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Capítulo 2

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ENTRE –dijo Adrienne cuando oyó un golpecito en la puerta de su vestidor.

Era su secretaria personal, Cindy Cook. La carpeta de piel marrón que llevaba bajo el brazo hacía un curioso contraste con su vestido de seda azul.

–Está bellísima, Alteza –dijo la joven, haciendo una pequeña reverencia.

Cindy trabajaba para ella desde que se habían graduado en la universidad y sabía que aquello no era un simple halago. En realidad, Adrienne estaba encantada con su nuevo vestido.

Era una elegante túnica de color verde esmeralda con un gran escote en la espalda. Con los rizos morenos recogidos sobre la cabeza y sujetos por una tiara de diamantes, parecía lo que era: una princesa.

–¿No te parece un poco atrevido para la gala benéfica?

–A los fotógrafos les encantará.

Como respuesta, era muy inteligente. Seguramente, el vestido era un poco atrevido, pero ya era demasiado tarde para cambiarse. Adrienne no le había contado a Cindy el incidente con el jinete borracho ni lo del hombre que la había rescatado, diciéndose a sí misma que no había tenido importancia. Aunque no estaba tan segura de que fuera así.

–Es un diseño de Aloys Gada. Allie me lo recomendó.

Allie, o más exactamente, la princesa Alison era la esposa de Lorne. Nacida en Australia, era como un soplo de aire fresco en palacio. Como Caroline, la esposa estadounidense de Michel. Igual que Lorne y Allie, Michel y Caroline eran muy felices y Adrienne estaba deseando convertirse en tía.

–¿En que estás pensando? –preguntó entonces Cindy, que solía tratar de tú a la Princesa cuando estaban solas–. Seguro que no es en la gala de esta noche.

–En una persona que he conocido hoy –suspiró Adrienne. Llevaba mucho tiempo soñando con encontrar al hombre de su vida, pero estaba empezando a desesperar.

Y no podía dejar de pensar en aquel estadounidense.

–¿Un hombre? –sonrió su secretaria.

–Puede ser –suspiró Adrienne, pensando que sería mejor no contar nada–. ¿Cuáles son los nombres importantes? –preguntó, para cambiar de tema. Abriendo la carpeta, Cindy recitó varios nombres, todos ellos aristócratas. La gala benéfica que tendría lugar aquella noche era a favor de los niños sin hogar y Adrienne conocía a casi todos los benefactores. Sería una noche aburridísima, pero la soportaría porque era para una buena causa–. ¿Alguna cara nueva?

–¿Una cara joven?

–Para variar un poco.

Cindy comprobó la lista.

–No hay casi nadie de tu edad. El más joven es un extranjero, Hugh Jordan. Está aquí para llevar a cabo un proyecto con el príncipe Michel.

–¿Por eso está invitado?

Cindy negó con la cabeza.

–No. Mis notas dicen que ha hecho un gran donativo.

–Supongo que pensará que eso le hace quedar bien ante Michel –murmuró Adrienne.

Había reconocido el nombre. Hugh Jordan pensaba montar un rancho en Nuee, en unas tierras que Adrienne había querido para sí misma.

La seguía molestando que Michel hubiera confiado en un extranjero para desarrollar el proyecto y no en su propia hermana. Ella sabía tanto sobre caballos como cualquier hombre. Pero era una princesa y las princesas no dirigían ranchos, Adrienne recordó las palabras de su hermano.

Michel no había dicho eso exactamente, le había dado más bien razonamientos como «es inapropiado para una persona de tu posición, te quitaría mucho tiempo y tienes obligaciones oficiales…», pero el resultado era el mismo. Hugh Jordan iba a crear el rancho de sus sueños.

Al parecer, Michel le había hablado sobre su interés por los caballos, particularmente la raza autóctona de Nuee y Hugh Jordan se había mostrado interesado en conocerla. Adrienne no tenía intención de compartir sus conocimientos con un extranjero para que después él se aprovechara de ellos, pero Hugh Jordan había conseguido colarse en la gala benéfica y forzosamente tendría que conocerlo.

