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Capítulo 1

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NO QUIERE un globo, señorita? Recuerdo de la feria de Nuee.

Adrienne se puso nerviosa, pero se dijo a sí misma que el hombre no podía saber quién era ella y, mucho menos, que estaba intentando venderle un globo a la princesa Adrienne de Marigny, de la casa real de Carramer.

Había elegido unos pantalones azul marino y una sencilla blusa blanca para pasar desapercibida entre las miles de personas que habían acudido a la muestra de caballos de Nuee. Su sombrero de paja y las gafas de sol no solo escondían su muy fotografiado rostro y la cascada de cabello negro, además protegían su delicada piel del sol.

Un sentimiento de aventura la invadió y Adrienne sonrió al vendedor. La última vez que le habían ofrecido un globo tenía ocho años y una niñera lo había comprado para ella. Adrienne asistía todos los años a la feria, pero siempre en su papel oficial. Aquel día, sin embargo, nadie podría decirle que una princesa no podía hacer tales frivolidades.

–Sí, gracias.

El hombre sonrió.

–Elija el que quiera. Pero una chica tan guapa como usted debería dejar que un caballero se lo regalara.

–Me temo que no hay ningún caballero.

Aquel hombre seguramente no sabía que Adrienne, como princesa, tenía restringida su elección de acompañantes, como tenía restringido dónde iba y lo que hacía.

Si sus hermanos, el príncipe Lorne y el príncipe Michel, supieran que había salido disfrazada y sin escolta, les daría un ataque, sobre todo a su hermano mayor. Sus padres habían muerto cuando ella era una niña y, desde entonces, Lorne se consideraba su guardián. Sabía que su hermano solo quería lo mejor para ella, pero con veintitrés años, Adrienne era muy capaz de cuidar de sí misma.

Además, al estar sus dos hermanos ya casados, su papel en la casa real había quedado muy reducido. Al menos podía sacudirse el título de vez en cuando y ser ella misma.

Aquel era uno de esos días. Como tenía un par de horas para disfrutar antes de hacer su papel de anfitriona en una gala benéfica, Adrienne había decidido acudir a la feria anual de Nuee. Lo que más le interesaba era la muestra ecuestre, que empezaba con una demostración de los caballos de la isla, famosos en todo el mundo.

El hombre le dio un globo de color plateado con una rosa dibujada.

–Parece usted una chica a la que le gustan las rosas.

–Prefiero los caballos –sonrió ella, indicando un globo con el dibujo de un alazán. Con la crin al viento, el dibujo le recordaba a los caballos salvajes que corrían por las colinas de Nuee.

–Se lo regalo –dijo el vendedor entonces–. Ya puede decir que un hombre le ha regalado un globo.

Adrienne vio sinceridad en su rostro.

–Es muy amable, pero prefiero pagarlo –sonrió, buscando el monedero en su bolso. Un gesto que no solía hacer porque raramente tenía que pagar por algo.

–Guárdeselo –insistió el hombre–. Es un regalo.

–Gracias –dijo Adrienne, preguntándose por qué un gesto tan sencillo como aquel la emocionaba. Si el hombre supiera quién era ella, podría pensar que estaba intentando conseguir algo, pero solo era una persona amable intentando hacer felices a los demás.

Aquello hizo que se alegrara aún más de haber salido de palacio disfrazada. Una princesa raras veces tenía oportunidad de vivir el contacto humano de esa forma. Cuando acudía a cualquier evento, los escoltas se encargaban de abrir paso para ella y nadie podía dirigirle la palabra por cuestiones de seguridad. El hombre, satisfecho con regalarle el globo, se alejó entre la multitud.

–Cuidado, se le va a escapar.

Perdida en sus pensamientos, Adrienne se sobresaltó cuando un hombre tomó su mano para evitar que el globo se escapara por el aire. La mano del hombre era tan firme y tan masculina que Adrienne apartó la suya, turbada.

–Gracias –murmuró.

–Parecía estar pensando en otra cosa –sonrió él.

