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1. EL DEBER DE LA MEMORIA

NUNCA MÁS

Para no olvidar. Nunca más. Traducción de los icónicos «never forget», «never again», los dos mantras de la retórica conmemorativa recuerdan la fórmula de un juramento o los versos de una oración. Evocados juntos, como si lo primero presupusiera lo segundo, se proclaman en acontecimientos oficiales para reafirmar un compromiso solemne con las generaciones pasadas y futuras. Quienes los pronuncian no sienten la necesidad de precisar exactamente lo que no se debe olvidar y, sobre todo, lo que nunca debe volver a suceder.

Todo el mundo sabe que esta doble promesa se refiere al Holocausto, pero pocas personas recuerdan el sentido de la llamada a las armas atribuido al lema «Never again!» por su primer divulgador, el rabino ortodoxo Meir Kahane, controvertido fundador de la Liga de Defensa Judía y más tarde líder del partido israelí de extrema derecha Kach. En medio de la controversia con los judíos estadounidenses, en ese momento más involucrados en los movimientos por los derechos civiles de otros grupos que en su propia lucha por la supervivencia, en 1971 Kahane los instó a no volver a dejarse sorprender por ningún acto hostil o agresión antisemita: «Para el judío, que es tan inteligente por el bien de los demás y tan obtuso cuando se trata de sus propios intereses, el amor por los judíos requiere un criterio político coherente: ¿es bueno para los judíos? Esta es la pregunta de Ahavat Yisroel: así, y solo así, sobrevivirá el judío» (Kahane, 1971: 236-237). «By any means necessary», diría Malcolm X, en cuya retórica se inspiró Kahane a modo de provocación.


Portada de la primera edición de Never Again! A Program for Survival, de Meir Kahane, 1971.

Desde entonces, «never again» ha perdido su valor como grito de guerra para adquirir uno antitético, como signo de reconciliación universal. Junto con el otro lema, «never forget», es proclamado por las personalidades públicas que visitan los distintos lugares del trauma (Auschwitz, Hiroshima, Srebrenica, Ruanda…) como homenaje a los muertos y esperanza de un futuro sin víctimas ni verdugos. Sin embargo, en esta revisión universal, los términos del compromiso siguen siendo vagos en general: ¿se refieren a genocidio en el sentido estricto de la palabra (no más exterminios a escala industrial) o también a otras modalidades de discriminación? ¿A antisemitismo (no más persecuciones a judíos) o a cualquier forma de racismo y opresión? Además de la extensión de las categorías aquí mencionadas, lo que rara vez se discute es el paso de la primera fórmula a la segunda, casi como si el cumplimiento del deber de la memoria –otra expresión ritual en boga desde hace algunas décadas–1 fuera en sí mismo garantía de un futuro libre de cualquier injusticia comparable a la que sufrieron los judíos durante los años del nazi-fascismo. ¿Basta realmente con recordar los acontecimientos pasados para protegerse de la posibilidad de que vuelva a suceder algo parecido?

No es que los dos conceptos estén desconectados por completo. Hay quienes encuentran el vínculo en el famoso aforismo de George Santayana –«Quienes no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo»–,2 dejando de lado el hecho de que el autor se refería a la memoria positiva de experiencias útiles para el progreso de la civilización, y no a la memoria traumática de la violencia nazi que en 1905, momento en que Santayana escribió estas palabras, aún no se había producido y ni siquiera era concebible.3 Reinterpretada en clave profética y lanzada al espacio público como una advertencia universal, la cita ha adquirido el valor de una verdad evidente por sí misma. La gente no espera una explicación adicional de por qué el recuerdo de un hecho es suficiente para evitar que vuelva a repetirse. No hacen ningún intento por ampliar los contraejemplos más obvios (lamentablemente Hitler recordaba a la perfección el genocidio armenio). Tampoco objetan que «el que está condenado a repetir el pasado no es quien no lo recuerda, sino quien no lo comprende» (Giglioli, 2014: 17). Es prerrogativa de las creencias fundamentales, las certezas de las que hablaba Wittgenstein (1951), prescindir de las legitimaciones racionales. Las creencias básicas no se cuestionan, se aceptan.

Por lo tanto, es posible evitar una paradoja evidente: el crecimiento exponencial del racismo a medida que la retórica de la memoria se afianzaba gradualmente en Europa y Estados Unidos durante los años ochenta y noventa, y cada vez más a partir del 2000. Los datos son difíciles de refutar. El progresivo aumento de episodios de violencia racista, reivindicaciones explícitas de orgullo nacionalista, desfiles con símbolos fascistas, discriminación en el lugar de trabajo, propagación del odio en internet, en las calles, en la televisión, en la prensa y en las instituciones, partidos xenófobos en el poder… ¿Cómo se puede interpretar todo esto si no es reconociendo en ello una siniestra convergencia entre argumentos ultranacionalistas y manifestaciones racistas que, hasta hace poco, creíamos haber superado definitivamente?

El informe anual elaborado en 2016 por la Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia (ECRI) confirma la impresión de que, desde hace algunos años, los discursos y las prácticas racistas están volviendo a cobrar protagonismo en la vida pública.

En el discurso público de muchos países, se ha desarrollado una dicotomía creciente entre «nosotros» y «ellos», con la intención de excluir a las personas por su color de piel, religión, idioma o etnia. Esto no solo concierne a los inmigrantes recién llegados, sino también a las minorías establecidas desde hace mucho tiempo en Europa. Estas tendencias no solo amenazan la actitud de acogida hacia las personas que acaban de llegar al continente europeo, sino también el proyecto más amplio, perseguido en décadas anteriores, de construir sociedades inclusivas y fortalecer la aceptación de las diferencias culturales. A raíz de estas tendencias, los partidos políticos tradicionales, en un esfuerzo por evitar una mayor erosión de su base electoral, han incorporado a menudo ciertos elementos de esta retórica y las ideas asociadas a ella, amplificando así los efectos de la actual oleada de populismo xenófobo y allanando el camino para que tales actitudes pasen de los sectores extremistas a la corriente política principal.

Sin embargo, el 26 de enero de 2018, la propia comisión, en palabras de su presidente, Jean-Claude Juncker, celebró el papel fundamental desempeñado por las organizaciones internacionales en la divulgación del conocimiento sobre el Holocausto para la «consolidación de las defensas contra todas las formas de odio que amenazan a las sociedades europeas».4 Se asume que una amplia campaña de información sobre el genocidio judío es el mejor remedio contra la aparición de nuevas formas de racismo, fascismo, nacionalismo y enemistades entre los pueblos.

El horror por Auschwitz es un sentimiento unificador que trasciende todas las diferencias culturales, económicas y políticas. Activar ese sentimiento desde las primeras etapas educativas, nutrirlo a través de programas de «educación sobre la Shoah» [sic]5 y reavivarlo año tras año en las fiestas religiosas es nuestra forma de garantizar la paz social. En cualquier caso, esto es lo que expresan todos aquellos que, en contextos altamente institucionales, celebran la función benéfica de la memoria con fórmulas estándar basadas en la secuencia «never forget-never again».

Veamos algunos ejemplos: «Es un poderoso recordatorio de los peligros de la discriminación y la intolerancia, de lo catastrófica y bárbara que puede ser la incitación al odio racial. Hoy nuestro solemne deber es asegurarnos de que esto nunca vuelva a suceder» (Alexander V. Yakovenko, embajador de Rusia en Londres, 27 de enero de 2016);6 «Recordar no es solo un gesto de conmemoración. Es un proceso crucial para evitar que se repitan los mismos errores» (Antonio Tajani, presidente del Parlamento Europeo, 26 de enero de 2017);7 «En el Día Internacional de Conmemoración del Holocausto, reconocemos esta oscura mancha en la historia de la humanidad y prometemos no dejar que vuelva a suceder» (Donald Trump, 26 de enero de 2018).8

No hablo ahora de la previsibilidad retórica hasta cierto punto impuesta por el marco de celebración en el que se pronuncian estos discursos.9 Tampoco es necesario preguntarse por la sinceridad de los propósitos que individualmente los animan, dado que en situaciones de este tipo es el lenguaje –el código, la norma estilística, la ritualidad social– el que habla a través de oradores ocasionales y, a fin de cuentas, efímeros. En cambio, lo que llama la atención es la impermeabilidad del sistema frente a las numerosas negaciones empíricas de su entimema básico: la memoria de la Shoah es un antídoto eficaz contra el racismo y la intolerancia (para no olvidar = nunca más).