–Seguro que fuma puros y es gordísimo –rio Cindy. Adrienne soltó una carcajada–. Y por muy feo que sea, seguro que tú consigues que haga otra enorme donación para tus niños.

–Lo considero una obligación –sonrió la princesa.

Cindy le habló del resto de los detalles con su habitual eficiencia.

–Eso es todo –dijo, cerrando la carpeta. Adrienne se levantó del sillón, pero de repente le fallaron las piernas–. ¿Estás bien? No deberías haber salido esta tarde.

Aunque era su cómplice, Cindy no aprobaba sus salidas de incógnito y Adrienne lo sabía.

–Estoy bien. Pero necesito comer algo.

–Haré que te suban una bandeja inmediatamente.

Un criado subió poco después, pero Adrienne apenas probó bocado. Media hora más tarde, entraba en el gran salón de palacio.

Los invitados se colocaron en fila para saludarla y Cindy se puso detrás de la princesa por si necesitaba que le recordara algún nombre. Aunque no solía ser necesario; Adrienne tenía muy buena memoria y recordaba todas las caras.

Sin embargo, cuando un hombre se acercó para estrechar su mano, se quedó helada.

–Hugh Jordan, de San Francisco –murmuró Cindy.

–Alteza, qué sorpresa –dijo él, irónico. A juzgar por el brillo de sus ojos azules, la sorpresa no era más agradable para él que para ella. En lugar del hombre de negocios gordo e insufrible que Adrienne había imaginado, Hugh Jordan era alto, fuerte y muy guapo. Y el hombre que la había rescatado en la feria. Al igual que los otros invitados, tomó su mano para saludarla, pero no la soltó inmediatamente, como requería el protocolo–. El mundo es un pañuelo, ¿verdad?

Los años de entrenamiento consiguieron que Adrienne no perdiera la sonrisa, aunque por dentro estaba muy nerviosa.

–Es un placer conocerlo, señor Jordan.

Su corazón latía a toda velocidad, pero ni siquiera permitió que un pestañeo demasiado rápido la delatara.

Por un segundo, una sombra de duda cruzó las facciones de Hugh Jordan y Adrienne se dio cuenta de que estaba intentando decidir si la mujer que había conocido por la tarde era la misma que tenía frente a él. Con aquel vestido de noche y una fortuna en joyas adornando su cuello y su cabeza, sabía que tenía un aspecto muy diferente. ¿Podría convencerlo de que se trataba de un error?

–El placer es mío, Alteza. Espero que más tarde podamos hablar sobre… intereses comunes.

Antes de que Adrienne pudiera replicar, él soltó su mano y se alejó, obligándola a saludar al siguiente invitado. ¿Qué habría querido decir con eso? Hugh Jordan había ido a Nuee para negociar la creación de un rancho, el rancho que ella misma había soñado construir. Si el estadounidense pensaba que podría aprovecharse de aquel encuentro para conseguir su apoyo, estaba muy equivocado.

No podía creer que aquel hombre quisiera aprovecharse de ella. Pero, en realidad, no lo conocía.

Hugh Jordan había descubierto un secreto que solo Cindy sabía. ¿Cómo usaría esa información? La pregunta estuvo dando vueltas en su cabeza durante toda la ceremonia de saludos y después, cuando brindó con los invitados para agradecerles sus aportaciones económicas.

–¿Te encuentras bien? –le preguntó Cindy en voz baja.

–Sí. ¿Por qué?

–Porque esa es la segunda copa de champán y no sueles beber durante las recepciones.

Adrienne miró la copa vacía que tenía en la mano. Ni siquiera se había dado cuenta, pero Cindy tenía razón. Durante aquellas cenas, ella solía beber agua para mantener las ideas claras.

–Gracias, Cindy. Estoy un poco distraída.

–Me ha parecido que te quedabas sorprendida al ver a Hugh Jordan. ¿Lo conocías?

–No.

–Como ha hecho la contribución más elevada, se sentará a tu lado en la mesa.

Adrienne miró al hombre que capturaba su atención incluso a muchos metros de distancia. De nuevo, el corazón empezó a golpear con fuerza su pecho. Incluso con esmoquin, parecía el protagonista de una película del oeste. Era más alto que el resto de los hombres y no podía pasar desapercibido… sobre todo, porque estaba mirándola desde el otro lado del salón con aquellos ojos suyos.