Adrienne lo miró, incómoda. Llevaba una chaqueta marrón y camisa sin corbata. Era tan alto como sus hermanos y, a pesar de que ella no era bajita, tuvo que levantar la mirada para ver su cara. El desconocido tenía unos preciosos ojos azules con puntitos dorados.

Aunque iba vestido como un hombre de negocios, su bronceado sugería que pasaba mucho tiempo al aire libre. Sus facciones eran duras, pero muy atractivas. Tenía acento estadounidense y Adrienne se preguntó qué lo habría llevado a la feria de Nuee.

–Gracias por recuperar mi globo.

–¿Por qué no se lo ata? –preguntó el hombre que, sin esperar respuesta, empezó a atárselo a la muñeca. Cuando las grandes manos del hombre se cerraron sobre su delicada piel, Adrienne sintió un calor desacostumbrado que le recorrió el brazo. Solo duró un segundo, pero era una sensación tan intensa como desconocida para ella.

El hombre miró el globo.

–¿Le gustan los caballos o los globos?

–Las dos cosas –contestó Adrienne, nerviosa. Él tenía una voz ronca, profunda, como el terciopelo rozando la piel. Qué tontería, pensó entonces. No estaba acostumbrada a que nadie la tocase y por eso tenía tan extraños pensamientos.

En ese momento escucharon por el altavoz que el espectáculo de doma iba a comenzar.

–¿Va a ver el espectáculo?

–Sí –contestó ella.

–Tengo un pase para la tribuna de socios. ¿Quiere verlo desde allí conmigo?

Como patrocinadora de la feria, Adrienne tenía acceso a cualquier pabellón. Al menos, lo tenía la Princesa, se recordó a sí misma. Pero su álter ego, Dee, no tenía tales privilegios y se sintió tentada de aceptar. Aquel hombre la intrigaba, pero era demasiado arriesgado. En la tribuna de socios podría encontrarse con alguien que la reconociera.

–No puedo –dijo, incapaz de esconder su desilusión–. He quedado… con una persona.

–En ese caso, espero que lo pase bien –sonrió el hombre, despidiéndose con un gesto.

Cuando desapareció, Adrienne sintió una inexplicable sensación de vacío. Él solo había intentado ser amable y seguramente se alegraba de que no hubiera aceptado. Adrienne suspiró mientras se encaminaba hacia las gradas.

Debía de estar loco, pensaba Hugh mientras se dirigía hacia la tribuna. ¿No tenía suficientes preocupaciones trabajando con el príncipe Michel para construir un rancho estilo estadounidense en Nuee? Hugh sabía que sus planes eran muy sólidos, pero hasta que el rancho fuera una realidad no debía perder el tiempo con nada. Ni siquiera con una mujer tan intrigante como la que acababa de conocer.

Hugh miró por encima de su hombro. El globo que flotaba en el aire le indicaba que ella se dirigía hacia las gradas. No era la única mujer que llevaba sombrero y gafas de sol, pero era la única que parecía esconderse y eso despertaba su curiosidad. Hablaba con el mismo cultivado acento inglés que el príncipe Michel, de modo que debía de ser una aristócrata.

El instinto le decía que lo de esperar a alguien había sido una excusa. Probablemente él no le había gustado, pero era demasiado educada como para decirlo. Eso le recordó a su ex esposa. Hugh sonrió para sí mismo. Si alguien le había enseñado la futilidad de intentar conseguir lo imposible, esa había sido Jemima.

El día que conoció a Jemima Huntly, Hugh se dio cuenta de que eran tan diferentes como un diamante y un trozo de cristal. Debería haber visto las señales de advertencia cuando ella le dio una charla sobre reglas de comportamiento el primer día que salieron, pero Hugh era más joven y estaba locamente enamorado de ella. Tenía que admitir que, además, se había sentido halagado de que una mujer como ella, la millonaria hija de un embajador, pudiera enamorarse de un ranchero sin apellido ilustre que se había hecho rico con su trabajo.

Había sido un tonto. Jemima le había dicho que estaba aburrida de su círculo de amistades y que prefería su estilo de vida, pero la atracción por la novedad se había disipado poco después de casarse, cuando Hugh había intentado controlar su enloquecida forma de gastar dinero.