«Algo no está bien… pero ¿qué?».10 ¿Es posible que –como observó recientemente Henry Rousso– en una época en la que «todas las políticas públicas, por no hablar de todas las actividades cotidianas, están cada vez más sujetas a formas de evaluación o benchmarking», solo las políticas de la memoria estén exentas de este tipo de control? (Rousso, 2016: 24). ¿Por qué nos resulta tan difícil admitir que algo no ha funcionado?

APORÍAS DE LA MEMORIA

No nos apresuremos a responder. Dada la complejidad del tema, las razones podrían ser diversas, y no se puede decir que los avances en la lucha contra el racismo sean necesariamente el único criterio para medir la performance de la memoria. La memoria de la Shoah (filtrada a través del punto de vista de las víctimas) ha llenado el vacío que, en el siglo pasado, dejó la crisis de las grandes utopías revolucionarias. Su éxito también se mide en relación con el poder mitopoiético que ciertamente ha demostrado poseer: la capacidad de establecerse como paradigma o esquema narrativo con el que cualquiera puede identificarse. De ahí que se adapte a una amplia gama de contextos en los que el grupo que mejor cuenta la historia de violencia que ha sufrido adquiere un excedente de credibilidad y legitimidad que puede gastar en la escena pública (Giglioli, 2014).

Respecto a las afirmaciones descaradamente sectarias de Meir Kahane (cuyo único criterio era: «¿Es bueno para los judíos?»), los usos contemporáneos de la memoria se combinan para crear una mezcla sin precedentes de universalismo y particularismo, según la cual todos deben compartir las especificidades de la experiencia de cada grupo en particular. No solo en un sentido histórico y, en la medida de lo posible, objetivo, ya que desde cualquier posición de la que se observen se reconoce que los hechos en discusión se desarrollaron más o menos de una determinada manera, y serán los tribunales internacionales u otros órganos designados los encargados de establecer la responsabilidad de los hechos, castigar a los culpables e indemnizar a las víctimas de una manera más o menos tangible, para que puedan subsanar la ruptura con el pasado y reconstituir su propia identidad de grupo entre los demás. (Por supuesto, estoy hablando en términos muy abstractos, casi ilusorios. En realidad, las cosas nunca son tan simples; ni los historiadores ni los jueces son inmunes a la ideología y no está tan claro que los llamados derechos universales lo sean en realidad).11

En este marco de referencia ideal, la historia y el derecho aspiran efectivamente a la universalidad, mientras que las experiencias, las sensibilidades y los proyectos de cada grupo siguen siendo particulares. No es necesario saber cómo se sentían los esclavos encadenados para establecer que la trata de esclavos en el Atlántico fue uno de los peores crímenes imputables al mundo occidental.

Sin embargo, si el reconocimiento de la condición de víctima se convierte en un objetivo en sí mismo, más deseable por el impulso identitario que ofrece que por la restauración de un principio de equidad, entonces el proceso se vuelve más complejo. Cada grupo quiere transmitir a los demás la sensación casi física de las injusticias sufridas. La idea básica es que solo el conocimiento fenomenológico y subjetivo de una experiencia dolorosa garantiza la comprensión del hecho que la causó (y las posteriores afirmaciones de quienes la han vivido). No se trata simplemente de despertar un grado de empatía suficiente para permitir que las personas ajenas puedan colocarse en lo que John Rawls (1971) denominó la «posición original»: la condición abstracta de quienes, sin saber de antemano qué papel podría serles asignado en el guion de la historia, valoran las situaciones sobre la base del parámetro de la protección de los más débiles, pero sin penalizar desproporcionadamente a los que no lo son. La implicación emocional suscitada por las narrativas identitarias implica una orientación específica, un vínculo emocional, una sensibilidad particular hacia las necesidades del grupo victimizado, comparable a lo que se supone sienten quienes pertenecen al grupo mismo («Todos somos Ana Frank», o berlineses, o armenios, o neoyorquinos, o Charlie, o refugiados sirios…). Desde este punto de vista, «¿es bueno para los judíos?» –o para cualquier otro grupo al que se le reconozca la condición de víctima– es una pregunta que atañe a toda la humanidad.

Este es el problema. Mientras que el quid de todo discurso universal es esto vale para todos, la clave de todo discurso identitario es solo yo he vivido esto. Combinados, los dos conceptos producen un extraño hircocervo: solo yo he vivido esto, así que vale para todos. En otras palabras, precisamente porque mi experiencia (o la de mi grupo) es solo mía, precisamente porque solo yo tengo los derechos exclusivos sobre mi (nuestra) memoria, las reivindicaciones particulares que presento sobre la base de esa experiencia y esa memoria deben ser universalmente aceptadas.

¿Hay alguna manera de transformar este aparente non sequitur en un argumento razonable? Si el reconocimiento al que aspira cada grupo se limitara al derecho a expresar de manera autónoma una identidad cultural (incluida su propia memoria), se podría apelar a un principio humboldtiano de igualdad cultural, «indispensable para la historia de la humanidad y el inventario de los recursos del planeta» (Balibar, 2016: 142), para ratificar una visión ecológica pluralista de la semiosfera (el medio cultural entendido como un todo). Cada comunidad tiene su propia memoria (o sus memorias; por ahora, pasemos por alto las aporías contenidas en este «universalismo de lo múltiple», que favorece las diferencias entre comunidades en detrimento de las que están dentro de los grupos). Cada recuerdo representa un nicho cultural, una forma de vida única e irrepetible que como tal debe preservarse del olvido y la destrucción (al igual que en la biosfera deben salvarse las especies en peligro de extinción). Es responsabilidad de todos salvaguardar la diversidad cultural de la semiosfera y la pluralidad de memorias que la componen.

No obstante, es mucho más lo que está en juego en los discursos actuales sobre la memoria. No se trata solo de afirmar que la expresión de las diversas identidades culturales es un derecho que debe ser preservado colectivamente, para que cada grupo pueda utilizarlo de forma independiente y justa, unos fomentando la memoria inuit, otros la bantú, etcétera. Aquí se dice que algunas memorias particulares tienen derecho a ser incorporadas a la memoria universal, a ese depósito de narrativas identitarias al que recurre la hipotética comunidad global para definir las condiciones indispensables de su existencia. De acuerdo con los criterios adoptados por el Registro de la Memoria del Mundo patrocinado por la UNESCO, a estas memorias seleccionadas se les reconoce un «significado universal excepcional».12 Como la dieta mediterránea, los cantos polifónicos georgianos, las danzas folclóricas bretonas y el arte textil peruano, se consideran un patrimonio inmaterial de la humanidad que debe protegerse (¿«by any means necessary»?) frente a «la amnesia colectiva, la negligencia y la destrucción intencionada y deliberada».

Un principio de prestación y selección de los más aptos se insinúa en el argumento ecológico. La vida de las culturas está constituida –y es posible– por una serie incesante de pérdidas, amnesias, negligencias y destrucciones deliberadas, de lo contrario se correría el riesgo de sobrecarga informativa que impediría que nuevas formas de vida arraigaran en un entorno repleto de vestigios del pasado (véase el argumento de Nietzsche [2006] sobre los riesgos de la memoria hipertrófica). ¿Por qué algunas memorias particulares son consideradas más merecedoras que otras de escapar a los mecanismos fisiológicos del olvido? En otras palabras, ¿qué es lo que debería inducir a la comunidad mundial a tomar medidas de peso para contrarrestar, solo en algunos casos, la acción erosiva del tiempo?

Por un lado, es el valor excepcional de la experiencia atestiguada por la memoria específica lo que la hace valiosa para el resto de la humanidad. La memoria de lo que ha hecho o le ha sucedido a la comunidad X debe ser trasplantada en la memoria global en virtud del enriquecimiento que introduce en el abanico de posibilidades existenciales que abre, del brote de conciencia que produce, de la capacidad de ir más allá de los límites de lo que se puede esperar del género humano. Grandes hazañas, inventos y gestas heroicas, pero también ejemplos negativos –guerras, epidemias y otras catástrofes– que sirven de advertencia sobre acontecimientos que, en circunstancias particulares, pueden perturbar o destruir la vida cotidiana de una comunidad. Cuanto más inusuales, extraños, oscuros o desviados de una norma hipotética parezcan los hechos relatados, más posibilidad tienen de ser incluidos en el catálogo de memorias que debe conservarse a escala planetaria como en una especie de Wunderkammer de la historia.

