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Una chica en verano

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Para Uriel Kon

Espero un tren que me va a llevar lejos, por tres días, con alguien que apenas conozco. Está cayendo el sol de la tarde, sigue haciendo un calor del infierno, la estación está repleta. Si me miran desde afuera solo estoy esperando, como todos. Muevo las manos, me sueno los dedos, los codos, me apoyo en una pierna y sacudo la otra alternativamente; mi cuerpo no me contiene. El sol que derrite los helados de los chicos, los oficinistas que terminaron su semana laboral y se toman una gaseosa fría con la camisa desabrochada, el grupo de amigas con sus bolsos que van a pasar el fin de semana en Tigre, escapando del ruido y ahuyentando insectos: todo me es indiferente y a la vez me inquieta. Aún así, espero el tren que me va a llevar lejos, por tres días, con alguien que apenas conozco.

Hace tres semanas nada de esto existía para mí, ni la inquietud, ni la transpiración de las manos, ni esta ansiedad. Cuánto puede cambiar en tres semanas. También fue un viernes cuando nos vimos por primera vez, también hacía un calor demencial. Después de varios chats y audios quedamos en encontrarnos a la noche. Llegué primera así que pude verla venir: alta, con piernas y brazos largos y delgados, pelo castaño y lacio hasta las orejas, mejillas rosas, más linda que en las fotos. Llevaba un vestido musculosa negro que dejaba ver el corpiño por los costados. Hablamos nerviosas, caminamos por la ciudad oscura y casi desierta con pasos enormes, buscando un lugar adonde ir, viendo para qué lado enfilar, pero nada aparecía. La miré de reojo, ella también a mí. Entramos en un bar nada más que porque se llamaba como una canción que nos gustaba a las dos: Ziggy Stardust.

Cuando era chica me besaba en el espejo de marco dorado que aún tengo en mi cuarto imaginando que lo hacía con otra persona, ansiosa por experimentarlo. Después pasó mucho tiempo, muchas bocas, hasta llegar a la noche —hace tres semanas— en la que nos sentamos en un bar, frente a frente por primera vez, y yo la miré hablar sin poder hacer otra cosa. La escuchaba, hechizada. Le hacía preguntas solo para que siguiera hablando, para mirar sus gestos: trabajaba y estudiaba, vivía sola, había estado con hombres y mujeres pero en los últimos años solo con chicas. Mientras tanto, volvía a acordarme de cuando me besaba contra el espejo, como si no hubiera vivido nada en el medio.

Me preguntó si vivía sola. Le dije que la mitad del tiempo sí, la otra con mi hijo que recién empezaba primer grado. Tomamos cerveza y comimos papas picantes en la terraza del bar. Enseguida congeniamos, la charla y el humor fluían. Me divertía. Me encantaba. Era preciosa, con una sonrisa enorme y con gracia, había cosas en común, otras que nada que ver.

—A vos que te gustan tanto los libros, yo no leo mucho, solo esto —me mostró una tapa sobre el conflicto en Medio Oriente.

—Está muy bien. Yo debería leer más de esas cosas.

Dijo de ir a fumar porro, le dije en la calle no y la invité a mi casa. El camino que hicimos en su auto se vuelve difuso. Cuando llegamos abrí la puerta y me hice la habitué de mi propio living, la que siempre hacía estas cosas, saqué dos copas y serví una bebida imposible, gin, hidromiel, vodka, no me acuerdo, pero que no se podía tomar. Igual funcionó. Lo que decíamos sonaba cada vez menos articulado. El sillón estaba ocupado con cajas que había estado embalando, entonces nos tiramos en el piso. Se me acercó y me llegó el primer impacto de su aroma, me besó despacio y me calenté enseguida. Era la chica más linda del mundo, mucho mejor de lo que podía imaginar. No esperaba esa suavidad al tocarla, al besarla y en el olor de su piel.

