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ОглавлениеSímbolos, atmósferas y omisiones cromáticas en el cine de Valeria Sarmiento*
Paula Dittborn Orrego
Es posible que, a lo largo de nuestras vidas, nos toque experimentar cambios decisivos en el funcionamiento de los medios con los que nos vinculamos. Esos cambios no solo repercuten en la relación corporal, gestual y cotidiana que mantenemos con esos aparatos (distinto es colgarse una cámara de fotos al cuello que guardarla en el bolsillo trasero del pantalón), sino también en nuestra manera de mirar el mundo y de generar imágenes a partir de él. De esa manera, mientras algunas personas fueron testigos de la aparición de las primeras radios a pila, otras en cambio han presenciado cómo sus corpulentos televisores podían ser reemplazados por pantallas planas de mayor resolución. Pero, independiente de la consciencia que hayamos podido adquirir a partir de esos cambios (las radios no siempre fueron portátiles, los televisores no siempre fueron digitales), también es cierto que hay cuestiones que parecieran resultar intrínsecas a determinados medios, siendo que son igualmente históricas. Tal podría decirse que es el caso del color en el cine40.
Si bien dentro de lo que llamamos conocimiento general se encuentra el hecho de que el cine en sus orígenes era en blanco y negro, lo cierto es que actualmente la captura del color suele ser concebida como una facultad a la que el cine estaba predestinado, y cuyo logro no fue sino consecuencia de su supuesta naturaleza especular. Quizás, por lo mismo, no siempre se le conceda al color de una película la autoría que sí se reconoce, en cambio, detrás del guion, la filmación y el montaje. Solo en aquellos casos en los que es muy evidente que la paleta cromática de una película responde a una propuesta estética particular, caemos en cuenta de que el color en el cine en realidad no
se captura, sino que se confecciona —aunque solo sea mediante la elección de una determinada cinta—. En ese sentido, cuando el color es utilizado de manera intencionada y decidida, no solo experimentamos sus efectos en la película misma, sino que además nos enfrentamos a la pregunta por todo lo que es el color en el cine: su función, su historia, su naturaleza física.
En la obra cinematográfica de Valeria Sarmiento encontramos no una, sino varias operaciones en torno al color; operaciones que la misma directora se ha preocupado de declarar, aunque sea de manera imprecisa, en muchas de las entrevistas realizadas en el último tiempo. Se trata de operaciones sofisticadas, caseras, experimentales, distintas, que en algunos casos apuntan a establecer determinadas simbologías, mientras que en otros generan atmósferas que pueden ser o no descifradas, pero sí percibidas. A continuación, quisiera detenerme en al menos dos operaciones tal y como son ejecutadas en algunas de sus películas, con el propósito de reflexionar en torno a esas preguntas que la comprensión del color como recurso suscita.
La primera escena de Rosa la China (2002) consiste en un acercamiento a una radio encendida, en el momento mismo en el que se inicia la transmisión de un folletín radial. El locutor, sin embargo, no parte describiendo a los protagonistas de la historia, sino, en cambio, al autor de la misma: Santiago Ordoñez, quien vendría a ser, en ese sentido, un personaje más de este radioteatro —así como el locutor vendría a ser un personaje más de esta película—. El autor no vuelve a aparecer sino hasta el final, pero la profunda y melodiosa voz del locutor interviene reiteradas veces en el resto de la película. En algunos momentos explicita los pensamientos y emociones que asaltan a cada uno de los personajes (estrategia utilizada con frecuencia en el género latinoamericano de la teleserie), mientras que en otros anuncia el paso de una historia a otra. Es así como la infidelidad de Rosa, las intrigas de su marido Dulzura, los delitos de Marcos, los dilemas de Laura y los intentos de su madre por salvarla se van entrelazando al ritmo de esas intervenciones, hasta llegar a un desenlace que resulta fatídico para muchos de esos personajes —incluso para el mismo autor—.