No había esperado que su mujer viviera como una mendiga, solo que moderase sus gastos. Pedirle que limitara sus compras a un viaje a Europa por temporada le había parecido razonable; pero evidentemente a Jemima, no. Se portaba como si él la obligase a vestirse con andrajos.

–Soy un ranchero, no un jeque árabe –le había dicho, con las manos llenas de facturas con nombres de casas de costura francesas.

–Te quejas de que yo me gasto dinero, pero tú vas a gastarte una fortuna en ese caballo tuyo… Caravan o como se llame.

–Carazzan –había corregido él, sabiendo que era imposible intentar explicarle a Jemima la importancia de ese caballo para su futuro. Desde que Dan Jordan, el hombre que lo había tratado como a un hijo, lo había retado a una pelea para demostrarle que no era tan duro como parecía, Hugh había descubierto lo que era en realidad, un hombre al que le gustaba la tierra y la vida al aire libre más que nada en el mundo.

Y siempre le agradecería que hubiera descubierto aquel potencial en él. Hasta entonces, Hugh había vivido en casas de acogida de las que lo echaban siempre por ser un niño intratable. Había sentido amargamente la muerte de Dan y decidió entonces devolverle el amor que le había dado cuidando las tierras que este le dejó en herencia.

Dan le había contagiado el sueño de criar los mejores caballos del mundo y Hugh había descubierto el potencial de Carazzan en una noticia del periódico. Carazzan era un hermoso semental al que un viejo mozo de cuadra encontró conduciendo una manada por las colinas de Nuee. Y Hugh había decidido comprar aquel caballo desde que leyó la noticia.

Cuando se enteró de que estaba en venta, decidió adquirirlo, pero Jemima se había llevado a París el dinero que Hugh había guardado en una cuenta especial. Como resultado, el caballo había sido comprado por un miembro de la familia real de Carramer. Quizá era una estupidez, pero Hugh no descansaría hasta que aquel magnífico ejemplar estuviera en su rancho.

Podría haber perdonado a Jemima por llevarse el dinero, pero lo que no podía perdonarle era que se hubiera ido con otro hombre y después se portara como si fuera algo normal.

–Era un antiguo novio. No tiene ninguna importancia –se había excusado ella.

Después de perder a la única persona en el mundo que se había ocupado de él, Hugh no podía soportar que su propia esposa lo traicionara y había pedido el divorcio, dejándole a Jemima una buena cuenta en el banco. Pero ella, furiosa, se dedicó a extender rumores sobre su situación financiera. Dieciocho meses después, Hugh podía reírse del asunto, pero en el momento le había hecho mucho daño. Cuando los rumores se extendieron, los bancos se negaron a darle créditos y las tierras que quería comprar para ampliar el rancho ya habían sido compradas por otros.

Había necesitado de todo su carácter para salir de aquella situación y mostrar al mundo que no solo no tenía problemas económicos, sino que estaba prosperando. Poco a poco, los bancos recuperaron la confianza en él y las cosas volvieron a la normalidad.

En lo que se refería al golpe a su orgullo masculino no podía hacer nada, pero nunca le había importado lo que los demás pensaran de él. Después de su experiencia con Jemima, no pensaba volver a involucrarse con otra mujer, especialmente con la clase de mujer rica y mimada que vivía en un mundo tan diferente al suyo.

Como la mujer del globo, pensó Hugh. Él no era ningún experto en moda, pero Jemima lo había enseñado a reconocer la ropa de diseño. Aunque la joven del sombrero iba vestida de forma sencilla, su ropa decía a gritos que era de alta costura.

¿Qué habría detrás de esas gafas oscuras? Hugh estaba seguro de que escondía algo. Y habría dado cualquier cosa por saber qué era.

Era una estupidez que siguiera pensando en ella, se dijo a sí mismo mientras entraba en la tribuna de socios. Había ido a la feria solo para ver los espectaculares caballos de Nuee, famosos en el mundo entero. Eran una mezcla de los caballos primitivos de la isla con caballos españoles. La combinación era extraordinaria y el más extraordinario de todos era Carazzan, un semental capaz de criar la raza de animales con los que Hugh soñaba.