Esa noche no supimos bien cómo encajar, ella recta y larga, yo baja y curvada; en algún momento nuestras piernas se entrelazaron y quedé capturada por ciertas zonas de su cuerpo, sus brazos llenos de tatuajes, su cuello largo, sus hombros, la curva que se formaba entre su cintura y sus caderas. No podía creer que ese cuerpo ahora estuviera ahí para mí, abierto, fuerte, entregándose; parecía irreal y a la vez solo podía zambullirme, pasar la lengua por sus tetas, abarcarlas con toda mi boca, succionarlas y sentir cómo se endurecían sus pezones, besarla en la zona del ombligo, bajar hasta ver su pubis de frente, sin pelo, abrir sus piernas y acomodarme, apoyarme en ella lentamente, con los labios mojados, hurgar con la lengua hasta descubrir por primera vez su humedad, su olor y su jugo, que todo me gustara, sorprenderme con mi falta de sorpresa, como si fuera un mundo que siempre hubiera estado al alcance de la mano pero que hasta ahora no había tenido la suerte de encontrar. Entendí cómo alguien podía perder la cabeza por una mujer.

Cuando estaba por irse al otro día, mientras se ataba los cordones y la luz subía por la ventana no pude evitar acariciarle el tatuaje en la nuca; ella miró para arriba, hacia mí, y se rio. No tenía idea si había disfrutado, no emitió sonidos, y yo ¿qué iba a hacer con todo eso que rebalsaba de las manos, de la boca, con todo eso que había empezado para mí?

—Ay, pero qué linda torta.

—¿Ya soy torta?

—Mmm, no sé, pero tenés potencial.

—Parece que fuiste evangelizada —escribe mi amigo.

—No, es que todavía estoy bajo la influencia, ya se me va a pasar —respondo y mientras lo escribo siento que estoy mintiendo. Pasar, lo que se dice pasar, en el sentido de olvidar, no creo que se me pase nunca.

—¿Superó todo? ¿Te gusta más que con los tipos?

A la semana siguiente nos encontramos a la tarde en el Barrio Chino. Mientras la esperaba, estuve mirando a un grupo de chicos con helados rectangulares sacándose una foto al lado de un dragón rojo. Compré un llavero con forma de gato para ella que no me animé a darle. La vi venir hacia mí cantando, riéndose, con anteojos oscuros. Almorzamos pescado y mariscos en un restaurante peruano, caminamos de la mano por las calles peatonales del barrio. Los tipos la miraban mucho y se lo dije, los hombres me aburren, respondió. Volvimos a mi casa y ahí cogimos sin parar tres horas seguidas. Apenas entramos vio unos forros que habían quedado, de otra época, en la mesa de luz; por favor cuidate, no vayas a dejarme embarazada, me dijo mientras me desvestía con mucha práctica, chau remera, adiós pantalón, juntó los dedos en mi espalda y el corpiño voló en dos segundos, mis tetas bamboleándose a su alcance. Yo en cambio no podía entender cómo me costaba tanto sacarle el cinturón, el broche se me trababa, parecía una adolescente virgen. Al bajarme la bombacha descubrió que me había depilado toda, para estar a tono con ella.

—Mmm... qué linda, veo que te hiciste mujer.

—¿Qué?

—Por lo que duele, digo.

Una vez desnudas, no podíamos dejar de besarnos. Sentadas frente a frente, con mis piernas sobre las suyas, ella recorría mi espalda presionando con sus yemas, nuestros labios tocándose, mis manos en sus caderas, nuestros pechos al rozarse me provocaban pequeñas puntadas en el cráneo y un dolor en el vientre que venía del puro goce. Miré al costado y nos vi reflejadas. El espejo de marco ovalado mostraba una imagen simétrica, pregnante. Me acordé de los besos contra su superficie fría, me empezó a latir la sien como si me hubiera encontrado con algo antiguo.

Cuando salimos a la calle, se puso mi pañuelo en el cuello y yo sus anteojos. Iba cantando la misma canción que cuando nos encontramos y ahí es cuando empezó a decirme que tenía que ver a otras chicas.

—No me digas eso, no hace falta.

—Pero no te vas a quedar con esta primera experiencia, tenés que practicar relacionarte con otras tortas. Te puedo pasar buenas fiestas.