La película está ambientada en la Cuba de inicios de los años cincuenta, poco tiempo antes de iniciarse la revolución que habría de erradicar, al menos por un tiempo, el descarado despliegue de juego, contrabando y prostitución que caracterizó en gran parte al gobierno de Batista. Parte importante de la acción transcurre, de hecho, en hoteles y salones, donde se alternan los encuentros furtivos con las peleas a golpes, las triquiñuelas políticas con los espectáculos de vodevil. Las mujeres que trabajan en esos lugares visten colores fuertes, vivos, como los del plumaje de un pájaro tropical, en contraste con el blanco de los políticos, mafiosos y marineros para quienes trabajan. Quizás el caso más llamativo sea el de la misma Rosa, quien en uno de sus números musicales viste una suerte de bikini dorado sin tirantes y con cola, cuyos vuelos y brillos acentúan cada uno de sus movimientos pélvicos. Es interesante pensar en la asociación implícita que se establece entre el color y las prácticas de seducción que en estos lugares se efectúan; no solo en esta película, sino también en el documental de Valeria Sarmiento sobre las bailarinas de dos históricos clubes nocturnos, titulado justamente Un sueño como de colores (1972).
De todas formas, lo que más ha sido destacado hasta ahora con respecto al uso del color en Rosa la China41 es el hecho de que cada uno de sus personajes se identifica con una orishá o divinidad de la santería afrocubana, mediante el uso de los colores que le son característicos. Marcos, quien durante toda la película luce diferentes camisas rojas y blancas, vendría a ser Changó, cuyos atributos son también el sentimiento de la ira y el valor de la justicia —expresados en la película, si se quiere, a través de su violento y último acto de venganza—. La madre de Marcos, Rita, también se viste de rojo durante el día, pero en la noche se la ve en cambio de azul, en concordancia con el color de la deidad asociada a la maternidad: Yemayá. María, la persona a la que Rita recurre para salvar a su hija de la desgracia, ha sido identificada con Oyá, deidad vinculada tanto con los huracanes como con la muerte. Según la prensa de la película consultada por Macarena García Moggia42, el color que supuestamente comparten estos personajes es el negro, aunque es probable que eso se deba al carácter fúnebre que suele serle atribuido a este color en Occidente y no al código de la santería misma —según el cual a Oyá le corresponden todos los colores, menos ese—.
Una vez más, el personaje de Rosa es el que expresa de manera más llamativa estas asociaciones. En su caso, más que en ningún otro, es evidente el color que la caracteriza, dado que todos y cada uno de sus vestidos son amarillos. Pienso que el carácter intencional de este rasgo se reafirma casi al final de la película, cuando Rosa prepara su maleta para abandonar a su marido —escena melodramática por excelencia—. Como si se tratara prácticamente de un recuento visual, Rosa despliega y dobla sobre la cama cada uno de los vestidos que ha utilizado hasta ese momento, de manera tal que podamos volver a apreciarlos en conjunto. Los vínculos con la deidad a la que le corresponde el amarillo no son, en ese sentido, menos evidentes. Ochún también es descrita como una mujer hermosa, implacable y severa, emparejada ni más ni menos que con Changó (Marcos). Pero, además, se trata de una deidad cuyo baile es particularmente sensual, con voluptuosos movimientos de caderas y brazos extendidos “que llaman al sexo”43 —imagen que remite una vez más a la escena del número musical—.
Tengo la impresión de que solo en ocasiones muy puntuales es posible encontrar un uso tan marcadamente simbólico del color en el cine como el que acabamos de analizar, sin que por ello sean menos significativos. Con ello, me refiero a un uso en el que le es atribuido, a uno o más colores de una misma película, un determinado significado que suele estar en concordancia con códigos culturales más amplios. En ese sentido, uno de los ejemplos más emblemáticos es el de la trilogía de Krzysztof Kieslowski de inicios de los años noventa (Bleu, Blanc y Rouge), cuyos colores azul, blanco y rojo —preponderantes en cada una de ellas, respectivamente— remiten a los de la bandera francesa, y con esto a los valores que propugnan. También podríamos remitirnos a las películas en blanco y negro en las que un elemento, claramente decisivo, aparece a todo color, aunque en este caso se trata de una simbología que no está dada por el tinte específico de cada elemento, sino por el solo hecho de que no sea en blanco y negro. Tal es el caso de la pintura en Andrei Rublev (1966) de Andrei Tarkovsky, los peces dorados en Rumble Fish (1983) de Francis Ford Coppola, o el abrigo rojo en Schindler’s List (1993) de Steven Spielberg.
