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CAPÍTULO 1

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Ok, no pasa nada, solo debo de concentrarme en respirar, eso es todo, dejar que entre aire en mis pulmones y dejarlo salir de manera discreta. Esto es muy fácil, vamos, que es una situación supernormal, verdad, porque a cuántas nos ha pasado que un chico con el que has tenido tu segunda cita, les prepare una sorpresa. Aunque vaya situación es en la que estoy metida, resulta que mi amiga Gina —a la que por cierto debo de matar en cuanto llegue a nuestro apartamento— me ha concertado una cita con uno de sus compañeros de trabajo, y estaba tan emocionada diciendo que somos la pareja ideal —al parecer, nuestros signos zodiacales se alinean perfectamente—, por lo cual, no pude decirle que no. Pero lo que nunca me imaginé fue que me sucediera esto.

Sí, ya lo sé, cualquier chica estaría encantada de que un hombre guapo las invite a cenar a un lujoso restaurante, imaginen la idea, llegan vestidas con un primoroso vestido de lentejuela color dorado, o pensándolo bien, las lentejuelas son demasiado para la segunda cita, sería mejor un vestido color azul del diseñador valenciano, llevas los pendientes de Tiffany´s, herencia de la abuela, con el cabello recogido en un precioso moño francés, eres la viva imagen perfecta del estilo y la elegancia; de pronto, las luces del restaurante se apagan y un conjunto de violinistas empiezan a tocar And i love her —adoro esta canción—, los comensales de las demás mesas contienen la respiración y es justo ahí, cuando una tenue luz aparece iluminando tu mesa, cuando descubres que el hombre que te ha invitado a cenar está con una rodilla en el suelo y sostiene una caja de terciopelo azul de una famosa joyería. Por dentro, ruegas que solo sean unos pendientes, pero sabes que te estás engañando porque los hombres no ponen una rodilla en el suelo para regalarte unos aretes, así que tu corazón da un salto y de pronto lo único que quieres es salir corriendo.

Bueno, por lo menos es lo que estoy a punto de hacer, pero es que, en qué cabeza cabe que en la segunda cita se debe pedir matrimonio, si lo único que sé de este hombre es que es signo zodiacal Sagitario y yo soy Acuario, vamos, no sé dónde consulta los horóscopos Gina, pero Edward y yo no somos nada compatibles, ni siquiera sé si tiene una manía, puede ser que le guste limpiarse la nariz con el puño de la camisa, o a lo mejor es un obseso controlador de la limpieza, ¡no lo sé! Pero de algo estoy muy segura: este hombre está completamente loco. No importa que sea guapo a morir, ni mucho menos que tenga una sonrisa radiante. Tengo la loca teoría de que a Gina este hombre le gusta, así que no la entiendo. Me da la sensación de que me ha enviado como conejillo de indias, para una clase de rito satánico que solo ella comprende.

—Lexie, creo que ha llegado el momento de que siente cabeza. —¿Qué estaba diciendo este hombre, por Dios?, si quiere sentar cabeza, pues bien podría pararse de manos, tengo que salir cuanto antes de esta absurda situación, recorro con la mirada todo el restaurante y veo con horror que todos están pendiente de nosotros, mi cara debe de ser un poema, una chica incluso está grabando cada uno de nuestros movimientos. Dios, mañana seré el hazmerreír de toda la ciudad. Ni siquiera soy capaz de reaccionar cuando Edward pregunta si quiero ser su esposa. Tengo dos opciones: la primera es salir corriendo del lugar y aparecer mañana en todas las noticas como la mujer que se atrevió a dejar a su novio —aunque no es mi novio, pero los periódicos sensacionalistas no lo saben y ellos siempre le inventan— plantado en el restaurante con el anillo en la mano y, la segunda, es fingir un desmayo, eso es más creíble, de la emoción cualquiera se desmaya, aunque bueno, en mi caso sería de horror, pero dónde quedaría mi imagen. Por Dios, juro que mataré a Gina, le retorceré su muy estilizado cuello hasta dejarla morada, por más que me ruegue, no la perdonaré.