—¿Para ir juntas?

—Para que conozcas más chicas.

—Tranquila, ya entendí que sos un espíritu libre.

Respiro hondo y cierro los ojos. El andén abierto al sol y a la humedad, el calor y el ruido me adormecen; a lo lejos se acerca el tren. El saco que llevo en la mano es demasiado abrigado pero al entrar en el vagón lo agradezco porque el aire acondicionado parece programado para matarnos, de milagro consigo asiento. Esta va a ser la tercera vez que nos vemos. Eso explica que esté tan inquieta, ya sé de qué se trata y a la vez no sé nada. No vamos a perder el barco. La fuente de mi inquietud es otra, por momentos no me acuerdo bien de su cara, tampoco sé cómo saludarla. Saco un libro solo para tener algo apoyado en las piernas, porque no hay forma de concentrarme.

La primera salida fue de noche, la segunda de día, esta vez el plan es de todo un fin de semana. Cuando llego a la estación me está esperando con un amigo, nos saludamos rápido, no se entiende bien dónde es el beso. Vamos al puerto y en migraciones, poner los documentos de las dos sobre el mostrador parece darle a todo un viso de realidad. Estamos acá, está pasando, es cierto. Mira mi foto.

—Parecés una refugiada afgana, no me digas que usabas esos aros —dice y me mira con su sonrisa enorme, me pelea como modo de acercarse. Me río y la abrazo.

En el barco somos las únicas que queremos viajar afuera, con el viento enredándonos el pelo, mirando cómo las luces del atardecer hacen brillar el río. Fue todo muy fácil de organizar, con los hombres parecía todo más complicado, había que esquivar los malentendidos, proponer un viaje tan pronto era una locura. En cambio en una charla con ella había surgido la idea de irnos un fin de semana a algún lado y a los dos días me había escrito “Ya tengo los pasajes”. Pensé que esa ciudad era siempre igual a sí misma, que seguramente no había cambiado nada y yo había ido hacía unos pocos meses. No me importó. Alquilé una cabaña sobre la playa, a kilómetros del centro, con vista al río y muebles antiguos y le mandé la foto: “La arena nos espera”.

Cuando llegamos al pueblo ya es bien de noche y el único almacén a la vista está por cerrar, la dueña de la cabaña no nos responde los mensajes y tengo miedo de que todo peligre, que lleguemos exhaustas a una dirección en el medio de la nada, sin llaves, comida ni señal. Compramos queso, salamín, galletitas, pan, manteca, aceitunas, vino, cerveza, chocolate. Para no tener que ponernos de acuerdo en qué comprar metemos todo lo que nos gusta en la bolsa, ya sea que combine o no. El lugar tiene un techo bajo y luces de colores como si hubieran quedado ahí o siempre fuera carnaval. La dueña del almacén tiene el pelo rapado a los costados y un aro en el labio; nos mira con una sonrisa, como si supiera todo, como si nos conociéramos de antes. Nos ayuda a conseguir un taxi que nos lleve al balneario donde suponemos que está la cabaña. A pesar de que no tenemos más que el nombre de una calle, un par de indicaciones escuetas en el mensaje de bienvenida y no hay más alumbrado que el de las luces del coche, distinguimos una silueta en la oscuridad. Es la encargada que trajo las llaves, nos da un par de indicaciones y se pierde en la noche con su moto. La cabaña no nos decepciona; de un lado se ve el bosque, del otro el río. Es parte de un complejo de varias casas, vemos por el ventanal que la de al lado nuestro está ocupada por una pareja de unos sesenta años. Subimos, dejamos los bolsos, nos bañamos. Después bajamos, comemos la picada, tomamos el vino, nos contamos historias de nuestras infancias y seguimos hacia adelante. El relato de las parejas anteriores adquiere otra coherencia narrado en nuestras voces presentes. Todo lo que pasó parece haber tenido algún sentido para llegar hasta esta mesa. Ella no puede creer que yo haya estado con la misma persona tantos años, ella nunca convivió pero sí tuvo una novia que le duró casi seis. Así que estás casada, me dice con malicia. Niego con la cabeza y se ríe. Si no te divorciaste, dice, seguís casada. Me pregunta por mi hijo, cómo se lo está tomando, si ya nos pusimos de acuerdo con los días que va a pasar con cada uno. Le cuento que mi ex viene esquivando el tema pero que cuando venga a buscar sus cosas no va a quedarle otra opción que sentarse a hablar.