Carazzan no estaba en la feria y tampoco lo estaría su real propietaria, pero Hugh conocería a la princesa Adrienne por la noche, durante la gala benéfica. No le apetecía mucho soportar tanta pompa, pero era la única forma de convencerla de que debía venderle a Carazzan.

El público empezó a aplaudir y Hugh se concentró en los jinetes que montaban a pelo sobre los hermosos caballos de la isla.

El corazón de Adrienne latía con fuerza mientras los jinetes realizaban su exhibición. Era algo típico, basado en los grabados encontrados en las cuevas de Nuee. Desde tiempo inmemorial, los jinetes de la isla entrenaban a sus caballos para realizar hazañas como lanzarse a caballo desde un precipicio y llegar a la playa sin soltar las crines del animal.

Adrienne habría dado cualquier cosa por presenciar aquello. Según la leyenda, los jinetes vivían con sus caballos y, a veces, morían con ellos.

La prueba de que eran los mejores del mundo estaba frente a ella. Con increíble rapidez y exactitud, los caballos y sus jinetes hacían una demostración en la arena que dejaba a los espectadores boquiabiertos y emocionados, a veces incluso obligándolos a levantarse de su asiento, con el corazón encogido. Cuando terminó el espectáculo, se sentía tan cansada como si ella misma hubiera estado montando.

Por la fuerza de la costumbre, Adrienne se dirigió a los establos, como solía hacer cuando asistía oficialmente a aquel tipo de espectáculo, pero se dio cuenta de su error cuando se encontró con un jinete borracho en uno de los estrechos pasillos.

–No se puede pasar.

–Perdón –murmuró ella, dándose la vuelta.

–Pero puedo enseñarle los establos si quiere –dijo el borracho, tomándola del brazo.

–No, gracias.

–No hay prisa, guapa. Seguro que te gustan los jinetes –rio el hombre. El olor a alcohol que despedía era tan fuerte que la mareaba.

–Por favor, suélteme –dijo Adrienne intentando aparentar tranquilidad, aunque su corazón latía acelerado.

–Me llamo Kye. ¿Tú cómo te llamas?

–Dee –contestó ella. Lo último que deseaba era provocar una escena y que todo el mundo descubriera quién era en realidad.

–Ven, voy a enseñarte mi caballo.

El hombre empezó a tirar de ella hacia los establos y, cuando el globo que llevaba atado a la muñeca se soltó, Adrienne intentó no asustarse.

–No puedo. Estoy con una persona.

El hombre miró hacia atrás.

–Pues yo no veo a nadie.

–Estoy aquí –gritó ella, como si se dirigiera a alguien.

–No hagas tonterías.

El hombre le puso una mano sobre la boca para ahogar sus gritos y Adrienne tuvo que reunir todo su valor para no desmayarse. Casi se le doblaron las piernas de alivio cuando vio aparecer a un hombre a la entrada del pasillo. Era el hombre con el que había hablado antes del espectáculo. Desesperada, Adrienne mordió la mano del borracho y este se apartó con un gesto de dolor.

–¡Auxilio! –gritó Adrienne antes de que volviera a taparle la boca.

El hombre se acercó a ellos.

–¿Qué pasa aquí?

–Parece que esta chica y yo no nos ponemos de acuerdo. No es asunto suyo.

–¿Por qué no suelta a la señorita para que pueda hablar ella misma? –dijo el estadounidense con aparente tranquilidad. Pero algo en él había cambiado; su lenguaje corporal decía que estaba dispuesto a obligarlo si era necesario.

El borracho se dio cuenta también, pero se irguió de forma beligerante sin soltar su presa.

–Ella está conmigo.

Hugh la miró. Aquel borracho no podía ser la persona a la que ella esperaba.

–¿Está con él?

–No lo había visto en mi vida. Solo quiero que me suelte.

