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La promesa de un tornado
ОглавлениеEstamos encerrados en la casa, por nuestra propia voluntad, hace un día y medio. Somos tres mujeres y un niño. Nos recluimos por la promesa de un tornado. Tenemos techo y comida, sí, pero nos estamos quedando sin agua. La electricidad se cortó hace varias horas, hace frío y se escuchan explosiones o rayos. Morir no me da miedo, lo que me inquieta es haber traído a esta casa en el medio del campo a mi hijo, que está acostado a mi lado como si no pasara nada. Quizás piense que este es un extraño modo de pasar las vacaciones. Quizás crea que su madre sí sabe cómo pasarla bien y que todo esto es parte de un plan para vivir experiencias nuevas: avistaje de tornado, después vendrán naufragio, incendio; si se sobrevive se vuelve uno más fuerte, eso dicen siempre. Tal vez sea el mejor regalo que le pueda dar a sus seis años. Vinimos a quedarnos en la casa de la hermana de mi madre que vive con mi prima. Ahora mismo los cuatro calentamos las manos en la salamandra. Queríamos vida al aire libre y naturaleza, pero tuvimos que aislarnos. Más naturaleza que un huracán no se consigue.
Desde que no vemos el sol tengo sensaciones muy extrañas en el vientre. Creo que estoy embarazada de nuevo. Es algo que me pasa seguido, no estarlo sino creer que estoy embarazada. Tengo un atraso de varias semanas. Somos cuatro en la casa y espero que nada esté creciendo en mis entrañas, que sea solo un miedo irracional, una falsa alarma. Mi marido ya no vive con nosotros, se fue y un tiempo después nos vinimos al campo a pasar las vacaciones. Estar gestando un ser vivo solo nos haría retroceder. Mataría, ahí sí, todo el sentido de la aventura.
Estamos entre mujeres desde anoche. Y también desde hace más tiempo. En mi familia los hombres no duran. Mueren jóvenes o se van. Nuestro abuelo no murió joven pero sí de golpe, solo y en el campo. Cuando era chica, cada invierno me reunía con la tía y sus hijos alrededor del fuego, era la primita que venía de la ciudad con zapatillas blancas que se ensuciaban a los diez minutos de subirnos a las bicicletas. Después mi primo murió y dejamos de verlos. Nunca entendí bien por qué. Hace años que no venía. Por las fotos, supe que la tía seguía llevando el pelo ondulado, que los reflejos rubios habían virado a un gris plateado y que se lo peinaba con trenzas al costado. Su sonrisa mostraba los dientes de adelante algo separados y seguía dándole un aspecto de niña.
Mientras viajábamos para acá tuve dudas, ¿seguiría siendo la misma ermitaña? ¿Se habría recuperado? ¿Adónde nos estaba llevando? El terreno tenía más de veinte eucaliptus con troncos veteados de gris y ramas inclinadas por el viento. Parecía ideal para un descanso, un lapso, lo que sea que me permitiera tener la cabeza en blanco, dejar pasar los minutos mirando el viento a través del movimiento de las ramas. También tenía un ceibo, madreselva, lavanda, liquidámbar, un nogal y el árbol más viejo de todos, un pino majestuoso. A mi tía le habían aconsejado talarlo porque estaba muy cerca de donde iba a construir la casa y no se veía muy estable pero se negó. ¿Quién era ella para sacarlo de su lugar, pensaba, cuando él estaba en esa tierra desde mucho antes de que hubiera nacido? El pino es imponente, tan masculino, si se lo piensa bien. Cuando era adolescente me habían hecho el test del árbol, la persona y la casa. Como árbol dibujé un pino. El psicólogo miró a mis padres: una lástima, dijo. Su diagnóstico fue que en el futuro iba a tener problemas sexuales.
Cuando llegamos, me bajé del auto para abrir la tranquera y con la manija me hice un tajo en un nudillo, tan blanda resultaba mi piel para esas asperezas. La gota de sangre cayó directo en la tierra, una contraseña necesaria para recibirnos. Mi hijo abría los ojos, los oídos, la nariz, como si no le alcanzaran para absorberlo todo, corría atrás del gato negro que parecía siempre estar detenido en un gesto pícaro, porque en una pelea había perdido un ojo y le había quedado velado. Lo alzó y le dijo: sos el gato más lindo del mundo.
Somos tres mujeres, un niño, un gato y un pino. Nos sentamos a su amparo, a tomar mate abajo de la sombra y de las ramas que dibujan mantos de luz en nuestros hombros.
