.
Bailey et al. (1989) concluyeron que no existen estudios etnográficos fiables de cazadores-recolectores que vivieran en selvas tropicales sin una cierta dependencia respecto a plantas y animales domesticados. Más adelante, Bailey y Headland (1991) cuestionaron esta afirmación al hallar evidencias arqueológicas de que la abundancia de sagú y cerdos en Malasia habría permitido excepciones. Sorprendentemente, la recolección también fue poco productiva en los trópicos —abundantes en especies vegetales— y en bosques templados. Estos ecosistemas almacenan buena parte de la fitomasa del planeta, pero se trata principalmente de tejidos muertos de troncos de grandes árboles cuya celulosa y lignina no podemos digerir (Smil, 2013a). Las frutas y semillas ricas en energía son una parte muy pequeña de la masa total de la planta y, al hallarse en copas elevadas, a menudo son inaccesibles; las semillas suelen estar protegidas por capas duras y exigen un procesamiento intensivo en energía para su consumo. En las selvas tropicales la recolección también requería una búsqueda más intensiva: la existencia de una gran variedad de especies significa que puede existir una distancia considerable entre los árboles o las enredaderas cuyas partes pueden ser recolectadas (figura 2.2). La cosecha de nueces de Brasil constituye un ejemplo perfecto de todas estas limitaciones (recuadro 2.2).
En contraste con la dificultad de la caza en selvas tropicales y boreales, los pastizales y matorrales templados ofrecían excelentes oportunidades para la recolección y la caza. Aunque almacenan mucha menos energía por unidad de área que una selva densa, una mayor parte de esta se presenta en forma de semillas y frutas fácilmente recolectables y altamente nutritivas o como concentraciones de grandes raíces y tubérculos con almidón. La alta densidad energética de los frutos secos (hasta 25 MJ/kg) los hacía especialmente apetecibles, y algunos de ellos, como las bellotas y las castañas, también eran fáciles de recolectar. Y, a diferencia de lo que ocurre en la selva, muchos animales que pastan en praderas pueden alcanzar tamaños muy grandes, se mueven en rebaños masivos y ofrecen un excelente retorno de energía cuando se los caza.
Además, los homínidos podían conseguir carne en pastizales y matorrales incluso sin utilizar armas, como carroñeros, corredores e ingeniosos planificadores. Dada la poco impresionante dotación física de los primeros seres humanos y la ausencia de armas eficaces, es muy probable que nuestros antepasados fueran mucho mejores como carroñeros que como cazadores (Blumenschine y Cavallo, 1992; Pobiner, 2015). Los grandes depredadores —leones, leopardos y gatos con dientes de sable— solían dejar cadáveres de herbívoros a medio comer. Esta carne —o al menos la médula ósea nutritiva— pudo ser recuperada por humanos avispados antes de ser devorada por buitres, hienas y otros carroñeros. Con todo, Domínguez-Rodrigo (2002) argumenta que por sí solo el carroñeo no pudo ser suficiente y que solo la caza pudo generar suficiente proteína animal en los pastizales. En cualquier caso, el bipedismo humano y una capacidad de sudación superior a la de cualquier otro mamífero también permitieron perseguir hasta el agotamiento incluso a los herbívoros más rápidos (recuadro 2.3).
Figura 2.2 Las selvas tropicales poseen muchas especies, pero son relativamente pobres en plantas capaces de dar alimento a grandes poblaciones de recolectores. Esta imagen muestra una cubierta vegetal en La Fortuna, Costa Rica (Corbis).
