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¿Qué quieres de mí? Bárbara Bouzas

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—¿Estás bien, cielo? —quiso saber mi madre, mirándome preocupada.

Estaba perdida en mis pensamientos mientras removía el colacao sin mucho ánimo.

—Sí, sí. —Me detuve y la miré con una pequeña sonrisa.

—¿Otra vez? —me preguntó dejando la loza a medio lavar para sentarse conmigo a la mesa. Asentí—. ¿Qué ha sido esta vez?

Llevaba soñando desde hacía una semana, aunque más que sueños podría llamarlas pesadillas. Era como si sufriese lo que estaba ocurriendo en la piel de los protagonistas, pero sin ser yo. Lo veía desde fuera. Algo raro que nunca me había sucedido y que me dejaba el cuerpo abatido y la mente embotada. Sabía que tenían un significado, que todas esas personas que se presentaban en mis sueños querían algo. El problema era que no averiguaba el qué.

Le conté a mi madre la última que había tenido:

Podía ver desde lo alto a un niño pequeño, muy pequeño, de unos tres años. Vivía en una zona de lo más pobre. El niño, con unos hermosos rizos negros, con su piel oscura y un pañal de tela, no dejaba de llorar sentado en una esquina de su caseta. Su madre no le prestaba atención. No era que la mujer no quisiera, sino que no podía. Estaba preparando un matute con pocas cosas. Al acabar, cogió al crío en brazos e intentó tranquilizarlo para que no hiciese ruido. Se quedó en silencio, pero las lágrimas seguían rodando por sus mejillas mientras su madre se aseguraba de que no había nadie y podían salir.

Yo podía sentir el miedo del niño, su angustia, su tristeza, y también podía percibir la de la madre.

Comenzó a caminar deprisa mirando hacia todos lados.

La poca gente que había por la calle andaba aprisa y sin dejar de mirar a sus espaldas. Cerca, muy cerca, se escuchó un fuerte ruido seguido de gritos. Un edificio se desplomaba. Al rebote de las piedras al caer, le siguieron los disparos, las órdenes y más gritos.

La mamá con el niño en brazos no dejó de correr mientras apretaba la cabeza del pequeño contra su pecho para menguar los terribles sonidos.

El pequeño no me hablaba, pero sabía que quería algo de mí. Lo sentía. Lo veía en su mirada. ¿Qué podía hacer yo en una guerra? ¿Qué querría de mí?

—Solo ha sido un sueño —me animó mi madre—. Todos soñamos, no hay nada de malo en ello.

—Es diferente, mamá, no es un sueño normal. Es como… Quieren algo. estoy segura de ello. Y no sé lo que es.

Me levanté y me fui al sofá, puse la música muy bajita, me recosté y comencé a pensar.

El primer sueño había sido el lunes: un pájaro en una jaula, un pez en un acuario, un perro atado a una cadena, insectos en un tarro, un gato encerrado en una casa… Sentí su profunda tristeza, la de cada uno de ellos, aunque también su desesperanza. Estaban resignados a pasar el resto de sus vidas atados o encerrados, escuchando a sus dueños hablar o divertirse sin que ellos formasen parte de ese ambiente.

Era algo normal. Los niños suelen coger insectos para jugar con ellos, los encierran en un tarro o los meten en una cajita y así tienen otro entretenimiento. Muchos dueños atan a sus perros en la puerta para que no se escapen, y no lo vemos mal, exceptuando algunos casos de maltrato. Pero no era lo que yo había vivido en el sueño. Era un perro normal al que no maltrataban, sino al que mostraban indiferencia. Ese era su sitio. Muchos peces pasan sus vidas en acuarios como objeto de adorno de las casas, y también nos parece completamente normal. Incluso algunos los calificamos de preciosos. ¿Los gatos? Pues muchos viven en casas y nunca salen, hacen sus necesidades en un arenero y juegan con bolas de lana.

Todas eran situaciones cotidianas, o al menos, no veía nada anormal excepto sus sensaciones. Y lo que sentían era horrible. Vivirlo en sus pieles fue muy duro. Esa tristeza, resignación, desesperanza, esas ganas de correr, de saltar, de vivir sabiendo que nunca lo harían…

El martes soñé con una chica de la edad media. Parecía que lo tenía todo: era bonita, pertenecía a familia noble muy poderosa e iba a casarse con un apuesto hombre. Sin embargo, lloraba cada vez que lo veía, cada vez que le hablaba, cada vez que escuchaba decir a su alrededor lo afortunada que era. No estaba enamorada de él, amaba a otro chico. Lo supe cuando la vi acercarse al mozo de cuadras para cederle el caballo que iba a montar. Se miraban con profundidad, intentando decirse muchas cosas y sin poder comunicarse.

Antiguamente, era una situación típica, nadie lo veía mal. La gente estaba acostumbrada a que le eligieran el tipo de vida que llevarían, pudiendo no estar de acuerdo, aunque resignándose a hacer lo que se esperaba de ellos.

El siguiente, el miércoles, fue el de una chica bastante joven que trabajaba en un bar más horas de las que debía. Cada día, les servía las bebidas a sus amigos y veía cómo después se iban de fiesta, a la playa, a pasear… mientras ella se quedaba doblando el turno para ayudar a su madre a pagar las facturas. No se quejaba, no estaba enfadada; simplemente añoraba lo que ellos tenían. Esa era su vida. Algo dura, sí, aunque no quitaba que fuera feliz. Pero no era la felicidad que buscaba.

Ese tipo de situaciones se daba mucho en las familias con pocos recursos. Los hijos debían ayudar a sus padres, y que lo hicieran no era algo malo. Lo malo era no tener ningún día para ella, para disfrutar, para pasear, jugar o descansar.

