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INMÓVIL SOL SECRETO
ОглавлениеMARÍA LUISA PUGA
También él tiene miedo, pensó Díaz Grey al cruzar la calle, unidos por el miedo, sería tan melodramático como unidos por la culpa o por el remordimiento pero mucho más verdadero.
J. C. ONETTI, Juntacadáveres
Llegamos a la isla por la mañana. Siempre la llamamos isla, pero en realidad era una aldea porque la isla era enorme y nosotros estábamos en una de sus puntas. Había cuarenta casas, no nos habían dicho. Cuarenta, de las cuales una era una escuela abandonada. Había, nos dijeron, solo dos niños. Y un adolescente. Los demás eran todos viejos, cansados, parecían sabios en su quietud amodorrada. Mujeres invisibles, gordas cuando rara vez salían, de aire latinoamericano, faldas floreadas, blusas a cuadros, risa fácil, murmullos, codazos. No vimos un solo vestido negro o miradas torvas, hostiles, herméticas. Pero no hablaban con nadie.
Cefalonia no fue nunca invadida por los turcos.
A raíz de un terremoto más o menos reciente, casi toda la gente se había ido, y aunque nuestra aldea estaba completamente reconstruida, persistía un aire de catástrofe, de terror callado. Pero lucía valiente sus flamantes casitas horrorosas, sus caminos pulcramente pavimentados invadiendo el cerro hosco y seco que enclaustraba un poco a la aldea. La electricidad llegaría en unos cuantos meses. Todo era nuevo y barato y contrastaba con las escasas embarcaciones de color azul cielo o de un blanco espeso, lleno de grumos.
Enfrente estaba Ítaca. Ítaca, decía Enrique, mirándola con ojos entrecerrados por el sol. Ítaca, repetía tanteando la salida de nuestra depresión.
Y en el aire flotaba una música lastimera y los cencerros de los corderos que parecían no llegar jamás a ninguna parte. Por todos lados se aparecía el mar violeta, hinchado.
No era triste, pero nos sentimos abandonados, olvidados para siempre y agobiados por nuestra decisión de quedarnos ahí, asidos de la mano, sintiendo desinflarse nuestra esperanza entre las miradas curiosas de la gente y el taxista que creía más conveniente gritar sin soltar la portezuela de su auto a acercarse a la mujer que se esforzaba por oírle desde la puerta del café.
Ya otros extranjeros habían venido antes que nosotros, nos había contado el taxista en el camino. Pero no era un pueblo de turismo. No había restoranes ni hoteles como en Argostolión o en Sami. Ni los yates se acercaban a Fiskardo. Para qué, si no había nada. Con todo, este grupo de extranjeros volvía cada año en el verano y siempre ocupaban el faro abandonado que quedaba un poco apartado de la aldea. Eran jóvenes. Americanos, creía el taxista en su italiano atroz, pero nosotros tampoco hablábamos, de manera que ahí nos entendíamos con gestos y miradas, fingiendo comprender antes de tiempo.
Extranjeros, en fin, ellos los mismos siempre. Ellas distintas cada vez, pero los extranjeros, se alzaba de hombros el taxista. En el pueblo los aceptaban bien. Habían ayudado a apagar un incendio. A veces trabajaban en la colecta de aceitunas. A cambio de comida porque eran pobres. Se vestían con harapos, vivían en el faro abandonado. Pero eran extranjeros, y el taxista nos miraba por el espejo y no nos preguntaba a qué veníamos.
Toda esta historia nos había inquietado un poco. Más gringos. Más hippies.
Nos trataba como a fuereños y no extranjeros y pensé que a lo mejor era porque desde el principio Enrique había especificado rudamente que éramos americanos.
