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ADRIANA BLANCO Puntadas de amor

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Su historia empezó mucho antes de que ellos lo supieran. Lentamente, como cosquillas en fase de boceto, que iban trazando finas líneas llenando de tinta un lienzo hasta ahora en blanco. A veces despacio, otras no tanto. A veces hacia los extremos, a punto de rozarse, pero siempre dejando un hilo de aire.

Poblenou fue testigo de sus primeras miradas. El cuartel de la Guardia Civil albergó el inicio de su historia. Me encantaría trasladarme a ese instante, a esos momentos y nutrirme de sus sentimientos y emociones. Ella, Juliana, llegó allí acompañada de su máquina de coser, siguiendo el camino de su padre, guardia civil raso, destinado a la ciudad condal. Y quien sabe, si fue el destino o la magia del hilo rojo, quien obró para que Diego, recién salido de la academia, tuviera cobijo en ese mismo cuartel. No tardaron en conocer el uno del otro, y pronto el arte de la seducción entró en escena. No fue fácil, pero sí único; nada era casual, y todo era juego de aquel niño interior que ambos siempre regaron. Diego, quien se hospedaba en el pabellón de los solteros, pasaba todos los días por delante de casa de Juliana. Tuvo suerte, y el hecho de que esta viviera en un bajo jugó a su favor. Sonreían de lado despistando miradas ajenas, para después, preguntarse quién les hizo creer que hacían falta excusas, cuando sobraban razones para amarse. Saludos, despedidas, sonrisas y paseos con la mirada. Hablaban en silencio, como los que ya lo saben todo y no necesitan de palabras. Palabras que bailaban en un vaivén de dulzura, y es que como no iban a bailar, si cada vez que vibraban en sus frecuencias hacían sonar la melodía de su propia obra maestra.

En los años 60, Juliana y su familia se marcharon del cuartel, a un piso en la Trinitat, pero pronto Diego averiguó dónde vivían y fue a verla. Las fiestas mayores de Poblenou, casi un año después, fueron escenario de un amor que enraizaba, desde el respeto y la admiración mutua. En el año 63 juraron su amor, en la Iglesia de Santa Engracia, y pese a que la vida les sorprendió con una amplia paleta de grises, la gama de colores teñía cada segundo, cada hora y cada puesta de sol.

Llegaron tres luceros, que completaron las constelaciones de su universo con otros seis seres de luz.

Mi mirada no se apartaba del suelo, no perdía detalle de como mi abuela movía el pie en el pedal, para poner en marcha o parar su preciosa Singer. Era entonces, en los momentos en los que paraba de coser cuando yo levantaba, al fin, la cabeza; ella me sonreía y yo siempre le hacía la misma pregunta: «Yaya ¿cuándo me enseñarás a coser?», ella, sin dejar pasar ni décima de segundo respondía con un «Uy, cariño… nunca». Y así es, nunca me enseñó a usar la máquina de coser, y hoy en día sigue sin querer hacerlo. En ese momento no lo entendía, pero ahora se lo agradezco.

Quizás nunca me enseñó aquel oficio que a ella tantas noches de descanso le quitó, pero me enseño que no debes rendirte pese a que se te enrede la bobina.

Con los años, sigo aprendiendo que amar es abrazar; abrazar la alegría, la pena y el más absoluto dolor. Amar es darse la mano, sentir el latir del corazón amado con tan solo rozar la piel. Una piel cálida, imperfecta y llena de vida, que acurruca y acaricia el alma.

Nadie sabía que yo estaba allí.

De pie, detrás de la puerta, evitando incluso respirar. Les observaba por una pequeña ranura y así lograba pasar las horas. Ahora cuando lo recuerdo me percato de que la puerta estaba prácticamente cerrada, apenas abierta con un alfiler. Para mí en ese momento era más que suficiente. A la gente le asusta acompañar a alguien en su último aliento de vida, no obstante, ella se limitaba a transmitir paz, a amortiguar cada uno de los golpes que nos aguardaban como si de una novela conocida se tratase. Sus cuerpos hacían uno, querían unir sus fuerzas hasta el último instante. Aquello me hacía admirarla cada día más y venerar aquel acto tan puro y lleno de dulzura. Lo abrazaba. Lo mimaba. Se dirigía a él con palabras que acariciaban su cuerpo como bálsamo sanador, tratando de disuadir el miedo a la muerte. La belleza de sus rostros era infinita y sus dedos entrelazados juraban amor eterno.

El reloj hacía su trabajo y avanzaba sin pudor. Me desperté de un impulso, a las 7.30. En ese momento supe que sus manos se habían dicho adiós. Ahora voy a pensar que caigo en su regazo. Una vez en él, mi alma bailará al compás del latir de sus corazones, porque desde que vio sus ojos azules, sus cuerpos hicieron uno. En calma, silencio y sintiendo el terciopelo de su piel, el mundo se convertirá en nana.

El cielo seguirá arropando y las luciérnagas alumbrarán noches en vela.

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