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Un motivo para vivir Angy Skay

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Libertad

que te busco y no te encuentro

yo no sé dónde andarás,

préstame tus alas blancas

para que pueda volar,

quiero decirle te quiero,

a quien me quiere de verdad.

Haze

Nunca nos detenemos a meditar sobre lo que significa la libertad. Nunca, hasta que no la tenemos. Hasta que nos la quitan, nos la arrancan sin compasión. Hasta que nos vemos encerrados en una rutina y todo se nos tuerce. Hasta que no sabemos qué hacer ni a quién acudir porque nos damos cuenta de que, en los momentos malos, en realidad, estamos solos. La mayoría de las veces nadie se acuerda de preguntar por qué o cómo ha pasado, y los problemas los carga uno en su espalda sin ayuda de nadie.

Sin palabras de consuelo por parte de nadie.

Sentado en el mármol de un enorme ventanal, Manuel contemplaba las densas gotas que se clavaban en el cristal como enormes puñales. Como los puñales que él llevaba sintiendo desde hacía veintiséis días.

El motivo era, sencillamente, cuanto menos, entendible. Había sido padre de una preciosa niña prematura y, con todo lo que llevaba acarreado de médicos, informes y rezos para que la vida de su hija se salvase, había tenido que aguantar el abandono de su mujer en cuanto dio a luz, sin justificación. Y el desamparo de su familia, que durante toda la vida lo había ninguneado y maltratado psicológicamente.

«No sirves para nada. Eres un imbécil», le había dicho con mucho inri su madre al enterarse del pronto nacimiento y la huida de su mujer, como si la culpa hubiese sido suya. Como si él hubiese decidido su destino. Recordó los cabeceos de su padre. Un hombre marcado por el campo, de gestos serios y duros, que nunca lo había querido por ser el hijo inesperado en una familia de seis hermanos. El más pequeño, al que todos habían ignorado. Con el que nunca jugaron y al que siempre abandonaron.

«Si haces lo mismo que tu mujer, te quitarás un cargo de encima. Vete. Abandona a tu hija. Tú no sabrás cuidarla», le había dicho uno de sus hermanos mayores al enterarse de la noticia.

Manuel negó con la cabeza ante tales pensamientos. ¿De verdad alguien podía pensar que sería capaz de abandonarla en aquel hospital? ¿De verdad creían que olvidaría que una pequeña criaturita estaba luchando por su vida? ¿Esperando que él la quisiese?

Durante muchos días estuvo hundido, sin rumbo. Sin saber qué camino coger o cómo solucionar las cosas. Buscando un motivo para vivir.

Y lo encontró en su bebé.

Había dado un paso muy grande y, el primero de todos, fue hacerse cargo íntegro de la custodia de su hija, previniendo y encargándose de verificar que en un futuro la fugada madre no reclamase su derecho como tal. En los siguientes días, y tras haber tenido aquella conversación tan desconcertante con su familia, había optado por poner punto final a la relación con ella. Vendió su casa y se preocupó por cambiar de aires y buscarse algo adaptado para ellos dos.

Para él y su preciosa guerrera.

Pero su vida daría un giro muy inesperado esa misma mañana, después de la motivación diaria que le aportaba aquella hermosa pequeña llena de cables.

Traspasó las puertas de la uci, como todos los días desde que nació, y esperó a que la doctora apareciese para decirle los avances de esa noche. El hecho de poder estar con ella a todas horas lo impacientaba y llenaba de desespero. ¿Cómo sería tenerla en brazos? ¿Cómo sería que dependiera de él? Tenía tantas ganas, tanta necesidad de estar a su lado, que no le veía el fin a los días y, a cada segundo, más cuesta arriba se le hacía ver el final del túnel.

—Señor, esta mañana no tenemos muy buenas noticias. El ducto no termina de cerrársele y nos vemos obligados a trasladar a su hija a otro hospital para que sea intervenida de inmediato. —La cara de Manuel cambió de manera drástica y la pena se apoderó de él. No llegó a poder preguntarle qué ocurriría, pues la doctora se adelantó—: Como en todas las operaciones, corremos muchos riesgos, pero…, sabe usted que su hija es muy pequeña y que cualquier complicación en el quirófano puede provocarle la muerte.