Por otro lado, sin embargo, la naturaleza ejemplar de estas experiencias depende de sus posibilidades de generalización. Para alcanzar el estatus de patrimonio inmaterial de la humanidad, una memoria particular debe hablar al corazón de everyman, interpelarlo como organismo sensible, activar sus neuronas espejo (por así decirlo). Como se ha mencionado con anterioridad, la retórica actual de la memoria insiste fuertemente en la necesidad de identificarse con las experiencias ajenas, siendo la empatía el único elemento compartido que cuenta. Tanto es así que los museos y los lugares del trauma se esfuerzan por encontrar nuevas técnicas interactivas para involucrar a los visitantes de una manera activa en las historias que se exponen. Obviamente, desde este punto de vista, las diferencias culturales suponen un obstáculo, a menos que concluyamos que todas las personas son iguales en cualquier parte del mundo y que, con el debido respeto a Humboldt y Sapir-Whorf, las experiencias de un guerrero hopi o una campesina francesa del siglo XVIII son inmediatamente accesibles a todo ser humano sensible de cualquier época y cualquier lugar. Reducidas a accesorios escénicos, las especificidades históricas, lingüísticas, políticas (etcétera) de las situaciones narradas sirven, principalmente, para resaltar un núcleo de experiencias comunes supuestamente intuitivas y primordiales. Por tanto, en la carrera por el reconocimiento universal, tienen ventaja aquellas memorias que se traducen más fácilmente al lenguaje universal de las emociones primarias.

¿UNA MEMORIA PARA EUROPA?

Algunas memorias son más particulares que otras. Algunas son más fáciles de generalizar que otras. Es poco probable que las más particulares sean también las más generalizables; pero la memoria que más que ninguna otra parece reunir estos atributos opuestos es la de la Shoah, excepcional por su objetiva enormidad histórica, universal –o transcultural– por las emociones que despierta, empezando por el sufrimiento, quizá la más ineludible de todas las experiencias humanas. Y no solo eso: el exterminio programado de los judíos de Europa y otras minorías perseguidas durante la Segunda Guerra Mundial también es transcultural en relación con la procedencia múltiple de sus protagonistas, víctimas y verdugos, así como de todos aquellos que, en alguna medida, y con diversos grados de responsabilidad, participaron en la perpetración del genocidio.

Toda Europa contribuyó a este proceso. Algunos lo hicieron con acciones directas, otros de manera más indirecta; algunos explotando la debilidad de sus semejantes, otros poniéndose del lado de los más fuertes debido a un instinto infalible de supervivencia; algunos espoleados por la propaganda racista (que en ese momento no solo se limitaba a los países del Eje), otros priorizando su propio egoísmo mientras a sus vecinos se les negaba el derecho a existir. Desde este punto de vista, ¿tiene sentido considerar la memoria de la violencia racista como la imagen en la que reflejarse colectivamente, cada uno a través del filtro de su propia historia nacional, pero todos unidos por la conciencia del colapso político y moral de todo el continente, conciencia indispensable para su reconstrucción radical? Sin duda, tendría sentido si el impulso predominante en la Europa de posguerra hubiera sido un esfuerzo conjunto para comprender cómo se pudo llegar hasta ahí, reconocerse en la historia para ganarse el derecho a repudiarla, abrir los archivos o desacreditar ciertos mitos familiares («Tu abuelo era fascista pero no denunció a la vecina que estaba escondiendo a una pareja judía». «Bueno, entonces vale»)13 y, si es necesario, crear una fractura definitiva entre las generaciones. Y luego reconocer que, si bien no faltan en las historias de cada país –en algunas más que en otras– episodios heroicos y movimientos de resistencia dignos de ser recordados (como prueba de que incluso entonces existían algunas alternativas), no se puede dar ni mucho menos por sentado que la Europa actual sea una digna heredera de esas valientes decisiones.

Hay al menos dos puntos problemáticos. El primero se refiere a la reconstrucción de memorias nacionales específicas, cada una con sus ambivalencias y zonas grises, así como con sus picos de infamia y de grandeza. El segundo tiene que ver con la fundación de una metamemoria europea, una memoria cosmopolita (Levy y Sznaider, 2002: 87-106)14 en la que cada memoria nacional puede insertarse sin fricciones excesivas entre las demás.

Empecemos por el primero. Construir un autonarrativa nacional es ya una empresa complicada que, en algunos casos (como el italiano), nunca se completó del todo, y tal vez ni siquiera fuera factible. En una entrevista al Corriere della Sera el 26 de noviembre de 2010, el historiador Claudio Pavone comentó: «En cuanto a la memoria común, es un concepto desprovisto de sentido. No hay nada más subjetivo que la memoria: un expartisano y un veterano de la RSI15 nunca podrán tener la misma visión del pasado». Hacer prevalecer un punto de vista sobre otro significa tener en cuenta el carácter estratégico de la llamada memoria colectiva, que servía a los intereses y sensibilidades de quienes detentaban en aquel momento el soft power. Por ejemplo, se puede establecer que, en relación con lo que se esperaba de la Italia de posguerra, la memoria partisana tenía más motivos para ser valorada que la de los partidarios de la República de Saló. Fue una decisión política legítima, porque así es como funcionan las historias fundacionales, aunque no estuvo exenta de riesgos, empezando por los resentimientos que presumiblemente suscitó en aquellos que, habiendo sido empujados a los márgenes de la narrativa dominante, no lograron identificarse con las experiencias de sus antiguos enemigos ni aun queriendo. Los focos de latencia en los que se acumulan las memorias olvidadas siempre están disponibles para su modificación posterior en caso de que el poder cambie de manos (como sucedió en Italia durante los años de Berlusconi), por lo que, más allá de las proclamas conciliadoras, la memoria nacional es un factor cultural que divide tanto como cohesiona.

Es aún más laborioso construir un marco transcultural capaz de acomodar el conjunto de memorias nacionales y, al mismo tiempo, superarlas de forma armoniosa con miras a configurar una nueva identidad europea más inclusiva (el segundo punto problemático). Este es el objetivo de numerosos organismos internacionales encargados de difundir e institucionalizar la memoria del Holocausto en todos los países de la Unión Europea y más allá: el Parlamento Europeo, la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto (IHRA), el Consejo Europeo, la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE), la Oficina de Instituciones Democráticas y Derechos Humanos (OIDDH)… Además de veintiséis de los veintisiete Estados miembros de la UE (con la curiosa deserción de Malta),16 los otros países del viejo continente que, a instancias de las instituciones intergubernamentales, «celebran» el Día de la Conmemoración son Albania, Noruega, Suiza, Liechtenstein, el Principado de Mónaco, Moldavia, Ucrania, Macedonia, Serbia y Bosnia-Herzegovina. En vista del número de países participantes, se podría decir que se trata de un gran éxito político, pero no podemos dejar de preguntarnos en qué se basa este consenso prácticamente unánime.