Alquilamos un cuarto. No era la casita maravillosa, aislada y toda blanca cuyas puertas se abrían al mar. No era la arena traslúcida y llena de silencios y caparazones nacarados que uno imagina cuando piensa en una isla desierta en Grecia. Era una casa bastante horrenda y llena de colorines, más apropiada para el suburbio frío de una ciudad sobrepoblada que para ese sol ardiente que nos caía encima sin darnos tiempo a nada. Como un panal. Cuartos llenos de puertas, de pasillitos, de carpetitas tejidas y fotos de familia. Objetos de plástico, recuerdos de bodas y calendarios de rubias voluptuosas, grotescamente exóticas con textos en griego al pie.
Nuestro cuarto era pequeño, cargado de mesas y roperos y una cama enorme. Dos ventanas. Alquilamos también el uso de la cocina junto a la cual había un baño, hecho de mosaicos baratos y sin agua. Afuera, en la entrada, había una especie de plataforma de cemento en torno a un pozo. Ahí se bañaba todo el mundo cuando se bañaba. El agua era cristalina, pura. Helada. Alrededor de la casa, una pequeña huerta y más allá un gran terreno baldío, basura, maleza y moscas, ladrillos rotos y olivos polvosos separaban la casa del pueblo. Atado a uno de estos olivos había un perro que giraba incansablemente hasta enrollarse por completo y luego en sentido contrario. Cuando se aburría de este ejercicio, se trepaba al árbol con un certero salto y ahí parecía meditar largamente, ladrando de cuando en cuando y sin motivo especial. Hacía seis años que estaba ahí.
Luego encontramos un cobertizo de madera en donde se guardaban las herramientas y con la autorización de nuestra casera que nos veía organizarnos un tanto sorprendida, hicimos una especie de estudio que con el tiempo fue convirtiéndose en observatorio de arañas.
Así nos instalamos, sintiendo un optimismo casi histérico, y después bajamos a conocer el pueblo.
Son tan transparentes los sitios la primera vez que uno los ve, tan desprovistos de tormentos e ironías, tan secundaria la manera en que el espacio está distribuido o los colores combinados. Tan inocentes las puertas y ventanas y los cuadros que cuelgan y los objetos que yacen por ahí con su aire de permanencia indiscutible.
Pero es que además éste era un café conmovedor porque tenía un cierto aire de adaptabilidad a la vida que se iba desdoblando idéntica, cambiando solo por lo bajo, a causa de la distracción de alguien que sin querer había corrido con el pie la mesa de su sitio eterno o había olvidado una bolsita de papel marrón barato que quedaría ahí para siempre. Y no era solo que era diminuto, era que había latas enormes y polvosas de aceite de oliva que se iban acumulando, invadiéndolo todo, y que nuestra casera debía sacudir una a una cada vez para encontrar la única llena.
Un café en donde todo era azul añil y luego mil colores despedazados por todas partes. En donde había que blanquear el piso periódicamente con una escobilla rala y tiesa porque las manchas no salían pese a las vigorosas lavadas diarias. No obstante, un implacable olor o la amenaza de un olor a trapo siempre húmedo, de aceite mil veces recalentado, persistía y poco a poco acababa por asociarse con el hambre.
Nuestra casera, Irini, era una mujer bajita de color saludable. La cara redonda y ojos muy azules. La cacique del pueblo, prácticamente. Durante cuarenta años había trabajado sin descanso, nos contaba entusiasmada esa primera noche, aceptando nuestra sonrisa cortés, llena de buenas intenciones. Tenía dos hijas casadas y un hijo marinero que volvería un día. Y un marido. Enfermo. Un perfil largo y melancólico, inverosímilmente apuesto, que observaba el mar apenas respondiendo a los saludos de la gente que pasaba. Caminaba con dificultad, con una lentitud medio sensual, luciendo una sonrisa dulce y apartada que dejaba por fuera la actividad febril de su mujer.
Era así, nos decía Irini con sus manos regordetas. No la podía ayudar gran cosa. Estaba enfermo.
