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ОглавлениеREPUBLICANISMO E IDENTIDAD NACIONAL ESPAÑOLA: LA REPÚBLICA COMO IDEAL INTEGRADOR Y SALVÍFICO DE LA NACIÓN
M.ª Pilar Salomón Chéliz
Universidad de Zaragoza
* La autora participa en el proyecto de investigación HUM 2005-03741 financiado por el MEC.
¡Resurrección! España, que se creía muerta, respira con Electra. España, que parecía no responder a ningún llamamiento del deber después de la derrota, vive y alienta cuando se toca su libertad. España, a quien se señalaba en Europa como a manera de vertedero donde van a parar las aguas pútridas que expulsa la comunidad civilizada, se dispone a obrar por sí misma la labor de higienizar y sanear su alma y su cuerpo. España, que languidecía anémica, se recobra y se levanta y enseña sus puños a la reacción clerical. España aún tiene tribuna parlamentaria, aún tiene teatro, aún tiene novela, aún tiene Arte, aún tiene prensa.
Y todo, incluso la batalla por la fuerza, que siempre condenaremos, y a la cual ojalá Dios no lleguemos nunca, es preferible al marasmo, al desmayo, a la asfixia en la que parecía vivir la patria, y que merecía, ¡oh, tristeza!, que nos dijeran en el extranjero que nos tomábamos muy filosóficamente el desastre. No, no se toma con filosofía, ni con resignación, ni con mansedumbre el pueblo hispano el agravio de sus infortunios. Lo que les faltaba es una bandera, un ideal, es un lema de batalla para contarse, para sumarse todos los elementos de renovación y de progreso de la España nueva. Y ya lo tiene; se lo han dado hecho reaccionarios clericales, ultramontanos, que ni siquiera han tenido el instinto de esconderse después de la catástrofe, y se ciernen sobre el cuerpo palpitante de la nación sin ventura.
Y no hay, no, otra salvación para España que el que no se encierra en ese espíritu liberal que resucita. Si España debe culminar siendo nación, no puede eliminarse del derecho y de la vida de los pueblos de Europa, extendiendo hasta los Pirineos una prolongación del Magreb. Si España, dentro de sus condiciones modestas, honradas, de un mediano pasar, a modo de Bélgica o Suiza, debe merecer el respeto de los poderosos, lo logrará a condición de que para su existencia se sienten aquí las ideas y las costumbres de tolerancia y de libertad de la comunidad europea civilizada...[1]
Las vinculaciones entre el republicanismo y la cuestión nacional en la España contemporánea son muy variadas y presentan múltiples ángulos y perspectivas. Desde la historiografía, se han abordado, por ejemplo, los distintos modelos que aquél planteó para articular políticamente el Estado bajo forma federal o unitaria, los discursos republicanos sobre la Nación y el Estado, el desarrollo de los nacionalismos periféricos y sus repercusiones sobre el republicanismo, la contribución de éste a la configuración de la ciudadanía, etc.[2] Como en otros asuntos relacionados con la cuestión nacional, también se ha analizado más el republicanismo en relación con los nacionalismos subestatales que con el español, carencia ésta que está siendo subsanada desde los años noventa por la creciente atención que merece por parte de los historiadores el proceso de construcción de la nación española contemporánea. Los estudios sobre el particular, muchos de ellos realizados desde la historia social y la cultural, tienen un enfoque fundamentalmente constructivista; abordan la construcción nacional de España analizando su plasmación en tradiciones, mitos, representaciones, símbolos, lugares de memoria y visiones imaginadas de la Historia de la nación.[3]
En la mayoría de ellos, el republicanismo no es el principal objeto de estudio, pero sí se ofrecen datos e indicios sobre la contribución de éste a la configuración de la identidad nacional española, objeto principal de este artículo. Con ser importante, no nos interesa tanto ahora el análisis político de partidos republicanos, sus postulados teóricos o el papel de sus líderes, como las prácticas sociales del republicanismo generadoras de identidad nacional, o los discursos, interpretaciones del pasado histórico, símbolos y materiales culturales que se difundían en ellas y que configuraron formas de entender España específicas de la cultura política republicana.
Los estudios sobre los procesos de nacionalización y de construcción de identidades nacionales han remarcado reiteradamente la importancia que para el desarrollo de los mismos han tenido los mecanismos no necesariamente dependientes del Estado. Es decir, más allá de la eficiencia y extensión de los niveles de escolarización, del servicio militar y de los medios de transporte y comunicación, resulta crucial para la creación y difusión de identidades nacionales el papel de instancias políticas y cívicas ajenas al poder establecido, así como el de los mecanismos no formalizados que en torno a ellas se activan.[4]Ésta es una idea fundamental que hay que tener muy en cuenta a la hora de analizar el papel del republicanismo en la construcción de la identidad nacional española, dado que sólo en dos ocasiones, y por muy corto periodo de tiempo, accedió al ejercicio del poder en la España contemporánea. Ojear cualquier órgano periodístico del republicanismo basta para percatarse de que el nacionalismo español –lo que los republicanos denominaban patriotismo– constituía una parte esencial de la cultura política republicana. Una simple ojeada, como decía, permite presentir que el republicanismo desempeñó un papel relevante en ese proceso, dados su arraigo y su capacidad de movilización entre amplios sectores de población.
La crisis de conciencia nacional que se extendió por España tras la derrota del 98 provocó, como se ha señalado en diversas ocasiones, una acentuación del nacionalismo español, algo que también afectó al republicanismo.[5]Éste tendría que adaptarse al nuevo contexto político y sociocultural marcado tanto por dicha crisis de conciencia como por el desarrollo de los nacionalismos periféricos. Y lo haría con un discurso fundamentalmente regenerador, preocupado por sacar al país del estado de postración en el que a su juicio se encontraba. La solución pasaba por conseguir el final de la Monarquía y establecer la República. De forma que el discurso nacionalista y regenerador de los republicanos se puso al servicio de la movilización política del electorado y con ello se acentuó la capacidad de difusión de los componentes nacionalizadores de la cultura política republicana.
Desde la oposición, y a pesar de estar marginado del sistema político de la Restauración, el republicanismo desarrolló una intensa labor nacionalizadora al concurrir junto con otras culturas políticas en la esfera pública. Su acción en esa dirección fue mucho más allá del debate político que se podía suscitar en los ateneos y círculos republicanos, y que la prensa republicana se encargaba de difundir en la plaza pública, en tabernas y cafés. La movilización política y social, el recurso al anticlericalismo, la promoción de unas determinadas manifestaciones culturales, la difusión de imaginarios simbólicos, mitos y lugares de memoria, las interpretaciones de la Historia, la exaltación de lo local/regional como símbolo de lo nacional, etc., son otros tantos aspectos igualmente importantes que cabe analizar a la hora de abordar la contribución republicana a la nacionalización de los españoles. Por ello nos centraremos en dos cuestiones fundamentales: en primer lugar, el discurso y los planteamientos generales que el republicanismo difundió sobre la nación, entre los que destaca el componente anticlerical por su importancia en el nacionalismo español de tradición republicana; en segundo lugar, los mecanismos de socialización de la identidad nacional española en clave republicana. Las primeras décadas del siglo XX, hasta la proclamación de la República, serán el marco temporal privilegiado de este análisis, un periodo en el que los republicanos no tenían acceso al poder estatal y, en consecuencia, tampoco a los mecanismos convencionales de nacionalización en manos del Estado. Quedaban, sin embargo, a su alcance las posibilidades abiertas por una creciente politización de la vida pública, en la que competía con otras culturas políticas por atraer el apoyo de las masas que se estaban incorporando a la política.
EL DISCURSO NACIONALISTA REPUBLICANO: HISTORIA, POPULISMO Y ANTICLERICALISMO
Desde el siglo XIX se habían ido configurando al menos dos formas diferentes y contrapuestas de concebir la nación española: la católica y la liberal progresista. Muchos de los planteamientos de esta última, potenciados en una dirección democratizadora, fueron asumidos por la visión republicana de España. Los republicanos no compartían una única imagen de ella, como se puso de manifiesto durante la I República con las tensiones entre federales y unitarios. A pesar de estas diferencias, España aparecía en todos ellos como algo dado, incluso entre los federales. Como ha recordado Ángel Duarte, el republicanismo «asumió como propia la tarea de participar en la construcción del moderno Estado nacional español» y se decantó desde el Sexenio a los años de la II República por planteamientos claramente anticentralistas, alternativos al modelo centralizado de construcción de la nación liberal. Con objeto de que el Estado fuera realmente participativo, proponía dotar de autonomía a los marcos locales y regionales[6]La posibilidad de penetración de los presupuestos republicanos se multiplicó desde los años noventa del siglo XIX, y sobre todo desde la crisis finisecular, con la expansión de centros de tendencia republicana tras la aprobación de la ley de asociaciones de 1887. Los nuevos espacios de sociabilidad favorecieron la conexión con las clases populares, sobre todo las urbanas –aunque el mundo rural no quedó totalmente al margen–, y se intensificó el proceso de configuración y difusión de la cultura política republicana.[7]
Las apelaciones al pueblo, entendido éste como un conglomerado interclasista formado por la no oligarquía, por todos los excluidos del sistema político de la Restauración, habían sido una constante de la cultura política republicana desde el siglo XIX. Al potenciarse el nacionalismo español republicano tras el 98, se reforzaron las apelaciones a ese Pueblo identificado con el conjunto de la Nación. Del descontento y la crítica con la realidad política y social existente surgía una afirmación colectiva a favor de la regeneración nacional. Crear una entidad nacional fuerte pasaba para los republicanos por implantar la República, única salida política a la crisis de la Restauración. El diagnóstico de los males de España estaba claro desde la perspectiva republicana, y gozó de una importante repercusión pública. De acuerdo con él, la responsabilidad de la decadencia nacional recaía, no sobre el pueblo, sino sobre la Monarquía autocrática. A este respecto, los republicanos insistían en que la Monarquía borbónica, continuadora de la establecida por la también extranjera dinastía de los Austrias, «era ajena al alma nacional»; y, en el siglo XIX, había mantenido a la sociedad española en una situación de atraso que contrastaba duramente con el progreso alcanzado en el entorno europeo. La Monarquía, pues, no respondía a las necesidades de la patria, que era víctima de los malos gobiernos; sólo la República, encarnación del pueblo y conocedora de sus problemas, garantizaría el resurgimiento de España y la salida de la crisis en la que la había sumido la Monarquía. La República era mucho más que una forma de gobierno; era también el régimen ideal, el que mejor se adecuaba a «la nobleza, dignidad e independencia del pueblo español», según había escrito décadas antes Fernando Garrido.[8] La fuerza y la capacidad de movilización de las formulaciones regeneracionistas republicanas residían en las apelaciones constantes al Pueblo, en sus llamamientos a los sectores populares como parte de la Nación, para luchar por ese ideal integrador y salvífico que simbolizaba la República. Con la crisis finisecular, el momento parecía más oportuno que nunca para tratar de movilizar la conciencia nacional de los españoles en favor de un cambio de régimen.[9]
Con ese objetivo movilizador, los republicanos construyeron un discurso de la nación como ámbito de referencia y de actuación en el que se combinaban una determinada visión historiográfica de España y la comparación con modelos exteriores, principalmente con la III República Francesa. La visión que sobre el pueblo español a lo largo de la Historia manejaban los republicanos contenía abundantes referencias de corte esencialista. Vislumbraban a ese pueblo desde los tiempos más remotos, como fruto de una mezcla de pueblos (íberos, celtas, celtíberos, fenicios, griegos, etc.) de la que «salió una gente potente y vigorosa. (...) De tan diversos elementos, y con tan importantes cualidades, pudo formarse la potente raza que atravesó el difícil tránsito del mundo antiguo al nuevo. (...) Estos pueblos (...) nos dejaron tales gérmenes de independencia, de grandeza, de libertades, que las ideas democráticas quedaron en nuestra España como una semilla oculta».[10] Palabras como éstas, escritas por el republicano federal Enrique Rodríguez Solís en su obra Historia del partido republicano español, publicada en 1892, reflejaban perfectamente algunas de las ideas compartidas por la cultura política republicana en torno al origen del pueblo español. Manifestaban asimismo la influencia de la tradición liberal progresista decimonónica sobre el republicanismo, una tradición que remitía al mito de las antiguas libertades medievales perdidas por culpa de reyes extranjeros que no amaban ni respetaban al verdadero pueblo español. Los republicanos celebraban las virtudes de la España medieval, en la que la tolerancia hacia judíos y musulmanes caracterizó a la nación. Con la llegada de una dinastía extranjera, la de los Austrias, y su intolerancia religiosa, había comenzado la decadencia de la nación española. Otros republicanos iban más atrás y señalaban que los problemas sociales, políticos, culturales y religiosos que afligían a la España de la Restauración se enraizaban en el proceso de decadencia nacional iniciado con la reconquista católica.[11]
A título de ejemplo, podemos observar la larga trayectoria de estas ideas acercándonos a la obra de dos republicanos que escribieron sobre su concepción de España en el primer tercio del siglo XX: Luis Morote y Marcelino Domingo. La visión de la historia de España que ofrecía Luis Morote en La moral de la derrota, obra publicada en 1900, respondía claramente a los presupuestos que el discurso nacional de tradición liberal había construido a lo largo del siglo XIX.[12] Defendía soluciones democráticas y autonomistas a nivel local o regional, e incidía en presupuestos del liberalismo decimonónico partidarios de que una vida local fuerte contribuiría a asentar la nación sobre bases sólidas. Con todo, su obra transmitía una imagen esencialista de la nación española. Buscaba el origen del problema nacional en el carácter nacional de los españoles y retrocedía en su busca hasta los tiempos de los celtíberos y de los romanos. Situaba el origen de la nación española en los Reyes Católicos, aunque juzgaba de forma crítica el hecho de que la unidad nacional se hubiera fundado en la unidad religiosa, por las consecuencias negativas que ello implicó con la instauración de la Inquisición. Como muchos liberales y republicanos, localizaba el comienzo de la decadencia de España a partir del momento en el que ésta se había identificado con la «resistencia al progreso de la Edad Moderna», es decir, cuando se llevó a sus últimas consecuencias esa identificación entre unidad nacional y unidad religiosa al instaurar la Inquisición. De igual forma, el periodo de los Habsburgo merecía un juicio negativo para Morote por su fanatismo religioso y por haber acabado con las libertades de los distintos pueblos de España.