Notó que se ahogaba, que la sangre no llegaba a su cabeza, que no podía respirar. Los ojos se le nublaron tanto que pensó que de un momento a otro perdería la consciencia y caería desplomado al suelo.

Elevó su mano hasta la pared y se mantuvo firme en ella, tratando de que las piernas no le fallaran más. De no derrumbarse. Sintió que el aire no quería llegar, que no alcanzaba sus pulmones y, con los ojos llorosos, consiguió preguntarle:

—¿Cuándo?

—Mañana. Tranquilo, casi todas las operaciones son favorables, pero me veo en la obligación de comunicarle los inconvenientes que pueden producirse.

Ella tocó su brazo con afecto. Con un tacto que jamás había sentido y, calmándolo todo lo que pudo, lo invitó a entrar en la sala.

Allí, en la misma incubadora, estaba Esperanza. Así había decido llamarla porque ella sería su impulso para seguir viviendo. La esperanza que él necesitaba.

Posó su mano con cautela sobre el cristal y sonrió con tristeza al verla moverse. Los médicos de la sala lo contemplaban, con seguridad, siendo conocedores de lo que la doctora le había comunicado, y no le pasaron desapercibidas las miradas de lástima por parte de todos.

No quería que nadie sintiese pena por él. Manuel lo único que deseaba era llevarse a su hija de aquel hospital y alejarla lo máximo de allí. Quería cuidarla, mimarla y darle todo el amor del mundo. ¿Por qué Dios le ponía aquellos impedimentos? ¿Qué había hecho él en la vida para merecérselo?

Sencillamente: nada. Nada, porque había acatado las órdenes de su familia desde que nació. Nada, porque no le había llevado la contraria a la que había sido su mujer jamás. Al revés, se consideraba un calzonazos, y lo sabía. Él y todo el que lo conocía. Había sido manejado por todo el mundo y, ahora que estaba en su mano cambiar eso, ahora que podía empezar de cero y ser quien tomara las riendas de su vida, la misma le daba una bofetada y lo tiraba de espaldas, otra vez.

Introdujo una de sus manos por los redondeles de la parte izquierda de la incubadora, llegando a la manita de su niña. La tocó con los ojos emborronados y se preguntó si ella sentiría lo mucho que la amaba desde aquel cristal. Era perfecta. Una muñeca blanquita con unos deditos tan pequeñitos, que sentía unos impulsos horribles por poder achucharla y besarla.

Esa tarde tendría otro rato de «canguro». Así lo llamaban en el hospital. La jornada se hacía para que los bebés sintiesen el calor de sus padres y, de esa forma, poder estar con ellos durante unas horas. Todas las que él no podía estar allí porque no se lo permitían.

Y qué malo era para Manuel cada vez que tenía que mirarla por última vez y debía de salir por la puerta de la uci, pensando en si esa noche una llamada destrozaría su vida para siempre, en si su niña había pasado la noche bien o en si había alguna complicación nueva.

Nunca había sido creyente, pero desde que la pequeña llegó al mundo, se había aprendido todas las oraciones habidas y por haber. Qué retorcidas éramos las personas cuando se trataba de buscar fe de cualquier manera y, aunque él sabía que eso no era del todo correcto, nada podía frenarlo cuando en el silencio de la noche, mientras se ahogaba con sus lágrimas, lo único que era capaz de pedir era «Dios míos, sálvala».

La ansiada mañana había llegado y Manuel tuvo que desplazarse hacia otra provincia con lo puesto y sin tiempo que perder, pues esa noche no había conseguido pegar ojo.

Llegó a un enorme hospital, mucho más grande que el anterior, y aparcó el coche a toda prisa para llegar a las puertas de urgencias por donde Esperanza sería hospitalizada y llevaba a la planta superior.

Le ofrecieron sentarse en una sala diminuta de espera. La operación sería en unas horas y Manuel estaba de los nervios. Esa noche tendría que dormir en el coche porque, según le habían informado, como no tenía lactancia, no tenía derecho a solicitar una de las habitaciones de un albergue donde se quedaban los padres de los bebés trasladados de otras provincias. Todo muy ilógico, pensó. Él no podía darle de mamar a su hija, pero era su padre.

La única persona que su hija tenía en el mundo.