Hoy estamos acostumbrados a considerar la memoria del exterminio como un hito en la conciencia europea; tan acostumbrados, de hecho, que nos sorprendemos cuando alguien nos recuerda que la «europeización del Holocausto» es una cuestión bastante reciente (Kucia, 2015). El proceso se inició en los años noventa, poco después de la caída del Muro de Berlín, cuando los antiguos países comunistas entraron en el área de influencia de la OTAN y solicitaron su admisión en la UE. Hasta entonces, reacios a conmemorar el genocidio judío –aunque las fases más intensas tuvieron lugar en los territorios de Europa del Este ocupados por los nazis–, los Estados que aspiraban al reconocimiento occidental se enfrentaban a una doble tarea. Por un lado, tuvieron que desarrollar apresuradamente su propia memoria específica del Holocausto, en algunos casos muy difícil de insertar en la narrativa nacional debido a la censura y la represión que en las décadas anteriores habían corrido un velo sobre los episodios de antisemitismo autóctono (piénsese en los pogromos y el saqueo de propiedades judías en Polonia y otros países de Europa del Este),17 mientras que los recuerdos traumáticos de las persecuciones sufridas a manos de los nazis primero, y de los soviéticos después, tuvieron que ser revividos y procesados públicamente. Por otro lado, tuvieron que aceptar los formatos de la memoria europea (filtrados en gran parte a través de los productos de la industria cultural estadounidense), centrada enteramente en el sufrimiento de los judíos, la maldad de los nazis y la miseria moral de los bystanders, es decir, de quienes presenciaron las masacres y se mantuvieron al margen sin ayudar a las víctimas, o incluso colaboraron con los verdugos para su propio y sórdido interés. ¿Cómo podían imaginarse como víctimas de los crímenes nazis y la opresión soviética (siendo esta última la herida más reciente y dolorosa) y, al mismo tiempo, no solo reconocer la primacía del sufrimiento judío sobre el suyo propio, sino también admitir haber contribuido hasta cierto punto a ocasionarlo?

En los países más afectados por esas contradicciones –Polonia, Ucrania, Lituania, Hungría, Rumanía, Moldavia…–, la construcción de memorias nacionales compatibles con los requisitos europeos encontró una resistencia considerable. Esto puede verse, por ejemplo, en la polémica que estalló en Polonia en 2012 con motivo del estreno de Pokłosie (El secreto de la aldea), una película inspirada libremente en el pogromo de Jedwabne;18 en la acusación lanzada contra el historiador Jan Tomasz Gross en 2016 por el gobierno de Andrzej Duda, que lo culpaba de haber dañado la reputación de la nación al escribir en un artículo para Die Welt19 que «los polacos, orgullosos y con razón de su resistencia a la agresión nazi, mataron en realidad a más judíos que alemanes durante la guerra…»;20 en la ley sobre el Holocausto aprobada por el Parlamento polaco en enero de 2018 que establecía una pena máxima de tres años de prisión para cualquier persona, polaca o extranjera, que acusara a Polonia de complicidad con los crímenes nazis o se refiriera a los campos de exterminio nazis como polacos;21 y en la campaña de odio cada vez más persistente fomentada por ultranacionalistas partidarios del Gobierno contra la dirección del museo de Auschwitz, a la que acusaban de promover «narrativas extranjeras» en detrimento de la reputación del país…22

Estos estallidos de chovinismo xenófobo, ¿fueron tal vez el precio del «billete de entrada en Europa»23 que Polonia adquirió en 2004, cuando el entonces presidente, Aleksander Kwasniewski, reconoció oficialmente los sufrimientos de los judíos polacos en tiempo de guerra, incluido el daño infligido por sus compatriotas? ¿O habrían surgido de todos modos y, en ese caso, fueron las instituciones intergubernamentales las que se llevaron todo el mérito de haber abierto una caja de Pandora y haber apoyado a esa parte de la ciudadanía que estaba dispuesta a pasar página? No hay necesidad de decidir: ambas explicaciones podrían ser ciertas. El hecho es que la fusión de memorias locales y globales defendida por los estrategas del cosmopolitismo europeo ha sido y es mucho menos pacífica de lo previsto.24

El razonamiento era simple, demasiado simple. Dado que, como han destacado psicólogos y científicos sociales, la identidad es una construcción narrativa, y dado que las denominadas identidades nacionales son también el resultado de procesos de storytelling planificados que seleccionan, conforman y recombinan las memorias locales, ¿por qué no actuar de forma concertada para «romper el contenedor» de las memorias nacionales y difundir, utilizando las herramientas principales de la comunicación global, una narrativa lo suficientemente abstracta y desterritorializada para combinar las partes más valiosas de una Europa en busca de una identidad? Una Europa como paladín de los derechos humanos que, en la línea del sueño americano, debería haber sido multiétnica, tolerante y acogedora, aunque quizá un poco farisaica, como la imaginaron Jürgen Habermas, Ulrich Beck (Beck y Grande, 2004), Timothy Garton Ash (2004) y otros muchos de los habituales de los think tanks progresistas de las décadas de 1990 y 2000.

Lo que no se había previsto era, entre otras cosas, la extrema adaptabilidad de la narrativa del Holocausto a los usos que varios países elegirían hacer de ella, de acuerdo con sus autonarrativas específicas: celebrar la nación que surgía de las cenizas (Israel), disociarse de las peores fases del exterminio (Italia y Francia), ensalzar su papel como libertadores (Gran Bretaña), mantener la fórmula vacía de víctimas versus verdugos mientras se modificaba su esencia (los diversos países excomunistas se atribuían ahora el lugar de las víctimas)… A posteriori, es legítimo preguntarse lo realista que podía ser la idea de una identidad transnacional basada íntegramente en la autocrítica.

PANTALLAS Y APROPIACIONES

Existen dos formas en las que una comunidad nacional puede adaptar la memoria cosmopolita a sus necesidades específicas. Puede insistir en la rememoración de los crímenes nazis para encubrir el recuerdo de otros crímenes en los que está implicada o de los que es culpable, o puede apropiarse de las categorías y el léxico del exterminio para contar sus propias tribulaciones históricas desde el punto de vista de la victimización sufrida. En ambos casos, la memoria retoma el camino de la autoabsolución, la amnesia oportunista y la autocelebración. Lejos de cumplir una función crítica, la conmemoración arraiga la comunidad a sus mitos fundacionales, perpetuando las distorsiones hasta que desencadenan mecanismos de autoconfirmación. Los estereotipos se vuelven reales cuando las personas actúan como si lo fueran.

Las guerras en la antigua Yugoslavia son el ejemplo clásico.25 Los conflictos dramáticamente reales que devastaron el país entre 1991 y 1999 fueron catalizados por una violencia simbólica filtrada a través del marco familiar del Holocausto. Todas las partes implicadas (serbios, croatas, musulmanes bosnios, albanokosovares) intentaron imponer a los demás su propia interpretación de los acontecimientos pasados y presentes, atribuyéndose cada una de ellas el papel de víctimas del mal absoluto.

Desde un punto de vista histórico, algunas de estas representaciones no eran del todo infundadas. Es bien sabido, por ejemplo, que durante los años de la ocupación nazi los ustachas croatas, respaldados por Hitler y Mussolini, exterminaron a cientos de miles de serbios ortodoxos en los campos de concentración que gestionaban directamente, comenzando por el infame campo de Jasenovac, en el que perdieron la vida aproximadamente cincuenta mil serbios (junto con treinta o cuarenta mil judíos y romaníes), mientras que en Kosovo algunos fascistas albaneses colaboraron primero con los italianos y luego con los alemanes en la persecución de las minorías no albanesas (predominantemente serbios).26 Al menos en parte, estos hechos apoyaron la autopercepción de los serbios como víctimas del nazismo al mismo nivel que los judíos: una representación generalizada que el régimen de Slobodan Miloševic no dudó en explotar en clave martirológica durante la crisis de los Balcanes, y que aparentemente se ha reactivado en la Serbia actual como una pantalla de la memoria (o recuerdo encubridor) con la que eludir el debate sobre las responsabilidades serbias en las guerras de los años noventa (David, 2013: 64-88).

Si consideramos los lazos históricos que unen a los ustachas con la Alemania nazi, el paralelismo trazado entre croatas y judíos, o más bien entre serbios y nazis, establecido por los partidarios de la secesión de Croacia en 1991, es menos plausible. Más aún si tenemos en cuenta que, en un libro de 1988, el futuro presidente croata, Franjo Tuðman, había negado las responsabilidades de los ustachas durante la Segunda Guerra Mundial, había reducido drásticamente el número de víctimas del nazismo y, ya de paso, había definido a Israel como un Estado judeo-nazi (Tuðman, 1989).27 Sin embargo, a través de los medios de comunicación bajo su control, también Tuðman recurrió al léxico del exterminio para dramatizar la condición de una Croacia oprimida por el Gobierno central de Belgrado, acusado de ser el último de los perpetradores de un proyecto multisecular de limpieza étnica que, en sus ambiciones expansionistas, no tenía nada que envidiar al de la Alemania nazi (MacDonald, 2003). La facilidad con la que la propaganda croata, que reflejaba la de Serbia, planteó sus reclamaciones territoriales en una mezcolanza de argumentos históricos, temas bíblicos (la independencia de Croacia comparada con la huida de Egipto) y fragmentos de la mitología nacional hubiese podido preocupar a la opinión pública mundial, insegura en ese momento de cómo interpretar los hechos, de no ser por la rapidez con la que el Vaticano y Alemania se alinearon a favor de la independencia croata en nombre de sus raíces católicas comunes, reconociendo efectivamente a la nueva Croacia, no por respeto a la memoria de la Shoah, sino a pesar de ella.

