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Capítulo 2
EMPIEZA EL JUEGO

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Esa mesa era digna de un buen rey; todo se encontraba perfectamente colocado, no faltaba ni el más mínimo detalle: una relajada y armoniosa decoración con bonitas velas perfumadas color rosa púrpura, unas servilletas de papel, pero, eso sí, con muy buen estilo; platos suculentos preparados para el aperitivo y una botella del mejor vino tinto de la zona con el que Juanra intentaría animar a Cintia. Eran las nueve y media de la noche de ese mismo día en el que ella había encontrado los cadáveres de sus vecinos. Como era de esperar, no se encontraba con ánimos ni ganas de pasar una bonita o lo que podría ser una encantadora noche medio romántica acompañada de su gran amigo. Pensó seriamente en llamarlo para anular la cita, pues en su cabeza solo lograba visualizar imágenes de cuerpos sin vida, pero una vocecilla dentro de su ser parecía gritarle que cenara con él; aparentemente, no le parecía buena idea pasar esa noche sola justo al lado de donde se habían cometido un par de crímenes. Por otro lado, Juanra, se encontraba entusiasmado con su cita con Cintia: llevaba tanto tiempo amándola en silencio que esa noche podía ser por fin la que tantas veces había soñado declarándose a ella y probando sus labios.

—Juanra, te agradezco todo el esfuerzo que has hecho elaborando una cena tan exquisita, pero no puedo quitarme de la cabeza la imagen de Juan y Mónica… —Los suculentos platos que había elaborado para ella se encontraban casi intactos: Cintia apenas había probado bocado; ni tan siquiera los cogollos de lechuga con ajos fritos que tanto le gustaban habían servido para abrirle el apetito.

—Cintia, comprendo que lo que has pasado hoy ha tenido que ser horrible y es muy normal que te encuentres tan baja de moral, pero para eso están los amigos, ¿no? Para intentar que desconectes un poco del tema y te encuentres mejor.

Ella dejó caer suavemente el tenedor que sostenía en la mano y se echó hacia atrás, descansando la espalda en el respaldo de su silla.

—Juanra, llevo dándole vueltas a una cosa toda la mañana. —Parecía que sus ojos comenzaban a brillar.

—Soy todo oídos. —Se cogió las orejas como demostración de ello.

—¿Quién ha podido cometer un acto así? La policía me ha realizado tantas preguntas esta tarde que ya no sé ni lo que les he contado. ¿Y si piensan que he sido yo?

—¿Estás loca? —contestó Juanra levantando la barbilla y abriendo sus ojos—. ¿Tú? ¿Por qué te van a acusar a ti? Demasiado has hecho con ser la persona que se encontró con ese panorama. Por cierto, ¿por qué entraste en la casa?

Se levantó bruscamente de su asiento con manos temblorosas.

—¿Por qué me haces esa pregunta? ¿Me estás acusando de algo? —Sus ojos dejaron de brillar para volverse de un tono rojizo amenazante.

—¡Vamos! ¿Cómo puedes pensar eso? Solo te he hecho una pregunta muy normal. ¡Para nada pienso que tengas algo que ver!

Cintia volvió a sentarse y dio un fuerte suspiro; entonces sus ojos volvieron a brillar para romper a llorar y, entre sollozos, se disculpó:

—Lo siento, Juanra, perdóname, por favor. He pasado por una terrible experiencia, además de los agobios por parte de la policía… Preguntas y más preguntas: «¿Qué hacía usted en la casa, señorita Cintia? ¿Cómo es que después de llamarnos encontró el otro cadáver? ¿Qué hacía exactamente en el piso de arriba?». Preguntas y más preguntas, pregunta sobre pregunta, una y otra y otra; ¡así hasta que casi me vuelvo loca, joder!

Él se levantó y la abrazó con fuerza. Luego, dándole la mano, la condujo hasta el sofá que se encontraba en el salón.

—Tranquila, imagino que tendrás que pasar unos días malos, pero puedes estar segura de que yo voy a estar a tu lado para todo lo que necesites. Te lo prometo.

Las palabras de consuelo de él casi tocaron las mejillas de Cintia. Se encontraban tan cerca, sus caras, sus ojos, sus labios; que sintió un gran deseo de besarla, pero entonces ella bajó la mirada.

—Gracias, tú sí que eres un amigo, menos mal que te tengo a ti. Qué sería de mí sin ti… No tengo a nadie más.

Un par de lágrimas cayeron por sus mejillas a la velocidad de la luz, estrellándose al fin en una de las manos de Juanra, que al mismo tiempo sostenía amablemente las de Cintia. En ese preciso momento, sintió pena y unas tremendas ganas de desahogarse con su amigo; lo necesitaba.

—¿Qué pasa con tu familia? ¿No tienes ya ningún tipo de relación con ninguno de ellos? ¿Con tus padres? —Juanra apretó con fuerza las manos de ella cuando formuló esas preguntas incómodas.