Ella acondiciona una cama para mí con sábanas blancas y limpias en el cuarto del primo muerto. La ensucio apenas me apoyo para probarla. O eso me parece. Soy impura para esas sábanas, el olor a transpiración aún pegado a la piel. Toda su casa es antigua y hermosa, con muebles pintados y pocos adornos, los ambientes limpios y despejados. Me explica que tiró todo lo accesorio porque cree, como los japoneses, que los objetos viejos y sin uso pueden albergar un espíritu, volverse yokai, cobrar vida. Y nunca se sabe si la energía que van a traer será buena o mala. Ella me prepara también el baño con sales y espuma. Hace años que no me atienden así, que no me prestan tanta atención. Pero también dice: ¿quién le cortó el pelo al nene, pobrecito? ¿Esas medias con agujeros que tiene puestas las podemos tirar?, le hace falta ropa mejor. Respiro tres veces. No digo nada. Después me dejan sola, mi prima y ella se llevan al niño a juntar leña. Vuelven y nos acomodamos en este mismo lugar, al lado de la salamandra.
Con mi madre se llevan apenas unos meses. Pero no son nada parecidas. De todos modos, como hablan igual suelen confundirlas, le dicen a una el nombre de la otra y ellas actúan de forma simbiótica más de una vez. Cuando eran chicas, si una se enfermaba no pasaba un día hasta que la otra se contagiara. Si una caía en cama, iban preparando el lecho vecino. También les pasaba que no recordaban quién había hecho qué. Si ella creía que mamá le había clavado una horquilla en la rodilla, mamá decía que había sido al revés. Si una decía que la otra había matado una paloma al caminar para atrás, la otra alegaba que ella no había sido. Lo cierto es que las dos recordaban el hecho y la paloma estaba muerta. Cada una corregía la biografía de la otra hasta el cansancio.
En cuestión de horas el cielo azul que veíamos a través del ventanal se transforma en una serie de jirones grises, como franjas de mármol o capas de distintas eras geológicas. Se cubre todo de nubes algodonosas en distintos tonos que van del gris al violeta. Parece pintado por alguien muy dramático. Nosotras seguimos alimentando el fuego para no dejarlo morir. Por suerte, juntaron mucha leña. Pero no. Dice ella: tenemos poca y se viene la tormenta, una grande.
Van los tres de nuevo a juntar troncos. Yo estoy helada. Me cubre una capa de hielo, me quedo adentro. Mi hijo lleva campera, bufanda, gorro y botas de goma. Miro al cielo desde atrás del vidrio como desde adentro de una burbuja. En el baño trato de atemperarme. La ducha bien caliente afloja los miembros. El vapor me despierta, me hace sentir un cuerpo vivo, disponible de nuevo al tiempo y al espacio. El gato acompaña cada uno de mis pasos estableciendo que en este momento soy la más frágil de la casa. Qué faceta felina inesperada esa de ser detectores de necesidades, escoltas mullidas. En la ducha intento masturbarme, sentir algo, pero estoy cansada. Más que nada de tener una vida sentimental. ¿Por qué no dejarla atrás? Las reservas, en mi caso, están consumidas. ¿Cómo se hace para reponerlas? Quizás cuando dibujé el pino se referían a esto. Salgo de la ducha y me tiro en la cama sin poder moverme. El gato se enrolla y se queda acostado en el cuadrado de luz que se recorta sobre el acolchado.
Es obvio que ahora él está con otra. O se está preparando para estar con otra, va a pasar de un momento a otro. Las ex parejas solo avanzan bajo la lógica de la mutua compensación, si yo estoy así es solo lógico que él esté con otra, o a punto.
Entran los tres a la casa, cada uno con un hatajo de leña. El de mi hijo es casi tan alto como él. Trae los cachetes encendidos del frío y de la excitación por haber prestado una ayuda auténtica. Pronto llegan los truenos que suenan como bombas, aunque en mi cerebro son bombas que suenan como truenos. A mi hijo le tiemblan las mandíbulas. Exhalamos el vapor caliente del miedo.
El viento más fuerte se levanta a la madrugada. Se va y viene, ataca, después desaparece y tarda mucho en volver. Cuando viene la casa entera tiembla, retumban los sonidos, ramalazos contra las puertas, contra las paredes, parece que se van a caer abajo. Mi hijo se larga a llorar. Es el tornado. Nos saca de la cama. Nos vestimos rápido y la intuición nos lleva a los cuatro al ambiente más amplio. Se hace una pausa y nos miramos. Cuando vuelve, el ruido de los golpes es muy fuerte. Nos hace saltar. Cerramos todas las puertas y persianas, las trabamos y nos aislamos, temblando. Es peligroso salir, así que no lo hacemos. Vamos al lado del hogar. La tía prende el fuego y yo me dedico a hacerlo crecer. Acá estamos. Mujeres, niño y gato en una ronda, racionamos todo lo que encontramos en el cuartito almacén, arvejas, papas, tomate, galletas integrales, arroz, budín, dulce de leche, el único bidón de agua se oculta abajo de una capa de polvo. El viento silba furioso, es devastador. Miro el tornado por una ventana de la cocina antes de cerrarla con una madera. Me pregunto si él también estará mirando el cielo, si en la ciudad también se verá tan negro, como si se viniera el fin del mundo.
Ahora que cerré la última ventana ya no hay más luz natural. Prendo una vela que encuentro en la cocina. La casa se mueve como si el viento fuera a arrancarla de raíz y a llevarnos. Algo afuera aúlla. Nunca pensé que del aire podía venir una amenaza. Como un enemigo invisible que se manifiesta a través de los objetos, provoca estruendos que ensordecen. Imagino el trabajo de destrucción que debe estar haciendo en el jardín.
