Читать книгу Los guardianes de la memoria - Valentina Pisanty - Страница 7
ОглавлениеINTRODUCCIÓN
Lo que ha salido mal
Dos hechos saltan a la vista. En primer lugar, que, en los últimos veinte años, la Shoah ha sido objeto de actividades conmemorativas generalizadas en todo el mundo occidental. En segundo lugar, que, en los últimos veinte años, el racismo y la intolerancia se han incrementado drásticamente en aquellos países donde la política de la memoria se ha implementado con mayor intensidad.
¿Son hechos que no están relacionados, dos secuencias históricas independientes, de la misma manera que no existe ningún vínculo demostrable entre, digamos, la violencia en los estadios de fútbol y los avances en la investigación del cáncer? ¿O existe una conexión, y le corresponde a una sociedad ávida de contrarrestar la actual oleada de xenofobia preguntarse por las razones de esta contradicción?
Las reflexiones que siguen fueron recogidas entre 2015 y 2019, un periodo que los historiadores deberán interpretar con la necesaria distancia, pero que, visto desde dentro, parece anunciar cambios importantes. En el contexto de unos hechos demasiados reales, el entorno simbólico se satura de viejos y nuevos relatos en lucha por la hegemonía. Lo que está en juego es el poder de controlar las percepciones y las pasiones públicas, siempre condicionadas por metáforas influyentes, esquemas argumentativos y narrativas identitarias depositados en un conjunto siempre cambiante de creencias comunes. Pero mientras en las décadas en que académicos y medios de comunicación discutían el «fin de la historia» el orden del discurso parecía estable e inexpugnable (y demasiado desfavorable para los excluidos), los primeros diez años del siglo XXI terminaron con un escenario inestable que dejó a los ciudadanos frente a una elección aparentemente ineludible.
Por una parte, el viejo orden liberal, atrincherado tras los valores de la democracia, invoca la memoria de los crímenes de lesa humanidad –especialmente de la Shoah– para reafirmar las razones de su irremplazable permanencia. Por otra, las nuevas formaciones políticas se presentan con contrahistorias alternativas, muchas basadas en recuerdos latentes, rencores reprimidos y mitos nacionales que se creían enterrados, pero que ahora se revelan con una vitalidad inesperada. Las posiciones de ambas partes, asumiendo que solo haya dos, están plagadas de evidentes incongruencias.
El segundo grupo, definido por sus oponentes como soberanista, está dividido entre un ostentoso impulso revolucionario (socavar el sistema) y el imaginario colectivo ultrarreaccionario en el que se basa para generar consenso.
Pero el primer grupo, al que sus adversarios etiquetan de diversas formas (establishment, élite, Europa, Soros…), tampoco está libre de contradicciones. La discrepancia entre los fines y los medios parece ser su principal limitación. El arsenal retórico con el que se autolegitima, empezando por los conceptos estrechamente interrelacionados de identidad y memoria, choca con el anunciado proyecto de una democracia abierta, libre, justa y progresista.
Las aporías surgen en diversos ámbitos de la vida cultural, no solo en el conmemorativo, y de ello es de lo que hablaremos aquí. La fetichización del testimonio como el único tipo de discurso autorizado, la privatización de la historia como activo para gastar en la escena pública, la apropiación del léxico del Holocausto por parte de aquellos interesados en hacer que sus argumentos partidistas parezcan universales, el uso político del derecho penal como barrera de protección contra los vándalos de la memoria; estos instrumentos de consenso son más adecuados para un régimen autoritario que para un proyecto democrático: no es de extrañar que la nueva derecha se haya apropiado de ellos y los haya adaptado a sus propios fines.