En ese momento, él se abrió paso entre los invitados.

–¿No podemos cambiar la distribución? –preguntó Adrienne.

Su secretaria miró el reloj, angustiada.

–Tenemos que sentarnos dentro de tres minutos. Tendría que pedirle al maître que retrasara un poco el servicio…

–No te molestes, da igual –la interrumpió Adrienne. Hugh Jordan acababa de llegar a su lado y le ofreció su mejor sonrisa–. Señor Jordan, me han dicho que va a sentarse a mi lado durante la cena.

Él le ofreció el brazo y Adrienne lo tomó, sin dejar de sonreír.

–Llámeme Hugh, pero yo no sé cómo llamarla.

–Mi nombre es Adrienne de Marigny, como usted sabe. Y la gente me llama Alteza –replicó ella entonces. Si apartaba su mano del brazo de aquel hombre, su jefe de protocolo sufriría un ataque, pero lo único que deseaba era salir corriendo.

La mesa era suficientemente grande como para que un avión aterrizara en ella, pero con Hugh a su lado, Adrienne sentía que le faltaba espacio.

–¿Qué lo ha traído a Nuee, Hugh? –preguntó la princesa cuando sirvieron el primer plato.

–Voy a construir un rancho en su país. Será una versión de mi propio rancho en Estados Unidos.

Como gobernador de las islas de los Ángeles y Nuee, el príncipe Michel, debía dar su consentimiento antes de que un extranjero pudiera hacer una inversión de tal calibre y quizá Adrienne tuviera tiempo para convencer a su hermano de que no lo hiciera.

–¿Y sus planes van muy adelantados?

–He comprado las tierras y lo único que necesite es la aprobación del príncipe Michel.

Una aprobación que no había querido darle a su propia hermana, recordó Adrienne, furiosa.

–Supongo que esperará que le hable bien de su proyecto a mi hermano.

–Creo que debería preocuparse más por lo que yo pueda decirle a su hermano que por lo que tenga que decirle usted.

–No sé a qué se refiere –replicó Adrienne, muy digna.

Hugh miró alrededor, pero los invitados estaban muy ocupados charlando.

–Sabe muy bien a qué me refiero… Dee.

De modo que intentaba aprovecharse de la situación, pensó Adrienne.

–No me llame así –dijo en voz baja.

–Supongo que nadie sabe nada sobre sus pequeñas excursiones.

–Las personas que están a mi servicio saben que me gusta estar en contacto con los ciudadanos de mi país.

–¿Así es como llama a arriesgar el cuello para dar una vuelta?

Adrienne se irguió como la princesa que era.

–Presume usted demasiado sin saber nada, señor Jordan.

Él apretó su mano entonces en un gesto sorprendentemente posesivo.

–Es una mala costumbre, especialmente con una dama cuyo precioso cuello he tenido el placer de salvar.

–Tengo la impresión de que mi agradecimiento no va a ser suficiente –dijo ella entonces, irritada.

–Me temo que no. ¿Por qué se ha negado a verme?

–Yo no…

–Personalmente no, desde luego. Sus secretarios me han dado todo tipo de excusas, pero sé que sencillamente no ha querido verme.

Aquel hombre tenía el atrevimiento de interrumpirla cuando nadie, excepto sus hermanos, se atrevía a hacerlo.

–Tengo muchas obligaciones, señor Jordan.

–La prosperidad de Nuee debería ser una de sus prioridades.

–Y lo es. Es la más pequeña de las islas del reino de Carramer y la más necesitada de recursos.

–Y uno de sus recursos es precisamente los caballos salvajes, únicos en el mundo.

–Exactamente.

–Entonces, ¿por qué no ha querido verme? Su hermano me ha dicho que es usted una experta en los caballos autóctonos. Con sus conocimientos y mi rancho, podríamos conquistar el mundo de la cría caballar.

–¿Y por qué tendría yo que conquistarlo con usted?

Hugh la miró, sorprendido.