Con marcado carácter regeneracionista, se interrogaba también por España Marcelino Domingo en 1925. Ese año publicó su obra ¿Qué es España? y, en 1930, ¿A dónde va España? Partía de los problemas que tenía el país (Marruecos, el caciquismo, la corrupción electoral, la falta de instrucción, el problema clerical, etc.) para definir lo que significaba España. A su juicio, el Estado, incapaz e inmoral, era la causa directa del retraso de la Nación. La no vertebración del Estado y la Nación había provocado la decadencia del país, y retrotraía el inicio de esa situación al papel de las monarquías extranjeras y expoliadoras que había sufrido España al menos desde Carlos V. Igualmente, la unidad que los monarcas habían querido imponer había producido una notable decadencia, al tratar de extirpar las diversas personalidades y libertades peninsulares tan arraigadas. En su idea de España, se identificaba la causa republicana con la causa nacional, lo que le llevaba a ver en el triunfo de la República el requisito indispensable para la existencia de la Nación.[13]
Era un discurso que remitía a la reiterada esperanza republicana en un futuro no demasiado lejano en el que las libertades serían finalmente recobradas. En las primeras décadas del siglo XX, los republicanos desarrollaron un discurso regeneracionista que hacía hincapié tanto en los males de la patria como en la necesidad y en la esperanza de establecer la República como única forma de acabar con ellos. Su discurso se movía entre el optimismo de que dicho día estaba próximo y la desesperanza por ver que el pueblo no terminaba de despertar y de movilizarse en pos de ese objetivo. Rasgos, pues, típicamente regeneracionistas que a principios de siglo se vieron respaldados por el éxito de los planteamientos sobre las razas y pueblos decadentes y moribundos, entre los que invariablemente quedaba España.[14] Y se esgrimían distintos argumentos para explicar tal situación: la creciente emigración que sufría, a pesar de la inmensa riqueza de la patria −se remarcaba−; el despilfarro de dinero que suponía el presupuesto destinado al culto y clero; la labor de la Monarquía, perjudicial para la patria por el caciquismo y el clericalismo imperantes; el fanatismo religioso, que favorecía la ignorancia y la sumisión del pueblo a los dictados de los gobernantes, etc. Las quejas por la desidia del pueblo, por su atonía, persistieron en el tiempo y siguieron formulándose en los años de la dictadura de Primo de Rivera, como reflejaban los lamentos de Marcelino Domingo por la «frivolidad», la «indiferencia», el «encogimiento de hombros», que caracterizaban a su juicio la realidad española del momento.[15]
Frente a esa atonía, cualquier acontecimiento que pusiera de manifiesto la existencia de una movilización republicana servía para exclamar que todavía quedaba patria: una patria joven cuyas características se definían por oposición a la vieja, una patria que laboraba, estudiaba, se rebelaba contra el estado de cosas existente...[16] Una patria joven que se identificaba con la República. En este sentido, los republicanos gustaban de reiterar que la República, a pesar de haberse enfrentado a múltiples dificultades y a varias guerras, había sabido conservar la integridad territorial, a diferencia de lo ocurrido desde la restauración de la Monarquía. Los republicanos se presentaban, pues, como los verdaderos patriotas: sólo ellos podían salvar España, y la República era la única que podía garantizar la integridad de la patria.
A pesar de sus divergencias, los republicanos aspiraban a construir una España fuerte, moderna y laica. Los llamamientos interclasistas del republicanismo incluían una retórica del patriotismo, del nacionalismo, que apelaba a la nación, al pueblo depositario de justicia social, para movilizarlo contra la oligarquía.[17]Y entre la oligarquía, ocupaba un lugar destacado la jerarquía eclesiástica, la Iglesia. Ya en las últimas décadas del siglo XIX, los sectores republicanos progresistas esgrimían argumentos anticlericales cuando hablaban de la necesidad de superar los males de la patria y de regenerarla. La Iglesia católica y el cura ya aparecían en la literatura republicana decimonónica como símbolos de una reacción que encarnaba todos los vicios, entre los que destacaba especialmente el abandono de sus deberes para con la familia y la patria.[18]Pero fue con la crisis que siguió a la derrota del 98 cuando el anticlericalismo se intensificó al hilo de las acusaciones que identificaban a la Iglesia, en general, y a las órdenes religiosas, en particular, como las causantes de la decadencia de
España. Desde entonces esos argumentos pasaron a formar parte significativa de la visión que muchos sectores partidarios de la República tenían de España, remachados por las comparaciones que establecían con la imagen idealizada de una Francia republicana y laica, libre de injerencias y sumisiones vaticanas. Las apelaciones de los republicanos a la conciencia nacional estuvieron plagadas de referencias anticlericales al lastre que representaba la Iglesia para el resurgir de España como nación.[19]Todos los republicanos responsabilizaban a la Monarquía de la injerencia clerical en la vida del país porque, en su opinión, aquélla no mostraba fortaleza ante el clericalismo, toleraba sus acciones e incluso lo defendía con la fuerza pública. Como prueba palpable solían aducir casos en los que clérigos acusados de algún abuso escapaban a la ley o se evitaba su comparecencia ante la autoridad judicial, lo que a juicio del republicanismo representaba un atentado a la soberanía de la Nación. En una República fuerte no se atreverían a despreciar las leyes, aseguraban los republicanos. De hecho, la intensificación de ese componente anticlerical fue la peculiaridad que caracterizó al nacionalismo español de signo republicano en esos años de comienzos del siglo XX y lo que reflejó más claramente las diferencias que lo separaban de otras posiciones nacionalistas españolas de tradición liberal.
El anticlericalismo aparecía vinculado en ese discurso a la modernidad y la europeización, en un debate que el conflicto clericalismo/anticlericalismo situó entre la tradición y la modernidad: entre el respeto a la tradición católica, española, y la defensa de valores como la libertad, la tolerancia y la apertura a Europa. Era un debate que afectaba a la concepción que cada contendiente tenía de la nación. En el ideal republicano, la modernización de la sociedad, la unidad nacional y el prestigio internacional aparecían ligados a la afirmación de una moral cívica y laica, que tenía como enemigo definido a la Iglesia. Como ha señalado Ferran Archilés, el anticlericalismo constituía así un elemento central del discurso nacionalista republicano. Resultaba además muy útil por su potencial movilizador y porque reforzaba el mensaje interclasista al apelar a todos aquellos que se pudieran sentir agraviados por la Iglesia a considerarse parte de una comunidad imaginada en la que las aspiraciones de modernidad y de unidad y fortaleza de la nación corrían parejas a la consolidación de una moral cívica y laica.[20]
REPUBLICANISMO Y SOCIALIZACIÓN DE LA IDENTIDAD NACIONAL ESPAÑOLA
Si del discurso pasamos a la praxis, habría que resaltar que los republicanos actuaron como eficaces instrumentos nacionalizadores. Impulsaron una serie de mecanismos de socialización política con los que contribuyeron a la difusión de la conciencia nacional republicana. De ellos, el discurso era uno de los medios esenciales, sobre todo si se difundía con una retórica tan populista y penetrante como la de Lerroux. En su famoso artículo «¡Rebeldes, rebeldes!», por ejemplo, aparte de sus diatribas anticlericales, hablaba de «la vieja patria ibera, la madre España» en términos como estos:
Ni el pueblo, dieciocho millones de personas, ni la tierra, 500.000 kilómetros cuadrados, están civilizados. (...) // La tierra es áspera, esquiva, difícil: necesita que el arado la viole con dolor, metiéndole la reja hasta las entrañas; (...) necesita colonos que penetren su alma y descubran sus tesoros, colonos que la cultiven con amor como los viejos árabes, caballeros del terruño que de nuevo con ella se desposen y auxiliados de la ciencia la fuercen a ser madre próvida de treinta millones de habitantes y le permitan, por su exportación, enviar aguinaldos de su rica despensa a otros 80 millones de seres que hablan en el mundo nuestro idioma.[21]
La prensa republicana constituyó el principal altavoz del discurso republicano y como tal contribuyó intensamente a su labor nacionalizadora. La prensa de partido desempeñó un papel esencial en los esfuerzos que los republicanos desarrollaron para movilizar políticamente a la población. Y con ese objeto, no dudaron en apelar reiteradamente a la conciencia nacional de los españoles, a su patriotismo. Para las elites intelectuales con aspiraciones políticas que rivalizaban con las que controlaban el Estado, la prensa ofrecía un medio eficaz con el que difundir sus presupuestos nacionales entre importantes sectores de la población. A pesar de lo limitado de sus tiradas y de los altos índices de analfabetismo existentes en España, hay que valorar la prensa como un instrumento que contribuyó a la construcción de la identidad nacional, especialmente importante para los republicanos en la medida en que no tuvieron acceso hasta los años treinta a los medios convencionales de nacionalización en manos del Estado.