Como en las artes marciales, los partidos xenófobos utilizan los movimientos de sus oponentes contra ellos. Vacían las formas dominantes de su contenido histórico para apropiárselo subrepticiamente y, al hacerlo, se hacen pasar por víctimas perseguidas por un establishment celoso de sus privilegios; rechazan las acusaciones; adoptan teorías y posiciones tradicionalmente de izquierdas para desviar la conciencia de los excluidos y oprimidos y centrarla en enemigos imaginarios (inmigrantes, gitanos, la casta, Eurabia…). Proliferan en medio del caos que ayudan a crear. Allí donde llegan al poder, implementan políticas discriminatorias en detrimento de las nuevas minorías mientras afirman defender a las mayorías y sus derechos oprimidos, difunden noticias falsas mientras lanzan campañas contra la desinformación, hacen un guiño al fascismo mientras rechazan cualquier distinción entre derecha e izquierda, declaran su solidaridad con Israel mientras rehabilitan la vieja calumnia de la conspiración judía para controlar el mundo.
Puede ser que se haya superado –seguramente es minoritaria– la creencia de la Ilustración según la cual el progreso humano pasa por el ejercicio de la razón (o, al menos, de la razonabilidad), exponiendo los engaños retóricos y desplegando una oposición disciplinada entre perspectivas que contrastan violentamente entre sí. Aquellos que aún anhelan las promesas de la modernidad se preguntan cómo reaccionar ante la creciente ola de intolerancia y se desesperan por devolver el debate al ámbito de la argumentación correcta, del pensamiento dialéctico que reconoce la legitimidad ontológica incluso en las teorías que intenta desmontar.
¿Cómo reafirmar los principios democráticos en un contexto de competencia salvaje, que beneficia a los prevaricadores más atrevidos y desaprensivos, como en algunos de los ejemplos más oscuros de la ficción distópica que recientemente –no por casualidad– han conquistado la imaginación de un público global? Por supuesto, las reglas del juego se pueden cambiar; por supuesto, los principios democráticos a menudo se transforman para favorecer los intereses de quienes los invocan; y, por supuesto, la falta de proyectos políticos alternativos desalienta al bando progresista, cada vez más hundido en su complejo de impotencia, obligado durante décadas a sufrir el chantaje del mal menor, de un compromiso a la baja para evitar escenarios aún más catastróficos.1 Pero no veo ninguna salida que no pase por una promoción decidida del pensamiento crítico en todos los niveles de la vida pública. Pensamiento que, por definición, debe aplicarse a los prejuicios propios antes incluso que a los del adversario.
Estas breves consideraciones preliminares explican por qué he optado por deconstruir la retórica de la memoria, a pesar de las amenazas más urgentes que se ciernen sobre la semiosfera actual. Antes de hundir el bisturí en el tumor del nacionalismo xenófobo, es necesario comprender en qué entorno ha arraigado y florecido. El punto de partida es el flagrante fracaso, durante los últimos veinte años, de las políticas de la memoria, basadas en la ecuación simplista «para no olvidar» = «nunca más». La pregunta es si este fracaso es casual (la xenofobia crece a pesar de las políticas de la memoria) (Burgio, 2010), o si es inherente a las premisas (debido a la forma en que se han formulado las premisas políticas, solo podrían conducir al resultado que produjeron). El objetivo es prepararse para combatir la discriminación de una manera eficaz e incisiva, pero también honesta, consciente y, en caso necesario, despiadadamente autocrítica.
LOS CAPÍTULOS
1. El deber de la memoria. La memoria de la Shoah ha llenado el vacío dejado por la crisis de las grandes utopías revolucionarias del siglo pasado. Elegida como la piedra angular de la ética liberal tras la caída del Muro de Berlín, es el fruto de un proyecto top-down (liderado por Estados Unidos) destinado a unir los fragmentos dispersos de una Europa en busca de identidad en medio de la condena unánime del nazismo y, por extensión, del comunismo soviético. Cualquiera puede identificarse con las víctimas del Mal absoluto, pero ese es precisamente el problema: las aporías de la «memoria cosmopolita» acechan en el antagonismo entre la supuesta universalidad de la narrativa central y la inevitable especificidad de los usos que se hacen de ella. Adaptada a una amplia gama de contextos históricos, la narrativa del exterminio ha moldeado el imaginario político de los últimos treinta años, reduciendo cada conflicto al esquema víctimas-verdugos (a veces con una retroalimentación catastrófica, como en el caso de las guerras de la antigua Yugoslavia). De ahí la competencia entre víctimas y las acusaciones de traición que cada grupo lanza a los grupos rivales. Los guardianes de la memoria –personas, asociaciones o instituciones responsables de administrar prácticas conmemorativas adecuadas– gestionan estas disputas para determinar quién, entre las partes en conflicto, tiene más derecho a expresar sus reivindicaciones con el léxico del Holocausto.