A Enrique lo invadía una curiosidad amable, dispuesta y optimista que le dictaba las preguntas. ¿De qué vivían? ¿Pescaban a diario? Más gestos que palabras y lo veía animarse, encariñarse con su nueva situación. Recordaba su cara ensombrecida de unos meses antes, la súbita idea de venirnos a Grecia y tratar de comenzar de nuevo. Veía, o por segunda vez descubría, como después de haberlo olvidado imperdonablemente, su calma envidiable y sospechosa, sus ganas de vivir a su manera. Valiente y al mismo tiempo hipócrita porque, decía con su mirada quieta, no concebía el estar sufriendo a causa de alguien cuando tenía tanto que hacer con esto de vivir. Sentirse atormentado resultaba fatigante.
¿Por qué lo llamaba hipócrita? La acusación se me salía al percibir su impecable honor y dignidad a la española y comprendía que le era imposible mentir, y si lo hacía, era porque tenía motivos muy precisos que convertían a la mentira en una opción noble, casi heroica.
Esa manera suave de mirar, directa; entre pudor y ansia de distancia, que a veces, inopinadamente, dejaba evaporar permitiendo un asombroso contacto, real e ineludible que le era siempre agradecido. Increíble.
Desde ese primer día conocimos a los gringos, que en realidad eran de todas partes, no solo gringos, hasta un brasileño había, pero en inglés, gringos, gringos, jugando a la bondad y al mensaje de paz todos. Un tenue imperialismo emotivo. Enrique se retrajo de inmediato.
Nos miraron con curiosidad, pero no nos hablaron. Nosotros comíamos con la cabeza baja. Enrique hablaba de mil cosas, deslizaba frases inocentes sobre el sincretismo y la alternancia que él adora y fingía una naturalidad violenta y ambos jugábamos a estar en un café en cualquier parte del mundo.
En ese momento teníamos miedo. Los dos. Su cara había vuelto a ensombrecerse y yo lo odiaba. Teníamos miedo de ver esfumarse ese alivio que habíamos creído sentir y quedar atrapados eternamente en la horrorosa incomodidad en que habíamos estado viviendo. Irini y Christos se convertían de golpe en implacables símbolos de lo ajeno y la muda clientela griega con su aire apacible y sus miradas indiferentemente fijas eran una burla despiadada.
La desesperación me estaba sofocando. A Enrique no. Él simplemente se había cerrado a todo y se negaba a oír la música y las risas y esa alegría ruidosa y sentimental que había invadido el café. Era solo el primer día y ya sentía que odiaba al pueblo y a su gente y a ese tiempo largo y quieto que habíamos propiciado con tanta meticulosidad.
Los celos son terribles. Capaces de llevarlo a uno hasta Grecia. Y cuando son justificados, peor. Son una afrenta personal. Y ese café por la mañana, el autobús siempre repleto, la espera interminable en una tienda porque el de enfrente de pronto debe averiguar cosas palpablemente inútiles. Por qué, a quién le importa si la marca de té que pide ha desaparecido. El odio es fatigante. Y luego el amor y la nostalgia, cuando uno precia tanto la cotidianeidad que parecía inviolable.
Estamos metidos en la isla (otra vez. La aldea) desde hace dos semanas, y es exacto decir: metidos. La paz no ha comenzado a dejarse sentir y cuando la exasperación se infla, uno de los dos explica que es el sol. El sol no es poca cosa, es cierto. Con excepción de las primeras horas de la mañana en que la frescura es deliciosa y Enrique aún duerme mientras yo cruzo la maleza para traer el pan caliente, el resto del tiempo el sol está cayendo, desplomándose sobre nosotros con una crueldad inusitada. No hay quien lo resista. En el café, en el cuarto o en la choza de herramientas los techos trepidan de calor, el mar despide oleadas reverberantes, el cerro adquiere una aureola polvosa y los olivos parecen marchitarse con resignación.