La prensa espoleó los preparativos de algunos festejos conmemorativos, aunque su papel fundamental a este respecto se centró en reactivar la memoria colectiva de las celebraciones. Esa labor se vio marcada por el devenir de la historia reciente de España, a cuya luz se releían los acontecimientos del pasado. Así, por ejemplo, como ha estudiado Christian Demange, el aniversario del 2 de mayo a comienzos del siglo XX se vio lastrado entre los republicanos por la conciencia de crisis nacional que se extendió tras la derrota del 98. De ridícula parodia y de bofetón a Francia calificaba las celebraciones por entonces El País, periódico republicano madrileño. Pocos años más tarde, sin embargo, con motivo del centenario, dio una gran prioridad a la conmemoración de los sitios en Zaragoza y a la exposición hispano-francesa, evento que ensalzó como expresión de la modernidad a la que aspiraba el conjunto del país. De igual forma, este periódico promocionó acciones concretas, como la campaña que emprendió para asociar el centenario de la Constitución de Cádiz con el de la Guerra de la Independencia a fin de que aquélla no pasara desapercibida. Y sobre todo, El País aprovechó el centenario para ensalzar el papel del pueblo bajo en el 2 de mayo, revisando, por ejemplo, varios mitos –el de Agustina de Aragón como mujer del pueblo o el de Manuela Malasaña– y hechos relevantes del periodo de la guerra –Cádiz y la independencia, las Cortes de Cádiz–. Publicó durante varios meses dos Episodios Nacionales de Galdós, considerado por los republicanos un educador y sembrador de patriotismo. Y tras el centenario, como el conjunto de la prensa republicana, apoyó la resistencia frente al olvido oficial de la tradición de celebrar esa fecha.[22]Para los republicanos era importante fomentar el desarrollo de la cultura nacional mejorando el conocimiento del pasado. Sólo de esta manera se podía contrarrestar la manipulación del patriotismo que, a juicio de aquéllos, llevaban a cabo conservadores y tradicionalistas, y contribuir así a la emancipación del pueblo. Esto se tradujo en una disputa continua sobre cómo se entendían los mitos esenciales para la configuración de la identidad nacional española. La diversidad de lecturas sobre el 2 de mayo constituyó una prueba evidente de ello y la prensa sirvió para reactivar y enriquecer el debate y la memoria colectiva sobre el particular. Como destaca Demange, para los republicanos, el 2 de mayo tenía una interpretación democratizadora clara ya que «simbolizaba la irrupción del pueblo como actor de la historia». La fecha permitía resaltar el papel tan decisivo que había supuesto aquella intervención histórica del Pueblo en un momento, la Restauración, en el que estaba excluido de la vida política; servía, asimismo, para recordarle sus hazañas y para advertir a los políticos del sistema oligárquico de que ese Pueblo continuaba existiendo, que podía renacer y acabar imponiéndose a ellos.[23]El discurso, pues, no se quedaba en una pura retórica. Daba sentido, significado, a las diferentes experiencias de politización que se vivían en el mundo republicano relacionadas con la sociabilidad, los festejos, la movilización o la difusión de referentes simbólicos, y que contribuían a nacionalizar a diversos sectores sociales, principalmente entre las clases medias urbanas y los sectores populares.[24]
La labor nacionalizadora del republicanismo se había puesto de manifiesto ya en el siglo XIX. Hay que destacar, por ejemplo, que los republicanos fueron los únicos que tras el Sexenio se esforzaron por mantener la conmemoración del 2 de mayo, festejando su significado democratizador. Si en las celebraciones republicanas del 2 de mayo durante el Sexenio habían potenciado el componente de lucha y triunfo del pueblo frente al despotismo, eliminando toda referencia religiosa, ya en la Restauración, seguirían celebrando la fecha y fomentando una lectura del mito que respaldara el proyecto de regenerar España mediante la República. A diferencia de la prensa obrera, los republicanos no consideraban que el 1 y el 2 mayo fueran fechas contrapuestas. Para ellos eran complementarias y, a pesar de la competencia que representaban las manifestaciones del 1 de mayo, renovaron su interés en celebrar la segunda fecha con la esperanza de que la movilización social abriera la puerta a importantes cambios sociales y políticos. En los primeros años noventa, los republicanos fomentaron aquella conmemoración patriótica para movilizar al pueblo en favor de una nueva lucha por la libertad, identificada con el ideal republicano.2[25]Otro ejemplo de la labor nacionalizadora desarrollada por el republicanismo finisecular procede de los republicanos exiliados en Argentina, dados el interés y el esfuerzo que mostraron por cohesionar la comunidad de españoles allí emigrados recurriendo fundamentalmente al patriotismo. Como ha estudiado Àngel Duarte, colaboraron con los gastos de la guerra en Cuba, elaboraron artículos de contenido nacionalista, apoyaron formas de regeneracionismo de tipo republicano y democrático y crearon asociaciones patrióticas que impulsaron movilizaciones en los momentos de enfrentamiento abierto con Estados Unidos. Y ya durante las primeras décadas del XX continuaron esa labor identitaria impulsando distintas iniciativas de sociabilidad (fiestas españolas, sobretodo) y la edición de publicaciones que difundieron ideas españolistas de corte regeneracionista.[26]
Al igual que ellos en el exilio, los republicanos que vivían en España tuvieron que adaptarse al surgimiento de los nacionalismos periféricos. Frente a ese reto, y al igual que aquéllos, los republicanos trataron de regular las distintas identidades, intentando hacer compatibles las identidades local, regional y nacional. Con todos los debates que ello generó, ésa fue la tónica dominante en el conjunto de España, si bien en Cataluña las reacciones fueron más variadas y sus consecuencias más drásticas. Una parte del republicanismo catalán adoptó actitudes más eclécticas en las primeras décadas del siglo a la vista de las posibilidades que ofrecía el regionalismo, y se impregnó de la visión que ponía el acento en el papel de Cataluña en la regeneración de España. Sin embargo, en otra parte del republicanismo predominó el rechazo, incluso visceral, al catalanismo, como ocurrió con el españolismo lerrouxista.[27] Frente al desafío del regionalismo y la aparición de Solidaridad Catalana, las juventudes republicanas lerrouxistas en Barcelona dieron a luz periódicos radicalmente antisolidarios, El Descamisado y La Rebeldía: el primero, españolista a ultranza, escarnecía la simbología catalanista y ensalzaba Lepanto, Trafalgar o Agustina de Aragón; el segundo, de tono fundamentalmente anticlerical y de exaltación revolucionaria, no excluyó las referencias patrióticas.[28] Las repercusiones de la aparición del nacionalismo catalán sobre el republicanismo no se limitaron a Cataluña, como dejan claro tanto el anticatalanismo del republicanismo castellonense como el caso andaluz, donde la aparición de Solidaridad Catalana llevó a algunos a intentar la formación de un partido regional inspirado de alguna manera en aquélla, la Liga Republicana de la Región Andaluza. Apelaron a la descentralización y al regionalismo dentro de la defensa de un nacionalismo republicano español que fomentara la solidaridad nacional. Sin embargo, estos ensayos no acabaron de cuajar, entre otros motivos porque primó más la defensa republicana de un nacionalismo español y porque se consideraba más útil a los intereses del republicanismo potenciar el municipalismo.[29]
Está menos estudiado cómo afectó el surgimiento del nacionalismo vasco al republicanismo, pero las investigaciones desarrolladas hasta la fecha apuntan a que, tras la supresión del régimen foral en la Restauración, los republicanos vascos recordaron los fueros como una cuestión pendiente, si bien adoptaron una actitud benévola ante su abolición. En el resto de España, sólo los federales harían mención expresa al respecto, mientras que los demás grupos de tendencia unitaria se decantaron por subsumir la cuestión entre las diversas propuestas de descentralización que plantearon para el país.[30] El intento de los republicanos vascos en el Sexenio, y en menor medida durante la Restauración, por hacer una lectura democrática de los fueros y disociarlos de la causa carlista no parece que tuviera éxito entre los republicanos españoles, si tenemos en cuenta los argumentos tan difundidos en la prensa republicana desde la derrota del 98 que alimentaban el rechazo hacia el nacionalismo vasco al identificarlo con la larga mano del clericalismo que amenazaba la integridad del país y pretendía agravar la decadencia de España. Similares afirmaciones se podían leer con respecto al catalanismo, pero mientras éstas se diluyeron considerablemente durante la II República, mostraron mucha mayor persistencia con respecto al País Vasco.[31]
En conjunto, desde finales del XIX hasta los años treinta, los republicanos españoles se movieron entre el rechazo a los nacionalismos periféricos, la apertura (si bien no exenta de muchos recelos) hacia los regionalismos y la apelación en sus discursos y prácticas a componentes de la identidad local y/o regional del área en la que se encontraban, integrados siempre en la identidad nacional española. Era ésta una visión compartida por la tradición liberal progresista procedente del siglo XIX, en la que la historia siempre ocupó un lugar central. Los republicanos hicieron hincapié en aquellos personajes y hechos históricos del pasado local, regional o nacional a los que se podía atribuir un significado de lucha por las libertades y por el bien de la patria. Con esta interpretación de la historia, establecían una continuidad entre el pasado y el presente, mediante la cual los republicanos reclamaban ser los auténticos herederos de dicho espíritu, argumento que gustaban de reiterar especialmente en épocas previas a las elecciones.[32]
Esa narración que vinculaba el pasado con el presente, y que resaltaba las conclusiones que se desprendían de los hechos pretéritos para la lucha política coetánea a favor de la República, aparecía, por ejemplo, en el mito del Castellón liberal fomentado por los republicanos de la ciudad. Como ha estudiado Ferran Archilés, estos se proclamaban herederos de aquella lucha patriótica contra el carlismo de 1837 en la acción política del momento y ligaban el patriotismo local con el español, identificándolos como auténticos sinónimos. A través de la narración histórica que incluía la prensa local sobre la fecha, se vinculaba de forma precisa la construcción de la historia de la ciudad con los mitos de la historia de España. Con objeto de conmemorar cada aniversario, se organizaba anualmente una fiesta en la que resultaban tan relevantes los símbolos y los ritos como la socialización festiva: todo servía para producir y difundir una identidad nacional en clave republicana. Los actos conmemorativos que conformaban la fiesta republicana reforzaban de distintas formas los patriotismos local y nacional. Así ocurría en los certámenes literarios, donde se premiaban obras cuya temática estuviera relacionada con la victoria de 1837, y, sobre todo, en la procesión cívica, que pretendía simbolizar «una representación social horizontal e interclasista con el pueblo republicano como comunidad imaginada y solidaria».[33]
Junto a figuras emblemáticas del panteón histórico republicano por su vinculación con la lucha por la libertad –Juan Lanuza, el último Justicia de Aragón ejecutado por Felipe II, o Juan de Padilla, líder de la rebelión de las comunidades en Castilla–, la Guerra de la Independencia, las contiendas carlistas y, en su caso, las resistencias ofrecidas al pronunciamiento de Pavía en 1874, constituían episodios contemporáneos habituales a los que aludían las interpretaciones republicanas de la historia local o regional para reclamarse herederos de aquellos antiguos luchadores por la libertad. Eran episodios sobre los que la interpretación republicana se solapaba con la liberal, habida cuenta de las continuidades de la primera con respecto a la visión liberal de la historia de España. A pesar de la confluencia entre muchas fechas significativas de los calendarios liberal y republicano, los republicanos las aprovecharon para difundir su cultura política, su propaganda y sus símbolos y, en algún caso, llegaron a hacer prevalecer su ritual sobre el liberal.[34] En los aniversarios correspondientes, la prensa republicana recordaba las fechas y gestas más gloriosas con las que corroborar los tópicos sobre el sentido liberal de la historia local y/o regional con la que se identificaban, siempre insertas en el marco nacional español, y las utilizaba para reivindicar su propia historia como defensores de la libertad. En Zaragoza, por ejemplo, la fecha más rememorada era la del 5 de marzo, aniversario de la victoria liberal sobre el asalto carlista a la ciudad en 1838. Constituía la única fiesta local de origen civil en la capital, y su protagonista principal era el pueblo, que acudía a los parques y arboledas de la ciudad a comer y descansar. Se festejaba la amplia participación popular en la defensa de la ciudad y el significado del evento como ejemplo de lo que un pueblo podía lograr cuando le guiaba «su amor a la libertad y al patriotismo».