En la pintura, en cambio, encontramos este tipo de operaciones prácticamente desde sus orígenes, conformando toda una serie de simbologías cromáticas que van actualizándose de acuerdo con los espacios y temporalidades en los que son empleadas, y que en algunas ocasiones quedan incluso registradas en diversos tratados44. Es así como el púrpura fue consignado durante mucho tiempo como un color imperial, y el azul de ultramar como un color divino o celestial45 —por mencionar solo los ejemplos más recurrentes de la pintura antigua y medieval europea—46. Quizás, por lo mismo, el historiador del arte Mario de Micheli celebra el que algunos artistas prevanguardistas hayan empezado a asignar, a inicios del siglo XX, otros significados a los colores empleados en sus telas, liberándose así de las limitaciones propias de la tradición47. En cualquiera de los casos se trata, de todas formas, de un uso del color cuya comprensión requiere de un conocimiento previo del código aplicado. De hecho, para no ir más lejos, si no hubiera sido porque la misma Valeria Sarmiento lo menciona en la entrevista realizada por Bruno Cuneo y Fernando Pérez, incluida en este mismo volumen, no hubiera sido consciente de la correspondencia entre las divinidades yorubas y los personajes de ficción.
En mi opinión, sin embargo, la particularidad del uso simbólico del color en Rosa la China no radica en su carácter relativamente inédito dentro del medio cinematográfico, ni tampoco en las reminiscencias pictóricas que pueda llegar a suscitar, sino en la peculiar manera en que participa en la construcción de sentido de la película. Tal como en el caso de Amelia Lopes O’Neill, la trama pareciera girar en torno a la caída en desgracia de cada uno de los diferentes personajes, caída que pareciera ser acelerada por la búsqueda de un oscuro objeto de deseo, tal como señala Bruno Cuneo en otra entrevista48. Dulzura añora los éxitos de un “pasado color de rosa” en ciudades extranjeras a las que continuamente hace alusión, pero muere trágicamente en un último intento por recuperar a su mujer. Rosa, por su parte, habiendo llegado a adquirir cierto poder y prestigio, termina cumpliendo el fatídico destino que le había sido anunciado en la lectura de cartas. Marcos la asesina accidentalmente, tras una seguidilla de delitos menores y despiadados actos de venganza que ponen fin a su estatuto de dios seductor. Mención especial merece el personaje de Rita, quien habiendo recurrido años atrás a la santería local para tener una hija mujer, vuelve a recurrir a ella, pero para salvarla. Finalmente, si bien Laura pareciera ser la única sobreviviente de todos estos infortunios —tal como anuncia con excesivo entusiasmo el locutor radial—, se sube a un auto que bien podría conducirla a los mismos errores del pasado.