Por lo tanto, en esa primera oleada de enfrentamientos, la memoria no jugó un papel significativo en el framing de los hechos por parte de la prensa internacional. Vistos desde el exterior, los respectivos esfuerzos propagandísticos se neutralizaron entre sí en cierta medida y, en los primeros meses, la crisis de los Balcanes fue catalogada como una masacre interétnica incomprensible, desencadenada por odios atávicos igualmente indescifrables o por (interpretación alternativa) la legítima voluntad de los pueblos más afines a los valores occidentales de emanciparse del yugo del antiguo Estado comunista.

Sin embargo, la identificación entre serbios y nazis se abrió paso cuando estalló la guerra en Bosnia-Herzegovina, que culminó con el asedio de Sarajevo, la expulsión forzosa de decenas de miles de mujeres, niños y ancianos, y la masacre de Srebrenica (más de ocho mil hombres y niños musulmanes asesinados por el ejército serbio-bosnio de Ratko Mladić) en el verano de 1995. En la primavera de 1992 empezaron a circular en Europa y Estados Unidos reportajes sobre los centros de detención de los bosnios musulmanes que mostraban imágenes de prisioneros esqueléticos tras las alambradas. El más famoso es el que se publicó en el Daily Mirror el 7 de agosto de 1992 con el título «Belsen 92» y el subtítulo «Horror of the New Holocaust». La fotografía que lo ilustraba fue utilizada también por la revista Time en su portada del 17 de agosto con el titular «Must It Go On?» (Campbell, 2002).


Portada del Daily Mirror del 7 de agosto de 1992 con el titular «Belsen 92». Fuente: Mirrorpix.

Es difícil escapar al poder evocador de esta y otras imágenes similares, la mayoría de las cuales aluden directamente al imaginario de los campos de concentración (de ahí la insistencia en el detalle de las vallas metálicas como sinécdoque de los campos). Finalmente, quedó claro cómo se había contado la historia. Los roles de agresores y agredidos fueron asignados de manera irrefutable: las personas que actúan como Hitler dejan automáticamente de tener razón.

Muy pocos intelectuales expresaron dudas, no tanto sobre las responsabilidades serbias y la gravedad de las masacres (sobre las que había poco que discutir), como sobre la injerencia de los medios de comunicación y el tabú discursivo que la alusión constante al Holocausto estaba sembrando en las conciencias occidentales (Handke, 1996). La mayoría de los comentaristas se adhirieron, en cambio, a la metáfora periodística, y algunos encontraron la confirmación de su valor literal en la campaña de limpieza étnica que las milicias serbias lanzaron contra los musulmanes (en 1992 Bernard-Henri Lévy fue a Bosnia para rodar un documental, presentado en el festival de Berlín, en el que comparó Sarajevo con el gueto de Varsovia), mientras otros describieron Serbia como una «reencarnación balcánica del Reich» (Guidi, 1993: 26). Y quien osara contar también historias en las que los serbios resultaran ser las víctimas –como hizo la periodista italiana Milena Gabanelli en un informe para el programa Mixer en diciembre de 1991 (Guidi, 1993: 123-135), o Peter Handke en el relato de su viaje por Serbia en 1995– se exponía a la infame acusación de colaborar con el mal absoluto.

La relación entre el Holocausto y las guerras yugoslavas, trazada exhaustivamente por los medios de comunicación occidentales durante 1992, fue respaldada definitivamente por Elie Wiesel en su discurso de inauguración del museo estadounidense conmemorativo del Holocausto, el Museo del Holocausto, de Washington, el 22 de abril de 1993. En presencia de Bill Clinton, Chaim Herzog (el entonces presidente de Israel), Carlo Azeglio Ciampi y otros líderes mundiales (incluido Franjo Tuðman),28 que se habían reunido en el nuevo templo de la memoria en Estados Unidos, el testigo vivo más autorizado de la Shoah abrazaba la pedagogía inclusiva del museo según la cual el Holocausto debía ser considerado un evento «único en relación con el pasado, [pero] universal para el futuro» (Levy y Sznaider, 2002: 96). Hasta entonces, solo había habido un genocidio (o quizá dos, si se admitía el precedente armenio), pero ahora iba a haber otro. «Como judío, digo que debemos hacer algo para detener el derramamiento de sangre en este país [Bosnia]. La gente lucha y los niños mueren. ¿Por qué? Hay que hacer algo, lo que sea».29 El mensaje de Wiesel era inequívoco. Todos somos potencialmente víctimas, verdugos, bystanders o los justos entre las naciones. Depende de cada uno de nosotros elegir, cada vez, qué papel vamos a desempeñar. Con esta conciencia, los visitantes del museo de Washington eran invitados (y lo siguen siendo) a asimilar la lección principal, válida en todas las épocas y lugares: «que todos somos responsables y que la indiferencia es un pecado y un castigo; […] que cuando la gente sufre, no podemos permanecer indiferentes».30

La lección fue rápidamente recogida en diciembre de ese mismo año por Steven Spielberg, cuando estrenó La lista de Schindler, una película que se erigía como una parábola ejemplar sobre la ética de la acción y el valor de la responsabilidad individual en situaciones de emergencia humanitaria (las referencias a la crisis de Bosnia fueron explícitas en las entrevistas). No era la primera vez en que la industria cultural estadounidense trataba la Shoah, adaptando la historia a la gramática del gran cine de Hollywood (operación que varios críticos del otro lado del Atlántico consideraron una apropiación cultural indebida, la llamada «americanización del Holocausto», respecto a la cual la «europeización» más reciente, bien vista, no era más que un derivado exangüe y tardío). Tampoco era la primera vez que la pregunta implícita en todas las películas estadounidenses sobre el tema –«Y tú, ¿qué habrías hecho en su lugar?»– producía un cortocircuito en la actualidad del momento (por ejemplo, la película Judgment at Nuremberg –doblada al castellano con el título ¿Vencedores o vencidos?–, estrenada en 1961 durante el juicio de Eichmann en Jerusalén, había planteado cuestiones similares). La novedad era otra. Nunca antes había existido un consenso tan generalizado y acreditado sobre la legitimidad de una comparación directa entre una guerra en curso y la Shoah. Con la aprobación conjunta de Wiesel, el Museo del Holocausto y Spielberg, fue posible establecer correlaciones con el Holocausto sin incurrir en acusaciones de trivialización flagrante. Es más, no hacerlas en este caso equivalía a elegir el papel de bystanders, tan culpables de no ofrecer ayuda como los signatarios de los desastrosos acuerdos de Múnich de 1938. La comunidad internacional había sido advertida: los ojos de la memoria se posaban en ella. Coincidencia o no, en las semanas inmediatamente posteriores (a principios de mayo de 1993, según la reconstrucción del periodista italiano Marco Guidi), se produjo un «giro extraño» en la prensa de casi todos los países occidentales, que comenzó a mostrar un interés sin precedentes por el destino de la martirizada Bosnia (Guidi, 1993: 100-101).

El compromiso conjunto de los principales custodios de la memoria en Estados Unidos y sus homólogos europeos (Bernard-Henry Lévy, Bernard Kouchner, Alain Finkielkraut y otros intelectuales comprometidos, en su mayoría franceses, involucrados en el frente humanitario) (Ragaru, 2013: 498-521), agudizó la percepción generalizada de una emergencia que debía resolverse «by any means necessary». Sin embargo, esa percepción no fue recibida y traducida en una acción militar inmediata por parte de las diplomacias occidentales, como lo demuestran los infructuosos debates a favor y en contra de la intervención que durante otros dos años llenaron las páginas de los periódicos, y como lo demuestra sobre todo la ambigua neutralidad de los cascos azules de la UNPROFOR (Fuerza de Protección de las Naciones Unidas) con motivo de la masacre de Srebrenica. Muchos vieron la impotencia de Occidente como una nueva presentificación del trauma, tanto más devastadora por cuanto había sido temida, prevista, y tal vez incluso alentada involuntariamente por la continua evocación del trauma original. La comparación con el Holocausto no solo no ayudó a la opinión pública a comprender la complejidad de la situación, sino que tampoco persuadió a los gobiernos de que impidieran las masacres. A la hora de la verdad, el primer intento real de aplicar el precepto nunca más a la política internacional resultó ser un fracaso estrepitoso.