Similar significado tenía en Teruel la conmemoración anual de la defensa de la ciudad frente al asedio carlista en el verano de 1874. Una procesión cívica al monumento erigido con tal motivo en la llamada Plaza de la Libertad recordaba aquellos acontecimientos. La conmemoración hermanaba a todos los liberales de la localidad, vencedores de la contienda carlista, si bien siempre estuvo muy ligada a los republicanos, que se consideraban los verdaderos promotores de la defensa de la ciudad.[35] De modo que cobró una especial solemnidad al comienzo de la II República, porque mostraba, en palabras del alcalde José Borrajo, un histórico republicano de la villa, la «arraigada convicción liberal y republicana» de la ciudad y servía para recordar que la lucha de aquellos héroes, ejemplificada en los protagonistas que todavía vivían –a quienes se saludaba como a «un trozo viviente de nuestra historia y de nuestro pueblo»–, no había sido estéril, pues el régimen «por el que lucharon y muchos murieron» ya no era «una quimera» sino «una realidad».[36] Como debió de ocurrir en celebraciones parecidas en esos primeros tiempos de la República triunfante, los discursos que se escucharon apelaban al pueblo, simbolizado por la numerosa participación popular en las procesiones cívicas conmemorativas. Como ha recordado recientemente Rafael Cruz, era el mismo pueblo que el discurso populista republicano había caracterizado desde décadas atrás con una serie de cualidades morales que le garantizaban el triunfo futuro; un triunfo que finalmente se había hecho realidad, y cuyo devenir estaba en sus manos porque, proclamada la República, «ya contaba con los derechos políticos para participar activamente en la política y consolidar la República».[37] En el discurso articulado en esas conmemoraciones seguían presentes, igual que a comienzos de siglo, las referencias nacionalistas que hacían hincapié fundamentalmente en la contribución que tal o cual ciudad o región había hecho a la nación española. Así se puede observar en el poema que el obrero turolense José Maícas leyó con motivo de la fiesta en julio de 1931, en el que se pueden apreciar dos hilos conductores característicos de la cultura política republicana en estos temas: la vinculación del pasado con el presente a través de las personas que lucharon por la libertad y la República, y la contribución de la ciudad o región –en este caso, Aragón– a la proclamación del nuevo régimen –gracias a los llamados héroes de Jaca:[38]
(...) // De Abril el doce corría
cuando el sol salió triunfante
barriendo cuantos infantes
a su paso se oponían.
Acompañando venía
la que fue tan deseada
la República adorada
que a España así le decía.
¿Por qué eres tan mal tratada,
hija de mi corazón?
¿por ese mal rey Borbón
que te tiene sofocada?
Avanza, no mires nada,
recobra tu libertad,
honra así a tu dignidad
por ese rey pisoteada.
Mira que en el tres de Julio
los Borbones ya quisieron
avasallar a Teruel
pero no lo consiguieron.
Porque a ello se opusieron
Villalba, Marzo y Espílez
Espallargas, Oria y Quílez,
que en la defensa murieron.
(...) // Sólo por la libertad
todos ellos sucumbieron
y sus nombres no murieron
miradlos a donde están.
Ellos dicen brotarán
un día hombres de talento
que por lograr nuestro intento
jamás retrocederán.
Y ha de ser en Aragón.
Se cumplió la profecía
en Jaca es donde nacía
la hermosa revolución.
Pues en García encarnaron
y en Galán sus ideales,
y aquellas personas reales
también los asesinaron.
(...) // El pueblo ya tan cansado
de tanta canalla vil,
que vio tanta ingratitud
le prepara el ataúd
el día doce de Abril.
El entierro es el entierro
que el pueblo así lo ha mandado.
Y al proclamar la República
las espadas se han doblado.
Es un acto de heroísmo,
es un acto tan honrado,
que defender la nación
es antes que un soberano.
Y con un deber profundo
nacido del corazón,
spaña da una lección
a las Naciones y al mundo.
(...) // Viva la República
Viva dice Azaña
con Prieto y Zamora
y yo Viva España.
Con referencias como ésta, la prensa republicana definió y difundió una identidad en la que lo local se solapaba con lo regional y que remitía en última instancia a lo nacional. La historia seguía ocupando un papel central. Los personajes y acontecimientos históricos mencionados construían una imagen del pasado que se proyectaba hacia el presente a base de destacar, desde la perspectiva republicana, aquellos elementos que los relacionaban: todos simbolizaban la lucha por la libertad y por el bien de la patria, los mismos valores que los republicanos resaltaban de la labor que desarrollaban en el presente.
Ese patriotismo local republicano se configuró en disputa con otras formas de entender lo local y lo nacional, preferentemente con las formulaciones de carácter católico, un enfrentamiento que se plasmó simbólicamente en la erección de monumentos o en la propia celebración festiva. Así se puso de manifiesto, por ejemplo, en Bilbao, donde desde 1896 la celebración de la Fiesta de la Libertad del 2 de mayo en conmemoración del fin del sitio carlista de 1874 se convirtió en una batalla simbólica por intentar desligar de ella la celebración religiosa del Te Deum típica hasta entonces; o en Zaragoza en 1904, con la inauguración del Monumento al Justicia de Aragón, acto que fue seguido de la inauguración a pocos metros y horas de diferencia del Monumento a los Mártires de la Religión y de la Patria. O en Castellón, donde la rivalidad por la fiesta local culminó con la instauración de un calendario festivo católico propio centrado en la patrona de la localidad, la Mare de Deu del Lledó.[39]Esa tensión con la interpretación católica de la historia alcanzaría su culminación en los años treinta, cuando frente a las iniciativas legislativas y culturales de signo laico fomentadas desde distintas instancias de poder controladas por los republicanos, tanto a escala nacional como local, los sectores católicos militantes impulsaron todo tipo de tradiciones litúrgicas y actividades culturales relacionadas con la religión para conformar una identidad católica antagónica a la republicana laica.[40]
Como recuerda Pamela Radcliff, los rasgos generales de la cultura política republicana estaban claramente definidos a comienzos del siglo XX y variaron escasamente antes de la Guerra Civil.[41] Desde la perspectiva republicana, había que difundirla para promover la transformación cultural necesaria que permitiera hacer realidad el cambio político. Para los republicanos, esto significaba transformar una nación de súbditos en otra de ciudadanos que pudieran participar en el desarrollo del proceso democrático. Los republicanos se aprestaron a ello cuando accedieron al poder en abril de 1931, pero no partieron de la nada. Llevaban décadas tratando de incorporar a esa cultura política a la población, principalmente a los sectores de clases medias urbanas y a las clases populares. ¿Cómo? Las fiestas y celebraciones, como las ya mencionadas, constituían experiencias de sociabilidad importantísimas en ese sentido. Los asistentes compartían actos, símbolos y ritos establecidos y reconocibles que remitían a concepciones sobre la identidad local y nacional en clave republicana. Ofrecían, además, la posibilidad de socializar en la comunidad republicana y sentirse miembro de ella a todos los que participaban en las celebraciones, mientras compartían y expresaban sus esperanzas en que la República se haría algún día realidad en toda la Patria.
Esto ocurría también en las celebraciones de los llamados días republicanos. Desde las últimas décadas del XIX, según ha analizado Pere Gabriel, se fueron estableciendo unas simbologías republicanas y populares específicas, alternativas a las cultivadas oficialmente durante la Restauración y muy beligerantes sobre todo con la iconografía y el calendario católicos. Alcanzaban su máxima expresión en el aniversario de las fechas más emblemáticas del calendario republicano: el 11 de febrero de 1873, cuando las Cortes españolas proclamaron la I República; el 14 de julio de 1789, toma de la Bastilla; el 29 de septiembre de 1868, fecha de la Gloriosa; el 3 y 4 de enero de 1874, o el 11 de enero en el caso catalán, en recuerdo de la resistencia de grupos republicanos al golpe del general Pavía, etc. Otras tenían un carácter eminentemente local, como la del 6 de agosto en Gijón, fecha en la que conmemoraban el retorno de Jovellanos a la localidad que le vio nacer; la del 11 de diciembre en Málaga, aniversario del fusilamiento de Torrijos, o la del 1 de enero de 1869, celebrada por los republicanos malagueños desde finales del siglo XIX en honor de los muertos en esa fecha por oponerse al desarme de la milicia. Con la celebración de estas fechas reivindicaban la historia del republicanismo, la versión republicana de la misma, y mantenían viva la esperanza en la conquista de sus ideales. Trataban asimismo de configurar y difundir un referente identitario propio, alternativo al imaginario nacional español que se estaba imponiendo desde el poder establecido, que resaltaba por encima de todo la lucha por la libertad y el inevitable avance del pueblo español en pos de su consecución frente al oscurantismo y el clericalismo.[42]
Las celebraciones de esas fechas podían presentar sus peculiaridades locales, tener altibajos en su seguimiento y estar sujetas a las limitaciones y prohibiciones que estableciera la autoridad competente, pero sus ritos y símbolos estaban definidos y eran claramente reconocibles. Ya tuvieran lugar en los casinos y locales de los partidos republicanos, en teatros, en ámbitos más reducidos apropiados para banquetes o en calles y espacios abiertos, todas conllevaban actos diversos, decoración de espacios, despliegue de banderas y estandartes, presencia de música –desde los himnos con significación política a la música popular–, discursos, procesiones cívicas o giras campestres, representación de obras de teatro o lectura de poemas. Predominaba en estas obras el contenido bien histórico-épico, bien social costumbrista, y en ellas se colaba la visión que de España o de sus gentes asumía el republicanismo. De igual forma, la habitual interpretación de piezas conocidas de zarzuelas y de música popular o folclórica contribuía a difundir un repertorio musical propio de la cultura española nacionalizada que se asumía desde el republicanismo.