RECUADRO 2.2
Cosechar nueces de Brasil
Debido a su alto contenido en lípidos (un 66%), las nueces de Brasil tienen un contenido energético de unos 27 MJ/kg (comparado con los 15 MJ/kg del grano de cereales), poseen un 14% de proteínas y también son una fuente importante de potasio, magnesio, calcio, fósforo y selenio (Nutrition Value, 2015). Sin embargo, cosecharlas es exigente y peligroso. La Bertholletia excelsa puede medir hasta 50 metros de altura en forma de árboles individuales muy dispersos. Cada cápsula pesada (hasta 2 kg) está cubierta de un endocarpio duro similar al coco y contiene entre 8 y 24 nueces. Los recolectores deben llevar a cabo la cosecha en el momento exacto: si lo hacen demasiado pronto, las vainas aún son inaccesibles y los recolectores deben desperdiciar energía en realizar otro viaje; si lo hacen demasiado tarde, los agutíes (Dasyprocta punctata), grandes roedores capaces de abrir las vainas caídas, se comen las semillas de inmediato o las entierran en escondites (Haugaasen et al., 2010).
Carrier (1984) cree que las sobresalientes tasas de disipación de calor humano proporcionaron una notable ventaja evolutiva que permitió que nuestros antepasados se apropiaran de un nuevo nicho ecológico, el de los depredadores diurnos de alta temperatura. Sabemos que las poblaciones que emigraron a climas más fríos conservaron la capacidad de sudar profusamente —y, por tanto, trabajar duro en ambientes cálidos— porque no hay una diferencia notable en la densidad de las glándulas ecrinas entre poblaciones de diferentes zonas climáticas (Taylor, 2006). De hecho, las personas de latitudes medias y altas igualan las tasas de sudoración de los nativos de climas cálidos después de un corto periodo de aclimatación.
No obstante, una vez inventadas las herramientas adecuadas, fue preferible cazar con ellas que perseguir a las presas. Después de examinar 51 ensamblajes del Paleolítico medio y 98 del Paleolítico superior, Faith (2007) confirmó que los primeros cazadores africanos ya eran perfectamente capaces de matar grandes animales ungulados, incluido el búfalo. Los imperativos energéticos de la caza mayor también supusieron una contribución incalculable a la socialización humana. Trinkaus (1987: 131-132) concluyó que «puede considerarse que muchas características humanas distintivas —como el bipedismo, la destreza manual, la elaboración de nuevas tecnologías o la encefalización— fueron promovidas por las exigencias de un sistema de caza y recolección oportunista».
RECUADRO 2.3
La capacidad de correr y la disipación de calor en humanos
Los cuadrúpedos tienen velocidades óptimas para diferentes pasos o patrones de movimiento (como el paso, el trote y el galope de los caballos). El coste de energía de la carrera humana es relativamente alto comparado con el de mamíferos de peso parecido, pero, a diferencia de ellos, los humanos podemos desacoplar ese coste para cualquier velocidad común de 2-6 m/s (Carrier, 1984; Bramble y Lieberman, 2004). El bipedismo y la eficiencia en la disipación de calor explican esta ventaja. La ventilación cuadrúpeda se limita a una respiración por ciclo locomotor. Los huesos y los músculos torácicos de los cuadrúpedos deben absorber el impacto en las extremidades delanteras porque la unión dorsoventral comprime y expande rítmicamente el tórax. En cambio, la frecuencia de la respiración humana puede variar en función de la frecuencia de zancada: es decir, los humanos podemos correr a la velocidad que queramos (dentro de un rango), mientras que la velocidad óptima en cuadrúpedos está estructuralmente determinada.