–De modo que es eso. Usted deseaba las tierras.

–Son perfectas para criar caballos.

–¿Y por qué no las compró? –preguntó Hugh, mirando alrededor. Solo la cubertería que había en aquella mesa podría dar de comer a varias familias durante un año–. No puede ser un problema de dinero.

–No es eso. Más bien es una cuestión de cromosomas.

Él pareció sorprendido.

–¿Porque es una mujer? Carramer no es un reino feudal.

–Depende.

–¿Sus hermanos? –preguntó entonces Hugh. Adrienne asintió–. Supongo que tendrían alguna razón para negárselo. Quizá intentaban protegerla.

–Yo puedo protegerme sola, señor Jordan.

–¿Como lo hizo esta tarde? Podría haberse metido en un buen lío, Alteza.

–Yo me habría encargado de ese borracho. De hecho, lo hice, si no recuerdo mal –replicó ella. Hugh debía reconocer que tenía razón.

–Entonces, hoy no ha sido la primera vez que ha salido de palacio disfrazada.

–Si tanto le interesa saberlo, no. No es la primera vez.

–Alteza, debería tener cuidado.

Adrienne lo miró, sorprendida. Parecía genuinamente preocupado por ella. Por suerte, en ese momento los criados servían el segundo plato.

–Me alegro de haber hablado con su alteza, pero no puedo monopolizar su conversación toda la noche.

Hugh era un hombre hecho a sí mismo, pero conocía las reglas de protocolo y sabía que ambos debían hablar con el comensal que tenían al otro lado.

–Pero aún me debe un baile –le recordó antes de que ella tuviera tiempo de volverse hacia el invitado de su derecha.

–¿Un baile?

–Como el mayor benefactor de esta gala, tengo derecho a bailar una vez con la Princesa.

–Puede que me retire después de cenar –replicó ella, enojada.

–Ni siquiera su alteza se atrevería a tal desaire.

Era cierto, pensó Adrienne, furiosa. Y seguía teniendo la impresión de que aquel hombre quería algo de ella.

–Muy bien. Le concedo un baile entonces.

Él asintió con la cabeza y Adrienne se volvió hacia el comensal de la derecha, suspirando. Esperaba que hablar con él fuera más fácil que hacerlo con aquel extranjero tan grosero.

Aunque intentaba prestarle atención, no podía dejar de mirar a Hugh por el rabillo del ojo. Mientras el hombre hablaba sobre plantaciones de café, Adrienne movía la comida en su plato, sin probar bocado.

–Creo recordar que es usted un gran conocedor de las plantas tropicales.

–Así es –sonrió el hombre, encantado–. Veo que está bien informada.

Más bien tenía una secretaria muy eficiente, pensó Adrienne.

Mientras el hombre hablaba, ella seguía mirando de soslayo a Hugh Jordan, que estaba hablando con la rubia de su izquierda. Era la esposa de alguien, no recordaba quién, aunque en aquel momento estaba coqueteando descaradamente con Hugh. La irritaba aquel hombre, no solo porque conocía su secreto, sino porque no la trataba con el respeto debido.

No podía culparlo por comprar unas tierras que ella deseaba, pero la ponía furiosa su actitud ridículamente machista. Ella no necesitaba protección de nadie.

Sin embargo, al mismo tiempo, la intrigaba. Posiblemente porque Hugh Jordan no se sentía intimidado a su lado. En Estados Unidos no había realeza, pero la actitud de Hugh no parecía debida a su falta de experiencia, sino más bien a su carácter.

Al final de la cena, Adrienne se levantó, señalando a los invitados que debían pasar al salón de baile. Su corazón seguía latiendo con fuerza. Si Hugh Jordan le contaba a su hermano Michel lo que sabía, podría causarle muchos problemas.

–¿Me concede el honor de este baile, Alteza? –preguntó él cuando la orquesta empezó a tocar.

–Sí –murmuró ella.

Él tomó su mano con una suavidad inesperada y la llevó al centro del salón. Cuando puso la otra mano sobre su espalda desnuda, Adrienne sintió un escalofrío.

–Parece sorprendida de que sepa bailar. ¿Pensaba que un vaquero como yo no sabría moverse?