Nos arrastramos penosamente por los mosaicos fríos buscando un rincón donde dejarnos caer semimoribundos a ver el tiempo transcurrir. Por todas partes hay un silencio agobiante mezclado a veces con el esperanzante chapaleo de alguien que está lavando ropa. Nos rehuimos pero si lo encuentro le propongo ir a tomar algo al café. Nos adentramos tristes en la maleza seca para salir del otro lado, a la pequeña plaza. Envidio la vida diaria de esas casas que la bordean. En un extremo hay una escalera ancha y blanca con una hilera rígida de olivos muy adustos, un poco más verdes que los otros; sube hacia el monte y de pronto, abruptamente se interrumpe. A veces me voy a sentar ahí y me empapo de sonidos incomprensibles y de olores domésticos. Me siento espantosamente sola; sufro imaginando a Enrique achicharrarse solo en alguna parte.
Mi amor abandonado, mi nostalgia, es una amenaza que me ronda y que no acepto, no con este calor.
El techo del café proyecta una sombra larga y delgada del lado que da al mar. Varios hombres se sientan ahí, en silenciosa hilera, mirando. No hay viento; el puerto azul violeta parece un cuadro mal pintado por algún triste artista inglés. Hay que luchar con las avispas que rondan monótonamente las bocas de las botellas. Se ha sabido de alguien que al tragarse una y recibir el consiguiente picotazo murió de la asfixia consiguiente. Enrique lee. Lo veo tan separado, tan sumergido en sí que siento ganas de tocarlo, decir su nombre, saber que está ahí adentro de su cuerpo. Me mira y sonríe con ese gesto nuevo que le ha crecido en los últimos tiempos. No sé qué significa. Sospecho que ha cambiado. Sospecho que está a punto de hacer algo. Sospecho que me odia. Pero está bien, lo veo bien, tal vez esté encontrando esa paz que yo no siento aún, a lo mejor ha comenzado a diluirse en este pueblo duro e impenetrable que es ahora nuestro mundo.
Frente a nosotros, al borde del agua, Irini lava unos pescados. No creo que piense ni se diga cosas. Creo que más bien se vuelve un poco esto que está haciendo. El agua hace brillar sus manos rojas y rugosas. Me da un poco de envidia.
A los americanos no los volvimos a ver porque hemos decidido no venir al café de noche. Comemos en la casa (junto al baño que no tiene agua) y a veces, al atardecer venimos a tomar un ouzo. A ver la puesta de sol. A veces. A mediodía nos vamos a nadar a nuestra roca porque aquí, en esta costa no hay arena. Para llegar allí hay que bordear el puerto y seguir una vereda que es la misma que conduce al faro abandonado. A medio camino hay un recodo que desciende abruptamente hasta esta roca plana y toda lisa. Sombra no hay, pero no nos importa. El primer clavado lava todo. Lo veo sumergirse y salir un poco más adelante con un placer goteante en la cara. Me invade una esperanza absurda y me echo yo. Nadamos y volvemos a la roca para fumar, leer, hablar un poco. Con cuidado, porque si no al final quedamos frente a frente, los odios intactos, todo el resentimiento abierto. Y sin embargo algo muy delicado e imperceptible casi se está formando. No sé si es compañerismo o una soledad en compañía muy consoladora.
Luego comemos una lata de sardinas, naranjas con grandes sorbos de retsina, pan. Todos los días lo mismo y cada día una necesidad fresca de los mismos sabores. Con el aceite que queda en la lata hacemos arcoiris en el agua, echamos migas a unos peces de color lodoso que andan cerca de las rocas. Me dan asco sus cabecitas lisas que brotan de unas burbujas gordas.
Pasamos ahí la mayor parte de la tarde, echándonos al agua cada vez que el sol nos seca. Ya hace dos semanas que hacemos esto y nuestra vida anterior va siendo sepultada por esta repetición callada. Sé que uno se puede habituar a todo, de pronto creo que la repetición inyecta vida, lentamente, nada explosivo, a lo mejor podemos ser felices.