La extraordinaria capacidad de termorregulación de los humanos se basa en una capacidad de sudoración muy elevada. Los caballos pierden agua a través de la piel a un ritmo horario de 100 g/m2. Los camellos pueden perder hasta 250 g/m2 de agua por hora. Los humanos, en cambio, perdemos más de 500 g/m2/hora y podemos alcanzar máximos de hasta 2 kg/m2/hora (Torii, 1995; Taylor y Machado-Moreira, 2013). La tasa de sudoración se traduce en una pérdida de calor de 550-625 W, suficiente para regular la temperatura incluso durante un trabajo extremadamente arduo. Las personas también podemos beber menos de lo que sudamos y compensar cualquier deshidratación parcial temporal horas después. Correr nos convirtió en depredadores diurnos de alta temperatura capaces de perseguir animales hasta el agotamiento (Heinrich, 2001; Liebenberg, 2006). Las persecuciones mejor documentadas son las de los tarahumaras del norte de México persiguiendo ciervos, y las de los paiutes y navajos acosando antílopes americanos. Los bosquimanos del desierto del Kalahari podían perseguir duikers, órices del Cabo e incluso cebras hasta el agotamiento, igual que algunos aborígenes australianos, canguros. Los cazadores de antaño corrían descalzos y aún y así gastaban un 4% menos de energía y tenían menos lesiones agudas de tobillo y crónicas de pantorrilla que los corredores modernos utilizando calzado deportivo (Warburton, 2001).
La importancia de la caza en la evolución de las sociedades humanas es evidente. El éxito de la caza de grandes animales en solitario o con armas primitivas era bajísimo, de tal modo que se formaron grupos para rastrear animales heridos, matarlos, transportar su carne y compartirla. La caza comunal generaba, con mucho, las mayores recompensas mediante la persecución de animales en espacios confinados —usando rampas, cercas de madera o carriles de conducción hechos con maleza o piedra— y su captura en corrales y trampas naturales e incluso —y quizá esta fuera la solución más simple e ingeniosa— haciendo que cayeran por acantilados (Frison, 1987). Muchos herbívoros grandes (mamuts, bisontes, ciervos, antílopes y muflones) eran cazados utilizando estos métodos y proporcionaban reservas de carne congelada, ahumada o en forma de pemmican.
El precipicio de los bisontes de Head-Smashed-In, situado cerca de Fort Macleod, en Alberta, y Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO, es uno de los lugares más espectaculares en los que se utilizó esta ingeniosa estrategia de caza durante 5.700 años. «Para iniciar la caza [...] los hombres jóvenes [...] imitaban el balido de un ternero perdido para que el rebaño los siguiera. A medida que los bisontes se acercaban a los carriles de conducción —previamente se habían colocado largas hileras de mojones de piedra para ayudar a los cazadores a dirigir a los bisontes hacia el acantilado—, los cazadores se situaban detrás de la manada y contra el viento y asustaban a los animales gritando y agitando pieles», y finalmente estos caían por el precipicio (UNESCO, 2015a). El retorno energético neto en proteína animal y grasa era muy alto. Los cazadores del Pleistoceno tardío pudieron haber sido tan hábiles que, aunque las conclusiones siguen siendo inciertas (recuadro 2.4), expertos del Cuaternario piensan que la caza pudo ser la principal responsable —o incluso la única— de la desaparición relativamente rápida de la megafauna paleolítica tardía, es decir, de los animales con un peso de más de 50 kg (Martin, 1958, 2005; Fiedel y Haynes, 2004).
RECUADRO 2.4
Extinción de la megafauna durante el Pleistoceno tardío
El sacrificio o la caza persistente de animales de reproducción lenta (aquellos que tienen una sola cría nacida después de un periodo largo de gestación) pudo llevar a su extinción. Si suponemos que los recolectores del Pleistoceno tardío requerían 10 MJ de alimentos por persona al día, que comían principalmente carne y que un 80% de la carne provenía de la megafauna, entonces una población de dos millones de personas hubiera consumido casi 2 Mt (peso fresco) de carne (Smil, 2013a). Si la única especie cazada fuera el mamut, se habrían matado 250.000-400.000 animales al año. La caza de megaherbívoros también apuntó a otros mamíferos grandes (elefantes, ciervos gigantes, bisontes, uros). La obtención de 2 Mt de carne a partir de una mezcla de estas especies habría requerido matar unos dos millones de animales al año. Con todo, es más probable que las extinciones del Pleistoceno tardío se deban a una combinación de factores naturales (cambio climático y vegetativo) y antropogénicos (caza y fuego) (Smil, 2013a).