2. El discurso de la historia. Los guardianes hablan en nombre de las víctimas. Testigos de testigos, obtienen legitimidad de una especie de contacto osmótico con quienes «estaban allí». El supuesto es que la presencia física en los lugares del trauma es, en sí misma, motivo de credibilidad y autoridad. Antes de analizar los circuitos a través de los cuales se delega en los guardianes, me centraré en las transformaciones que han afectado a la figura de los testigos, desde que sus palabras han adquirido un valor de verdad que trasciende los parámetros de la investigación historiográfica. En contraste con el método crítico que los historiadores emplean para sopesar, cotejar e interpretar sus fuentes (sin dejar de ser conscientes del margen de error que todo testimonio implica necesariamente), la retórica de la memoria fetichiza a los testigos, como si no existieran filtros cognitivos o culturales entre los relatos que producen y los acontecimientos de los que hablan. Y los sacraliza, como si los traumas sufridos los hubieran proyectado fuera de la historia, a alguna dimensión metafísica trascendente. La apelación a la autoridad («Lo creo porque él/ella lo dijo») toma el relevo de los principios rectores más cautelosos del pensamiento científico-argumentativo. En este capítulo analizaré algunos efectos colaterales de este cambio, mientras que en el apéndice trataré, en términos algo más técnicos, el estatus epistemológico del testimonio como prueba o indicio de que «algo pasó».
3. Memorias colectivas. La historia es pública, mientras que la memoria siempre pertenece a alguien. Como tal, refleja las preocupaciones y los intereses particulares de quienes la gestionan. Mientras que los historiadores aspiran, al menos en teoría, a reconstruir los hechos de la forma más objetiva posible (sobre la base de documentos de acceso público), aquellos que recuerdan las experiencias que han vivido en primera persona se apropian plenamente de sus reminiscencias, incluso cuando se confunden o recuerdan mal. Sin embargo, la cuestión se vuelve más compleja en el paso de los recuerdos de primera mano a las representaciones con las que una comunidad cultural perpetúa la imagen de su pasado en beneficio y como advertencia para las generaciones posteriores. ¿Quién tiene derecho a establecer estas representaciones en detrimento de otras posibles? ¿Qué sucede con las memorias que no se pueden traducir en los términos del paradigma dominante y cómo resurgen en periodos de inestabilidad política, cuando se reorganizan las relaciones de poder entre las memorias hegemónicas, las contramemorias antagónicas y las minorías silenciosas? El aspecto irreductiblemente propio de toda memoria es el tema de este tercer capítulo. En concreto, cuando la memoria en disputa todavía tiene efectos en el presente, como en el caso de la Shoah, su control es objeto de amargas disputas destinadas a socavar tanto la primacía de las representaciones dominantes como la autoridad de los guardianes que se erigen en sus defensores.
4. Nuevo cine sobre la Shoah. Los formatos de la memoria están particularmente influenciados por la industria audiovisual (el cine y la televisión), que recoge y amplifica las actitudes conmemorativas dominantes. En el pasado, los debates sobre los límites de la representación fascinaron a directores, intelectuales y opinión pública, decididos a cuadrar el círculo en torno a la «representación de lo irrepresentable» de la muerte en los campos de concentración. En los últimos años, la tensión creativa de los cineastas se ha debilitado gradualmente a medida que la memoria de la Shoah se ha asentado en un canon ético-estético que ningún crítico, o casi ninguno, está dispuesto a volver a cuestionar. ¿Cuál es el motivo de este desistimiento y hasta qué punto es razonable considerarlo síntoma de un agotamiento más general de la memoria? En este cuarto capítulo analizaré cuatro películas recientes a la luz de una crítica de la llamada posmemoria. La hipótesis es que estamos atravesando una crisis del paradigma del Holocausto, incapaz de dar cuenta de un presente diversamente traumático que ya no puede reducirse al esquema conocido víctimas versus verdugos.