Se podría decir, por lo tanto, que en Rosa la China los colores son utilizados de tal manera que refuerzan visualmente esta idea de la caída en desgracia49. David Batchelor, quien ha investigado ampliamente el problema del color tanto desde la teoría como desde la práctica artística, afirma que a lo largo de la historia cultural de Occidente el color ha sido objeto de toda una serie prejuicios y rechazos que habrían de manifestarse en la supeditación del color al disegno en la pintura renacentista, en su consideración como elemento ornamental en la arquitectura racionalista, y en su casi completa omisión en movimientos tales como el arte conceptual50. Incluso el ya citado Mario de Micheli observa que ciertos integrantes del cubismo solían reducir el color a su mínima expresión, considerándolo superfluo frente a la verdad y trascendencia de la forma geométrica51. Ahora bien, en esos contextos en los que es concebido como un elemento superficial y peligroso, sensual e irracional, el color termina siendo relegado a aquello que históricamente ha sido objeto de prejuicios similares, vale decir, a todo lo que se considera femenino, infantil, oriental, queer. Tal pareciera ser el caso de esta película, donde los colores brillantes son utilizados casi exclusivamente por las mujeres que trabajan en el burdel, en las habitaciones en las que se encuentran con sus amantes, y en el escenario en el que realizan sus números musicales. En el caso particular de Rosa, como si no fuera suficiente con vestir siempre de amarillo —el color más luminoso del espectro cromático, por lo demás—, su melena es además de un intenso color rojo. Por otro lado, se podría decir que Latinoamérica, y en especial el Caribe, también ha tendido a ser asociada con un uso irrestricto del color, en concordancia con las pasiones irracionales de las que somos víctimas, las supersticiones en que creemos, los géneros menores con los que nos identificamos y nuestra absoluta falta de rigor —cuestiones todas que aparecen escenificadas en esta película—. Las correspondencias establecidas a través del color entre los personajes de la película y las deidades yorubas parecieran formar parte, por lo tanto, de un sistema simbólico más amplio y complejo, derivado ya no de una tradición pictórica o cinematográfica, sino de una larga serie de prejuicios —prejuicios que la película en ningún caso comparte, sino a los que por el contrario examina—, gracias a la distancia que provee la ficción al interior de la ficción, la novela al interior del radioteatro.
En Amelia Lopes O’Neill (1991) también nos encontramos frente a un relato al interior de otro. En este caso, sin embargo, se trata de una historia contada por un personaje que ha sido testigo de todos y cada uno de los sucesos, incluso de aquellos de mayor intimidad —tal vez porque su oficio de ladrón y mago se lo permiten—. La historia, contada a un escritor de nombre Joaquín, gira en torno al personaje de Amelia Lopes O’Neill, quien según el mismo narrador es, ante todo, “una mujer fiel”. Desde un principio, Amelia es acosada no por uno sino por varios hombres: el ladrón mismo, el amigo y colega de su difunto padre, e incluso el misterioso personaje de saco azul que pareciera encarnar a la muerte. Muchos de ellos asumen que Amelia se dedica a la prostitución, como si el solo hecho de andar sola por la calle lo afirmara. La única vez que termina accediendo a estos incómodos asaltos es con Fernando, quien de hecho le paga por haberse acostado con él. No obstante, basta ese primer encuentro para que Amelia, de manera un tanto excéntrica, se declare la esposa legítima de este hombre, sin importar que ya esté casado o que en realidad no lo ame.
En una conversación con los dos editores de este libro realizada en el año 201852, Valeria Sarmiento explica que en Amelia Lopes O’Neill tuvo la idea de eliminar un color primario, con el propósito de permitir “una sensación de irrealidad” y de cuento. Al empezar a ver la película, supuse que esa ausencia me sería inmediatamente revelada, dado que está ambientada ni más ni menos que en Valparaíso —ciudad que, entre otras cosas, se caracteriza por los llamativos colores de la mayoría de sus casas—. Sin embargo, en la escena del travelling inicial, en la que el narrador desciende en bicicleta por un cerro que solo a ratos parece ser Artillería, no se echa en falta ningún color en las fachadas que, una a una, se van sucediendo. En la escena siguiente, filmada al interior del bar o café donde es contada la historia, se podría pensar que el color que ha sido sustraído es el amarillo, del que solo vemos una tenue evocación en los muros. Y, sin embargo, acto seguido la película pareciera querer demostrar, burlona, lo contrario, exhibiendo las ramas florecidas de un aromo y luego un funicular de un amarillo todavía más saturado.