Todas las sociedades preagrícolas eran omnívoras; no podían permitirse el lujo de ignorar ningún recurso alimenticio disponible. Aunque los cazadores-recolectores comían una gran variedad de plantas y animales, sus dietas solían estar dominadas por unos pocos alimentos. Como no podía ser de otra forma, preferían las semillas: son fáciles de recolectar y almacenar y además poseen un alto contenido energético y proteínico. Las semillas de hierbas salvajes almacenan tanta energía como los granos de cultivo (15 MJ/kg en el caso del trigo), mientras que la densidad energética de los frutos secos es hasta un 80% más elevada (27,4 MJ/kg en el caso de las nueces).
Toda la carne salvaje es una excelente fuente de proteínas, pero la mayoría contiene muy poca grasa y, por tanto, tiene una densidad de energía muy baja (menos de la mitad que la de los granos en el caso de mamíferos pequeños y magros). No es sorprendente que existiera una preferencia generalizada hacia la caza de especies grandes y relativamente grasas. Un solo mamut pequeño proporcionaba tanta energía comestible como 50 renos, y un bisonte equivalía fácilmente a 20 ciervos (recuadro 2.5). Esto explica por qué durante el Neolítico nuestros antepasados estuvieron dispuestos a emboscar a enormes mamuts con armas rudimentarias con punta de piedra, o por qué los indios de las llanuras de América del Norte invirtieron tanta energía en perseguir bisontes a partir de los cuales preparar pemmican.
Pero la dimensión energética no proporciona por sí sola una explicación completa de la alimentación de nuestros antepasados. La teoría del forrajeo óptimo, según la cual los animales adoptamos la estrategia de búsqueda de alimentos que nos proporciona un mayor beneficio energético al menor coste —y, por tanto, maximiza la energía neta obtenida—, explica la preferencia por cazar mamíferos grandes y grasos o por recolectar partes de plantas poco nutritivas pero que no necesitan procesamiento (en lugar de nueces densas en energía pero difíciles de romper). Sin duda, muchos cazadores-recolectores lograron maximizar su retorno energético neto. Pero el forrajeo óptimo no pudo ser una estrategia universal (Bettinger, 1991), ya que existían imperativos existenciales que funcionaban en contra de dicho comportamiento, como, por ejemplo, la disponibilidad de refugios nocturnos seguros, la obligación de defender territorios contra grupos competidores o la necesidad de encontrar vitaminas, minerales y fuentes de agua fiables. Las preferencias alimentarias y la predisposición hacia el trabajo también fueron importantes (recuadro 2.6).
Nuestra incapacidad para reconstruir los equilibrios energéticos prehistóricos ha provocado generalizaciones inadmisibles. Se sabe que el esfuerzo de forrajeo de algunos grupos era relativamente bajo (unas horas al día). Esto condujo a la teoría de la «sociedad afluente original», según la cual los cazadores-recolectores vivieron en un mundo lleno de bienes materiales, ocio y sueño (Sahlins, 1972). En particular, se creía que la tribu bosquimana !Kung, que vivía de plantas silvestres y carne en el desierto del Kalahari, en Botsuana, proporcionaba un ejemplo perfecto de la vida plácida, saludable y vigorosa de los pueblos prehistóricos (Lee y DeVore, 1968). Sin embargo, esta conclusión es poco fiable y ha sido ampliamente cuestionada (Bird-David, 1992; Kaplan, 2000; Bogin, 2011).