Bien, soy Lexie Reynolds, una mujer madura, tengo treinta años, hace tiempo que dejé de ser una adolescente asustadiza que llevaba frenillos, soy la mejor presentadora de la televisión y una columnista fenomenal en una revista del corazón, las mujeres me tienen envidia —tal vez con esto me pasé un poquito— y estoy a punto de cometer una soberana locura. Tomo con nerviosismo la copa de champán que tengo en la mesa y me la termino de un solo trago. Ahora solo queda tomar una solución.

¡Puedo hacerlo, claro que puedo hacerlo!

Sin pensarlo dos veces, tomo mi pequeño bolso y me levanto dedicándole una tímida sonrisa a Edward, para después salir corriendo como si fuera una loca chiflada que se acaba de escapar del manicomio. Dios, en mi mente el único pensamiento que pasa es que ojalá las personas estén muy ocupadas como para no ver el video que seguramente esa chica subirá a la red titulado con el nombre de las peores pedidas de mano del mundo. Suspiro al salir del restaurante, el aire se siente fresco y recuerdo que he dejado la ligera chalina en el guardarropa del restaurante, pero ni loca pienso regresar por ella, y eso que es de mis favoritas. Bien, debo pensar con claridad, lo primero que debo hacer es matar a Gina, y después buscar las mil y un maneras de cómo esconder su cuerpo. En serio, no había necesidad de hacerme pasar por este trago tan amargo.

Levanto la mano para llamar un taxi y por suerte se detiene uno, estoy segura de que el destino no puede ser tan malo conmigo, ¿verdad?, pero es que esto solo me pasa a mí, posiblemente me ha mirado un tuerto y no me he dado cuenta, tal vez me ha caído una maldición tibetana que hace que todos los hombres que se acercan a mí tengan algún tipo de locura. Vamos a ver, no es que yo tenga un repelente especial para los hombres, lo que pasa es que no ha llegado el indicado. Cuando cumplí diecinueve años me enamoré perdidamente del mariscal de campo de la universidad, grave error, ya sabemos qué es lo que buscan esos hombres a esa edad. Al no darle lo que él tan galantemente llamaba la prueba del amor, me dejo botada en un auto cinema. Por suerte, Gina siempre ha estado para mí, así que la llamé y fue a recogerme en su auto.

Mi segundo desastre amoroso fue con un chico muy mono que tenía una sonrisa arrebatadora. Trabajaba en una cafetería que estaba de paso a la universidad y, sobra decir que me hice adicta a los capuchinos solo por el mero gusto de verlo a diario, pero, al parecer él buscaba una pareja que lo sacara de trabajar, y como apenas estaba comenzando en mi carrera universitaria me dijo de manera muy elegante que no estaba listo para una relación, debí de suponerlo en la primera cita cuando me tocó pagar toda la cuenta, pero en ese instante solo veía corazones a mi alrededor. Y así la lista es interminable; vale, no tan interminable, unos cuantos, pero ninguno memorable.

Gina me ha dado la lata con el tema de que necesito encontrar el amor, pero yo creo que eso está sobrevalorado, vamos, en pleno siglo veintiuno nadie se enamora, las parejas se casan por mutuos intereses, aunque ya sé que está mal que yo lo diga, porque aquí entre nosotros, yo soy la que está detrás de la columna «Corazón al habla». Una columna donde a diario recibo cartas de chicas que quieren consejos para el amor, claro, que yo trato de ayudarlas, porque al final, aunque no crea al cien por cien en las relaciones amorosas, sí que me gusta que la gente sea feliz, soy algo así como la diosa del amor, ja, vale, no tanto. Por las mañanas trabajo en un programa de espectáculos para un canal de poca transmisión, así que por las tardes me dedico a mi columna. Cuando me gradué de periodista, soñaba con cambiar el mundo con mis reportajes y artículos, ya saben, me veía entrando con un fabuloso vestido a recoger el premio Pulitzer, pero hasta ahora lo único que he conseguido es publicar quinientas palabras en cada tirada de una revista del corazón y no es que no valore este trabajo, pero al principio me imaginaba siendo corresponsal de guerra, trayendo la información de primera mano al mundo, pero después descubrí que le tenía un pavor enorme a las balas, y eso que nunca he estado en un tiroteo, más bien fue cubriendo el incendio de un almacén de fuegos artificiales, pero estoy segura que debe de ser casi igual, y fue ahí donde me dije que no podía estar en situaciones tan peligrosas, así que intenté probando suerte en otros campos, y aquí estoy; teniendo dos trabajos que no es que sean los mejores del mundo, pero que me gustan.