En una entrevista realizada en el año 2019, la directora especifica que el color sustraído en esta película fue el azul, con el propósito de dar esa sensación de irrealidad a la que ya había aludido anteriormente53. Sin embargo, así como no se echa en falta ningún otro color en fachadas, vegetación y funiculares, tampoco se observa una ausencia notoria del azul en el mar —cuya aparición, como es de esperar, es frecuente en una película ambientada en una ciudad portuaria—. Como mucho, se podría decir que, en aquella escena en la que Amelia contempla a los amantes arrojarse al vacío desde la irónica “piedra feliz”, las olas se ven efectivamente un tanto más grisáceas. Pero, así y todo, la bata que tiene puesta su hermana Ana cuando cae por la escalera es azul, el guardapolvos del hospital en el que es atendida por Fernando es azul, el sombrero de plumas que usa Ginette cuando se casan es azul, así como azul es el tren que corre a ver Cristóbal, el hijo de Amelia, pensando que se trata de su papá. Todo esto sin mencionar el color cerúleo de la distinguida casa de la familia O’Neill, cuya fachada fue pintada especialmente para la película debido al deterioro en el que se encontraba tras el terremoto de 198554.
Puede resultar extraño que, aun teniendo la declarada intención de eliminarlo, el azul aparezca insistentemente en esta película, sobre todo considerando que no pocos ensayos sobre la obra de Valeria Sarmiento han hecho eco de esa afirmación. Incluso hay quienes han interpretado este efecto como el resultado de determinadas manipulaciones ejecutadas a nivel de edición y montaje, que al parecer tampoco han sido tales. Según la misma directora, lo que sí se hizo en cambio fue evitar el azul en la puesta en escena, lo cual de todas maneras no siempre fue posible dado que tanto el vestuario como la decoración habían sido prestados o arrendados. Puede que el resultado haya sido distinto en El cuaderno negro (2018), película en la que también se intentó omitir este color. Sin embargo, en ese caso el problema fue que no hubo forma de evitar que el azul apareciera en el uniforme de los soldados franceses, dado que es el color característico de dicha milicia.
De todas formas, creo que, más allá de las circunstancias específicas que puedan haber dificultado esta operación cromática en Amelia Lopes O’Neill, hay al menos dos antecedentes que se deberían tomar en cuenta. Uno de ellos tiene que ver con las posibilidades técnicas que existían tanto en el momento como en el lugar en el que la película fue realizada. Ciertamente los recursos que había en Chile en esa época eran mucho más limitados que los de países técnicamente más desarrollados, así como también lo eran con respecto a los recursos con los que se cuenta en la actualidad. Vuelvo en ese sentido a la idea de que, si bien hemos sido testigos de los diferentes cambios que ha habido en la manera en que operan los medios —entre ellos el cine—, de todas formas, se suele olvidar que sus facultades no han sido siempre las mismas, como la sola posibilidad de editar el color en la etapa de posproducción55.
El segundo antecedente tiene que ver con la naturaleza misma del medio cinematográfico. Tal como señala Jacques Aumont, en la pintura se le asigna un color y solo un color a cada zona de la superficie —independiente de la manera en que haya sido fabricado el pigmento—. Incluso en la obra pictórica más realista uno puede darse el lujo de acotarlo a cierta área, de “abstraerlo” en ese sentido de la escena representada. En el cine56, en cambio, eso no pareciera ser del todo posible, dado que la imagen o fotograma es cubierto en su totalidad por las emulsiones correspondientes a cada uno de los tres colores primarios —que en este caso no son el rojo, el azul y el amarillo, sino el rojo, el azul y el verde—57. El cine, en ese sentido, trata al color como un solo bloque, dado que “toda la imagen es afectada a la vez por cada capa de color primario”58. Por lo tanto, no se puede, o al menos no con tanta facilidad, separar un color del conjunto de la escena —y, de hacerlo, se le saca el mayor rendimiento posible a esa operación, lo cual tampoco pareciera ser el caso aquí—.