RECUADRO 2.5
Masas corporales, densidades de energía y contenido de energía alimentaria de animales cazados
Animales | Masa corporal (kg) | Densidad de energía (MJ/kg) | Energía alimentaria por animal (MJ) |
Ballenas | 5.000-40.000 | 25-30 | 80.000-800.000 |
Grandes proboscídeos (elefantes, mamuts) | 500-4.000 | 10-12 | 2.500-24.000 |
Grandes bóvidos (uros, bisontes) | 200-400 | 10-12 | 1.000-2.400 |
Grandes cérvidos (alces, renos) | 100-200 | 5-6 | 250-600 |
Focas | 50-150 | 15-18 | 500-1.800 |
Pequeños bóvidos (ciervos, gacelas) | 10-60 | 5-6 | 25-180 |
Grandes monos | 3-10 | 5-6 | 5-30 |
Lagomorfos (liebres, conejos) | 1-5 | 5-7 | 3-17 |
Nota: supongo que la porción comestible es de dos tercios de la masa corporal en ballenas y focas y de la mitad de la masa corporal en otros animales. He calculado la densidad de energía media de las ballenas asumiendo que el 25% de su masa corporal es grasa.
Fuentes: Sanders, Parsons y Santley (1979), Sheehan (1985) y Medeiros et al. (2001).
Las teorías sobre la riqueza de los cazadores-recolectores ignoran tanto la cantidad de trabajo duro y a menudo peligroso que exigía la búsqueda de alimentos como la frecuencia con la cual el estrés ambiental y las enfermedades infecciosas asolaban la mayoría de sociedades de la época. La escasez estacional de alimentos, por ejemplo, obligaba a comer tejidos vegetales muy desagradables y conducía a la pérdida de peso y hambrunas devastadoras. También provocaban una alta mortalidad infantil (incluido el infanticidio) y niveles bajos de fertilidad. Como era de esperar, un nuevo análisis del gasto energético y de datos demográficos recopilados en la década de 1960 concluyó que el estado nutricional y la salud de los bosquimanos «eran, en el mejor de los casos, precarios, y, en el peor, propios de una sociedad en peligro de extinción» (Bogin, 2011: 349). Como dijo Froment (2001: 259): «Los cazadores-recolectores tuvieron que lidiar con numerosas enfermedades y otros peligros. No vivieron —nunca vivieron— en el jardín del Edén. No eran ricos, sino pobres con necesidades y satisfacciones muy limitadas».
RECUADRO 2.6
Preferencias alimentarias y predisposición hacia el trabajo
Las preferencias alimentarias pueden ilustrarse comparando dos grupos de alimentación muy similares entre sí. La tribu bosquimana !Kung es conocida en la literatura antropológica por su dependencia respecto a las nueces de mongongo, que son muy abundantes y nutritivas y otorgan el mejor retorno de energía jamás documentado en la recolección de alimentos. En cambio, la tribu bosquimana /Aise considera que estas nueces no saben bien y, por tanto, no las consume (Hitchcock y Ebert, 1984). De manera similar, las sociedades costeras del sur de Australia obtuvieron elevadas densidades de energía gracias a la pesca, mientras que en Tasmania no se han hallado restos de desechos de escamas de peces (Taylor, 2007).
Un ejemplo excelente de la importancia de la cultura frente a la construcción de modelos energéticos simplistas es la comparación que Lizot (1977) establece entre dos grupos cercanos de indios yanomami, en el norte de la Amazonia. Un grupo vive rodeado de bosque y consume menos de la mitad de energía y proteína animal que el segundo, que, aunque posee las mismas habilidades y herramientas de caza, vive en un entorno menos rico en cerdos salvajes, tapires y monos. Según Lizot, los miembros del primer grupo eran más vagos: cazaban con poca frecuencia y en ocasiones preferían comer peor: «Durante una semana [...] los hombres no fueron a cazar ni una sola vez, simplemente recolectaron su alucinógeno favorito (Anadenanthera peregrina) y pasaron días enteros tomando drogas. Las mujeres se quejaron de que no había carne, pero los hombres hicieron oídos sordos» (Lizot, 1977: 512).