Y no tenía derecho a nada. Ni a dormir en una cama, ni a una comida gratuita en el hospital ni a una simple botella de agua. Todo lo que sí les daban a las madres. ¿Por qué? Nadie lo sabía, pero estaba claro que era una injusticia en toda regla.

—¿Le apetece un café?

Tenía los codos apoyados en las rodillas y las palmas de las manos pegadas, como si estuviese rezando. Y, mentalmente, lo hacía. Elevó sus ojos al escuchar aquella voz femenina que no reconoció, pensándose que era una enfermera. Raro, aunque fue lo que le pasó por la mente.

Al provocar ese movimiento, se encontró con la miranda profunda y azul de una mujer sin uniforme. Entrecerró los ojos y negó con la cabeza sin hablar. No deseaba que nadie lo molestase y no quería deberle nada a nadie. Ya había aprendido demasiado bien sobre las personas. Sobre la vida, a fin de cuentas.

—Le quedan unas cuantas horas para que su hija salga de quirófano. Más las horas que tendrá que estar despierto esta noche con la recuperación. Hágame caso, tómese un café.

—¿Cómo sabe usted lo que le pasa a mi hija? —le preguntó alzando una ceja.

La mujer era muy bella. De largos cabellos rojizos, ojos tan claros que traspasaban con solo mirarla y una deslumbrante sonrisa en sus labios. Nada que ver con la cara que debería tener Manuel en aquel instante.

Ella se sentó a su lado en el sofá negro, hundido por la cantidad de pacientes que había pasado por allí. Suspiró y volvió su rostro para enfocarlo. No supo por qué, pero en ese instante él sintió algo en el pecho que jamás había notado. Algo como la falta de aire al conocer a una persona.

—Mi hijo también ha sido operado del ducto. Ayer. Ya está bien. Y he oído a la enfermera hablar antes… —Pareció avergonzarse—. He escuchado que es de la misma ciudad que yo, y he pensado que ¡menuda coincidencia! —Sonrió, pero Manuel no lo hizo y se sonrojó—. Disculpe si le he ofendido. Solo quería distraerlo un poco…

Manuel notó sus nervios cuando la mujer ya se levantaba y, sin saber qué lo impulsó a hacerlo, elevó su mano y rozó la de ella sintiendo un extenso calambrazo. Los dos sonrieron de manera cautelosa.

—Me llamo Manuel. No me tutees, por favor. Discúlpame tú. Estoy muy nervioso y no sé siquiera si podré tomarme ese café.

—Yo me llamo Elena. No te preocupes, te entiendo. Ayer estuve todo el día sola y me comían los nervios.

—¿Y su marido? —se atrevió a preguntarle. Ella negó con la cabeza y un gesto serio—. Oh, perdóneme.

—No. Tranquilo. Soy madre soltera y muy orgullosa. ¿Su mujer? —Ahora el que negó fue Manuel y ella se sonrojó de nuevo—. Vaya, veo que esta conversación va a estar llena de disculpas.

Esa vez los dos rieron con sinceridad y, durante horas, conversaron sin darse cuenta de que el tiempo transcurría. Al final, ese café lo tomaron en la misma puerta de la uci, esperando noticias cuando la hija de Manuel fue a quirófano y, por primera vez en la vida, tuvo a alguien en los momentos más duros.

En los que más necesitaba.

Unas horas más tarde, el cardiólogo al cargo de la operación apareció sin que Manuel se diese cuenta de que el tiempo había transcurrido más rápido de lo normal y, con el corazón en un puño, recibió una enorme sonrisa que le indicó que su hija estaba sana y salva. La mano de Elena paseó por su hombro con mimo y él le devolvió una sonrisa junto con unas lágrimas de felicidad que ni pudo ni quiso retener.

—Ahora tenemos una estupenda noche en vela para ponernos al día en la sala de espera —informó ella con tono bromista.

Manuel tomó una gran bocanada de aire y, siendo consciente de que lo peor pasaría en unas horas, se sintió liberado al saber que podría empezar de cero de verdad.

Sin obstáculos.

Sin barreras.

Con su bebé.

Con Esperanza y, quién sabía, tal vez con alguna sorpresa más después de aquella noche de confesiones.

Libertad

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