Por último, se debería considerar que, si bien es cierto que el uso intencionado del color nos lleva a concebir la imagen fílmica como si de una pintura se tratara, tal como señala Francisca García en un ensayo de este mismo libro, es un hecho constatado que, en el cine, más que en ningún otro medio, puede llegar a haber un abismo de distancia entre las intenciones y los resultados obtenidos, entre otras cosas debido a su condición técnica59. De hecho, si uno se fija bien, el carácter tentativo de estas operaciones cromáticas ha estado siempre presente en aquellos pasajes en los que Valeria Sarmiento se refiere a ellas, tal como cuando señala haber “comenzado” con la idea de eliminar un color en tal película, o haber “tratado” de trabajar con una determinada tecnología en tal otra. “Todos los filmes son ruinas”, solía decirle a Valeria Sarmiento un amigo escritor y crítico de cine, lo cual en mi opinión no solo es cierto en la medida en que las películas son solo un atisbo de aquello que se intentó realizar inicialmente, sino también porque constituyen una evidencia física de las condiciones técnicas y materiales que lo imposibilitaron.
Ahora bien, en la última parte de la película, el narrador le aclara a Joaquín que, si bien hay un último detalle que le queda por contar, no le es posible hacerlo. Joaquín le sugiere entonces que, en lugar de contarlo, lo muestre, aprovechando que es mago. El narrador accede, mostrándole una escena muy peculiar en la que el personaje de Ana nos conduce gentil y silenciosamente por distintas habitaciones de la casa, hasta el lugar en el que están siendo velados los cuerpos de su difunto esposo Fernando y de su hermana Amelia. Curiosamente la expresión del rostro de Ana no solo es plácida, sino también triunfal. Eso podría ser interpretado como una señal de que ambas muertes fueron de alguna manera provocadas por ella: Fernando cae al mar cuando intenta evitar que se suicide, mientras que el largo derrotero de Amelia comienza precisamente cuando trata de ayudarla. Una vez que se despiden, un camarero encuentra en la misma mesa en la que habían estado sentados ambos comensales una foto de las dos hermanas cortada justo por la mitad, con lo que se termina de ilustrar —irónicamente— esa rivalidad entre mujeres, tantas veces tematizada en cuentos de hadas y teleseries.
Amelia Lopes O’Neill de Valeria Sarmiento (1991). Captura de video.
Más allá de que esa breve y enigmática secuencia deba ser interpretada o no de esa manera, lo cierto es que hay algo en ella que le otorga un carácter de visión, de epifanía. Por un lado, la escena va apareciendo de a poco, fundiéndose con la imagen anterior en la que justo aparecen los ojos del narrador —en concordancia con la idea de que el mago no solo es capaz de ver, sino también de permitir que otros vean—60. Por otro lado, los colores de la escena anterior contrastan notoriamente con los de la visión misma, demarcando así la distancia espacial y temporal que existe entre ellas61. Pero lo más significativo, sin embargo, es que en esta escena ha sido completamente omitido el azul —ahora sí que sí—. En efecto, en esta breve secuencia los colores solo van del rojo al amarillo, producto quizás del uso de determinados filtros —aunque insisto en que Valeria Sarmiento niega haber utilizado recursos de ese tipo en esta película—. De todas formas, independiente de cómo haya sido realizada, considero particularmente oportuno el haber reservado esta operación cromática para una escena como esta, dado que le otorga un carácter onírico y revelador que hubiera sido difícil obtener de otra manera. En ese sentido, no puedo sino recordar al célebre detective Dupin de “La carta robada” de Edgar Allan Poe, quien solo mirando a través de unos lentes de color verde es capaz de dilucidar el misterio en torno al cual se articula la historia.