Esto representa un caso común de una variación importante en la energía proporcionada por la caza que no tiene relación ni con la disponibilidad de recursos (la presencia de animales), ni con el coste energético de la caza (con armas simples y prácticamente idénticas), sino que es únicamente una función de la predisposición hacia el trabajo. Otro ejemplo de acciones que no se ajustan a una explicación estrictamente energética proviene de un análisis del intercambio de carne entre tanzanos de la tribu hadza (Hawkes, O’Connell y Jones, 2001). La mejor explicación energética para el intercambio generalizado de carne de animales grandes es la reducción del riesgo inherente a la caza mayor, pero el intercambio entre hadzas tiene que ver sobre todo con la mejora de la reputación social de los cazadores como vecinos.
El estudio de unos pocos grupos de cazadores-recolectores del siglo XX muestra que la recolección de algunas raíces genera los mayores retornos netos de energía (30-40 unidades de energía alimentaria por unidad de energía invertida). Por el contrario, muchas incursiones de caza, sobre todo de pequeños mamíferos arbóreos y terrestres en selvas tropicales, suponen una pérdida neta de energía o una mera equivalencia (recuadro 2.7). Los retornos de recolección más habituales son de 10-20 veces, similares a los de la caza de grandes mamíferos. En muchos entornos ricos en biomasa, los retornos prehistóricos fueron mucho más elevados, lo que permitió un aumento gradual de la complejidad social.
En realidad, muchas sociedades de cazadores-recolectores alcanzaron niveles de complejidad propios de sociedades agrícolas posteriores. Tenían asentamientos permanentes, altas densidades de población, almacenamiento de alimentos a gran escala, estratos sociales, rituales elaborados e incipientes cultivos. En Moravia, los cazadores de mamuts del Paleolítico superior tenían casas de piedra bien construidas, producían gran variedad de herramientas excelentes y podían cocer arcilla (Klima, 1954). En el sudoeste de Francia, la elevada complejidad social de algunos grupos durante el Paleolítico superior se vio favorecida por la influencia del clima atlántico, que dio lugar a veranos bastante fríos e inviernos excepcionalmente suaves, extendió el periodo de recolección e intensificó la productividad de la vegetación, que sostenía rebaños herbívoros más grandes que en cualquier otra región de la Europa periglacial (Mellars, 1985). La prueba más convincente de la complejidad de algunas culturas paleolíticas son sus notables tallas, esculturas y pinturas rupestres (Grayson y Delpech, 2002; French y Collins, 2015) (figura 2.3).
RECUADRO 2.7
El retorno de energía neto de la búsqueda de alimentos
Utilizo el método descrito en el recuadro 1.10 y asumo una menor estatura de los cazadores-recolectores prehistóricos y un peso medio adulto de solo 50 kg. El metabolismo basal habría requerido 6 MJ/día (250 kJ/h) y la supervivencia de los adultos en reposo 8 MJ/día (330 kJ/h). La recolección de plantas requería sobre todo trabajo ligero y moderado, mientras que la caza y la pesca podían exigir un esfuerzo ligero, moderado o alto. Las actividades típicas de caza y recolección requerían unas cuatro veces la tasa metabólica basal en hombres y cinco veces en mujeres (casi 900 kJ/h). Si restamos el consumo de energía mínimo para sobrevivir, el aporte neto de energía para la búsqueda de alimentos pudo ser de unos 600 kJ/h. La producción de energía corresponde simplemente al valor de la parte comestible de las plantas recolectadas y los animales cazados.