LOS GUARDIANES DE LA MEMORIA

Al entrevistador que le pidió que explicara su apoyo incondicional a la causa croata a pesar del destino similar reservado a judíos y serbios durante los años del colaboracionismo ustacha, Alain Finkielkraut, en 1992, le respondió que –«precisamente porque era judío»– sentía que su deber era negar a los serbios, los nuevos verdugos, su bendición como «guardián de los muertos». Vale la pena citar todo el pasaje porque contiene el quid del concepto que da título a este libro: los guardianes de la memoria.

Si yo no fuera judío, tal vez no hubiera puesto el fervor y la insistencia que ha notado en mi defensa de Croacia. Pero […] me parecía indispensable negar la bendición de la memoria judía a la Serbia conquistadora y evitar el reclutamiento de los muertos –de los que siento que soy el guardián– por parte de los responsables de la limpieza étnica en la actualidad (Finkielkraut, 1992: 51-53).

Estas pocas líneas revelan dos características esenciales del concepto en cuestión. Los guardianes: a) reclaman el derecho/deber de hablar en nombre de los muertos; b) sobre la base de este derecho, también tienen la capacidad de establecer quién puede invocar la memoria de los muertos en apoyo de su propia causa. Se pueden extraer otras inferencias de las palabras de Finkielkraut: c) el estatus de guardián tiene que ver con una relación de descendencia directa con las víctimas (pero no solo esto, para ser justos: Finkielkraut también se ganó el título en la materia, al escribir un buen e importante libro sobre el negacionismo, L’Avenir d’une négation [1982]); d) cada grupo puede disponer de sus muertos como mejor le parezca. «Los judíos, israelíes y sionistas tienen el derecho moral de hablar del Holocausto como y cuando quieran», escribió Elhanan Yakira (2010: 124), profesor de filosofía en Jerusalén. «¡Esos dientes [los dientes de oro extraídos de los cadáveres por los nazis en los campos] son nuestros!», repitió Mordecai Midler, cazador de nazis ficticio en la película de Paolo Sorrentino Un lugar donde quedarse (2011). Disponer libremente de los propios muertos incluye, evidentemente, la capacidad de prestarlos –discúlpese lo irrespetuoso de la expresión, pero no he empezado yo– a otros colectivos según criterios que no pueden ser cuestionados desde fuera.

En torno a la memoria del gran trauma se erige una barrera defensiva para mantener alejados a usurpadores y saboteadores, banalizadores y negacionistas. Este es el dispositivo de sacralización que, en la entrevista con Finkielkraut, se manifiesta a través de la palabra reveladora bendición. Implícito en el término está el papel de Finkielkraut como un individuo especial, facultado para otorgar o negar el acceso a otros al área consagrada de la memoria protegida, aquella en la que se puede escuchar la voz benéfica de los muertos. Ser admitido es un privilegio al que muchos aspiran, pero pocos merecen. De ahí la función de contención de los guardianes, encargados de controlar el acceso a las áreas sensibles de la memoria, proteger su patrimonio simbólico de incursiones indeseadas y, para quienes hayan superado la prueba de ingreso, velar por el cumplimiento de los procedimientos participativos y las normas de conducta adecuadas.

El papel de centinelas o filtros discursivos parecería presuponer un acuerdo, dentro de la comunidad que representan los guardianes, sobre los criterios por los cuales un sujeto externo puede o no cruzar el umbral del santuario. En algunos casos, la expresión debe tomarse literalmente. Consideremos, por ejemplo, la famosa visita de Yasser Arafat a Washington en enero de 1998, cuando, tras la presión de algunos miembros de la comunidad judía estadounidense, al líder palestino se le negó el acceso al Museo del Holocausto con el argumento de que era «una encarnación de Hitler». En este caso se puede ver cómo una prohibición sacralizante (la prohibición de traspasar el umbral del museo para evitar profanaciones inadmisibles) en algunos casos puede resultar en una comparación banalizadora. Pero el caso de Arafat también demuestra cómo, en efecto, no siempre se logra un consenso unánime, dentro del grupo representado, en cuanto a los requisitos de admisión al lugar consagrado. Con su decisión, el director del museo, Walter Reich (que en esa ocasión ejercía las funciones de vigilante de seguridad), desató la polémica dentro de la comunidad judía estadounidense, que solicitó y obtuvo su destitución.

Un incidente similar se había evitado por poco el día de la inauguración del museo (22 de abril de 1993), cuando Elie Wiesel, no sin buenas razones, protestó por la presencia de Tuðman entre los jefes de Estado a los que estaba a punto de dirigirse. En esa circunstancia, sin embargo, prevalecieron otros criterios y, a pesar de ser el más autorizado de todos los guardianes, a Wiesel no le quedó más que apartar ostentosamente la mirada del presidente croata mientras se dirigía al escenario.31 Esta situación nos permite entender que los guardianes actúan como representantes no tanto de los muertos como de los vivos, que son los que pueden retirarles ese poder cuando lo consideren oportuno.

Hasta ahora nos hemos ocupado de la función defensiva de los guardianes. Pero, además de mantener alejados a los indeseables, autorizar las comparaciones pertinentes y sancionar la inadmisibilidad de todos los demás usos instrumentales de la memoria, entre sus tareas también se encuentra la producción y propagación de recuerdos que la comunidad de la que se sienten portavoces considera importantes. No se trata de resguardar la memoria de las miradas indiscretas, sino de promover su transmisión, visibilidad pública y difusión en el exterior.

La ambivalencia del rol ya está inscrita en el par de términos, guardián/ custodio, que la lengua italiana utiliza para referirse a estos gatekeepers de la memoria. Para salvaguardar algo, hay que apartarlo de la mirada de la mayoría (se guarda un secreto, una reliquia, una conciencia). La custodia, en cambio, presupone la exposición del objeto (un puente, una estación, un cuadro, la reina) que podría ser secuestrado, manipulado o dañado, pero cuya dimensión pública se da por sentada, y del que se espera además una utilización abierta y compartida.32 De hecho, el uso lingüístico tiende a confundir las dos palabras, atribuyendo indistintamente los diferentes significados a una u otra: comúnmente hablamos del guardián de una prisión y del custodio de un museo, cuando, en términos estrictos, debería ser al revés. Lo que importa, a efectos del discurso planteado, es saber reconocer los diferentes matices que confluyen en el concepto.

Por ejemplo, cuando se lanzó la iniciativa de los trenes de la memoria que el Sindicato de Pensionistas Italianos CGIL promueve cada año para los escolares italianos, y el historiador Carlo Greppi definió a los organizadores como «guardianes de la memoria», la ocasión remitía al segundo aspecto, el abierto, centrífugo y divulgativo.33 Lo mismo ocurría con el título I Guardiani della memoria con el que la RAI Scuola, en colaboración con el Ministerio de Educación, Universidades e Investigación italiano, presentó en 2018 un especial sobre esos mismos viajes,34 mientras que el proyecto «Forgetting Auschwitz / Remembering Auschwitz», del que hablaremos más adelante, invita a los usuarios a «convertirse en guardianes de la memoria de Nedo Fiano», leyendo en voz alta la autobiografía de este testigo clave de la Shoah en Italia. La ciudad de Brescia también se autodenomina «guardiana» debido a la colocación de stolpersteine, las piedras de la memoria, para recordar a las víctimas locales del nazi-fascismo,35 lo que demuestra que en tales casos el guardián o custodio es un operario cultural pero también un mensajero, un repetidor que debe su autoridad a alguna relación de contigüidad física con las víctimas o con los lugares del trauma («casi todos nuestros alumnos han estado en Auschwitz», se regocijaba el director de una escuela que visité hace poco, sin percatarse de la contradicción).