5. El espectáculo del mal. El agotamiento palpable de una memoria cada vez más ritualizada, empobrecida y centrada en sí misma se percibe en diversos ámbitos de la vida social: de los irrespetuosos selfies que se hacen los turistas en sus viajes a Auschwitz a los episodios irreverentes sobre el tema del Holocausto, especialmente en las redes sociales; de las manifestaciones racistas en los estadios de fútbol (a menudo disfrazadas de provocaciones carnavalescas) al lenguaje indignante que utilizan los líderes de la nueva derecha para estigmatizar a las minorías a las que, de vez en cuando, ponen en su punto de mira. La impresión es que estas conductas irrespetuosas y/o xenófobas no se dan a pesar del escudo de la memoria, sino que, por el contrario, los nuevos racistas han aprendido a incorporar las respuestas de los guardianes a las estrategias retóricas que emplean para generar consenso. Si la narrativa de la Shoah ha perdido su calado anterior, ¿cuáles son los formatos del storytelling contemporáneo de los que podrían surgir las próximas grandes narrativas? Los buscaré en los ámbitos hipercompetitivos de la nueva generación de productos audiovisuales, cuyo éxito global sugiere una identificación muy superior a aquella con la que actualmente abordamos las narrativas moralizantes sobre el Holocausto. Basadas en los valores del darwinismo social y la supervivencia del más apto, las nuevas películas y series win-or-die plantean a los espectadores una inquietante pregunta que cambia el significado de los testimonios de los campos de concentración: ¿qué principios estaríais dispuestos a sacrificar para lograr vuestros objetivos?
6. Negar y castigar. El último bastión de la memoria es la ley. Todo sistema legal refleja la voluntad política de dar forma a una comunidad cohesionada gracias (también) al inspirador ejemplo de episodios pasados. Por lo general, las intervenciones legislativas se limitan a promover narrativas dominantes a través de currículos escolares, celebraciones nacionales, monumentos y otras medidas no punitivas. Solo ocasionalmente se utiliza la ley para criminalizar algún comportamiento conmemorativo que se considere inaceptable, a pesar del evidente conflicto entre dicha intervención y el principio de libertad de expresión. Este es el caso de la ley marco europea de 2008 que decreta que todos los países de la Unión Europea deben adoptar leyes que impongan sanciones a quienes nieguen o minimicen los episodios más traumáticos de la historia del siglo XX, empezando por la Shoah. En este sexto capítulo argumentaré que las leyes antinegacionistas –cuya ineficacia es fácil de demostrar– no pretenden tanto proteger los derechos de las minorías a las que pertenecen esas memorias negadas, como salvaguardar las memorias en sí mismas, como si la perpetuación de los traumas históricos constituyera un bien jurídico inalienable que debería ser defendido «by any means necessary». Pero ¿es posible vislumbrar una finalidad diferente (respecto a la declarada por los partidarios de las leyes: combatir el racismo) en la voluntad de sustraer una teoría, por muy autoritaria que sea, del ámbito de la dialéctica?
1. Para Hannah Arendt (1963), el principio del «mal menor» fue lo que permitió a los regímenes totalitarios imponer un plan de acción excepcional con el pretexto de evitar una injusticia mayor, acostumbrando así a la población a aceptar la inevitabilidad del mal en sí mismo. Según Eyal Weizman, el hombre del saco del Mal absoluto sirve hoy para hacer aceptable cualquier mal menor: «en nuestra cultura política contemporánea posutópica, el término [mal menor] se naturaliza y se invoca en una serie de contextos increíblemente diferentes –desde la ética individual y situacional a las relaciones internacionales, pasando por los intentos de gobernar la economía de la violencia en el contexto de la “guerra contra el terror” o los esfuerzos de los activistas humanitarios y de los derechos humanos para maniobrar a través de las paradojas de la asistencia–, y parece haber reemplazado por completo la posición previamente reservada al término “bien”» (Weizman, 2009: 8).