Las productividades más altas en sistemas complejos de caza y recolección estuvieron asociadas con la explotación de recursos acuáticos (Yesner, 1980). El estudio de yacimientos mesolíticos en el sur de Escandinavia muestra que, después de agotar las reservas de grandes herbívoros, los cazadores posglaciales se convirtieron en pescadores, recolectores de marisco y cazadores de marsopas y ballenas (Price, 1991). Vivían en grandes asentamientos que solían ser permanentes e incluían cementerios. Las tribus pesqueras del Pacífico noroccidental tenían asentamientos de varios centenares de personas que vivían en casas de madera bien construidas. Las migraciones regulares de salmones garantizaban un recurso fiable y fácilmente explotable que podía almacenarse de manera segura (ahumado) para proporcionar más tarde una nutrición excelente. Gracias a su alto contenido en grasa (cerca del 15%), la densidad de energía del salmón (9,1 MJ/kg) es casi tres veces superior a la del bacalao (3,2 MJ/kg). El caso paradigmático de una alta densidad de población vinculada con la caza marítima es el de los inuit del noroeste de Alaska, cuyo retorno de energía neto con la caza de ballenas barbadas migratorias era de más de 2.000 (Sheehan, 1985) (recuadro 2.8).
Figura 2.3 Dibujos de animales realizados con carbón en una pared de la cueva de Chauvet, en el sur de Francia. Estos notables retratos se remontan a hace entre 32.900 y 30.000 años (Corbis).
El suministro de alimentos dependía de unos pocos flujos de energía estacionales y, por tanto, requirió de extensos y a menudo elaborados sistemas de almacenamiento. Las prácticas de almacenamiento incluían la conservación en permafrost, el secado y ahumado de mariscos, bayas y carnes, la acumulación de semillas y raíces, la preservación en aceite y la fabricación de embutidos, harinas y pasteles de nueces. El almacenamiento de alimentos a gran escala y largo plazo cambió la relación de los cazadores-recolectores con el tiempo, el trabajo y la naturaleza, y ayudó a estabilizar poblaciones más densas (Hayden, 1981; Testart, 1982; Fitzhugh y Habu, 2002). Es posible que el beneficio evolutivo más importante fuera la necesidad de planificar y «presupuestar» el tiempo. Este nuevo modo de existencia impidió la movilidad frecuente e introdujo una forma diferente de subsistencia basada en la acumulación de excedentes. Con el tiempo, el proceso se retroalimentó: la voluntad de aprovechar una parte cada vez mayor del flujo de energía solar fue la base de una mayor complejidad social más adelante.
RECUADRO 2.8
Balleneros de Alaska
En menos de cuatro meses de caza costera de ballenas barbadas (cuyas rutas de migración recorrían la costa de Alaska), hombres a bordo de umiaks (barcos con una estructura de madera o huesos de ballena, cubiertos con piel de foca y tripulados por hasta ocho personas) acumulaban alimentos para asentamientos cuya población llegó a ser de casi 2.600 personas (Sheehan, 1985; McCartney, 1995). Las ballenas barbadas adultas más grandes pesan hasta 55 t, mientras que los especímenes jóvenes que solían cazarse tienen de media 12 t. La alta densidad de energía de la grasa de ballena (36 MJ/kg) y del muktuk (preparado a partir de piel y grasa de ballena y cuyo contenido en vitamina C es comparable al de la naranja) generó un retorno de energía neto de la caza de más de 2.000.
La explotación de las migraciones anuales de salmón por parte de las tribus costeras del Pacífico noroeste también generó retornos de energía excepcionalmente elevados —aunque inferiores al de la caza de ballenas—: la cantidad de peces que subían los ríos era tan alta que a menudo los pescadores podían simplemente recogerlos cerca de la orilla o utilizando barcos. Los elevados retornos de energía posibilitaron grandes asentamientos permanentes y una mayor complejidad social y creatividad artística (grandes tótems de madera). Con el tiempo, el crecimiento poblacional de estos asentamientos costeros se vio frenado por la necesidad de cazar otras especies marinas y la dificultad para encontrar materias primas para ropa, ropa de cama y equipos de caza.