El mecanismo de la promoción conmemorativa es el de la transmisión directa que se establece entre generaciones dentro de una familia o grupo cohesionado. A través de los relatos autobiográficos y la coexistencia, la antorcha de la memoria pasa de mano en mano, y quienes la reciben se convierten temporalmente en sus custodios. De ahí la centralidad de los testimonios, ya sean directos o indirectos, entendidos como vectores del conocimiento compartido: un conocimiento auténtico, inmediato, local, «ecológico», tanto más creíble cuanto más se filtra a través de la subjetividad de la experiencia física, según esa valoración pública del ámbito privado que hemos mencionado anteriormente.

(Por cierto, esta valorización también tiene algo que ver con el éxito historiográfico, a partir de los años setenta, de la llamada historia oral, a partir de la prioridad dada a las vivencias emocionales, las memorias sumergidas, la vida cotidiana y el folclore, en contraposición a la dimensión racional del conocimiento histórico, más estrechamente relacionada con la interpretación «objetiva» de los archivos escritos y los documentos oficiales. Pero nos centraremos en ello más adelante).

En el caso de las memorias traumáticas, comenzando por la de la Shoah, los guardianes asumen el papel de testigos de segundo grado (testigos de testigos), prótesis comunicativas de los exdeportados, desde que iniciaron su meritoria labor de difundir conocimientos de primera mano sobre la vida y la muerte en los campos de concentración. Entiéndase bien este punto: las críticas que siguen no conciernen en modo alguno al compromiso cívico de los supervivientes que, en las últimas décadas, han prodigado energía, sensibilidad e inteligencia al compartir públicamente sus experiencias de deportación. Lo mismo vale para el trabajo realizado por muchos buenos profesores, escritores, cineastas y directores de museos, unidos por la intención de acercar la historia a las generaciones más jóvenes. Las críticas se refieren, en cambio, a la desproporcionada inversión simbólica que el culto a la memoria carga sobre los hombros de los testigos y, especialmente, de aquellos que actúan en su nombre.

Dado que a las víctimas que sobrevivieron a los campos de concentración se les ha otorgado una función ejemplar sin precedentes por parte de una cultura cada vez más inclinada a reconocer la memoria de la Shoah como su centro de gravedad moral, los testigos se han encontrado llevando a cabo una tarea que va más allá de la transferencia normal de conocimientos que asegura la continuidad de cualquier cultura. Esto lo revelan con cierta vergüenza los historiadores que suelen hablar junto a los testigos en las conmemoraciones oficiales, señalando que se sienten incapaces de corregir públicamente cualquier error fáctico, presumiblemente debido a lapsos de memoria, recuerdos falsos, interferencias culturales, etcétera. Aquí no habría nada de extraño per se –así funciona la memoria humana–, si no fuera por la tendencia generalizada a privilegiar el punto de vista de los que «estuvieron allí» sobre el de quienes han reconstruido la dinámica de los hechos a partir de un examen de las pruebas documentales (incluidos los testimonios).

Con algunas excepciones, los propios testigos tienen cuidado de no reclamar este tipo de privilegio. Por lo general, se esfuerzan por enfatizar la subjetividad y, por lo tanto, la parcialidad y la falibilidad potencial de sus propios recuerdos.

La mayor parte de los testigos, de la defensa y de la acusación han desaparecido ya. Los que quedan y todavía están dispuestos a dar testimonio (superando sus remordimientos o sus heridas) tienen recuerdos cada vez más borrosos y distorsionados. Con frecuencia, sin darse ellos mismos cuenta, están influidos por noticias de las que se han enterado más tarde, por lecturas o relatos ajenos.

Así lo señaló Primo Levi, como siempre muy equilibrado, en Los hundidos y los salvados (2011: 17). De ello inferimos que no fueron los supervivientes los que se definieron a sí mismos como custodios o guardianes de la memoria; fueron otros, fuimos nosotros. Nosotros los hemos convertido en ídolos.

En muchos discursos, los testigos adquieren connotaciones casi oraculares, cuando, por un lado, son elegidos como fuentes indiscutibles de conocimiento histórico (solo los testigos saben cómo fueron realmente las cosas) o, por otro, como modelos insuperables de la razón práctica (solo ellos saben lo que se debe hacer para que lo que les ha ocurrido no le ocurra a nadie más). «Escuchar el testimonio de los supervivientes infunde un mensaje de esperanza y aliento para no rendirse nunca en la vida y es una lección muy útil para todos aquellos jóvenes que hoy se desaniman ante el primer fracaso, que se rinden ante la primera dificultad», es lo que escribió la psicosexóloga Bianca Fracas en un artículo del 27 de enero de 2017.36 Y este es solo un ejemplo entre miles.

Una consecuencia de esta obsesiva necesidad de sentido es el miedo generalizado a perder los valores y la identidad si las voces de los testigos llegan a apagarse en algún momento. Pero aquí acecha otra paradoja. Esperar que las personas verdaderamente traumatizadas proporcionen modelos de vida a quienes no se han visto directamente afectados por el trauma implica una inversión de la responsabilidad que llama poderosamente la atención: ¿no deberían ser otros los que ayudaran a los supervivientes a sentirse mejor, a recuperar la confianza en los demás, a curar sus heridas? Los guardianes, por el contrario, trabajan para garantizar que el trauma original nunca sea archivado o reabsorbido con el paso del tiempo, sino para que se conserve intacto y se transmita a las generaciones posteriores. Para ello, asumen el papel de un relevo testimonial, rodeados del aura sagrada atribuida a los testigos de primer grado, autorizados a recoger sus vivencias y transmitirlas al resto de la comunidad.

En algunos casos, se da una competencia para ver quién tiene más posibilidades de asumir la carga del testimonio secundario, o más bien para engrosar las filas de los guardianes que operan en el mundo de la cultura. No solo las asociaciones de hijos y nietos de exdeportados, según el principio de herencia mencionado anteriormente (principio que, desde un punto de vista estrictamente clínico, no carece de fundamento: al menos hasta la segunda o tercera generación es probable que las consecuencias de un gran trauma se extiendan a los descendientes). Además, algunos académicos, escritores, psicólogos, artistas, traductores, turoperadores, etcétera, comparten la convicción de que han experimentado «en su propia piel» los efectos del trauma secundario y han desarrollado una sensibilidad particular hacia una experiencia dolorosa que se sienten obligados a transmitir.

«El traductor, como testigo secundario, debe llevar la carga ética de la custodia [guardianship], un peso que va más allá de la decisión inicial de traducir para reflexionar sobre cómo traducir»,37 escribe Shannon Deane-Cox, especialista en estudios de traducción de la Universidad de Strathclyde (Glasgow), como si cualquiera que tradujera un texto, independientemente de su contenido más o menos traumático, no se planteara siempre el problema de cómo traducirlo.

Se pueden encontrar otros muchos ejemplos,38 pero la cuestión está clara. Los guardianes son los depositarios del trauma y, por cómo se habla hoy, se diría que su misión cultural no es tanto evitar que las tragedias del pasado vuelvan a ocurrir, como evitar que su recuerdo se desvanezca con el tiempo: retraumatizar a las nuevas generaciones a través de un continuo acting out del shock original.

Pero si la memoria se ha convertido en un valor en sí mismo, y no en un medio que nos ayude a orientarnos en el presente para centrarnos en objetivos futuros, entonces el enemigo absoluto ya no es la intimidación racista, sino el olvido, que automáticamente se equipara a la indiferencia de los bystanders, por no decir a la crueldad de los verdugos. Esto no constituye un cambio pequeño. Los recuerdos y los hechos se fusionan en una sola secuencia que difumina la distinción entre las palabras y las cosas, entre decir y hacer, entre ir de viaje a Auschwitz y ser deportado de verdad, entre negar y matar, entre los pecados de Robert Faurisson y los de Adolf Eichmann. Y esto lleva a sobrevalorar la capacidad humana para hacer –y hacer que otros hagan– cosas con las palabras.

1 Para una arqueología del sintagma erróneamente atribuido a Primo Levi, véase Ledoux (2016).

2 «Those who forget the past are doomed to repeat it» (Santayana, 1905: 284).