Miro la calle por donde vamos pasando mientras el taxista que me ha recogido no deja de mirarme por el espejo retrovisor, casi me está entrando el pánico al pensar que a lo mejor me va a secuestrar, Dios, que no cunda el pánico, solo debo recordar qué es lo que tengo que hacer en estos casos, enviar mi ubicación actual a alguien; bien, saco el móvil de mi bolsito y le envío mi ubicación en tiempo real a Gina. Después, trato de estar lo más atenta posible.

—Disculpe, señorita, ¿es usted la chica que entrevista a los famosos en el programa de por la mañana de Gary Stuart?

Un alivio me invade, el señor solamente me miraba así porque me ha reconocido, una vocecilla me dice que ahora que soy famosilla hay más posibilidades de que decida secuestrarme. Trato de serenarme, respiro tal cual me han enseñado en las clases de yoga, claro que solo fui a una y eso porque era gratuita, pero por lo menos pude aprender unas cuantas palabras raras con las que nombran todas las posiciones, cuando alguien habla sobre el tema, siempre hago un comentario sobre cuál es mi favorita, me hace ver más culta. Aunque en realidad ni siquiera puedo sentarme en la posición de flor de loto. Pero volviendo al presente, miro con cautela al taxista, es un hombre de unos cincuenta años, canoso y con una sonrisa amable, sería una lástima que lo tuviera que golpear, pero si no me deja otra opción lo haré.

—He visto su video en Internet —sigue diciendo, al ver que no contesto nada, porque mi madre me dijo que no hablara con extraños y las madres siempre tienen la razón—, pobre chico se quedó devastado en ese restaurante.

Me quedo muda por lo que acaba de decir. ¿Qué chico? No puede ser Edward, ¿verdad?, ese ridículo lo acabo de pasar hace diez minutos.

—¿Cuál chico, disculpe? —digo tratando de permanecer serena, lo que me está costando un triunfo.

—Al que acaba de romperle el corazón en el restaurante donde la recogí. —No puede ser cierto, no puede estar pasando esto, demonios, nunca pensé que los videos se subieran tan rápido a Internet—. No debió de darle alas al pobre hombre si no quería nada en serio con él.

Vale, ahora hasta el taxista se cree con el derecho de darme un sermón, bueno, por suerte se ha detenido frente al portal del bloque de apartamentos donde vivimos. Conocí a Gina en la universidad, ambas estudiamos la misma carrera, y después nos mudamos a Manhattan donde triunfaríamos; hasta la fecha, nuestros últimos logros han sido salir con las cuentas a fin de mes y que nos sobre para comprar vino de diez dólares. Abro la puerta del taxi y le pago al buen hombre que no me ha secuestrado la tarifa. Suspiro llegando a las escalerillas, hace un mes que se descompuso el ascensor, y hasta la fecha aún no han venido a arreglar. Nuestro apartamento está en el tercer piso, lo que hace que por lo menos suba y baje cuarenta escalones, Gina ha dicho que así nos ahorramos las sesiones del gimnasio, pero yo no estoy muy convencida, en lugar de tonificar las piernas lo único que consigo es que me den calambres. Cuando por fin logro llegar a la puerta, prácticamente estoy empapada de sudor, a mi preciso moño francés se le ha escapado un mechón rebelde y, estos tacones de doce centímetros que antes me parecían adorables ahora parece que son unos instrumentos infernales de tortura.

Busco la llave por mi diminuto bolso, pero, aunque es muy pequeño, la muy puñetera se esconde, cuando por fin la encuentro doy un gritito de satisfacción y casi me dan ganas de hacer un bailecito de la victoria. Meto la llave y la giro, en cuanto cruzo el portal busco con la mirada a esa despiadada mujer que se hace llamar mi mejor amiga, la encuentro en su habitación retocándose su perfecta manicura.

—Eres el ser más despiadado del mundo, acabas de subir un rango más en la lista de las personas más malas del mundo.

—¿Arriba de Hitler? —me dice Gina en tono risueño.

—Exactamente, Hitler se queda corto, eras la reencarnación de Judas Iscariote, espero que esas treinta monedas de plata te duren una eternidad.

—¿Qué tiene de malo Edward? Es guapo, un economista de lujo, con un apellido de renombre. Qué más puedes pedir.