Cintia comprendió que ese era el mejor momento para sincerarse con alguien y así poder calmar su pena: había tenido una infancia algo diferente con su familia. Hasta la muerte de su hermano todo era muy normal, pero justo después las cosas fueron cambiando para peor, sobre todo en su cabeza.

—Mis padres se marcharon hace muchos años al pueblo para dedicarse en cuerpo y alma al cuidado de mis abuelos maternos: mi abuela María no podía valerse por ella misma para casi nada y el abuelo cada vez se encontraba más torpe. Después de acabar mi carrera, tuve la suerte de encontrar trabajo rápidamente en el periódico; yo no podía ni estaba dispuesta a abandonar esta gran oportunidad para marcharme con ellos al pueblo, así que me quedé aquí en su casa, en mi casa de siempre, donde me he criado y he crecido. Por otro lado, se encuentra mi hermana Amanda: prácticamente no sé nada de ella desde que mis padres se marcharon y es casi de risa porque vive aquí en la ciudad junto con su marido y sus dos hijos. Creo que la última vez que mantuve una conversación con ella fue en el bautizo de su segundo hijo, de Gabriel; de eso hace ya tres años y pico.

Juanra se marchó a la cocina y volvió con un vaso de güisqui para él y otro para ella. Parece ser que la cena romántica que él había pensado pasar se había convertido en otra muy diferente: la idea de declararle su amor se había esfumado de su mente y ahora tocaba hacer el papel del buen amigo que sabe escuchar; pero no le importaba en absoluto, pues simplemente el poder estar a su lado y hacerla sentir mejor lo reconfortaba.

—¿Durante todo este tiempo no os habéis llamado ni mantenido ningún pequeño contacto?

—No. —La respuesta de Cintia fue tajante y sincera—. Ella parecía querer mantener una distancia entre nosotras; en el bautizo de mi sobrino casi no me dirigió la palabra. Es cierto que desde entonces yo tampoco he puesto mucho de mi parte: creo que la telefoneé una vez para preguntar por los niños y hasta hoy; ella, exactamente igual.

Bebió un largo trago de güisqui, cosa que le hizo guiñar un ojo como consecuencia de lo fuerte que le pareció, y se quedó mirando fijamente a los ojos de Juanra en espera de algún tipo de consuelo por su parte. Él, en su defecto, prefirió preguntarle por sus padres, cosa que hizo que a Cintia volvieran a humedecérsele los ojos.

—¿Mis padres…? Ja, esa es otra historia triste de contar. Como te he dicho antes, después de la muerte de mi hermano Jaime, mi comportamiento cambió, en especial hacia ellos. Creo que… bueno, por decirlo de una manera rápida, me volví un poco loca. —Ojeó el techo mientras soltaba una pequeña risita al recordar—. La unión que teníamos mi hermano y yo era muy fuerte y, cuando lo perdí, también yo perdí un poco el norte; no sé, comencé a volverme un poco agresiva hacia ellos y discutíamos con mucha frecuencia; la verdad es que no los traté muy bien por aquel entonces y por supuesto que me arrepiento, pero me llevaron a un psicólogo. Este confirmó lo que todos pensaban: mi mala actitud se debía a no poder superar la muerte de Jaime, pero también es cierto que siendo yo tan orgullosa y, a pesar de que fui cambiando poco a poco, no he conseguido manifestar mi arrepentimiento y mi perdón hacia ellos. Cuando llevaban ya unos meses viviendo en el pueblo, mis padres me llamaban todas las semanas para saber de mí, pero un día mi madre y yo volvimos a discutir; ella prometió que no volvería a llamarme más, que para saber de mí telefonearía a mi hermana, y así, desde entonces, tampoco sé nada de ellos.

Cintia apuró su copa y se despidió de su amigo dándole un suave beso en la mejilla. Le agradeció enormemente el haber escuchado su historia, pues era algo que la reconcomía por dentro, tal vez incluso era el origen de todas sus pesadillas. No había sido una buena hija, eso era algo que ella comprendía, pero su familia tampoco se había molestado en intentar comprenderla y ayudarla.

Ya en su cama, se dispuso a descansar para amanecer más fuerte al día siguiente, pues había pensado en hablar con Justo, su jefe, para exponerle la idea de escribir sobre el acontecimiento ocurrido esa mañana. Cerró los ojos y cayó en un sueño profundo; ya no había vecinos ruidosos que no la dejasen dormir, pero en sus sueños sí que aparecieron, ellos y su difunto hermano, mirándola, como culpándola de algo.

Un sol precioso dibujó el cielo azul de aquel día de verano. Cintia fue poco a poco abriendo los ojos hasta despertar. No había sido una buena noche: sus pesadillas eran las culpables de no haberla dejado descansar. Aun así, se dispuso a levantarse con buen pie y con ganas, dispuesta a exponerle sus ideas a su jefe.