3 Sobre el malentendido de las palabras de Santayana, véase Langer (2006: 114-115).

4 Disponible en línea: <ec.europa.eu/italy/news/20180126_messaggio_di_juncker_giorno_della_memoria_olocausto_it>.

5 Disponible en línea: <edscuola.eu/wordpress/?p=99310>.

6 Disponible en línea: <rusemb.org.uk/article/446>.

7 Disponible en línea: <europarl.europa.eu/italy/it/succede-al-pe/il-parlamento-europeocommemora-le-vittime-dell-olocausto>.

8 Disponible en línea: <timesofisrael.com/trump-releases-2018-holocaust-day-statementthis-time-mentions-jews/>.

9 Aunque hay ejemplos contrarios, lo que demuestra que otra estructura argumentativa es posible: el discurso de Sergio Mattarella del 25 de enero de 2018, que expresaba el temor a que la memoria autoexculpatoria del fascismo italiano generara nuevos monstruos, se desvió significativamente de la norma.

10 Cito de Zerocalcare (2008), sobre las nuevas manifestaciones de fascismo en Italia.

11 Sobre la problemática del concepto «derechos universales» y, en general, sobre las tendencias y las aporías del universalismo, véanse Wallerstein (2006), Flores (2008) y Balibar (2016).

12 Disponible en línea: <unesco.it/it/ItaliaNellUnesco/Detail/188>.

13 Un intento en este sentido puede encontrarse en el ensayo novelado de Carlo Greppi (2016), que escudriña en los rincones de la memoria italiana desde 1943 hasta la inmediata posguerra para extraer de los archivos locales algunos hechos éticamente controvertidos, unidos por la dificultad de ubicar a los personajes en la lista de roles temáticos con los que hemos aprendido a dar sentido a esos acontecimientos.

14 Para una crítica (blanda) al modelo de Levy y Sznaider, véase MacDonald (2013).

15 RSI, la República Social Italiana, más conocida como la República de Saló (N. de la T.).

16 Charles Vella: «Why not Mark Holocaust Remembrace Day in Malta?», The Times of Malta, 11 de febrero de 2018, en línea: <timesofmalta.com/articles/view/20180211/letters/Why-not-mark-Holocaust-Remembrace-Day-in-Malta.670323>.

17 Gross (2001) y Gross y Grudzniska Gross (2012).

18 Denise Grollmus: «In the Polish Aftermath. In a public debate over a new Holocaust film, Poland faces up to a complicated past», Tablet, 17 de abril de 2013, en línea: <tabletmag.com/jewish-arts-and-culture/129082/in-the-polish-aftermath>.

19 Jan Gross: «Die Osteuropäer haben kein Schamgefühl», Die Welt, 13 de septiembre de 2015.

20 Alex Duval Smith: «Polish move to strip Holocaust expert of award sparks protests», The Guardian, 14 de febrero de 2016, en línea: <theguardian.com/world/2016/feb/14/academics-defend-historian-over-polish-jew-killings-claims>.

21 La traducción al inglés del texto completo de la ley polaca del 18 de diciembre de 2018 se puede encontrar en The Times of Israel del 1 de febrero de 2018, en línea: <times ofisrael.com/full-text-of-polands-controversial-holocaust-legislation/>.

22 Christian Davies: «Poland’s Holocaust law triggers tide of abuse against Auschwitz museum», The Guardian, 7 de mayo de 2018, en línea: <theguardian.com/world/2018/may/07/polands-holocaust-law-triggers-tide-abuse-auschwitz-museum>.

23 La referencia remite a la famosa (y muy citada) frase de Tony Judt (2006: 1145), quien, parafraseando a Heinrich Heine –que en 1825 había dicho que para los judíos el bautismo era el certificado de entrada en Europa–, escribe: «En la actualidad, el reconocimiento del Holocausto es el billete de entrada en Europa».

24 La idea de llenar el vacío ideológico creado por el colapso del comunismo con una narrativa cosmopolita adaptada a las víctimas fue discutida por primera vez en el Foro Internacional de Estocolmo (27-28 de enero de 2000) cuando, bajo el patrocinio de Bill Clinton, Tony Blair, el primer ministro sueco Göran Persson y Elie Wiesel, los representantes de cuarenta y seis gobiernos se comprometieron a «plantar las semillas de un futuro mejor en un suelo con un amargo pasado». El texto de la declaración se puede consultar en la página web de la IHRA: <holocaustremembrance.com/stockholm-declaration>.

25 Un análisis de las causas y las dinámicas históricas y políticas extremadamente complejas que llevaron al conflicto más sangriento en suelo europeo desde la Segunda Guerra Mundial está fuera del alcance y los propósitos de este libro, pero mencionaré el papel específico que jugó la memoria de la Shoah en la forma en que la prensa internacional enmarcó los relatos de la guerra. No se trata, por tanto, de añadir un elemento más al amplio abanico de comentarios más o menos partidistas a los que dieron lugar las guerras yugoslavas, sino de analizar la conexión que estos comentarios establecieron entre la memoria de la Shoah y la crisis de los Balcanes. Es en este contexto donde las figuras de los guardianes de la memoria destacan con mayor claridad.

26 Rivelli (1998) y Hayden (2008: 487-516).

27 Sobre el negacionismo/reduccionismo de Tuðman, véase, entre otros, Shafir (2017: 27-65).

28 Sin embargo, cabe señalar que Wiesel consideró la presencia de Tuðman en la inauguración del museo como «una vergüenza» («a disgrace») (disponible en línea: <nytimes.com/1993/04/22/us/anger-greets-croatian-s-invitation-to-holocaust-museum-dedication.html>).

29 El texto del discurso de Elie Wiesel puede consultarse en la página web del Museo del Holocausto: <ushmm.org/information/about-the-museum/mission-and-history/wiesel>.

30 Ibíd.

31 Diana Jean Schemo: «Anger Greets Croatian’s Invitation to Holocaust Museum Dedication» y «Holocaust Museum Hailed as Sacred Debt to Dead», New York Times, 22 y 23 de abril de 1993, respectivamente.

32 En el Dizionario generale de’ sinonimi (Romani, 1826, II: 252) puede leerse que el guardián «se limita al cuidado o al gobierno de las personas o cosas expuestas y que quedan bajo inspección ocular», mientras que por custodio se entiende «aquel que cuida lo que no está expuesto a la vista, sino cerrado y protegido», «aunque guardia y custodia también se utilicen a menudo en el sentido propio, como sinónimos».

33 Giacomo Valtolina: «Il treno della memoria, un viaggio intergenerazionale», Corriere della Sera, 25 de noviembre de 2012.

34 Disponible en línea: <raiscuola.rai.it/articoli-programma-puntate/gli-speciali-di-raiscuola-i-Guardiani-della-memoria/35987/default.aspx>.

35 Disponible en línea: <arteinmemoria.it/memoriedinciampo/instal_brescia/libretto_1.pdf>.

36 Disponible en línea: <amando.it/salute/psicologia/giornata-della-memoria-per-non-dimenticare.html>.

37 Sobre el traductor como guardián, véase Deane-Cox (2013).

38 Las palabras custodio y guardián se repiten a lo largo de la literatura académica sobre la llamada posmemoria, pero también en una variedad de contextos diferentes que se refieren a la función divulgativa de los guardianes, hasta converger en el léxico más trivial de la promoción del turismo gastronómico donde se aplican los términos a áreas que no tienen nada que ver con la Shoah, pero que aplican la referencia a un patrimonio simbólico amenazado por agresiones externas o en riesgo de extinción. Una búsqueda rápida en la red revela diferentes entradas para el sintagma guardianes de la memoria (Guardiani della memoria en italiano), lo que muestra que esta definición se ha aplicado a muy diversos grupos, desde los funcionarios anti-EIIL (refiriéndose a la conservación del patrimonio arqueológico amenazado por los yihadistas en Siria) y el Ensamble Moxos (para la perpetuación de la memoria amazónica de Bolivia), hasta la Asociación Nacional de San Paolo Italia (conservación del antiguo pueblo de San Ponzo), la asociación DoMani (la fiesta de la uva de Zagarolo) y los vecinos de Rasiglia (y el Belén viviente de la localidad).

Los guardianes de la memoria

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