Pasamos la noche. O eso creemos, porque apenas podemos ver un resquicio de luz por entre las tablas de madera. Intentamos dormir pero no pegamos un ojo. La casa entera se sacude, por rachas sentimos golpes sobre las persianas y los vidrios, como de chapas o troncos. Intentamos prender las luces, pero sigue cortada la electricidad. Volvemos a reunirnos al lado del fuego. Mi tía trae el sol de noche y lo prende. La tela adentro de la copa de vidrio se enciende de blanco incandescente y forma una esfera de luz. Su cara brilla, los ojos sobresalen. Dice que hace años que no lo prendía, está sorprendida por lo bien que ilumina. Mi hijo juega con las sombras, hace formas de animales con las manos. Mirá la víbora, mamá, te saca la lengua, cuidado, te va a picar, dice y se ríe. En un momento el ruido exterior frena y lo único que escuchamos es un zumbido constante, como si alguien soplara muy fuerte desde atrás de la garganta, pero solo es el sonido del sol de noche. Entonces sentimos un golpe tremendo contra la chapa del techo. Me levanto de un salto.
Sabía que algo malo iba a pasarnos y me lamento, una vez más, por no haber seguido mis intuiciones. Sabía que no teníamos que venir. Quiero quejarme de mi mala suerte pero no hago nada. Vuelvo a sentarme.
Sintonizamos una radio que dice que el pico de la tormenta pasó pero que todavía hay que esperar unas horas, porque quizás vuelva. Apenas pare la tormenta nos iremos. Pero ¿parará? Mi hijo come cereales. Aproximo las manos a las llamas rojas y azules. Después de una noche casi en vela está cansado, apoya su cabeza en mi regazo y se queda dormido. Yo también voy entrecerrando los ojos. Me recuesto contra el sillón. Una voz hermosa y ronca sube, como si hiciera mucho que no se usara. Mi prima habla: una vez fuimos a la costa ¿te acordás, mamá? Me metí al mar por primera vez. En la tarde dijeron que se venía una gran tormenta. Yo tenía miedo de que nos matara una ola gigante. Nos fuimos a los vestuarios y vimos que se volaba todo lo que había en la playa, sombrillas, papeles, la arena lastimaba la piel. La tormenta no formó una ola, parecía un embudo de viento, estaba en el cielo, bajaba y perforaba el mar. Me acuerdo que esa noche nos llamaron por el abuelo. Él era alto y duro como un árbol, salió del granero caminando aunque había tormenta eléctrica. En el descampado lo alcanzó un rayo y cayó.
La voz se apaga. Cierro los ojos y me duermo, veo ese tubo de viento, tierra, agua, que sube hasta el cielo, arrastrando todo. Cuando me despierto estoy sola. Escucho las risas de mi hijo en el otro ambiente. El fuego al lado mío sigue prendido, aunque las cenizas cubren casi por completo las brasas; lo limpio, lo alimento y revive. La tía y la prima cocinan y cantan. Me sumo a la mesa. Jugamos a las cartas. Leemos. Nos trenzamos el pelo. En medio de la tregua, se escucha un estallido que nos sobresalta. El suelo tiembla, nosotras también. ¿Será la corteza terrestre al quebrarse?
Más tarde hacemos una comida tratando de usar la menor cantidad de elementos posible. No malgastar. Comemos verduras al horno y arroz sin servirlo, de la misma fuente. La prima trae vino casero, dulce y caliente, con clavo de olor y canela, lo vamos tomando de a sorbitos. Nos dormimos una vez más en los sillones. Sueño con un cielo despejado y nítido con estrellas muy brillantes; nosotras tres somos luces, formamos parte de una misma constelación o de un mismo clan. El fuego nos mantiene cerca de un núcleo blando. Hay más de nosotras, pero algunas son atacadas por depredadores y caen. Las que quedan en pie no se entregan, guardan sus trucos, sus pócimas, para ser longevas.
A la mañana cuando nos despertamos sentimos que la tormenta se detuvo. Ya es seguro salir de la casa. Sacamos las maderas que traban las persianas, abrimos la puerta y salimos. La destrucción del terreno y el silencio plano nos impactan, no se escuchan trinos; el lugar fue arrasado y, entre los charcos, no quedan en pie plantas ni animales, hay pájaros muertos enredados en las ramas caídas, cuises que fueron aplastados por los troncos, piedras removidas, un embrollo sin forma de árboles inclinados y deshechos. Voy a verlo. El pino fue extraído de raíz, quedó tirado como un cadáver al lado de la casa. Las ramas abiertas parecen brazos quebrados, pero milagrosamente no cayó sobre ella. Ni sobre nosotros.
Siento que estoy muy mojada, una gran mancha de sangre bajó durante la noche hasta teñir mi pantalón de rojo oscuro, casi negro. Lo perdí. Nada vive en mis entrañas.