La prensa amplificaba el eco de las conmemoraciones: les imprimía significado mediante artículos de contenido histórico que enaltecían los hechos o a los héroes festejados, hablaba de los preparativos, animaba a la participación en los días previos y resumía los actos organizados, sin olvidar detallar los emblemas enarbolados, las melodías interpretadas y las palabras más aplaudidas de los oradores. Éste era el tono del editorial de El Popular de Málaga con motivo de la celebración del aniversario del fusilamiento de Torrijos en 1904:
Por eso hoy, a pesar del vergonzoso decaimiento del ánimo nacional en el que nos hallamos, esos recuerdos avivan el espíritu y conmueven el corazón; por eso elevamos nuestra alma con la memoria de aquellos mártires heroicos y exhortamos a los buenos patriotas, a los que sienten vivo el fuego del amor a la libertad y al progreso de España, que recuerden siempre e imiten, cuando sea necesario, los altos, nobles y generosos ejemplos que nos legaron esos mártires, si queremos ser dignos descendientes de ellos.[43]
Con el auge de la movilización política en la primera década del siglo XX, los republicanos, especialmente los radicales, trataron de imprimir a estas celebraciones un carácter más multitudinario. Pretendían que los actos festivos tuvieran mayor repercusión política en el ámbito público y, sobre todo, difundir la identidad republicana y fomentar la movilización política en todos los que se sumaran a las celebraciones. Aumentó, por ejemplo, el número de procesiones cívicas, meriendas democráticas y giras campestres, sobre todo en los años en los que la batalla política local y/o nacional era más intensa.[44] Aunque esa movilización se desarrollara en el ámbito local, donde los republicanos tenían influencia, ya que no podían acceder al poder estatal, la referencia última de sus aspiraciones políticas era la nación. Esto resultaba especialmente evidente en los actos que se organizaban dentro de campañas desarrolladas a nivel nacional en protesta por o en defensa de determinadas actuaciones gubernamentales, como por ejemplo los actos organizados, alguno de ellos en forma de romería cívica, en 1910 en apoyo de la política anticlerical de Canalejas.[45]
La ocupación de la calle con motivo del entierro de republicanos relevantes cumplía también esas funciones, y si el finado era una gran personaje de la vida nacional, el evento reunía los requisitos para ensalzar los consabidos vínculos entre el mundo local que encarnaba el difunto y su significado a nivel nacional. La muerte de Costa, por ejemplo, constituyó un buen motivo para ensalzar la nación a través de su figura. «Patriota», «ingenio español», «patriota aragonés», «preclaro hijo de Aragón y de la nación», «infinitamente español y aragonés», había muerto pero iba a vivir −aseguraban distintos artículos de La Correspondencia de Aragón− «unido al resurgimiento de España». El lecho de muerte de Costa representaba la «nueva Covadonga» desde donde los republicanos debían conquistar «la España nueva» propagando sus enseñanzas, levantando escuelas para formar a «ciudadanos constructores de una nacionalidad redimida por la libertad, por el trabajo y por la ciencia».[46] Los republicanos se sumaron a las demandas de otras instituciones de Zaragoza para conseguir que Costa fuera enterrado en la ciudad y no en Madrid. Consideraban un desdoro para Aragón el que sus restos pudieran ir a otro lugar, ya que −decían− era la cuna de sus actos más resonantes y Costa quería que de ella «resurgiera el león español». Estando sus restos en Zaragoza, la ciudad se convertiría en la
«Meca de España»: de ella saldría el impulso regenerador de la patria y a ella vendrían los españoles a estudiar su obra y a obtener fuerzas para llevar a cabo la salvación de la patria. Participaron también intensamente en la propuesta de ideas para perpetuar su memoria. De las lanzadas en la prensa republicana, dos tenían una especial relevancia en clave identitaria. Una planteaba colocar una escultura en el lugar donde se unían la calle Costa con el paseo Independencia, con lo que desde allí la vista abarcaría los dos monumentos más simbólicos, éste y el del Justicia de Aragón, en honor de ambos personajes históricos, «tributo eterno de la raza aragonesa a sus instituciones y a sus glorias». La otra sugería levantar una colosal cabeza de Costa, de 50 metros, en el Moncayo, de forma que fuera visible desde las tierras que se dominan desde dicho monte, Castilla, Navarra, La Rioja y Aragón.[47]
Tanto estas propuestas como la movilización ciudadana por conseguir que los restos de Costa reposaran en Zaragoza, o el sepelio, activaron entre los republicanos la simbiosis, característica de su cultura política, entre la identidad local y/o regional y la nacional española, así como los llamamientos a aplicar la misma energía que se había desplegado para conseguir que Costa reposara en Zaragoza a la tarea de derribar la Monarquía e instaurar la República. Ésa sería la mejor manera de honrar su memoria, se aseguraba. No faltó tampoco la rivalidad entre distintas culturas políticas por el significado de Costa y el carácter de su entierro. Al igual que los republicanos, todos los sectores sociopolíticos de la vida zaragozana intentaron erigirse en depositarios de la memoria de Costa, lo que se manifestó en especial en la pugna periodística entre los segmentos católicos y los republicanos por el carácter, civil o religioso, que correspondía al enterramiento. La rivalidad se volvería a reproducir un año después con ocasión de la colocación de la primera piedra del mausoleo dedicado a Costa en el cementerio de Zaragoza.[48]
Actos de este tipo –aunque el anterior no fuera exclusivamente republicano– permitían a los republicanos ocupar la calle, desplegar sus emblemas y, con ello, afirmar la presencia pública republicana y reivindicar la República. Servían a esto mismo también las concentraciones y/o manifestaciones que realizaban al recibir a los líderes republicanos más caracterizados que venían de otras capitales para participar en algún acto propagandístico. Estas celebraciones podían adquirir en ocasiones un carácter multitudinario, sobre todo en la primera década del siglo XX, cuando el republicanismo potenció el populismo y la movilización política de la población. Y, al igual que las celebraciones festivas o los entierros, activaban una serie de símbolos y ritos establecidos y reconocibles que remitían a concepciones sobre la identidad local y nacional en clave republicana.
Junto a las experiencias de sociabilidad, la conmemoración y los símbolos, la cultura republicana claramente nacionalizadora se difundió a través de instituciones republicanas que tenían una voluntad educadora, principalmente los ateneos, las escuelas privadas laicas o la formación de adultos que se impartía en casinos y centros republicanos, mediante cursos, conferencias, excursiones y otras actividades lúdicas. Además de ateneos y casinos, los republicanos crearon instituciones orientadas a la educación cívica de los trabajadores. En el caso bien conocido de Gijón, esta voluntad educativa se plasmó en la Asociación Musical Obrera y la Asociación de Cultura e Higiene. La primera proponía la música como vía de progreso moral y de participación cívica, y la segunda se orientaba a la ayuda mutua y prestó una creciente atención al desarrollo de la vida de los obreros, presionando para que se realizaran mejoras en los barrios donde vivían. Según Radcliff, para la Asociación de Cultura e Higiene «el barrio era el microcosmos de la nación» y los logros eran celebrados como una conquista de la comunidad de ciudadanos unida y organizada. A pesar de las tensiones que surgieron en la asociación a medida que se fue desarrollando el movimiento obrero de la localidad, sirvió hasta los años treinta de medio civilizador impulsado por reformistas de clase media que trataban de integrar a los sectores populares y obreros en una futura nación de ciudadanos republicanos.[49] En el proceso, fueron enseñando a los obreros, entre otras cosas, a implicarse de alguna manera en lo local, a combatir políticamente por la mejora de la ciudad, lo que no parece que fuera incompatible con la tendencia anarquista de muchos trabajadores de la asociación.[50]
Por último, la movilización impulsada por los republicanos también favoreció la difusión de una conciencia nacional. Ellos trataron de dirigir los conflictos sociales y políticos existentes en las localidades donde tenían apoyo e intentaron orientarlos en función de sus intereses políticos. Con ese objetivo recalcaban constantemente la interpretación que hacían de dichos conflictos y aprovechaban la oportunidad para reiterar sus apelaciones populistas de fondo en las que insertaban la interpretación de los problemas concretos. De forma que éstos solían quedar insertos en los planteamientos dicotómicos tan característicos del populismo republicano: los parásitos, explotadores y oligarcas, a un lado, junto a los que indefectiblemente aparecía la autoridad gubernamental establecida; y, al otro, el pueblo, los productores oprimidos y los que los defendían. Al insertarlos en esquemas de este tipo, hasta los conflictos de carácter más local podían remitir a una conexión con lo nacional, aunque fuera de forma imprecisa. La retórica quedaba especialmente reforzada si en la calle la protesta se plasmaba en manifestaciones conjuntas entre todos los sectores populares y obreros con sus representantes, encabezados por los republicanos.
Desde los años noventa del siglo XIX, la protesta popular y obrera fue uno de los mecanismos que favoreció la penetración de la cultura política republicana en las clases populares, lo que se tradujo en un reforzamiento de los lazos entre el republicanismo y la clase obrera. En las décadas previas a la Primera Guerra Mundial, antes de que se perfilara de forma cada vez más independiente el movimiento obrero, se sitúa el periodo de mayor ascendiente del republicanismo entre las clases populares y obreras. Es en esa época en la que se aprecia una evolución desde una movilización social y política espoleada básicamente por asuntos locales a otra en la que adquieren una creciente importancia las cuestiones de política nacional. Este momento parece situarse a finales de la primera década del siglo XX, como lo refleja sobre todo la relevancia que adquirieron las protestas contra la ejecución de Ferrer i Guardia en 1909 o contra la política gubernamental en Marruecos. De hecho, la guerra de Marruecos se convirtió en uno de los principales motivos de concienciación política de los españoles a escala nacional, con las movilizaciones desarrolladas desde 1909 a 1914.[51] Ello no quiere decir que la movilización anterior a esos años fuera exclusivamente localista. A lo largo de las dos décadas precedentes, y sobre todo desde 1898, se dio una progresiva incorporación de lo nacional entre los motivos para la movilización de los sectores populares, y los republicanos desempeñaron un papel relevante en el proceso. La mayoría de ellos, a excepción de una parte de los federales, se encontraron entre los principales impulsores de movilizaciones patrióticas a favor de la guerra de Cuba, actitud que compatibilizaron desde 1896 con la participación en protestas contra las desigualdades del sistema de reclutamiento. Y tras la derrota militar se convirtieron en los principales agentes de la movilización anticlerical que se extendió por el país hasta las postrimerías de la Primera Guerra Mundial.[52]
Los mítines organizados por los republicanos seguían una ritualización parecida, aunque se desarrollara en contextos distintos y por motivos diferentes. No faltaban los elementos simbólicos –banderas, música, algún retrato de característicos republicanos– y, tras escuchar las intervenciones de diferentes republicanos de relevancia local, regional, y a veces nacional, se elaboraba una lista de demandas que incluía también peticiones políticas a nivel nacional. A veces, marchaban después en manifestación hasta el ayuntamiento o el gobierno civil, acompañados por los líderes republicanos de la localidad, con banderas y estandartes de los centros republicanos y obreros que participaban en la movilización, mientras se tocaba o cantaba La Marsellesa y se daban vivas a la República. Al llegar al lugar de destino, se hacía entrega del pliego de peticiones y se daba por finalizada la concentración. Las movilizaciones políticas resultaban especialmente interesantes para los republicanos, sobre todo si se realizaban de forma conjunta con los sectores obreros. Aunque el motivo inicial de la movilización fuera localista, si el tema permitía convertirlo en motivo de ataque global al régimen monárquico, los republicanos podían erigirse en líderes de la movilización y consolidar su posición entre los sectores opuestos al régimen monárquico. Aunque el conflicto se centrara en la estructura de las relaciones de poder a nivel local, como afirma Pamela Radcliff, se le podía dar una lectura insertada en cuestiones nacionales, algo que era posible hacer porque existía una tradición de protesta en defensa de los intereses populares compartida por el republicanismo y el societarismo obrero frente a un régimen oligárquico y represivo.[53]Incluso cuando comenzó a manifestarse la progresiva independencia del movimiento obrero con respecto al republicanismo, aquél siguió participando de una cultura popular básicamente antioligárquica y anticlerical que le permitía colaborar con los republicanos en movilizaciones políticas y actos de protesta contra la guerra o el clericalismo, por ejemplo, cuyo referente era claramente nacional. En Zaragoza, en un mitin contra la guerra en agosto de 1914 organizado por las sociedades obreras, y que contó con el concurso de los republicanos, además de los consabidos gritos contra la guerra y los llamamientos en favor de la unión entre obreros y republicanos, se elaboraron unas conclusiones para enviarlas al gobierno que reflejaban una cultura política republicana compartida por el mundo obrero, en la que la protesta contra la guerra era perfectamente compatible con una disposición a implicarse en la política nacional, siempre que ésta sirviera a los intereses del pueblo, y sin escatimar afirmaciones de cariz patriótico:
Aragón, arma de la patria que ha sabido morir por ella, ante la desacertada política africana que lleva estéril a los hijos del pueblo, demanda la inmediata terminación de la guerra con la consiguiente repatriación de tropas, y dice a los poderes públicos: para el trabajo y la cultura, para caminos, riegos, fomento de la riqueza y reforma social, nuestro esfuerzo jamás regateado; para insensatas empresas, para combatir sin plan ni objeto en Marruecos, ni una peseta, ni un hombre.[54]
La movilización anticlerical fomentada por los republicanos respondía a estas características que mencionamos. Aunque su origen estuviera en un conflicto local, los discursos de la protesta y los escritos en la prensa republicana acababan remitiéndolo a un esquema nacional de conflicto con el clericalismo y el régimen monárquico, en el que solían aparecer retazos de la visión republicana de España con rasgos claramente anticlericales. Como recordaba un dirigente republicano de un pueblo de La Rioja (Cenicero) en el discurso ofrecido a los participantes en la manifestación de julio de 1910:
La cuestión religiosa, relegada en los países cultos a la esfera privada de la familia y la conciencia, constituye entre nosotros problema nacional de gran importancia, problema nacional que atañe a las cuestiones políticas y sociales, de tal trascendencia que su resolución, en uno o en otro sentido, tiene que influir de una manera definitiva y notable en el porvenir, en el mañana de nuestra Patria.[55]
Las protestas, los mítines y las manifestaciones respondían muchas veces a campañas impulsadas a nivel nacional, como las campañas electorales, la protesta por el nombramiento de Nozaleda para la sede arzobispal de Valencia o por la negociación del Concordato, o la campaña a favor de la legislación secularizadora de Canalejas. Los mítines movilizaron a los líderes nacionales que recorrían la geografía española, o a los líderes locales y regionales que se movían en ámbitos locales o provinciales, ante la atenta mirada de la prensa de partido, que recogía puntualmente sus palabras más significadas. Los llamamientos populistas invitaban a participar en las movilizaciones a todos los hijos del pueblo. Los símbolos, gritos y cánticos (La Marsellesa, Himno de Riego, los vivas a la República y a los líderes republicanos nacionales) unificaban a todos los participantes. Y el objetivo era que el clamor de la protesta local llegara en última instancia al gobierno, o bien, en el caso de Canalejas, para manifestarle su apoyo como si se tratara de un plebiscito popular.