De camino a la redacción, pensó en lo ocurrido el día anterior, en las cansinas preguntas de la policía. Entonces, recordó el anillo que encontró debajo de la cama, justo donde se encontraba el cuerpo de Mónica; no se había acordado de comentárselo a la policía. Recordó los nombres y la fecha grabados en la alianza: debía de ser sin ninguna duda una de las alianzas de boda de la pareja, más posiblemente de Mónica por el hecho de haberla encontrado en el dormitorio junto a su cuerpo. Le parecía obvio que se le hubiese caído cuando el asesino la metió debajo de la cama. Pensó que sería buena idea pasarse luego por comisaría y comentarlo.

Justo se encontraba hablando agitadamente por teléfono: solo en su despacho, con el aparato pegado a la oreja, parecía mantener, fuera con quien fuese que hablara, una conversación un tanto irritante. Miró a la puerta en el mismo momento en que se dispuso a colgar el auricular y fue entonces cuando vio que Cintia aguardaba ante él.

—Pasa, Cintia. —Le ordenó amablemente con la mano—. Buenos días, siéntate. Imagino que vienes a comentarme alguna cosa, ¿no es así?

—Buenos días, Justo. Sí, así es. —Se sentó en el asiento que había colocado al otro lado del escritorio de su jefe. Cruzó los dedos de las manos y tragó saliva antes de continuar—. Verás, me gustaría exponerte una idea que he estado pensando. Debido a lo ocurrido ayer, me refiero a los crímenes, y dada mi cercanía con ellos y a que fui yo la que encontró los cuerpos, me parece buena idea poder trabajar en ello. Me refiero, claro está, a escribir un buen artículo para el periódico.

—¡Claro! Me parece estupendo, yo mismo iba a comentártelo ahora mismo. ¡Claro que sí! ¿Quién mejor que tú para ello? La persona que encontró los cuerpos y además eran tus vecinos. Puedes hacer un fabuloso artículo comenzando primero por escribir cómo eran sus vidas y posteriormente dando cada detalle de cómo los encontraste.

Parecía sentirse muy entusiasmado con la idea de que Cintia trabajara sobre lo ocurrido, pero algo había en sus bonitos ojos azules que a ella no le acababa de encajar. Al tiempo que manaban de ellos entusiasmo y ganas de trabajar, existía también una gran ráfaga de tristeza que ella pudo captar rápidamente.

—Muy bien —continuó ella mientras se incorporaba del asiento—, así lo haré.

Ya se disponía a abrir la puerta del despacho cuando la llamó suavemente:

—Cintia… Quería proponerte algo: —Justo soltó las palabras mientras se incorporaba también de su sillón negro de piel—: si te parece bien, no sé, cuando tengas algo escrito y tengas además en mente alguna idea para el artículo, podríamos quedar alguna tarde para tomar un café y así me vas comentando cómo lo llevas. ¿Te parece bien?

No podía creer lo que estaba escuchando: su jefe… ¿El guaperas de su jefe le estaba proponiendo una cita? ¡Increíble!

—¡Claro! Sí, me parece estupendo. Cuando tú quieras, Justo.

Cintia se acomodó en su mesa de trabajo delante del ordenador comenzando a organizar sus ideas para dar pie a su artículo. No dejaba de pensar en la propuesta de Justo; vaya, siempre lo había visto como un hombre guapísimo e incluso no podía fingir que soñando con los ojos abiertos se había visto besándolo. No comprendía muy bien a qué era debida esa cita fuera de la redacción, ya que, si lo que él quería era hablar sobre lo que ella estuviese escribiendo del artículo, ¿por qué no se lo preguntaba allí? Sacó unos folios en blanco del cajón del escritorio para anotar pequeños apuntes e ideas y, cuando levantó la vista, se encontró de nuevo con la cara de su jefe pegada casi a la suya.

—Cintia, no me he acordado de decirte también que vayas en cuanto puedas a comisaría y averigües todo lo que puedas del caso. Habla con los demás vecinos de tu zona residencial: puede ser que alguien viera o escuchara algo esa noche en que los mataron. Infórmate de todo lo que puedas; conviértete en policía.

Precisamente eso era lo que tenía pensado hacer: convertirse en policía. No quiso perder más tiempo y pensó en que cuanto antes reuniera más información, antes podría ponerse manos a la obra, así que agarró su bolso y se dirigió de inmediato a la comisaría de Campero.

En aquel momento solo se le pasó por la cabeza que nunca había tenido que entrar allí. Bueno, cierto era que sí lo había hecho, pero solo para renovar su carné de identidad, cosa que no era comparable con tener que entrar en comisaría para algo importante como lo que estaba haciendo en esos momentos. Las demás conversaciones que había tenido con la policía sobre el tema de los asesinatos habían transcurrido en su propia casa; también pensó que tendría que volver a tener que pasar por eso. Preguntas y más preguntas, volver a tener que visualizar en su mente la escena del crimen: aquella corbata grisácea de Juan manchada de sangre, los ojos penetrantes de Mónica observándola desde debajo de su cama. Volvió a sentir escalofríos y náuseas.

—Buenos días. —Interrumpió sus pensares una mujer policía—. ¿Puedo ayudarla en algo, señorita?

—¡Oh, sí, perdone! Estaba distraída; me gustaría hablar con el capitán Méndez, por favor.