Cuando volvemos al pueblo nos tomamos de la mano. Saludamos a la gente, un rito imprescindible y exigente. No basta una vez al día. Sé que estamos construyendo una imagen en la que buscamos apoyarnos. Nos empiezan a admitir, a reconocernos. Nos confunden menos con los demás extranjeros. Y cuánto me consuela el plural. Sé que hay una mentira en alguna parte y no me importa demasiado. Me siento hipnotizada por un ritmo que está invadiéndome muy paulatinamente. Me gusta imaginar mi muerte ahora, así, antes de revivir la angustia, el miedo, esa certeza que se me escapa siempre en el mismo momento. No veo nada, no siento nada salvo esta mano que aprieto tanto que Enrique me detiene. Estás llorando. No. Otra vez. Estoy bien, estoy increíblemente bien. Los ojos velados de los griegos han registrado todo.
En esa cotidianidad perdida de la que hablaba antes, me ponía a espiar a Enrique, lo admiraba al verlo comer con entereza o al verlo despertar por la mañana. Una feroz urgencia me oprimía. No es así, no debe ser así la vida diaria. Dormirse en la angustia hasta olvidarla. Por lo menos buscar otra ciudad, otros colores, otros sonidos. Decidimos venirnos a una isla en Grecia.
Hoy le dije a Enrique que pensaba escribir sobre lo sucedido. Se enojó. Dejó salir de pronto toda la furia de estos últimos meses. Todo rabioso dijo que no lo estaba haciendo bien, desde el principio, dijo, no lo has estado haciendo bien. Había venido aquí a olvidar y al parecer no hago otra cosa que recrear lo sucedido. Como si no se notara, finalizó con amargura.
Me sorprendió que su silencio no fuera la paz que yo creía haber percibido, sino un creciente encono que por fin estallaba casi con regocijo. Quisiera poder explicarle que busco exorcizar una nostalgia que va saliéndose de proporción, que necesito traducirla a un lenguaje frío y tangible que la haga real y vulnerable al tiempo. Pero no es fácil convencerlo. Toda la desconfianza que se ha callado en estos meses ha salido ahora con mi flamante idea que es una buena excusa. Por primera vez sentí cuánto lo he lastimado. Le vi el orgullo herido en la cara y comprendí que era insoportable, y de pronto me oí, me vi hablando como si fuera una convaleciente que empieza a tener ánimos. Quise burlarme de mí y me salió una risa débil, de enferma. Ahora lo veo que se levanta y se va, se mete por el monte hasta perderse por completo. Veo su dolor sin sentir el mío. Es la primera vez, y la compasión que siento se vuelve insoportable. Comprendo que el arrepentimiento no significa mucho más que una cortés palabra que nos damos, y yo quisiera darle algo ahora. Yo le daría mi amor infiel como él lo llama, pero es claro, eso no le va a servir de nada. Ni una prueba tampoco. Prueba de qué. ¿De que no quiero haber querido a otro?
De todas formas creo que escribir el libro es una buena idea. Sin contar con que además es una actividad y necesito algo, algo que hacer, el tiempo ha cambiado tanto últimamente. Ya tenemos un mes aquí y comenzamos a acostumbrarnos al ritmo de la aldea. Incluso ya nos saludamos cortésmente con los gringos. No nos metemos con ellos (hay tres nuevos), pero se ha establecido un cierto respeto distante. A veces bajamos al café en la noche y los oímos cantar. Pero hay siempre un momento en el día en que yo me siento perdida, son esas horas en que siento pánico ante el blanco espantoso que se forma entre la hora que vivo y la siguiente. Y es que aquí el tiempo alcanza para todo. Para romper una rutina y retomarla sin que haya que perder jamás el ritmo. Cuando llega la noche me siento morir y no exagero. Siento que este vacío se está comiendo mi vida poco a poco. No me atrevo a hablar de esto con Enrique. Cualquier problema de cualquier especie le hace acusarme de indolencia emocional. Es culpa tuya. Tú eres la que no deja atrás lo sucedido. Le brota su expresión dolida que he aprendido a odiar con miedo y luego me sume a mí en esa compasión piadosa que no me gusta porque hace imposible que nos encontremos. Y es simplemente que necesito ocuparme en algo. Como él, que escribe cosas, pensamientos, notas para ese gran libro que va a escribir cuando yo no lo haga sufrir tanto.