De nuevo, Hugh se sintió turbado por su cara de muñeca. Tenía la piel de color melocotón y bajo el sombrero podía ver un cabello negro como la noche. No podía ver los ojos tras las gafas de sol, pero imaginaba que serían tan hermosos como el resto de su cara. ¿Qué hacía una mujer como ella en los establos de una feria? ¿No sabía que los jinetes, hombres acostumbrados a vivir la vida, se creían donjuanes en cuanto tomaban dos copas?

–Suéltela.

Era una orden y el borracho se dio cuenta. Hugh era tan alto como él y mucho más fuerte, pero aquella chica era muy guapa y el jinete parecía debatirse entre pelear por ella o dejarla ir.

Antes de que dijera nada, la joven lo golpeó con la rodilla en la entrepierna y el hombre lanzó un grito de dolor. Después, se alejó cojeando y lanzando maldiciones.

–Voy a llamar a seguridad –dijo Hugh.

Adrienne le puso una mano en el brazo.

–No hace falta.

–Pero ese hombre la ha atacado.

–Está borracho. No sabía lo que hacía.

–¿Y si lo intenta con otra mujer?

Otra mujer podría no tener la suerte de que apareciera alguien para salvarla, tuvo que admitir la Princesa.

–Yo… llamaré a la policía cuando llegue a casa. Pero no creo que hoy vuelva a intentar nada con nadie.

–Eso es verdad –dijo él, pero no parecía muy convencido.

–Gracias por ayudarme. ¿Cómo ha sabido que estaba aquí?

–Vi el globo flotando a la entrada de este pasillo y pensé que le habría ocurrido algo –contestó él–. ¿Seguro que se encuentra bien?

–Sí –asintió Adrienne, pero no pudo disimular un escalofrío.

–¿Le apetece tomar algo?

–Sí, gracias.

Se dirigieron a una de las terrazas de la feria y el hombre eligió una mesa apartada.

–¿Qué quiere tomar?

–Un té, por favor. No puedo quedarme mucho tiempo.

Ella pareció un poco más calmada después de tomar su té.

–¿Se encuentra mejor?

–Sí, gracias.

–¿Puedo preguntarle cómo se llama?

–Dee –contestó Adrienne.

–¿Va a llamar a la policía, Dee?

–Sí, claro –murmuró Adrienne, pero no podía hacerlo. ¿Cómo iba a explicarles lo que había pasado? Tendría que buscar otra forma de solucionar el asunto. Adrienne se sintió aliviada cuando una conmoción al otro lado de la terraza le ahorró la explicación–. ¿Qué pasa?

–Están presentado a la reina de la feria.

Al ver las cámaras, Adrienne se levantó.

–Debo irme.

–No ha terminado su té –protestó el estadounidense. Adrienne se colocó de espaldas a los periodistas. Si alguno de ellos la reconocía, estaba perdida–. Está nerviosa, pero no me sorprende. Después de lo que ha pasado, cualquiera lo estaría.

Ella lo miró, sorprendida. Aquel hombre parecía genuinamente preocupado por ella. Adrienne estaba acostumbrada a los halagos de todo el mundo por su condición de princesa, pero era tan raro que alguien se preocupase por ella como persona que se sintió emocionada.

–Le agradezco mucho su preocupación.

–No tiene que agradecérmelo.

El grupo de fotógrafos se había acercado y el flash de una cámara sorprendió a Adrienne, que se levantó a toda prisa.

–Tengo que irme.

El estadounidense se levantó también. Los fotógrafos se habían agrupado cerca de su mesa y la empujaron sin querer. Hugh la sujetó por la cintura y ella sintió un escalofrío.

Se vieron rodeados por los fotógrafos y Adrienne aprovechó el momento para escabullirse, pero su rescatador la siguió.

–La acompañaré a casa.

–¡No! –exclamó ella. Él la miró, sorprendido–. Tengo el coche muy cerca.

–Entonces, la acompañaré a su coche.

Afortunadamente, Adrienne había tomado prestado el coche de su secretaria, que conocía sus escapadas.

–Gracias por todo –dijo antes de cerrar la puerta.

Él la observó salir del aparcamiento, pensativo.

Rivales enamorados

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