–Parece que está acostumbrado a moverse en salones reales y, obviamente, es inteligente o no habría impresionado a mi hermano. ¿Por qué quiere aparentar que es un rudo vaquero?

–Porque lo soy. Soy un huérfano, un chico de la calle. Yo no nací entre algodones como usted.

Adrienne se puso tensa.

–¿Porque pertenezco a la familia real?

–Por pertenecer a cualquier familia. Yo no tuve una hasta los catorce años, pero usted no parece apreciar la suya.

–¿Por qué piensa eso? –preguntó ella, sorprendida y cada vez más irritada por el comportamiento de aquel hombre.

–¿Por qué, si no, sale de palacio disfrazada, arriesgándose a que le pase cualquier cosa?

–Usted no podría entenderlo –dijo Adrienne.

–Y no sé si quiero, Alteza. ¿O prefiere que la llame Dee?

–Preferiría que me soltase, señor Jordan. Ya le he concedido un baile y… ¡oh!

Hugh la sujetó por la cintura.

–¿Le pasa algo?

–No, estoy bien. Un poco mareada, nada más.

Sin soltar su brazo, Hugh la llevó a una terraza iluminada por antorchas.

–No ha comido mucho, ¿verdad?

–No tenía hambre.

–¿No se da cuenta de que es posible que siga en estado de shock después de lo que le pasó esta tarde? –preguntó él, aparentemente enfadado.

–No estoy en estado de shock. No sea ridículo.

Para sorpresa de Adrienne, Hugh le levantó los párpados como si fuera un caballo que quisiera comprar.

–No tiene mal color, pero la próxima vez, coma algo antes de ponerse a bailar.

Adrienne iba a replicarle como se merecía, pero estaba demasiado distraída por el calor de la mano de Hugh en su cara.

–Solo estoy un poco cansada.

–Es una temeraria. Yo habría dado cualquier cosa por tener un hermano mayor que cuidara de mí, pero su alteza no parece apreciarlo en absoluto.

Nadie le hablaba en aquel tono, ni siquiera sus hermanos. Adrienne se irguió, furiosa.

–Me temo, señor Jordan, que debo recordarle quién soy.

–No lo he olvidado –murmuró él, levantándole la barbilla con un dedo–. Es lo único que me impide hacer lo que he querido hacer desde que la conocí esta tarde.

–¿Y qué es?

–Besarla hasta que se quede sin aliento.

Adrienne se quedó sin aliento en ese mismo instante. Se decía a sí misma que estaba furiosa, pero había algo más.

–¿Cómo se atreve?

–No lo puedo evitar. Es química. Llevaba toda la tarde pensando cómo podría volver a verla.

–¿Y ahora que lo ha hecho?

–Ahora la veo tan por encima de mí que no puedo ni tocarla.

–¿Está seguro?

Era la invitación que estaba esperando. Sin decir nada, Hugh la abrazó y buscó su boca con labios exigentes. La sujetaba suavemente por la nuca para acercarla más a él, dejándole sentir el calor de su cuerpo mientras la saboreaba.

Si Adrienne había pensado antes que aquel hombre la turbaba, aquello no era nada comparado con el fuego que parecía recorrer sus venas en ese momento. Se sentía tan excitada que tuvo que hacer un esfuerzo para volver a colocarse la máscara de princesa intocable.

–¿Satisfecho? –preguntó cuando consiguió apartarse.

–Digamos que es un principio.

–No es el principio de nada. Esto es una locura. Si no estuviera mareada…

–Habría hecho lo mismo –la interrumpió él–. Usted deseaba besarme tanto como yo.

Adrienne se quedó boquiabierta.

–Muy bien. Esto se ha terminado.

–No lo creo, Alteza. No se ha terminado. Aún no hemos hablado de la temeridad de salir de palacio sin escolta. Y hay otra cosa de la que deseo hablar.

–¿De qué se trata? –preguntó ella, indignada.

–Se lo diré en otro momento. Creo que ahora debería descansar.

–¿Alguna cosa más?

–Sí. ¿Cuándo puedo volver a verla?

Rivales enamorados

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