El azul puede que sea uno de los colores que mayor reconocimiento y admiración ha recibido a lo largo de la historia de la cultura occidental. Por lo mismo, los diferentes teóricos especializados en teoría del color suelen dedicarle al menos un capítulo especial en sus respectivas investigaciones, atención que no suelen recibir, en cambio, los otros colores62. Las historias sobre el azul no dejan de ser, por lo demás, fascinantes. Por un lado, está el hecho de que el simbolismo atribuido al azul de ultramar —al que ya se ha aludido en este mismo texto— derivó al menos en parte de su valor monetario, cimentado a su vez en los altos costos de su producción. Pero también es interesante saber que la búsqueda de una alternativa para el costoso lapislázuli del que estaba hecho ocasionó, al menos en parte, la invención de los colorantes artificiales, gracias a lo cual actualmente es posible acceder a cualquier color, independiente de cuál haya sido, en rigor, su origen.
Me pregunto si en ese sentido la omisión del azul en cualquiera de esas dos películas de Valeria Sarmiento (Amelia Lopes O’Neill y El cuaderno negro) no equivale a la omisión de la letra A en la versión castellana de la novela El secuestro de Georges Perec (1969), escrita de principio a fin sin hacer uso de dicha vocal. En ambos casos se trata de una operación hasta cierto punto radical, dado que lo omitido tiene una fuerte y significativa presencia en nuestra cultura —ya sea en el medio visual o en el textual—. De todas formas, no hay que dejar de considerar que también hubo una época en la que el color azul pasó absolutamente desapercibido. Al parecer, durante un largo período de la Antigüedad clásica no hubo un término específico para referirse a él, dado que se lo consideraba simplemente como una versión más clara del color negro. Lo más curioso es que eso no solo ocasionó que el azul no pudiera ser nombrado, sino tampoco visto —aunque quizás eso es algo que no debería extrañarnos realmente—.
El azul fue, por otro lado, el último de los tres colores primarios en ingresar a la pantalla cinematográfica. Si bien en los años veinte toda una serie de anuncios y campañas publicitarias celebraban en Estados Unidos la llegada del realismo propio del cine “a todo color”, las dos principales compañías encargadas de su desarrollo —Eastman y Technicolor— solo habían podido hacer películas en rojo y verde. No fue sino con la llegada del azul, en el año 1932, que dicho realismo pudo considerarse medianamente logrado63. En ese sentido, el hecho de que películas como Amelia Lopes O’Neill o El cuaderno negro prescindan del color azul en la actualidad, posee hasta cierto punto un carácter regresivo —lo cual, lejos de condicionar la validez de su propuesta estética, la enriquece—. Tomando en cuenta estos antecedentes, la omisión del color azul como recurso para generar una sensación de irrealidad adquiere una mayor densidad semántica.
Ahora bien, y para terminar, hay una última asociación que no quisiera dejar de mencionar. Tal como es sabido, durante mucho tiempo los costos de producción de las películas en color, en relación con los de las películas en blanco y negro, fueron altísimos. Únicamente las grandes producciones, consistentes en su gran mayoría en películas musicales o infantiles, pudieron darse el lujo de pagarlos. Solo una vez que esos costos disminuyeron, el cine en color dejó de estar asociado a ese tipo de entretenimiento —así como el cine en blanco y negro dejó de estar asociado, por oposición, a la ilusión de realidad—. En Notre Mariage (1984) de Valeria Sarmiento, se emulan intencionadamente los colores propios del principal proceso cinematográfico en color de esa primera época del cine, el technicolor. Para ello se utiliza un filtro color magenta64 que acentúa el amarillo, pero sobre todo el rojo saturado característico de ese tipo de películas. Esta operación pareciera responder no solo al interés por obtener dichos matices, sino a la intención de crear una atmósfera cromática particular que remita, aunque sea de forma inconsciente, a esa tecnología de fantasía. En ese sentido es posible plantear que, adicional al empleo simbólico del color como el que se observa en Rosa la China, o retórico como el de Amelia López O’Neill, el color en el cine de Valeria Sarmiento es utilizado también para generar ciertas atmósferas, algunas incluso relativas a ciertas épocas del cine en las que lo único transparente era el uso del color como artificio.
Amelia Lopes O’Neill de Valeria Sarmiento (1991). Captura de video.