Las mujeres eran bienvenidas a los actos de significado anticlerical como una prueba de que se distanciaban del oscurantismo y la dominación a la que, según los republicanos, las sometía el clero. No es que pensaran en ellas como ciudadanas con plenos derechos políticos. Esto de hecho no ocurrió hasta la II República, e incluso, entonces, muchos de ellos se opusieron al derecho al voto de las mujeres con el argumento de que estaban demasiado influidas por el clero e iban a votar a las derechas, pero sí que veían que las mujeres tenían un papel dentro de esa nación española. Una función que se definía fundamentalmente por el lugar que ocupaban en la familia: como compañeras de los esposos republicanos y como educadoras de los hijos en los valores republicanos. De ahí la importancia que atribuían a la necesidad de que las mujeres adquirieran una educación laica.[56]
Fue precisamente la defensa del acceso de las mujeres a una mejor educación lo que definió la lucha de las librepensadoras laicistas desde finales del siglo XIX. Para estas mujeres, ligadas principalmente al republicanismo, ése era el camino si se quería lograr la regeneración de la sociedad. Fundamentaban sus demandas en la importancia del papel que desempeñaba la mujer en la sociedad como esposa y madre, cuidadora de la familia y educadora de sus hijos, futuros ciudadanos. Insertaban estos presupuestos en los planteamientos regeneracionistas de la época y lamentaban que, a pesar de la importancia que tenían las mujeres para el avance de los pueblos, no contribuyeran como podían y debían a la regeneración nacional por falta de una mejor formación.[57]
No todas las mujeres laicistas estaban de acuerdo con la subordinación social de las mujeres que llevaba implícita el republicanismo por el papel que les atribuía en relación con la nación. Las demandas de emancipación de las mujeres laicistas llevaron a algunas republicanas, desde finales de la primera década del siglo, a ver en la educación una vía para acabar con esa subordinación. Eran conscientes de las limitaciones que presentaba el republicanismo a este respecto, ya que no se planteaba que en un futuro próximo las mujeres quedaran integradas en el conjunto del pueblo con las mismas capacidades soberanas que sus componentes masculinos. Entre tanto, al hilo del conflicto anticlerical, también se implicaron en movilizaciones que tenían un referente nacional, como la manifestación celebrada en Barcelona en defensa de las mujeres, el librepensamiento y la república, o el contramanifiesto firmado por 50.000 mujeres según El Pueblo de Valencia frente a las presiones de las mujeres católicas sobre el gobierno de Canalejas. En ambos casos, la vinculación de las organizadoras con el republicanismo permitió que las dos iniciativas tuvieran mayor repercusión en la esfera pública. Reflejaron también que en el republicanismo había posibilidades de que las mujeres participaran en la regeneración de la nación de formas diferentes a los papeles de compañera y madre propugnados por el discurso republicano mayoritariamente aceptado, como lo demostró la lucha de las republicanas laicistas y feministas librepensadoras.[58]
En conclusión, la movilización política y social liderada por los republicanos, las prácticas de sociabilidad, las conmemoraciones, la difusión de ritos e imaginarios simbólicos, la prensa, así como la labor educativa y cultural desarrollada por ateneos, casinos e instituciones republicanas constituyeron experiencias de politización de la población que mostraron la capacidad nacionalizadora de una cultura política como la republicana, que tenía en el patriotismo español uno de los referentes ideológicos esenciales. Eran mecanismos de socialización política característicos de la cultura política que desarrollaron los republicanos en el marco de una creciente politización de la vida pública, en la que debían competir con otras culturas políticas para atraerse el apoyo de las masas que se incorporaron a la política en las primeras décadas del siglo xx. El discurso nacionalista y regenerador de los republicanos dio significado a dichas prácticas, poniéndolas al servicio de la movilización política del electorado. Con ello favorecieron la difusión, sobre todo entre las clases medias urbanas y los sectores populares, de los componentes nacionalizadores del republicanismo, siempre en disputa con otras culturas políticas con las que concurrían en la esfera pública. A pesar de no tener acceso al poder estatal, marginado como estaba del sistema político de la Restauración, el republicanismo desarrolló una intensa labor nacionalizadora con la esperanza de ver a España convertida algún día en una República fuerte, moderna y laica.
[1] L. López Ballesteros, Heraldo de Madrid, 31 de enero de 1901, citado por M. Suárez Cortina, El gorro frigio. Liberalismo, democracia y republicanismo en la Restauración, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000, pp. 181-182.
[2] A. de Blas Guerrero, Tradición republicana y nacionalismo español, Tecnos, Madrid, 1991. J. Beramendi, «Republicanos y nacionalismos subestatales en España (1875-1923)», en A. Duarte y P. Gabriel (eds.), El republicanismo español, Ayer, 39 (2000), pp. 135-161. X. Castro Pérez, «Républicanisme et nationalisme en Galice jusqu’à la guerre civile de 1936», en M. Gilli (ed.), L’idée d’Europe, vecteur des aspirations démocratiques: les idéaux républicains depuis 1848, Université de Besançon, Besançon-París, 1994, pp. 233-240; J. M. Jover Zamora, «Federalismo en España: cara y cruz de una experiencia histórica», en G. Cortázar (ed.), Nación y Estado en la España liberal, Noesis, Madrid, 1994, pp. 105-167. J. Álvarez Junco, «El nacionalismo español como mito movilizador. Cuatro guerras», en R. Cruz y M. Pérez Ledesma (eds.), Cultura y movilización en la España contemporánea, Alianza Editorial, Madrid, 1997, pp. 35-67 y Mater Dolorosa: la idea de España en el siglo XIX, Taurus, Madrid, 2001. A. Duarte, «Republicanos y nacionalismo. El impacto del catalanismo en la cultura política republicana», Historia Contemporánea, 10 (1993), pp. 157-177; I. Castells et al., «Nation, République et Démocratie dans la formation et le dévelopement du modèle libéral espagnol: la Catalogne et l’Espagne», en M. Gilli (ed.), L’idée d’Europe, vecteur des aspirations démocratiques..., op. cit., pp. 215-232. P. Gabriel, «Nació i nacionalismes del republicanisme popular català. El catalanisme federal del vuit-cents», en C. Serrano y M. C. Zimmermann (orgs.), Les discours sur la nation en Catalogne aux XIX et XX siècles, Université de Paris-Sorbonne. Centre d’Études Catalanes, París, 1995, y «Catalanisme i republicanisme federal del vuit-cents», en P. Anguera et al., El catalanisme d’esquerres, Cercle d’Estudis Històrics i Socials, Girona, 1997, pp. 31-82.
Me remito al reciente balance historiográfico de X. M. Núñez Seixas, «Questione nazionale in Spagna: Note sul recente dibatitto storiografico», Mondo Contemporaneo, 2 (2007), pp. 105-127. Véase también F. Molina Aparicio, «Modernidad e identidad nacional.
[3] A. de Blas Guerrero, Tradición republicana y nacionalismo español, Tecnos, Madrid, 1991. J. Beramendi, «Republicanos y nacionalismos subestatales en España (1875-1923)», en A. Duarte y P. Gabriel (eds.), El republicanismo español, Ayer, 39 (2000), pp. 135-161. X. Castro Pérez, «Républicanisme et nationalisme en Galice jusqu’à la guerre civile de 1936», en M. Gilli (ed.), L’idée d’Europe, vecteur des aspirations démocratiques: les idéaux républicains depuis 1848, Université de Besançon, Besançon-París, 1994, pp. 233-240; J. M. Jover Zamora, «Federalismo en España: cara y cruz de una experiencia histórica», en G. Cortázar (ed.), Nación y Estado en la España liberal, Noesis, Madrid, 1994, pp. 105-167. J. Álvarez Junco, «El nacionalismo español como mito movilizador. Cuatro guerras», en R. Cruz y M. Pérez Ledesma (eds.), Cultura y movilización en la España contemporánea, Alianza Editorial, Madrid, 1997, pp. 35-67 y Mater Dolorosa: la idea de España en el siglo XIX, Taurus, Madrid, 2001. A. Duarte, «Republicanos y nacionalismo. El impacto del catalanismo en la cultura política republicana», Historia Contemporánea, 10 (1993), pp. 157-177; I. Castells et al., «Nation, République et Démocratie dans la formation et le dévelopement du modèle libéral espagnol: la Catalogne et l’Espagne», en M. Gilli (ed.), L’idée d’Europe, vecteur des aspirations démocratiques..., op. cit., pp. 215-232. P. Gabriel, «Nació i nacionalismes del republicanisme popular català. El catalanisme federal del vuit-cents», en C. Serrano y M. C. Zimmermann (orgs.), Les discours sur la nation en Catalogne aux XIX et XX siècles, Université de Paris-Sorbonne. Centre d’Études Catalanes, París, 1995, y «Catalanisme i republicanisme federal del vuit-cents», en P. Anguera et al., El catalanisme d’esquerres, Cercle d’Estudis Històrics i Socials, Girona, 1997, pp. 31-82.
Me remito al reciente balance historiográfico de X. M. Núñez Seixas, «Questione nazionale in Spagna: Note sul recente dibatitto storiografico», Mondo Contemporaneo, 2 (2007), pp. 105-127. Véase también F. Molina Aparicio, «Modernidad e identidad nacional. El nacionalismo español del siglo XIX su historiografía», Historia Social, 52 (2005), pp. 147-171; M. Aizpuru, «Sobre la astenia del nacionalismo español a finales del siglo XIX y comienzos del XX», Historia Contemporánea, 23 (2001), pp. 811-849.