—No lo sé, a lo mejor que no esté loco de remate. Tal vez si no me hubiera pedido matrimonio en un restaurante de lujo en la segunda cita, la cosa hubiera funcionado y, la razón más poderosa, estás coladita por él.

—Pasa de mí, es solo un buen amigo, pero no puedo creer que haya hecho eso, me comentó que se tomaría las cosas con calma.

Vale, ahora creo que he sido el conejillo de indias de esos dos tontos; ambos, están locos el uno por el otro y me han puesto en medio de su cobardía.

—No se te pudo ocurrir que a lo mejor ese pobre hombre te estaba dando señales a gritos para que te decidieras a darle una oportunidad. Aparte, sabes que odio a los economistas.

—No lo creo, nuestros horóscopos no coinciden. Y el hecho de que odies a Jack Myers, no quiere decir que debes detestar a todos los economistas del mundo.

Dale con eso, vale, debo confesar que yo también tengo manía por leer mi horóscopo. Me encanta cuando dice que me pasarán cosas buenas, pero odio cuando no es así. No es que sea supersticiosa ni nada de eso, pero a quién no le gustan las buenas noticias, y en el tema de los economistas mejor lo dejamos por la paz, no es algo de lo que me guste mucho hablar, todo por culpa de Jack. Algún día lo contaré, lo prometo.

—Todos son iguales, te miran como si fuera tu culpa la caída de la bolsa de valores, luego se sienten seres supremos, siempre diciéndote en qué gastar. Todo debe de ser superordenado.

—Debes superar a ese hombre —me dice Gina, que se ha dejado de pintar las uñas de la mano y ahora comienza a trabajar con sus pies. No logro entender cómo puede hacerlo, yo jamás podría hacerme una manicura como las de ella; por suerte, me ayuda en ese tema cada vez que comprueba mis manos, que son un desastre.

—¿Qué hombre? No tengo la menor idea de lo que me estás hablando —digo, tratando de parecer lo más serena posible. Vale, entre Jack Myers y yo, hay un problemilla de nada, resulta que «míster dinero seguro», trabaja en un banco nacional, años atrás cuando casi concluía mi vida universitaria nos vimos en una situación muy precaria, mis padres se habían quedado sin trabajo y no les habían dado su liquidación, así que me habían informado que no tenían dinero para pagar la universidad, casi me muero de la impresión, pero nada me iba a detener, así que busqué un trabajo de repartidora de folletos de los centros comerciales. Gina estaba casi en la misma situación, pero ella fue porque se había gastado todo el dinero de la universidad en maquillaje. Para no hacer el cuento tan largo, resulta que nos llegó el rumor de que en ese banco estaban dando préstamos estudiantiles, entonces fui toda emocionada a dejar todos los requisitos que me pidieron —ese es el día que yo recuerdo como el más vergonzoso de mi existencia—, tuve que ir en la hora de comida de mi empleo, así que iba cargada con muchos folletos de todas las tiendas; aparte, me habían contratado en una tienda exclusiva en la sección de perfumería y le había caído tan bien a la dependienta que me había regalado muchas de las muestras que les llevan los diseñadores. Llegué cargada de bolsas, porque ya no quería regresar al centro comercial, me hicieron pasar con uno de los asesores del banco y nada más llegar a la oficina, el hombre más odioso del mundo se presentó ante mí como Jack Myers.

Bueno, el hombre, al ver todas las bolsas de la tienda exclusiva me miró con un aire de suficiencia para después darme una cátedra de la buena organización del dinero. Me dijo que no podía otorgarme el préstamo porque no contaba con una garantía de aval, ¡por Dios!, si solo estaba pidiendo mil dólares. Tampoco es como si hubiese querido que me prestaran un millón para montar una empresa. El asunto es que no me dieron el préstamo y lo único que conseguí fue salir humillada de ese lugar.

Unos días después estaba trabajando en la sección de perfumería cuando vi entrar al hombre odioso e insufrible del banco a la tienda, acompañado de una mujer de piernas kilométricas; la chica, de verdad que era hermosa, en ese instante quise gritarle, pero él únicamente echó un vistazo a mi sección cuando la señorita piernas largas le dijo que quería el ultimo perfume de Channel, me miró como si no me conociera y después se marchó de ahí, con su noviecita cargada de bolsas, y luego era él quien le quería dar clases de educación financiera.