La condujo por un largo pasillo lleno de puertas y sonidos de teléfono en el aire. Cintia conocía al capitán Méndez, pues él mismo había estado el día anterior en su casa ametrallándola a preguntas. La mujer policía llamó a una de las puertas del pasillo donde se podía leer «Capitán José Luis Méndez» y abrió.

—¡Hola, Cintia! Adelante, siéntate. —El capitán Méndez era un hombre joven de unos casi cuarenta años tal vez; delgado, moreno, alto y usaba gafas; por su semblante, parecía ser una buena persona, simpático y cariñoso—. Qué casualidad que hayas venido, iba a ponerme en contacto contigo, pero siéntate y cuéntame a qué se debe tu visita.

—Bueno, capitán, como usted sabe —comenzó a explicarse Cintia con cierto nerviosismo que delataban sus manos sudosas y movedizas—, soy periodista y, cómo no, estoy escribiendo sobre el caso de mis vecinos. Como podrá imaginar, toda información que pueda recabar es poca, así que aquí tenga la esperanza de que pueda ayudarme. Me gustaría preguntarle por la autopsia de los cuerpos. ¿Ya la han conseguido?

—Vaya, Cintia, así que quieres trabajar sobre lo ocurrido, ¿crees que es buena idea que tú misma te ocupes de hacerlo? Me refiero a que, debido al mal trago que tuviste que pasar al encontrar los cuerpos de tus propios vecinos, ¿te sientes preparada para continuar engullendo más sobre este tema?

Las palabras del capitán parecían querer decir algo más de lo que significaban todas ellas en su conjunto o por lo menos eso le pareció a Cintia, pero ella simplemente se dedicó a contestar.

—Sí, capitán, me encuentro perfectamente cualificada para encargarme de este trabajo. Tengo la oportunidad de escribir un gran artículo debido a la cercanía que tengo con este caso y no quiero perder tan buena oportunidad.

—Muy bien, entonces mucha suerte con el artículo. La verdad es que por mi parte no veo ningún inconveniente en ayudarte, así que te explicaré lo que sabemos dentro de lo que pueda revelarte, claro está. Los resultados de la autopsia de ambos cuerpos no los tengo todavía en mis manos, pero te puedo decir que en breve los tendré. Por otro lado, sí que sabemos cómo fueron asesinados: creemos que la persona que cometió el crimen entró en la casa sin ninguna dificultad, cosa que nos dice que muy posiblemente la misma pareja le abriese la puerta, dando por hecho que fuese una persona conocida del matrimonio. En la cocina había mucha sangre de Juan; allí fue donde el asesino o la asesina lo apuñaló con un arma blanca directamente en el corazón. No habiendo acabado todavía con su vida, Juan se dirigió como pudo a su despacho, que se encontraba a continuación de la cocina, creemos que con la intención de agarrar el teléfono, pero cayendo al suelo sin poder descolgarlo. Allí fue donde su vida terminó definitivamente.

»Luego, nuestro asesino o asesina, repito, subió escaleras arriba al piso superior de la vivienda con la intención de encontrar a la esposa. Esto mismo nos está diciendo que sabía perfectamente que Mónica se encontraba en la casa y también nos dice que fue Juan quien abrió la puerta al asesino, ya que ella se encontraba en su dormitorio. Subió, como ya he dicho, y la encontró en la habitación donde, con un objeto pesado, le golpeó el cráneo varias veces; esto posiblemente la haría desvanecerse y entonces la apuñaló tres veces en el tórax y una directamente en el corazón, acabando así con su vida. Los orificios son de un arma blanca, como ya le he comentado, de grandes dimensiones, así para que me entienda como de un cuchillo de cortar jamón. Cuando el culpable acabó su obra maestra, se marchó de la casa dejando la puerta entreabierta, como muy bien nos has contado, ¿no, Cintia?

—Sí, así es, la puerta se encontraba entreabierta, por eso mismo me decidí a entrar en la casa. Bueno, eso y, como ya le he contado, porque algo me decía en mi interior que ahí dentro pasaba algo malo, muy malo.

—Cintia, vuelvo a preguntarte. ¿No recuerdas nada nuevo?

—No, capitán, todo lo que sé ya se lo he hecho saber. Esta pareja era una pareja normal, salvo por sus continuas disputas. Todas las noches solían discutir fuertemente, cosa a la que culpo de mi insomnio; no podía dormir bien por culpa de ellos, pero ahora es gracioso: los echo en falta… Esa noche, como ya sabe, me disponía a dormir cuando los escuché nuevamente discutir: gritos, voces, jarrones rotos y un gran chillido de Mónica. Eso sí, siento escalofríos al recordarlo; ahora comprendo que ese chillido era de puro terror. He estado pensando en ello, capitán, y creo…

—Que ese chillido aterrador de Mónica se produjo exactamente cuando se encontró cara a cara con su asesino —continuó cortantemente el capitán, echándose hacia adelante con las manos cruzadas y apoyadas en su mesa.