—¿No se llevó sus cosas? ¡Viste! —contesta triunfante—, todavía te falta mucho a vos.

Por un momento parece que estoy de viaje con una nueva amiga, muy linda y divertida, que me escucha, que se preocupa por mí, que me dice que le gusta mi cartera a lunares, hasta parece que estoy por pedirle ropa prestada para salir. Entonces pone una mano en mi pierna y el efecto de su mirada destruye la ilusión; subimos y nos enlazamos en la cama que tiene por respaldar un espejo antiguo: mientras estoy encima de ella chupándola, miro hacia atrás y veo mi espalda arqueada, mi culo y mi concha bien abiertos reflejados en el espejo. Ahí me agarra y empieza a meterme los dedos, va aumentando la velocidad, busco su entrepierna, me hundo un poco más en ella, ahogando mis gritos. Después me quedo dormida abrazada, más bien tirada encima suyo, sin darme cuenta, aplastándola. Dormimos muy mal, entrecortado, escuchando los chirridos de la madera, sintiendo la extrañeza de la cama y de la compañía.

Es madrugadora, a las 7 de la mañana se baña, después da vueltas mientras yo sigo dormitando. Pero no se decide a bajar, vuelve a la cama y me hace unos arrumacos para despertarme. Desayunamos liviano, subimos y nos besamos, esta vez bien despiertas. Se chupa la punta de los dedos y me toca con la mano bien rígida mientras me muerde el cuello, la oreja, el cachete, me duele y me encanta, me sacudo en espasmos, me empapo toda, trato de que no se escuchen tanto mis gemidos. Después me tira encima suyo y yo la toco despacio, la froto con la mano entera, cargo mis dedos de saliva y le meto uno, después dos; ella moja la cama, estamos las dos transpiradas, la veo cerrar los ojos y abrir la boca, se agita, tiembla en silencio, una gota cae por su frente, una vena se hincha en el costado de su cuello.

Nos lavamos, nos cambiamos y armamos el bolso para ir a la playa. Vamos bajando los escalones al frente de la casa, se escuchan cantos de pájaros, la arena es blanca. No hay nadie. Charlamos bastante y sin orden, le llevo casi una década pero está muy informada, me habla de política y derechos humanos. Es vital como yo no recuerdo haber sido nunca. Fue guardavidas, hace boxeo, está haciendo un curso de soldadura. Me dice que si voy a ser torta tengo que considerar hacerme amiga de las herramientas. ¡A mí, que apenas logro cambiar una lamparita! Largo una carcajada. Después me cuenta de sus mejores amigos, todos deportistas o alcohólicos, recopila sus mejores anécdotas; o son muy salvajes o ella exagera. También le cuento historias de mis amigas, por supuesto mucho más pedestres que las suyas, y después nos mostramos fotos de nuestros ex. Cuando me pasa su teléfono se distrae con un perro playero, me dice que ama a los animales, en especial a los cuzquitos. Mientras lo acaricia y le habla con voz dulce veo una carpeta de imágenes bajo el nombre “capturas de pantalla”: son incontables fotos de mujeres recostadas con los ojos cerrados, parecen dormidas. Me saca rápido su celular y me pellizca el cuello.

La línea de la costa no se distingue del río. Hay una vista lejana, tan inmensa que descansa la mirada, acostumbrada a las distancias cortas de la ciudad. Me relajo mirando las palmeras desde abajo, me dejo llevar por el efecto del viento en las hojas, por los haces de luz que logran atravesar el agua y llegar hasta el fondo.