—No te hagas la tonta, Lexie, sabes que me refiero a Jack. Nunca me has contado qué fue lo que te hizo para que te pongas a la defensiva con él.

Bueno, es que Gina no sabe es que después de que él me viera en la tienda trabajando, de manera misteriosa llegó un sobre a mis manos con mil dólares, no hacía falta saber quién me los había enviado. Era él, y lo descubrí por su perfecta caligrafía al escribir mi nombre en el sobre, de la misma manera en la que escribió —denegado— en letras rojas en mi solicitud de préstamo. Ese mismo día fui y se lo dejé aventado en su escritorio sin decir nada. Quise salir lo más rápido de su oficina, pero al parecer el hombre tenía buenos reflejos porque me retuvo tomándome del brazo; lo que sentí, juro que no lo he sentido con nadie jamás, pero bueno, tenía veinte años, tampoco es que hubiera experimentado tanto.

—Si no te he contado nada es porque no hay nada que decir —digo, mientras me acerco a ella para recostarme en su cama. Tengo molido el cuerpo, los pies me están matando y ¡oh, Dios! acabo de recordar mi maldito incidente con Edward. Tengo que ver el video, saco mi móvil de mi pequeño bolsito y busco mi nombre en la red, por suerte no aparece así, pero en cuanto posteo pedidas de mano desastrosas, veo con horror que ahí sí aparece, y el nombre de Edwards está en letras mayúsculas. Quiero morir, sé que dije que mataría a Gina, pero en este instante lo único que quiero es desaparecer de la faz de la Tierra, doy un grito ahogado que pone en alerta a mi judas personal.

—¿Qué demonios sucede, Lexie? —Volteo el móvil para que pueda verlo, incapaz de mencionar alguna palabra, ella le da reproducir al video y vemos la secuencia donde se ve claramente cómo estoy con los ojos muy abiertos y ahora que miro con detenimiento, creo que jamás volveré a usar ese vestido, me hace ver los hombros muy gordos, las luces están apagadas, y los violinistas tocando, mientras en mi cara se refleja el horror por lo que está a punto de suceder, casi quiero gritarle a Edwards que no lo haga, como cuando estás viendo una película de terror y le gritas a la protagonista que detrás de esa puerta está el asesino y que no debe de cruzarla; pero es imposible, cierro los ojos y lo último que alcanzo a ver es cómo se ven mis zapatillas al correr del lugar—. Vaya, pobre Edwards, es un tonto, no puede creer que montara todo ese teatro.

En los ojos de Gina veo cierta decepción, y aunque quiero decirle que sea valiente y se lance por el amor de ese hombre, sé que no me hará caso, así que la dejaré ir a su aire. Paso la mirada por la habitación y contemplo nuestras fotos de cuando salíamos juntas a divertirnos, en la graduación y muchas más, Dios, he compartido tanto con ella, es como si fuera mi hermana. Ambas con la misma profesión, aunque Gina ha logrado encontrar un trabajo con mucho mejor estilo: es editora jefe en una revista de modas. Está muy contenta porque ese siempre ha sido su sueño. Lo mejor es que cada vez que tiene que viajar a algún desfile de modas me trae pequeños regalitos que le dan a ella, es así cómo he logrado tener un armario decente lleno de ropa de diseñador, pero ese es mi pequeño secreto y si alguien se llega a enterar tendré que matarlo para no correr riesgos.

—¿Qué te parece si pedimos pizza y vemos Novia a la fuga? —le digo, porque estoy que me muero de hambre, entre tanta revuelo me he olvidado de cenar.

—Vale, me parece un plan estupendo, ya mañana pensaremos en cómo lidiar con la fama que vas a obtener gracias a ese video.

La pizza ha llegado en menos de treinta minutos, lo que es un alivio para el repartidor porque la hemos pillado en esas ofertas donde si llega retrasada cinco minutos es completamente gratis. Pasamos una velada estupenda y debo decir que mientras veo cómo Julia Roberts sale corriendo para escapar de su boda, se me ha olvidado el incidente del restaurante. Juro por lo más sagrado y poniéndome una mano sobre el corazón, que no volveré a dejar que Gina me organice nada, está claro que puede ser una editora extraordinaria, pero como casamentera se muere de hambre.

Cariño, esto no es amor

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