Aunque nuestra comprensión de la evolución de los homínidos ha mejorado muchísimo durante las últimas dos generaciones, persiste un área clave de incertidumbre: a pesar de la popular reivindicación de los beneficios de la «dieta paleolítica», lo cierto es que no hemos podido reconstruir la composición representativa del régimen de subsistencia preagrícola. Y no debería sorprendernos (Henry, Brooks y Piperno, 2014). Los restos vegetales del consumo de alimentos rara vez sobreviven durante decenas de miles de años y casi nunca durante millones, por lo que es extremadamente difícil cuantificar la proporción de alimentos vegetales en la dieta. Los huesos sobreviven con mayor facilidad, pero no tienen por qué estar relacionados con la ingesta de animales por homínidos, e incluso cuando se consigue distinguirlos, resulta imposible decir si los animales a los que pertenecían eran o no representativos de una determinada dieta.
Como señalan Pryor et al. (2013), la imagen comúnmente aceptada de los cazadores-recolectores del Paleolítico superior europeo como competentes cazadores de grandes mamíferos que habitan regiones con muy pocos árboles proviene de la difícil preservación de los restos de plantas en yacimientos antiguos. Su estudio demostró que se ha subestimado el potencial de dichos yacimientos para proporcionar restos macrofósiles de plantas consumidas por humanos y que «la capacidad de explotar alimentos vegetales pudo ser un elemento clave de la colonización exitosa de los fríos hábitats europeos» (Pryor et al., 2013, 971). Y Henry, Brooks y Piperno (2014) analizaron microrremanentes vegetales (granos de almidón y fitolitos) en cálculos dentales y herramientas de piedra y concluyeron que tanto los humanos modernos como sus contemporáneos neandertales consumieron una gama amplia y parecida de alimentos vegetales, incluidos rizomas y semillas de césped.
Los cambios en la altura, la masa corporal y las características craneales (gracilización de la mandíbula) son indicadores indirectos de las dietas predominantes y podrían ser el resultado de una variedad de mezclas de alimentos. Los hallazgos de herramientas de piedra utilizadas para matar y cortar animales no pueden relacionarse con la ingesta media de carne per cápita durante periodos prolongados de tiempo, de tal manera que la evidencia directa de isótopos estables (proporciones de 13C/12C y 15N/14N) es el único indicador fiable de las fuentes de proteínas, sus niveles tróficos y su origen terrestre o marino. Además, permite distinguir la fitomasa sintetizada por las dos vías principales (C3 y C4) de los heterótrofos que se alimentan de esas plantas y conocer la composición básica de la dieta en su conjunto. Aunque estos estudios no pueden traducirse en patrones fiables de consumo medio de macronutrientes (carbohidratos, proteínas, lípidos), los datos de isótopos indican que durante el Gravetiense los animales fueron la principal fuente de proteína en la dieta de los europeos, con un 20% del total (más aún en sitios costeros) proveniente de especies acuáticas (Hublin y Richards, 2009).
Antes de abandonar la historia de la energía de los cazadores-recolectores, debo señalar que la caza y recolección de alimentos jugó un papel importante en todas las sociedades agrícolas tempranas. En Çatalhöyük, un gran asentamiento agrícola neolítico en la llanura de Konya que se remonta aproximadamente al 7200 a. C., los primeros agricultores tenían dietas dominadas por granos y plantas silvestres, pero las excavaciones muestran huesos de animales cazados que van desde grandes uros hasta zorros, tejones y liebres (Atalay y Hastorf, 2006). Y en Tell Abu Hureyra, en el norte de Siria, la caza siguió siendo una fuente crítica de alimentos durante al menos 1.000 años después del inicio de la domesticación de las plantas (Legge y Rowley-Conwy, 1987). En el Egipto predinástico (anterior al 3100 a. C.), el cultivo de trigo y cebada se complementaba con la caza de aves acuáticas, antílopes, cerdos salvajes, cocodrilos y elefantes (Hartmann, 1923; Janick, 2002).