—Sí, eso mismo he pensado yo…

Se estrecharon la mano amistosamente y Cintia le dio las gracias por lo amable y colaborador que había estado con ella. Era consciente de que le quedaba un largo e incluso complicado trabajo por delante, pero se sentía con ganas de ello. Se puso en pie y, girándose con la intención de marcharse del despacho del capitán, este llamó su atención:

—¡Cintia, espera! —Ella se volvió rápidamente esperando las palabras que quería decirle el capitán—. Antes de marcharte, por favor, acompaña a mi compañera por este pasillo: necesitamos que nos facilites tu ADN y huellas dactilares. Al haber estado en la escena del crimen, es lógico que aparezcan huellas tuyas allí y debemos estar prevenidos.

—Por supuesto, capitán.

Más tarde se encontraba trabajando o, por lo menos, eso intentaba, frente al ordenador de la redacción. Por una parte, se encontraba satisfecha por la colaboración que había recibido del capitán, pero por otra… había algo que no le gustaba. Cuando preguntó sobre si ya había conseguido las pruebas forenses de la autopsia, el capitán contestó que no, pero entonces, si no tenía tal información, ¿cómo sabía tan exactamente cómo fueron cometidos los crímenes y cómo actuó el asesino? Sentía que el capitán, por alguna razón, no le quiso decir toda la verdad, que le quiso ocultar que sí tenían las pruebas… Era extraño, sí, pero, pensándolo fríamente, ella había conseguido la información que quería y con eso tenía suficiente por ahora. De todas formas, pensó en volver al día siguiente para preguntar por ello y para saber cuándo darían sepultura a los cuerpos.

Juanra llevaba un rato fijándose en ella, en su amor secreto. Desde que ocurrió la tragedia, la veía muy desmejorada tanto anímica como físicamente; sentía la necesidad de intentar por lo menos ayudarla, no quería verla de esa forma. Ahí la contemplaba, sentada en su mesa con los ojos sumidos en el ordenador, ¿qué estaría pasando por su mente? ¿Qué estaría escribiendo? Al mismo tiempo, sentía piedad por ella después de haber tenido una infancia poco afortunada: la muerte de un hermano, la emigración de sus propios padres a otro lugar distanciados de ella, de no saber nada de la vida de su hermana y sus sobrinos… Pobre Cintia, llevar una vida así no tendría que ser nada fácil. Recordó que la otra noche en su casa, cuando le confesó su historia con su hermana, pudo casi leerle en los ojos que era una persona triste, falta de amor por todos lados, y él era la persona perfecta para darle amor, de eso se sentía completamente seguro y así lo iba al menos a intentar. Fue rodando con su silla giratoria hasta la mesa de su compañera; ella parecía no haberse dado cuenta de la presencia de su amigo, casi pegado a su brazo izquierdo.

—Cintia…

—¡Ah! ¡Por Dios, Juanra, qué susto me has dado! No te esperaba aquí a mi lado, casi se me sale el corazón…

—Perdona, Cintia, no era mi intención, es solo que te veo tan ensimismada con tu artículo que me ha parecido buena idea acercarme para proponerte algo.

—¿Ah, sí? —preguntó ella dejándose caer con su silla hacia atrás y cruzando los brazos con intención de escuchar su proposición—. Cuéntame.

—Bueno, lo cierto es que, ya que llevas unos días que no lo estás pasando muy bien, he pensado que, aprovechando que es viernes, podríamos salir al pub que tanto te gustaba frecuentar antes, al Dinamita. ¿Te acuerdas? Ponían muy buena música; ¿qué te parece? De esta forma desconectas un poco, te vendrá bien.

—Vaya, el Dinamita… Es cierto, hace una década que no vamos. Está bien, quedemos. No es que me apetezca demasiado, pero tienes razón, debo levantar un poco la cabeza. —Cintia se levantó y se inclinó hacia el oído de Juanra—. Ahora, si me permites, necesito ir urgentemente al servicio.

Juanra sonrió mientras volvía a su mesa conduciendo su silla: «Parece que esto promete». Para dirigirse al cuarto de baño, no le quedaba más remedio que pasar justo al lado de su compañero Daniel, el mismo Daniel que le había arrebatado su tan ansiado artículo sobre el asesinato de Jenny, la novia de su hermano. Estos días, con todo el revuelo, no había reparado en tal elemento que se encontraba trabajando sobre algo que ella sentía plenamente que le pertenecía. Solo con verlo allí escribiendo como un loco en su ordenador, aporreando a tres mil pulsaciones por minuto al teclado, ¡sintió deseos de estrangularlo allí mismo! Inmediatamente pensó que algo tenía que hacer al respecto y matarlo no era la solución, pero intentar embaucarlo para enterarse de lo que estaba escribiendo sí.