[4] U. Özkirimli, Contemporary debates on nationalism. A critical engagement, Palgrave Macmillan, Nueva York, 2005. M. Billig, Banal Nationalism, Sage, Londres, 1995.
[5] J. Álvarez Junco, Mater Dolorosa..., op. cit.; «El nacionalismo español como mito movilizador..., op. cit.», y «La nación en duda», en J. Pan-Montojo (coord.), Más se perdió en Cuba. España, 1898 y la crisis de fin de siglo, Alianza Editorial, Madrid, 1998, pp. 405-475.
[6] A. Duarte, «Republicanismo, federalismo y autonomías: de los proyectos federales de 1873 a la Segunda República y los Estatutos de Autonomía», en M. Morales Muñoz y J. L. Guereña (eds.), Los nacionalismos en la España contemporánea. Ideologías, movimientos y símbolos, CEDMA, Málaga, 2006, pp. 187-206, de donde procede la frase entrecomillada (p. 187). Véase también A. de Blas Guerrero, Tradición republicana y nacionalismo español, y M. Suárez Cortina, El gorro frigio..., op. cit., pp. 120-141.
[7] J. Álvarez Junco, El emperador del Paralelo. Lerroux y la demagogia populista, Alianza Editorial, Madrid, 1990; A. López Estudillo, «El republicanismo en la década de 1890: la reestructuración del sistema de partidos», en J. A. Piqueras y M. Chust (comps.), Republicanos y repúblicas en España, Siglo XXI, Madrid, 1996, pp. 207-230; M. Morales Muñoz, «Los espacios de sociabilidad radical-democrática: casinos, círculos y ateneos», Studia Historica. Historia Contemporánea, vols. 19-20 (2001-2002), pp. 161-205.
[8] Se desarrollan estas ideas en A. Duarte, «La esperanza republicana», en R. Cruz y M. Pérez Ledesma (eds.), Cultura y movilización en la España contemporánea, Alianza Editorial, Madrid, 1997, pp. 169-199, de cuyas páginas 172-173 proceden las palabras entrecomilladas del párrafo; y «Los republicanos del ochocientos y la memoria de su tiempo», Ayer, 58 (2005), pp. 207-228. Sobre la concepción de Pueblo en el republicanismo, J. Álvarez Junco, «Magia y ética en la retórica política», en J. Álvarez Junco (comp.), Populismo, caudillaje y discurso demagógico, Siglo XXI de España/Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid, 1987, pp. 219-270, y «Los amantes de la libertad: la cultura republicana española a principios del siglo XX», en N. Townson (ed.), El republicanismo en España (1830-1977), Alianza editorial, Madrid, 1994, pp. 265-292.
[9] Una conciencia que estaría mucho más extendida por entonces de lo que se ha considerado habitualmente desde la teoría de la débil nacionalización; véase, por ejemplo F. Archilés y M. Martí, «Un país tan extraño como cualquier otro: la construcción de la identidad nacional española contemporánea», en M.ª C. Romeo e I. Saz (eds.), El siglo XX. Historiografía e historias, Universidad de Valencia, Valencia, 2002, pp. 245-278; y F. Archilés, «¿Quién necesita la nación débil? La débil nacionalización española y los historiadores», en C. Forcadell et al. (eds.), Usos de la historia y políticas de la memoria, Prensas Universitarias de Zaragoza, Zaragoza, 2004, pp. 187-209.
[10] F. Peyrou, «La Historia al servicio de la libertad. La Historia del Partido Republicano español de Enrique Rodríguez Solís», en C. Forcadell et al. (coords.), Usos Públicos de la Historia, Asociación de Historia Contemporánea, Zaragoza, 2002, vol. 1, pp. 519-533, donde se cita el texto entrecomillado en p. 529.
[11] E. A. Sanabria, Anticlerical Politics: Republicanism, Nationalism and the Public Sphere in Restauration Madrid, 1875-1912, tesis doctoral (inédita) defendida en la Universidad de California, San Diego, 2001, p. 235. Agradezco a Julio de la Cueva el habérmela proporcionado. De la interpretación republicana de la historia se ocupa A. Duarte, «Los republicanos del ochocientos y la memoria de su tiempo», Ayer, 58 (2005), pp. 207-228. Para el contexto narrativo en el que se inscriben los relatos republicanos sobre la nación, véase S. Juliá, Historias de las dos Españas, Taurus, Madrid, 2004.
[12] L. Morote, La moral de la derrota, Biblioteca Nueva, Madrid, 1997, en cuya p. 98 aparecen las palabras entrecomilladas en el párrafo. Las líneas principales de la interpretación de la historia de España que se recogen en este párrafo y el anterior aparecen también, aunque con un tono anticlerical y antimonárquico mucho más radical, en Resumen de la Historia de España, escrito por el republicano federal Nicolás Estévanez en 1904 y publicado por la Escuela Moderna, que lo utilizó como manual; véase M.ª P. Salomón Chéliz, «La enseñanza de la historia de España en la Escuela Moderna de Barcelona: una contribución a la construcción de la identidad nacional española», en C. Forcadell et al. (eds.), Usos de la Historia y políticas..., op. cit., pp. 379-394.
[13] D. Cucalón, «Concepción nacional e idea de España en Marcelino Domingo», trabajo mecanografiado, pp. 12 y ss.; y Auge y caída del Partido Republicano Radical Socialista, Memoria del DEA (inédita), Dpto. Historia Moderna y Contemporánea, Universidad de Zaragoza, 2004, pp. 47 y 68-69. Agradezco al autor que me haya permitido consultar ambos trabajos.
[14] Gráficamente lo expresaba, al día siguiente de la jura de la Constitución por Alfonso XIII al cumplir la mayoría de edad, El Clamor Zaragozano, que en su primera página incluía una enorme esquela a «Doña Esperanza de Redención de la Patria», fallecida «víctima de la peste jesuítica (...). // Su desconsolada madre la República, ruega á todos los españoles de buena voluntad, se sirvan contribuir á desinfectar la atmósfera de tan terrible plaga, para precaver mayores estragos»; El Clamor Zaragozano, Zaragoza, 18 de mayo de 1902.
[15] M. Domingo, ¿Qué es España?, Editorial Atlántida, Madrid, 1925, p. 7.
[16] Sobre la metáfora de las dos Españas, la vieja y la nueva, escribe S. Juliá, Historias de las dos Españas, op. cit., pp. 147 y ss.
[17] E. A. Sanabria, Anticlerical Politics: Republicanism, Nationalism and the Public Sphere in Restauration Madrid..., op. cit., p. 252.
[18] M. Suárez Cortina, «Anticlericalismo, religión y política en la restauración», en E. La Parra y M. Suárez Cortina (eds.), El anticlericalismo español contemporáneo, Biblioteca Nueva, Madrid, 1998, pp. 145-146.
[19] Algunas canciones como la que sigue también aludían a estas ideas: «Caigan que caigan los tronos / juntamente con el clero, / pues son lobos carniceros / que devoran la nación...»; recogida por M. Morales Muñoz, «Republicanismo, anarquismo y librepensamiento: un cruce de identidades», en M. Morales (ed.), República y modernidad. El republicanismo en los umbrales del siglo XX, Diputación de Málaga, Málaga, 2006, p. 146.
[20] F. Archilés, Parlar en nom del poble. Cultura política, discurs i mobilització social al republicanisme castellonenc (1891-1909), Ayuntamiento de Castellón, Castellón, 2002, p. 96. Referencias al debate entre tradición y modernidad y su relación con el conflicto anticlerical, en M. Suárez Cortina, El gorro frigio, op. cit., pp. 184-185. He abordado la relevancia del anticlericalismo en los presupuestos del nacionalismo español republicano en «El discurso anticlerical en la construcción de una identidad nacional española republicana (1898-1936)», Hispania Sacra, 54 (2002), pp. 485-497. Sobre el potencial movilizador del anticlericalismo, véase J. Álvarez Junco, El emperador del Paralelo..., op. cit.; R. Reig, Blasquistas y clericales, Institució Alfons el Magnànim, Valencia, 1986; J. de la Cueva Merino, «Movilización política e identidad anticlerical, 1898-1910», Ayer, 27 (1997), pp. 101125; M.ª P. Salomón Chéliz, «Anticlericalismo y movilización política en Aragón (18981936)», Ayer, 41 (2001), pp. 189-211.
[21] A. Lerroux, «¡Rebeldes, rebeldes!», La Rebeldía, 1 de septiembre de 1906, reproducido en J. Culla y Clarà, «Ni tan jóvenes, ni tan bárbaros. Las juventudes en el republicanismo lerrouxista barcelonés», Ayer, 59 (2005), pp. 51-67.
[22] Ch. Demange, El dos de mayo. Mito y fiesta nacional, 1808-1958, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2004, pp. 229-231 y 265. Véase también J. Moreno Luzón, «Entre el progreso y la virgen del Pilar. La pugna por la memoria en el centenario de la Guerra de la Independencia», Historia y Política, 12 (2004), pp. 41-78.
[23] Ch. Demange, El dos de mayo..., op. cit., pp. 239-240.
[24] Una reflexión al respecto en F. Archilés, «El “juego de espejos” de la identidad nacional. Experiencias de nación y nacionalización en la España restauracionista», ponencia presentada en el II Coloquio Internacional de Historia Política. Nacionalismo español y procesos de nacionalización en España, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 10-12 de mayo del 2006 (en prensa).
[25] Ch. Demange, El dos de mayo...., op. cit., pp. 195-196.
[26] A. Duarte, «Republicanos, emigrados y patriotas. Exilio y patriotismo español en la Argentina en el tránsito del siglo XIX al XX», Ayer, 47 (2002), pp. 57-79; véase también su libro La república del emigrante. La cultura política de los españoles en Argentina (18751910), Milenio, Lérida, 1998.
[27] A. Duarte, «Republicanos y nacionalismo. El impacto del catalanismo...», op. cit., pp. 172 y 177. Trata cómo abordaron la cuestión los exiliados en Argentina, en «Republicanos, emigrados y patriotas...», op. cit., pp. 74-76. Véase también P. Gabriel, «El republicanismo militante en Cataluña en la primera etapa de la Restauración (1875-1893)», en J. A. Piqueras y M. Chust (comps.), Republicanos y repúblicas en España, Siglo XXI, Madrid, 1996, pp. 179-181.
[28] J. Culla y Clarà, «Ni tan jóvenes, ni tan bárbaros...», op. cit., pp. 55-56.
[29] A. Barragán Moriana, «El republicanismo andaluz en el cambio de siglo», en M. Morales Muñoz (ed.), República y modernidad..., op. cit., pp. 106-108; F. Arcas Cubero, El republicanismo malagueño durante la Restauración (1875-1923), Ayuntamiento de Córdoba, Córdoba, 1985, pp. 264-272. Sobre Castellón escribe, F. Archilés, Parlar en nom del poble..., op. cit., pp. 117-144, quien señala también las preferencias por el municipalismo frente al regionalismo, en pp. 144-174.
[30] J. M.ª Ortiz de Orruño, «El fuerismo republicano (1868-1874)», en C. Rubio y S. de Pablo, Los liberales, fuerismo y liberalismo en el País Vasco (1808-1876), Besaide, Vitoria, 2002, pp. 375-400. J. Penche González, Republicanos en Bilbao (1868-1890), Memoria del DEA (inédita), Dpto. Historia Contemporánea, Universidad del País Vasco, 2006, pp. 25-26, 35-36; «Los republicanos y la cuestión foral (1865-1900)», artículo mecanografiado. Agradezco la amabilidad del autor por haberme permitido leer ambos trabajos inéditos.