Ella se acerca, se tira a mi lado sobre la lona, en un segundo me corre la parte de arriba de la malla y me chupa un pezón, lo rodea con la lengua, lo succiona, lo muerde, después mete la mano por abajo del short de jean y me mete un dedo. Siento que me mojo en el acto. Volvemos casi corriendo los veinte metros hasta el duplex, los escalones en subida desde la playa parecen eternos, me tropiezo y no veo nada hasta que abrimos la puerta. No llegamos a subir a la habitación, nos besamos, me desviste rápido y yo a ella. Cogemos en el sillón de una forma nueva. Me muevo encima suyo, nos frotamos una contra la otra encontrando los clítoris, se agarra de mis caderas y me sacude con fuerza. Pruebo tirar mi cuerpo un poco hacia atrás y cabalgar, la sensación es inesperada, la fricción crece como una combustión, acabamos enseguida y muy intenso. Nos abrazamos. Me despeina, me muerde la oreja. Hundo mi nariz en su cuello y cierro los ojos. Me duermo un rato. Me toca el hombro para despabilarme: “vamos, nena”. A esta altura estamos muertas de hambre porque comimos muy poco desde que llegamos y ya pasó la hora del almuerzo. Volamos en un taxi, el camino muestra árboles secos, pajonales, hago hablar al conductor que nos recomienda una parrilla. Llegamos justo antes de que cierre la cocina; comemos morcilla, provoleta, bondiola de cerdo con puré de manzanas, una delicia. Para cuando salimos del lugar, el clima cambió abruptamente, el cielo está encapotado y gris. Caminamos por el centro, nos sentamos un rato en la plaza. No deja que le saque fotos. Saco una igual y me hace eliminarla, apunto entonces a las calles vacías con empedrado y a las casas antiguas. El lugar es solitario y gris, estoy inquieta, siento que se me cierra el pecho. Le pregunto si quiere tomar un café. Caminando encontramos un bar, nos compramos un café para llevar y pensamos en lo mismo: volver.

Llegamos al duplex, nos desnudamos sin apuro, nos besamos primero solo con los labios. Cada movimiento es muy lento, estamos relajadas, nos acariciamos, pasa su boca por mi cara, me besa, sigue por mi cuello, va bajando por mi cuerpo, hace un camino mojado que empieza en las tetas y baja: apenas pone la lengua sobre mí y la deja apoyada me excito con desesperación, la mueve y estallo, subo y subo, cuando parece que estoy por acabar y pienso “ahora es”, me elevo aún más y ahí me tiene, suspendida, en una ascensión cercana a la locura. Finalmente acabo. Mientras apoya su oreja sobre mi panza, le acaricio el pelo. Después trato de hacerla subir a mi lado para abrazarla pero no se mueve, firme como una estaca, hace una pausa y sigue chupándome, con la lengua, más rápido, le digo “no, no, dejame”, me abre, me lame, me mete la lengua entera hasta el fondo y se mueve hasta hacerme llegar de nuevo, más fuerte que la anterior; mientras acabo veo a mi cuerpo moverse, el cuello y los brazos se levantan en espasmos involuntarios. Permanezco exhausta mirando el techo, con los brazos flojos a los costados. Una nueva pausa y vuelve a hacerlo, más y más fuerte; mientras me mete todos los dedos en la concha grito “no” y en ese punto pienso, ¿quién puede querer una pija? ¿Para qué si se tienen tantos dedos en lugares imposibles, adonde nunca se podría llegar de otra manera? Mientras sigue presionando con los labios, me mete toda la mano, también siento los dedos de su otra mano en el culo, no puedo hacer nada, ya no me resisto. El orgasmo es doble, explota, duele, llega mucho más profundo en un éxtasis violento. Parece que agoté mis reservas, que me muero, que me hundo en un suelo mórbido, acostada sobre la espalda, la boca reseca como si hubiera corrido una maratón, los ojos abiertos que ya no ven nada. Quedo inmóvil unos minutos. No sé cuantos, muchos, me deja descansar. Después me cargo de energía y me subo sobre ella, la voy recorriendo, ya entiendo las señales para saber qué le gusta, le aprieto los pechos, paso la lengua blanda por la ranura empapada, meto dos dedos como un gancho hasta hacerla gemir, le chupo el círculo rosa de su culo, puedo ver cómo se sacude y grita, tan hermosa.