El escritorio de Daniel se encontraba repleto de papeles: no cabía un alfiler. El ordenador parecía que iba a explotar de un momento a otro a causa de la rapidez con la que el muchacho escribía en él. Él era un joven de la misma edad que Cintia, de estatura media, delgado, bien uniformado con pantalón chino, camisa y mocasines, y siempre se dejaba ver muy bien peinado, con demasiada gomina tal vez. Sus ojos castaños eran grandes pero cautelosos y su imagen era de antipático, arrogante y tremendamente creído; era de esas personas que no suele tener muchos amigos posiblemente debido a su carácter. Le gustaba caminar siempre al lado del jefe para ver que podía «pillar». En resumidas cuentas, era una persona difícil de llevar y al que Cintia no podía ni ver, más aún sabiendo en qué se encontraba trabajando. Cintia tenía que hacer algo de provecho con él y, aunque no se sentía con ganas de establecer conversación con dicho personaje, cierto era que estaba dispuesta a todo con tal de poder sacar algún tipo de información sobre el caso de su hermano. Se aproximó todo lo que pudo hasta llegar a sentir la dura madera del escritorio en su vientre. Se agachó ligeramente hasta permanecer delante de su rostro y entonces, con una linda sonrisa picarona, le habló:

—Hola, Daniel.

El joven levantó la mirada fulminantemente, pues se encontraba tan ensimismado aporreando el teclado de su ordenador que no se había percatado de la presencia de ella.

—Hola, ¿deseas algo? —preguntó algo extrañado por la visita de la joven.

—Pues ya que lo preguntas… Sí, me interesa saber cómo llevas el artículo. ¿Has conseguido información sobre el asesinato de esa chica?

—¿Qué? ¡Bah! —Soltó una pequeña carcajada mientras miraba a Cintia a los ojos—. ¿Que estás interesada en mi artículo? —Continuaba, y se agarró la barriga como consecuencia de la risa.

Los ojos de Cintia parecían llenarse de sangre además de un odio profundo hacia la persona que tenía delante. Sentía verdaderas náuseas por las carcajadas de su compañero, pero eso no se iba a quedar así; se acercó todavía más a su cara casi pudiendo tocar su delgada nariz con la suya y entonces masculló entre dientes:

—Verás, Daniel, estás trabajando en un artículo que realmente me pertenecía a mí. Esta noticia me toca muy de cerca, mucho más de lo que te puedas imaginar, así que te pediría, por favor, que contaras conmigo para mantenerme informada sobre lo que estés escribiendo e investigando. ¿Te ha quedado claro, guapo?

Se echó hacia atrás verdaderamente sorprendido por las formas y las palabras que estaba recibiendo por parte de su compañera de trabajo, pero todavía no era capaz de comprender por qué debía él proporcionarle a ella tal información sobre su artículo.

—Cintia, espera un momento, ¿de verdad crees que te voy a contar sobre lo que estoy escribiendo? ¡Estás loca!

Ella se sentó a su lado y volviéndose a acercar a su rostro le dijo:

—Daniel, te lo pido como un favor personal. Verás, como te he dicho, este tema me toca muy de cerca: Jenny, la chica asesinada sobre la que estás investigando, era la novia de mi hermano, ¿comprendes? ¿Comprendes mis ganas de saber?

Daniel se quedó impresionado con la nueva información que le estaba proporcionando Cintia así, gratuitamente, pero no pudo decirle que no, más bien todo lo contrario: le prometió que la mantendría informada. Por ahora no había escrito nada nuevo que ella no conociese ya, pero se lo prometió, eso sí, solo a ella; no estaba dispuesto a que nadie le arrebatara su artículo.

Cintia continuó su trayecto hasta el cuarto de baño, pues se encontraba satisfecha por la sangre fría y el temperamento con el que había acorralado a ese cretino; sonreía bien contenta: tenía que enterarse lo antes posible de lo que le ocurrió a Jenny y así poder averiguar si sus sospechas sobre la muerte de su hermano eran ciertas.

Tomó la ducha con otro ánimo; un ánimo mucho más bueno que el que había reinado en ella anteriormente. Esa noche iría a tomar unas copas con su amigo Juanra y cierto era que se encontraba rebosante de ganas. El agua caliente acariciaba su cuerpo repleto de espuma mientras escuchaba de fondo Where have you been de Rihanna en su vieja radio. Terminada su ducha, cogió su ya olvidado secador y su plancha de pelo: esa noche le apetecía estar guapa y estaba dispuesta a desconectar de todo porque quería volver a ser la Cintia de antes, la misma chica que tantas veces lo había pasado bien saliendo con su amigo de fiesta. Abrió la puerta del armario de su dormitorio con gran ímpetu y optó por elegir una falda negra bastante corta que se había comprado para una Nochebuena a pesar de que sus navidades las solía pasar sola o en alguna ocasión había sido invitada para cenar en casa de Juanra; cierto era que, si no fuese por él, su vida sí sería un verdadero zulo de penumbra, oscuridad y, por supuesto, soledad. Tales pensamientos le hicieron plantearse la idea de que pudiera surgir algo más en su relación con él. Continuó vistiéndose con una dulce sonrisa en sus labios: camisa blanca, zapatos de tacón negros y pendientes de plata que curiosamente le había regalo el mismo Juanra para uno de sus cumpleaños. ¿Sería que la vida le había estado enviando señales sobre él y ella nunca se había parado a contemplarlas? Por último, se arregló el rostro. Encontró un tubo de maquillaje perdido desde hacía tiempo; lo abrió previamente para comprobar que se encontraba en buen estado y así era: parecía que la suerte estaba de su lado esa noche. Sombra de ojos color plata, lápiz de ojos, máscara de pestañas color negro noche y el toque final, el más importante… «¿Cuál es el color de labios que siempre triunfa?», se decía ella. «El rojo».