Quisiera saber en dónde empieza nuestro pasado y ahora qué es lo que intenta hacer de nosotros el futuro. Desconfío. A veces me asalta una risa amarga, medio tonta porque nos veo arrastrando desganados esta ilusión de una vida nueva. Y me entran ganas de airear este presente igual que cuando abro las ventanas de la alcoba y sacudo nuestras sábanas con agresividad, más de la necesaria. Quiero que entre el sol, que el viento lave esas secretas reticencias que nacen cada noche. Porque en la oscuridad total del cuarto, cuando se han apagado los sonidos del café y las voces apenas nos rozan tibiamente, siento su piel suave, tan conocida. No lo deseo y lo sabe. Hago el amor con él buscando la manera de encontrarlo, igual que todo lo demás que hago con él. Sola. Y sé que él también me busca, pero no, él busca otra cosa. En su frenética insistencia por tocarme o hablarme todo el tiempo o necesitar tan solo que esté ahí, busca la desintegración de otra presencia. Con gran cansancio, con una pasividad total, una energía demasiado usada, veo que solamente quiere saber que ha vencido. El amor propio es así. A mí me pasaría lo mismo. No me defiende a mí, no es a mí a quien busca sino a su imagen que tiene que rehacer. Yo soy el campo de batalla.
Por eso, cuando bajo al café (y Enrique ha desaparecido) me da lo mismo todo. No es paz lo que me invade sino un entumecimiento emocional. A lo mejor es un calambre. Y me preocupa él, Enrique, que debe andar subiendo el monte a toda prisa quién sabe con qué orgullo ciego en el cuerpo, sin fijarse a dónde va, sin admitir tampoco que no va a hacerse nada malo.
En el café me pongo a mirar piernas. Es igual. Tal vez porque es más cómodo para la posición en que he dejado ladear mi cabeza. Y las de Irini son cortas y regordetas. Es la manera en que los pies se han deformado lo que me deja ver cómo está cansada. Casi no los despega al caminar. Parece avanzar sentada en sus caderas. Las piernas de Christos, en cambio, sentado junto a la puerta, somnoliento y desvalido, se adivinan delgadas y muy posiblemente frágiles. Me cuentan que ha tenido una barca en la que llevaba gente a Ítaca. Los domingos. Cuidaba amorosamente su barca. Era la más linda del puerto. Desde que se hundió no ha habido otra tan linda. Y él no ha vuelto a trabajar. No quiere otra barca. Tiene algo de indolencia su enfermedad que a lo mejor no es otra cosa que una paciente espera por la muerte. A lo mejor yo podría hacer lo mismo. Irini es toda movimiento contraído y Christos líneas que fluyen y se deslizan elegantemente en el espacio. Qué hay detrás, debajo de su absoluta apacibilidad. Una vez que con cierta euforia sorprendente quiso entablar conversación con nosotros, nos explicó con afanados gestos cómo es que crecen las verduras en la huerta De Irini. Los pantalones le cuelgan flojos y la camisa se pega a su espalda huesuda. No come, no come, se queja Irini atribulada cuando lo ve sorber apenas un plato de sopa medio pálida. A lo mejor se está muriendo de veras.
Las otras piernas que estudio me producen una fascinación enferma. Son fuertes y velludas. Muy rubias y absolutamente sucias. Alzo la cara y me topo con unos ojos oscuros que me están mirando fijamente. No son los de las piernas, no, no es él mismo. Con un suspiro aburrido me salgo a buscar a Enrique para irnos a nadar.
Porque en Grecia, en una isla alejada de la civilización, sosteníamos animadamente, todo se va a ver más claro. Como unas vacaciones de la realidad que se ha vuelto tan difícil. Huir. Después de todo, me explicó Enrique, no tiene nada de grave. Yo jamás he querido ser un héroe.