[31] M.ª P. Salomón Chéliz, «El discurso anticlerical en la construcción de una identidad nacional española...», op. cit., pp. 498-499. J. Louzao Villar destaca como particularidad del republicanismo vizcaíno el fuerte componente antinacionalista que caracterizaba su anticlericalismo, en El anticlericalismo en la Vizcaya de la Restauración (1898-1912), Memoria del DEA (inédita), Dpto. Historia Contemporánea, Universidad del País Vasco, 2007, pp. 4245; en la p. 79 indica que el mitin anticlerical organizado en octubre de 1903 para protestar por la peregrinación a Begoña estaba decorado con colgaduras con los colores nacionales. Agradezco al autor su amabilidad por enviarme su investigación inédita.
[32] A. Duarte, «Los republicanos del ochocientos y la memoria...», op. cit., pp. 210-211.
[33] F. Archilés, «Una nacionalización no tan débil: patriotismo local y republicanismo en Castellón (1891-1910)», Ayer, 48 (2002), pp. 283-312, de cuya p. 304 procede la frase entrecomillada. El mismo autor reflexiona sobre la centralidad de la construcción de las identidades regionales en el configuración de la identidad nacional española en «Hacer región es hacer patria. La región en el imaginario de la nación española de la Restauración», Ayer, 64 (2006), pp. 121-147.
[34] La conmemoración en Málaga del aniversario del fusilamiento de Torrijos el 11 de diciembre adquirió características eminentemente republicanas en los años en los que los republicanos dominaron el ayuntamiento, según M. Muñoz Zafra, «El calendario republicano local, 1898-1909», en M. Morales Muñoz (ed.), República y modernidad..., op. cit., pp. 186-190.
[35] El recuerdo de los sitios carlistas a los que fue sometida Bilbao en 1836 y 1874 representaba para liberales y republicanos bilbaínos un factor que los hermanaba y que les permitió compartir la Sociedad liberal «El Sitio», que aunque no republicana contribuyó a conservar la cultura política republicana en los primeros tiempos de la Restauración, cuando estaban clausurados los centros republicanos, antes de la Ley de Asociaciones de 1887. Véase J. Penche González, Republicanos en Bilbao..., op. cit., pp. 55-58. Para Cataluña, también señala esa confluencia entre republicanos y liberales en la conmemoración de las resistencias frente a los carlistas entre 1872 y 1875, P. Gabriel, «Los días de la República. El 11 de febrero», Ayer, 51 (2003), p. 40.
[36] La Voz de Teruel, Teruel, 3 de julio del 31, p. 1. Con respecto al republicanismo zaragozano de comienzos de siglo XX, véase M.ª P. Salomón Chéliz, «Patriotismo y republicanismo en Aragón, o lo aragonés como símbolo de lo español (1898-1910)», en C. Forcadell y A. Sabio (coords.), Las escalas del pasado. IV Congreso de Historia Local de Aragón, Instituto de Estudios Altoaragoneses/UNED Barbastro, Huesca, 2005, pp. 197-210.
[37] R. Cruz, En el nombre del pueblo. República, rebelión y guerra en la España de 1936, Siglo XXI, Madrid, 2006, pp. 29-31. La caracterización moral del pueblo propia del populismo republicano la aborda J. Álvarez Junco, «Magia y ética en la retórica política», en J. Álvarez Junco (comp.), Populismo, caudillaje..., op. cit., pp. 219-270.
[38] El Turia, Teruel, 16 de julio de 1931.
[39] F. Archilés, «Una nacionalización no tan débil...», op. cit.; C. Forcadell, «Ciudadanía y liberalismo en Aragón. El Justicia: de mito a monumento», en A. García-Sanz (ed.), Memoria histórica e identidad. En torno a Cataluña, Aragón y Navarra, Universidad Pública de Navarra, Pamplona, 2004, pp. 47-63; M.ª P. Salomón Chéliz, «Patriotismo y republicanismo en Aragón...», op. cit. J. Louzao Villar, El anticlericalismo en la Vizcaya..., op. cit., pp. 4142; en la p. 65 muestra cómo tampoco el teatro escapó a la tensión nacional: los nacionalistas vascos intentaron boicotear la presentación de Electra en Vizcaya en distintas ocasiones, y en una de ellas lo hicieron con vivas a Euskeria y a los vascos.
[40] R. Cruz, En el nombre del pueblo..., op. cit., pp. 50-62.
[41] P. B. Radcliff, De la movilización a la Guerra Civil. Historia política y social de Gijón, 1900-1937, Debate, Barcelona, 2004, pp. 204-207.
[42] P. Gabriel, «Los días de la República. El 11 de febrero», Ayer, 51 (2003), pp. 39-66. Sobre Málaga, M. Muñoz Zafra, «El calendario republicano local, 1898-1909», en M. Morales Muñoz (ed.), República y modernidad..., op. cit., pp. 175-194. Para Gijón, P. B. Radcliff, De la movilización a la Guerra Civil..., op. cit., p. 214. Acerca de la reivindicación republicana de Jovellanos escribe S. Sánchez Collantes, «El Círculo de Instrucción y Recreo de Gijón, 1881-1885», comunicación presentada al I Congreso El republicanismo en España. Política, sociedad y cultura, Universidad de Oviedo, 2004.
[43] El Popular, Málaga, 10 de diciembre de 1904, citado por M. Muñoz Zafra, «El calendario republicano local, 1898-1909», p. 188.
[44] La merienda democrática que convocó en 1903 en Barcelona Lerroux para celebrar el aniversario de la I República de forma alternativa congregó a unas 45.000 personas. Actos de ese tipo sirvieron de referente para medir la capacidad de convocatoria del lerrouxismo; P. Gabriel, «Los días de la República. El 11 de febrero», pp. 61-64. En 1906 los republicanos malagueños celebraron el 11 de febrero con una gira campestre; M. Muñoz Zafra, «El calendario republicano local...», op. cit., p. 183.
[45] P. B. Radcliff, De la movilización a la Guerra Civil..., op. cit., p. 215, menciona la romería anticlerical en La Guía, Gijón.
[46] Distintas artículos de La Correspondencia de Aragón, Zaragoza, del 9 al 28 de febrero de 1911. No faltaron tampoco las referencias religiosas típicas de la cultura política republicana y obrera que situaban a Costa en el panteón de los santos laicos: «profeta», «apóstol», «moderno Cristo muerto de dolor porque su patria agoniza».
[47] La Correspondencia de Aragón, 10 de febrero de 1911, p. 2 y 12 de febrero de 1911, pp. 2-3, de donde proceden también las frases entrecomilladas del párrafo.
[48] M.ª P. Salomón Chéliz, Anticlericalismo en Aragón. Protesta popular y movilización política (1900-1939), Prensas Universitarias de Zaragoza, Zaragoza, 2002, pp. 274-275.
[49] P. B. Radcliff, De la movilización a la Guerra Civil..., op. cit., pp. 221-228, de donde procede la cita entrecomillada, p. 225. Véase, para el caso gallego, A. Míguez Macho, «Republicanismo y movimiento obrero en la Galicia de la Restauración: Amigos y correligionarios», comunicación presentada al I Congreso El republicanismo en España. Política, sociedad y cultura, Universidad de Oviedo, 2004.
[50] M.ª P. Salomón Chéliz, «Anarquisme i identitat nacional espanyola a l’inici del segle XX», Afers, 48 (2004), pp. 369-382.
[51] C. Gil Andrés, Echarse a la calle. Amotinados, huelguistas y revolucionarios (La Rioja, 1890-1936), Prensas Universitarias de Zaragoza, Zaragoza, 2000, pp. 282-306; P. B. Radcliff, De la movilización a la Guerra Civil..., op. cit., pp. 276-277; F.-A. Martínez Gallego, Valencia, 1900. Movimientos sociales y conflictos políticos durante la guerra de Marruecos, 1906-1914, Universitat Jaume I, Castellón de la Plana, 2001; F. Moreno Sáez, El movimiento obrero en Elche (1890-1931), Instituto de Estudios Juan Gil-Albert, Alicante, 1987, pp. 431-433; V. M. Lucea Ayala, La protesta social en Aragón (1885-1917), Tesis doctoral (inédita), Dpto. Historia Moderna y Contemporánea, Universidad de Zaragoza, 2006, pp. 246-257. Agradezco al autor su amabilidad al proporcionarme su investigación inédita.
[52] Aparte de las referencias de la nota anterior, véanse también M. Pérez Ledesma, «La sociedad española, la guerra y la derrota», en J. Pan-Montojo (coord.), Más se perdió en Cuba..., op. cit., pp. 91-149. C. Serrano, Final del Imperio. España, 1895-1898, Siglo XXI, Madrid, 1984; y El turno del pueblo: crisis nacional, movimientos populares y populismo en España (1890-1910), Península, Barcelona, 2000. J. de la Cueva Merino, Clericales y anticlericales. El conflicto entre confesionalidad y secularización en Cantabria (1875-1923), Universidad de Cantabria, Santander, 1994; y «Movilización, política e identidad anticlerical, 1898-1910», Ayer, 27 (1997), pp. 101-126. E. de Mateo Avilés, Anticlericalismo en Málaga, 1874-1923, Edición del autor, Málaga, 1990; M.ª P. Salomón Chéliz, Anticlericalismo en Aragón..., op. cit.; F. Archilés, Parlar en nom del poble..., op. cit., pp. 174-212; J. Louzao Villar, El anticlericalismo en la Vizcaya..., op. cit., pp. 62-82, donde analiza también los marcos de sociabilidad anticlerical.
[53] P. B. Radcliff, De la movilización a la guerra civil..., op. cit., pp. 291-292.
[54] Heraldo de Aragón, 4 de agosto de 1913; citado por V. M. Lucea, La protesta social en Aragón..., op. cit., pp. 256-257.
[55] C. Gil Andrés, Echarse a la calle..., op. cit., p. 362.
[56] M.ª P. Salomón Chéliz, «Las mujeres en la cultura política republica: religión y anticlericalismo», Historia Social, 53 (2005), pp. 103-118.
[57] C. Fagoaga, «La herencia laicista del movimiento sufragista en España», en A. Aguado (ed.), Las mujeres entre la historia y la sociedad contemporánea, Generalitat Valenciana, Valencia, 1999, pp. 91-111; M.ª D. Ramos, «La cultura societaria del feminismo librepensador (1895-1918)», en D. Bussy-Genevois (dir.), Les Espagnoles dans l’histoire. Une sociabilité démocratique (XIXe-XXe siècles), PUV, Saint-Denis, 2002, pp. 102-124; «Federalismo, laicismo, obrerismo, feminismo: cuatro claves para interpretar la biografía de Belén Sárraga», en M.ª D. Ramos y M.ª T. Vera (coords.), Discursos, realidades, utopías. La construcción del sujeto femenino en los siglos XIX y XX, Anthropos, Barcelona, 2002, pp. 125-164.
[58] M.ª D. Ramos, «La república de las librepensadoras (1890-1914): laicismo, emancipismo, anticlericalismo», Ayer, 60 (2005), pp. 45-74. De la misma autora, la referencia de Barcelona, en «La cultura societaria del feminismo librepensador...», op. cit., p. 113; la de Valencia, en Myriam, «Mujeres anticlericales», El Pueblo, Valencia, 25 de julio de 1910. M.ª L. Sanfeliu, Republicanas. Identidades de género en el blasquismo (1895-1910), PUV, Valencia, 2006, analiza en profundidad la inserción de las mujeres en el republicanismo blasquista, los discursos de género que manejaba éste, así como las críticas y las propuestas feministas alternativas que surgieron de algunas republicanas.