Bajó las escaleras hasta encontrarse en la primera planta de su casa; allí se dio el último repaso ante el espejo que tenía en el recibidor. Parecía una reina: hacía tanto tiempo que no se arreglaba que no recordaba que ella también era una mujer muy guapa; su pelo suelto la hacía brillar en aquella casa. Abrió uno de los cajones del mueble del aseo donde encontró el perfume que había usado durante toda su existencia, Le main blanche, un perfume parisino que compró en un viaje que realizó a la capital francesa hacía ya unos años con unas antiguas compañeras de universidad de las que, por cierto, desde entonces no había vuelto a saber nada. La vida tiene estas cosas: lo mismo que aparecen personas maravillosas durante su transcurso, desaparecen del mismo modo algún día.

No había corrido tanto desde hacía ya un tiempo para una cita. Ella debería estar ya lista esperándolo, pero él tenía que lavarse los dientes más que por obligación, pues teniendo en cuenta que anteriormente había disfrutado cenando un suculento bocadillo de tortilla de patatas y teniendo el presentimiento de que esa noche podría ser más que mágica, desde luego era buena idea el cepillado dental antes de salir. Él también había puesto todas sus ganas en conseguir una buena apariencia: sus mejores pantalones vaqueros, su bonita camisa negra con minúsculas estrellitas blancas, sus botines preferidos y, por supuesto, su mejor perfume. Listo, rebuscó en su bolsillo las llaves de su Audi A4 y cerró la puerta de su casa inundando el recibidor de perfume.

El corto camino que separaba su casa de la de Cintia lo recorrió pensando en ella: se veía besando sus labios como tantas veces lo había imaginado y soñado con los ojos abiertos. Cuando paró justo en la puerta de su casa, ella cerraba con llaves y, al verlo, corrió apresurada para subirse en el asiento del copiloto.

—¡Guau! ¡Estás preciosa! —dijo Juanra llenando sus ojos de un brillo encantador.

—Gracias, tú también estás muy guapo. —Se acomodó en el asiento y, cuando pasaron delante de la casa de sus difuntos vecinos, sintió un tremendo escalofrío. Todavía se encontraba amurallada con la cinta blanca y azul de la policía. Las imágenes de Juan y Mónica tirados en el suelo volvieron a su cerebro como instantáneas, pero no quiso impregnarse más de ellas y continuó conversando con Juanra—. ¡Qué bien cuidado que tienes el coche! Tengo que comprarme uno urgentemente, tanto caminar de arriba abajo por la ciudad me deja cansadísima todos los días.

—Pues precisamente mi hermano Manu tiene el suyo en venta. Te puede interesar: está en perfecto estado, se trata de un Peugeot 107 rojo; solo lleva con él un año, pera ya conoces a mi hermano, teniendo un buen puesto de trabajo en el ayuntamiento se puede permitir todos los caprichos que quiera y se comprará otro. El coche es pequeño, manejable, fácil de aparcar y sencillo para la ciudad, te viene como anillo al dedo, Cintia. Yo creo que el interés de mi hermano por cambiar de coche se debe a una chica a la que quiere impresionar, jejeje.

—Los hombres siempre pensando que a las mujeres hay que impresionarlas con bienes materiales y caros… —refunfuñó cruzándose de brazos—. Pues conmigo no funcionan así las cosas.

—Vale, pero admite que para muchas mujeres sí —le insistió él.

—Bueno —dijo Cintia apartándose el cabello de la cara—, entonces si me lo deja tu hermano a un buen precio, me quedo con él.

—Tenlo por seguro, no hay problema. —Se miraron a los ojos y se echaron a reír.

Aquel pub no era el mismo desde que no lo frecuentaban: habían cambiado el color de las paredes de un verde turquesa a un morado oscuro. El mobiliario también era distinto: las mesas y sillas iban a juego siendo transparentes, pero parecían más cómodas que las anteriores, eso sí. El personal que servía las copas también había sido sustituido y ahora solo se podía ver a guapas camareras con grandes pechos casi totalmente al descubierto e incluso habían colocado dos jaulas enormes donde cada cierto tiempo se introducían dos bailarinas muy fresquitas de ropa.

—Vaya —dijo Cintia al oído de Juanra—, este pub ha cambiado desde que no venimos… Parece, no sé, ¿más para hombres?

—¿Lo dices por las chicas? —preguntó Juanra con cierta picardía.

—Más bien por sus delanteras y sus cuerpos casi desnudos.

—Bueno —continuó él—, los cambios son buenos, ¿no? Posiblemente se encontraban escasos de clientes… —explicó entre risas.