Está oscureciendo. Descansamos. Vemos cómo se oculta el sol y se termina el día, escuchando música. Elegimos canciones que nos gustan para mostrarnos, encontramos algunas leves coincidencias. Después de cenar, le leo El policía de las ratas de Bolaño. Esa noche me quedo dormida en sus brazos sin darme cuenta, relajada, fundo a negro. Ella tiene que moverme para que no le aplaste el brazo, según me cuenta al día siguiente. Dormimos muy profundo, muchas horas, ella también y se sorprende, descansamos sin despertarnos, hasta muy tarde. Me vuelve su olor, un aroma fuerte, como a madera dulce. Le digo que me encanta. Ella me pregunta por cada marca, por cada cicatriz.

Desayunamos abundante y rico, hago café con leche, ella prepara french toast, cortamos fruta. Pienso que voy a ser gorda y feliz. Subo y empiezo a guardar mis cosas, miro abajo de la cama, en los cajones, en el baño, voy doblando y guardando todo lo que ahora parece un amasijo húmedo y pegajoso. Mientras preparo el bolso viene por atrás, me tira en la cama y me saca la ropa: un ratito, dice, qué lindo tenerte desnuda. Esta vez es rapidísima, me chupa, me mete la mano y es todo de una humedad y una tersura instantáneas. No entiendo cómo lo hace, trato de retener sus movimientos para repetirlos después con ella pero es imposible, disuelve mi voluntad, me tiene agarrada como a un títere, con sus dedos adentro mío. Pienso que vamos a perder el barco. No me importa. Me subo sobre ella, tiro el torso hacia atrás, sus gritos afónicos me dejan bien claro cuándo acaba. Nos abrazamos. Ya es tardísimo y nos vamos corriendo a tomar el barco.

En el camino estoy agotada, feliz. No hago hablar al taxista, ella tampoco. Pasamos la aduana con el tiempo justo. En el viaje de vuelta nos sentamos en el fondo, alejadas de todos los demás pasajeros, comemos galletitas saladas y tomamos té mientras miramos el río oscuro por la ventana y hablamos muy despacio. Me cuenta todo lo que tiene que estudiar para las materias que rinde la semana siguiente, me acuerdo de mis lejanos años de facultad pero no le digo nada. Me pide que termine de leerle El policía de las ratas. En mi recuerdo el cuento era mucho mejor.

Al llegar a tierra firme sé lo que viene pero no quiero, no puedo separarme; su olor me sigue reteniendo, mareando. Sugiero almorzar algo, ella acepta. Alargamos la sobremesa sin hablar; el cansancio y la intensidad de estos días nos enmudecen. Mi inquietud se va disipando, las cuerdas que me tensan se aflojan. Vamos caminando y nos despedimos en la estación. Paso los molinetes y es ahí que finalmente lo entiendo. Aunque quisiéramos no podríamos superar este fin de semana, todo lo que siga a partir de ahora van a ser versiones defectuosas de estos días perfectos. Sin embargo, haber alcanzado esa cumbre no me entristece sino todo lo contrario. Cuando el tren arranca, la miro alejarse por el andén.

Apenas abro la puerta de casa lo veo. Todo está cambiado de lugar. Los muebles corridos, el piso con bolsas y papeles tirados. El sillón parece más amplio sin las cajas ni la valija con su ropa. Miro rápido por los ambientes, falta el televisor grande. En mi cuarto no están la cama ni la cómoda. Tendría que haber cambiado la cerradura, pienso, y hago un gesto de enojo que nadie ve. Me siento en el espacio que ocupaba la cómoda, miro el espejo ovalado que ahora está apoyado sobre el piso. Desde donde estoy no puedo verme, como si mi reflejo hubiera desaparecido.

Seamos felices acá

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