Esos ojos oscuros y fijos, tanto que parecían un líquido espeso y pegajoso, comenzaron a aparecerse por todas partes. Enrique también los descubrió. Tienes un admirador gringo, dijo. Sí, respondí. Y todas las mañanas me asomaba al café como si nada para verificar su presencia. Luego volvía a la choza satisfecha de seguir escribiendo mi libro que finalmente había sido aceptado por mi tiránico Enrique. Escriba su libro si quiere, había concedido con cierta ternura y mucha ironía. Ahora además de infiel vas a ser literata. Y nos pasábamos la mañana escribiendo en silencio, unidos en cierta manera y combatiéndonos.
Pero predominaba una triste resignación en ambos como si de pronto hubiéramos dejado de luchar y simplemente nadáramos en la inercia del tiempo que nos llevaba de la choza a nuestra roca y de ahí al café y luego a la cama.
Inútil hablar de las horas angustiosas y tensas en la cama. Y comenzábamos nuestro tercer mes.
La soledad es una conquista difícil. El primer mes es la euforia total del silencio, el segundo el desaliento total y el tercero, en teoría, el comienzo de la paz verdadera, creía yo, pero fue entonces cuando se presentó algo tan inesperado como una tarjeta postal absurdamente iluminada y con un estúpido ¡hola!!! cargado de signos de admiración. Ahí murió, me imagino, todo mi sufrido amor, en ese momento en que Enrique, dejándola caer sobre mi mesa dijo con tono seco: creí que no le habías dado tu dirección. Y no se la había dado pero era lo de menos. El pánico al sentir un soplo de ese mundo olvidado. Se me tiene que haber salido a la cara porque desde ese día Enrique se cerró por completo en un odio duro y áspero.
Yo solo esperaba que anunciara el fin. De nada servía mi insistencia por parecer optimista y feliz (convencido como estaba de que yo tenía algún plan secreto), o incluso mi actitud burlona ante los ojos oscuros que me seguían persiguiendo. Mucho Hollywood, dios, mucho y tan seguro de que era una posición muy suya. Me irritaba la devoción del gringo en un momento en que sentía hasta qué punto necesitaba a Enrique si quería sobrevivir. Curioso. Los papeles se habían cambiado. Era él el enfermo de pronto y yo la que auscultaba ansiosa buscando los síntomas. Pero nada. Un muro absoluto y firme como antes lo había sido su tozudez por no ser abandonado. Y más curioso todavía era cómo añoraba yo esos días anteriores a la tarjeta postal, cómo se habían convertido en mi nostalgia favorita.
Vivía en un miedo helado y paralizante y la música del café en las noches me estaba volviendo loca. Las caras transformadas en carcajadas horrendas de monstruos despiadados que aumentaban el ruido en la misma medida en que mi angustia crecía. Los ojos oscuros adquirían una expresión maniacal y obsesiva que me llevaba a imaginar estranguladores subrepticios (y qué otra cosa podrían ser los estranguladores) los gestos adustos de los griegos, sus tiesas sonrisas ocasionales iban adquiriendo un aire momificado y tenebroso y luego Irini, su actividad afiebrada, todo era un mismo ritmo enloquecido que me obligaba a apretar la mano de Enrique, quien no levantaba los ojos para nada.
Los celos son una cosa terrible, sí, y la culpabilidad es otra. Como una catástrofe natural, arrasan con todo. Las víctimas son incontables y horriblemente, desproporcionadamente, inocentes.
Me levanté como en un vértigo trepidante. (Suena tan absurdo pero es real ese vértigo que sube del estómago como líquido en ebullición cubriendo todo el cuerpo, llenándolo de incontrolables estremecimientos), y me dirigí hacia los ojos oscuros y fijos que habían crecido de una manera asombrosa. Él también se puso de pie y con tristeza salimos.
Cuando después volví al cuarto y me metí en la cama y le rocé la cara a Enrique, los sollozos de ambos mojaron el primer deseo real de nuestros cuerpos.
Al día siguiente nos separamos.