La noche transcurrió de la mejor forma posible: sus vasos se iban llenando sucesivamente, las risas iban en aumento según transcurría el tiempo y fluía el alcohol. Parecía que se acababan de conocer: volvieron a contarse sus vidas y a recordar vivencias juntos donde acababa estallando la risa. Sin ser conscientes ninguno de los dos del tiempo que llevaban en aquel pub, la gente se iba marchando: solo quedaban tres hombres en la barra, seguramente tirando los tejos a la guapa camarera de grandes pechos; y otra pareja aislada difícil de ver en una esquina del pub, en la penumbra. Entonces, sonó una canción lenta de esas que las parejas solían bailar antiguamente en las discotecas. Juanra se levantó e invitó a bailar a Cintia; ella no dudó. Allí permanecieron toda la canción abrazados: podían respirar cada cual el perfume del otro mientras las mejillas de ella anunciaban que el alcohol ya había hecho bien su trabajo. En un instante, sus miradas se mantuvieron intensas contemplándose fijamente; entonces él pensó que ese era el momento, el gran momento que siempre había estado esperando: «¡Bésala!», le gritaba su mente y así lo hizo. Sus labios por fin se juntaron para permanecer así durante un periodo largo de tiempo; parecía que ninguno de los dos quería que ese momento acabase.

Salieron del pub abrazados y bromeando de nuevo. Cintia no podía esconder la gran alegría que sentía en aquel momento. Subieron al Audi A4 y, cuando llegaron a la casa de ella, paró Juanra el motor del coche tal vez con la intención de crear ambiente; se moría de ganas de que lo invitara a pasar a su casa. Se volvieron a mirar fijamente y se besaron; entonces ella separó sus labios por un momento para susurrarle:

—¿Quieres tomar la última copa en mi casa?

—Claro que sí —contestó rápidamente Juanra y, a continuación, le dio un dulce beso en los labios.

La noche había transcurrido como un cuento de hadas, pero, en cuanto Cintia concilió el sueño, aparecieron sus temidas pesadillas de nuevo. Allí se encontraba ella, en una tremenda oscuridad; la moto y su hermano Jaime yacían en el suelo. Sangre. Al otro lado, Jenny: su vestido blanco de tirantes se confundía con largos caminos de sangre, mucha sangre.

—¿Por qué, Cintia? ¿Por qué? —gritaba Jaime.

—¿Por qué, Cintia? —gritaba Jenny.

—¡¿Por qué qué?! —gritaba en esta ocasión ella. Los miraba a los ojos, unos ojos completamente vacíos, vacíos de vida, llenos de rabia y dolor—. ¿Qué queréis de mí? ¿Qué puedo hacer yo?

El cuerpo de Cintia comenzó a agitarse fuertemente en su cama, a moverse con énfasis; llegó a gritar y entonces Juanra despertó.

—¡Cintia, despierta! ¡Despierta!

Entonces abrió los ojos llena de ira: se sentía aturdida, continuaba sintiendo el mismo terror que en el sueño; el frío, la sangre…

—Tranquila. —La abrazó—.Tranquila, solo era una pesadilla. Ya pasó.

Puso los pies en el suelo y se dirigió al cuarto de baño para mojarse la cara. Él la siguió preocupado.

—Ya está, Cintia, solo era una pesadilla —dijo él mientras la agarraba por la cintura dulcemente.

—Sí, Juanra, sé que solo son pesadillas, pero prácticamente las tengo todas las noches. Siempre lo mismo: mi hermano, su moto y Jenny. Me preguntan el porqué de algo, no sé a lo que se refieren. ¡¿Qué quieren?!

—Los sueños suelen reflejar malas o buenas vivencias, eso es todo. Todavía no has superado la muerte de tu hermano, creo que ese es el motivo de tus pesadillas, Cintia. Debes pasar página de una vez por todas; estoy convencido de que en cuanto lo hagas, desaparecerán. —Intentó tranquilizarla Juanra mientras le acariciaba dulcemente la mejilla.

—No, Juanra, es algo más que eso, estoy convencida. Hay algo que no cuadra tanto en la muerte de Jaime como en la de Jenny, y a su vez me están diciendo que ambos crímenes están relacionados entre sí. Tengo que averiguarlo, no voy a descansar hasta que lo consiga, hasta que consiga demostrar que la muerte de Jaime no fue un mero accidente, y Jenny… pues algo habrá.

—Está bien, sabes que puedes contar conmigo para lo que quieras. —La besó en la mejilla y comenzó a ponerse los pantalones.

—¿Adónde vas? —preguntó Cintia intrigada.

—A preparar el desayuno. Los malos espíritus se van con el estómago lleno, ¿lo sabías? —Volvió a abrazarla y mientras la miraba a los ojos se acercó a ella con una sonrisa pícara—. Antes de que surgieran las pesadillas, ¿qué tal te pareció la noche?

Cintia miró al suelo ruborizada y a su vez, con una tímida sonrisa, contestó:

—Pues… me pareció una magnífica noche, de veras que sí.

—¿Estás dispuesta a repetir?

—Por supuesto.

Crimen dormido

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