Le siguió el sueño de una niña pequeña. Tendría unos seis años. Miraba por la ventana con nostalgia. Era el cuarto día que le preguntaba a su madre si podrían ir a la playa y recibía la misma respuesta. «No». Su madre no podía llevarla porque trabajaba doce horas diarias para sacarla adelante. Mientras lo hacía, una vecina muy mayor la cuidaba, aunque no podía salir con ella a jugar, llevarla al parque y, mucho menos, a la playa. La niña se entretenía en casa con sus juguetes, sin embargo, todo cansa, y ella, como cualquier otra niña, acababa aburriéndose.

Observaba el exterior recordando las pocas veces que había ido a la playa o los pocos días que su madre podía llevarla a dar una vuelta en la bici. Lo hacía con tristeza y felicidad, esperando que pronto tuviera unas horas para acompañarla.

Era increíble la dicha que sentía la niña al recordarse jugando con las olas o disfrutando del viento en la cara cuando montaba en bici.

Yo no podía entenderla, porque iba a la playa cuando me placía. De pequeña iba al parque a diario, incluso dos o tres veces si me apetecía, y mi madre salía conmigo a caminar o en bici, excepto los días que llovía, que la bici se quedaba en casa y mamá y yo jugábamos a pisar los charcos. Eran situaciones cotidianas a las que no les dábamos importancia. Era lo normal, lo que la gente hacíamos a diario. Aunque, al parecer, no todo el mundo era tan privilegiado.

Después vino el de una mujer de unos cincuenta años. Parecía sumisa y callada, pero cuando la puerta de su casa se abrió, el miedo que la inundó no dejó espacio para nada más. El corazón se le aceleró a medida que las pisadas se acercaban.

Sirvió la cena de forma apurada y, sin querer, tiró un vaso que se hizo añicos por el suelo. Sin decir una palabra, su marido entró y la agarró por el cuello. Comenzó a gritarle y la empujó de forma brusca contra la encimera de la cocina. Al momento se tapó la cara con las manos y se hizo una bola en el suelo, esperando. Los golpes e insultos no tardaron en llegar. Sin remordimientos, sin miedo de lastimarla, le propinaba un golpe después de otro, como si su mujer fuera un saco de boxeo causante de toda su ira.

Notaba su dolor, la desesperación y, sobre todo, el miedo.

Solo murmuraba pidiendo que acabara ya.

Sin duda, no era una situación normal, no tenía nada que ver con las anteriores. La violencia de género no debía existir, todo el mundo lo sabía, y la mayoría estaba en contra de ello. Pero, por desgracia, era algo que existía en abundancia y estábamos hechos a esas situaciones. Cada vez que informaban en la tele de un nuevo caso, otra mujer muerta o maltratada, pensábamos que pobre mujer, si no podía hacerse algo más, si no podía haberlo dejado antes, cómo aguantaba eso… Todos lo lamentamos, nos daba pena y rabia, pero la vida de cada uno continuaba.

¿Qué podría querer esa mujer de mí? ¿Qué buscaría?

El viernes, soñé con un hombre alcohólico. Su vida se resumía en una botella detrás de otra hasta que caía en la inconsciencia. Cuando eso sucedía, el remordimiento y el pesar ocupaban su mente. No valoraba la opción de dejarlo ni de otra vida, sin embargo, sentí que no era feliz y que aquello no era lo que quería para sí.

No era una situación normal, ni mucho menos agradable. Unos dirían que era un borracho, algo que el mismo se había buscado, que no debería beber tanto, que debería dejarlo. Otros irían más allá: que se merecía lo que tenía, que él mismo se lo había buscado y que, si quisiera, terminaría con el vicio. Que le había estropeado la vida a su mujer, a sus hijos o a sus familiares.

Yo no sabía qué pensar. Puede que todas esas opiniones se pasearan por mi mente si no hubiera sentido lo mismo que él. No era quién para juzgar su comportamiento, para hacer conjeturas de cómo y por qué había llegado a eso o de lo qué debería hacer para salir. Estaba lejos de dar un consejo así, cuando había sentido su inseguridad, su infelicidad, su resignación, su pesar, su odio a sí mismo. Pero ¿qué podría hacer yo por él? Nunca había lidiado con una situación parecida.

Me desperté más agotada que nunca, como si hubiera corrido sin parar durante horas, pero mi mente estaba tranquila porque había descubierto lo que querían, lo había hecho y había salvado a todos esas personas. No había abierto jaulas, roto cadenas, trabajado por la mamá para que llevase a la niña a la playa ni cubierto el turno de la chica para que saliera con sus amigos, mucho menos había combatido un ejército o arrojado botellas de alcohol a la basura para llevar al señor a un centro. Lo único que había hecho había sido tocar con mi mano a cada uno de ellos. Eso bastó para que volvieran a sentirse felices y dichosos.

Bajé las escaleras de dos en dos llamando a mi madre.

—¿Qué ocurre? —me preguntó preocupada.

—Lo he conseguido, mamá, he descubierto qué era lo que querían todas esas personas.

—¿De qué hablas? ¿Has soñado otra vez?

—Sí. Pero esta vez ha sido diferente. Ya sé lo que querían y les he ayudado.

—Pero ¿qué iban a querer de ti? No tiene sentido. ¿Qué podrías hacer tú por esas personas tan diferentes entre sí? —dijo mi madre, como si me hubiese vuelto loca.

—Todos querían lo mismo: necesitaban ayuda —le expliqué con énfasis y emoción.

—¿Cómo ibas a poder ayudarlos tú, Libertad?

Libertad

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