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ОглавлениеPRESENTACIÓN
El diálogo intercultural y el futuro de las relaciones euromediterráneas
Jorge Cardona Llorens
Jorge Cardona Llorens es Catedrático de Derecho Internacional Público de la Universitat Jaume I y Presidente de la Fundación Instituto Mediterráneo de Estudios Europeos (IMEE)
Aunque no siempre sea un ejercicio grato, muchas veces intuir cuándo se acercan los malos tiempos ayuda a saber a qué nos enfrentamos; frente a ópticas crédulas que confunden el optimismo con la ingenuidad, a veces cabe ser pragmáticos para apuntar soluciones ante las situaciones inesperadas. Por eso no cabe calificar de apresuradas ni alarmistas aquellas voces que, recién ocurridos los sucesos del once de septiembre de 2001, avisaban de un cambio trascendental en las relaciones internacionales. Los elementos que apuntaban a ese cambio estaban ahí desde un principio para quien quisiera verlos.
No es verdad que los atentados del 11 de septiembre, ni los que le siguieron (Madrid, Londres) fueran batallas de débiles contra fuertes ni, desde luego, de bárbaros contra civilizados. Se trata de una contienda de fuertes contra fuertes y, como suele suceder en estos casos, los perjudicados son los que nada tienen.
Es cierto que las diferencias culturales entrecruzan todo el sistema internacional. Y que esas diferencias culturales han servido a algunos profetas del pesimismo (Fukuyama, Huntington, Kaplan) para plantear el choque de civilizaciones que en la actualidad enfrentaría al Occidente judeo-cristiano con una serie de enemigos difícilmente identificables pero que nos devolvería al momento en que J. Lorimer (The Instituts of the Law of Nations, 1883-1884) dividía la humanidad entre civilizados, bárbaros y salvajes. Pero como ha sido señalado entre nosotros por Remiro, retomando y revisando críticamente esta trilogía y situando en perspectiva histórico-política la influencia de la diversidad cultural: «la afinidad/diferencia cultural/civilizadora es un elemento importante, influyente en las relaciones humanas y en las relaciones entre colectividades, incluidas las estatales; pero en este plano no son decisivas por sí solas
salvo en supuestos particulares. Los conflictos más característicos de nuestro tiempo son nacionales, no civilizatorios; la geopolítica, la economía son factores no menos influyentes que los civilizatorios. Allí donde el desigual reparto del poder y la riqueza originan graves conflictos sociales cabe preguntarse qué diferencia el reivindicacionismo radical de la teología de la liberación y del fundamentalismo islámico en modelos como el de Huntington» («Desvertebración del Derecho internacional en la sociedad globalizada», CEBDI, vol. V (2001), p. 95).
Pero si esto es cierto, también lo es que a estas alturas nadie duda de que, a corto plazo, las acciones terroristas han provocado un aumento, sin precedentes en la historia contemporánea, de la desconfianza entre civilizaciones, revitalizando concepciones radicales –realistas, las llaman– de las relaciones internacionales, como las que afirmaban en los años cuarenta el «destino manifiesto» de los Estados Unidos, o versiones actualizadas de Kennan, como es el caso de Huntington y su conocida tesis sobre choque de civilizaciones, de la que quizás sea más acertada la segunda parte del título de su libro: la reconfiguración del orden mundial. Reconfiguración del orden mundial de la que, cómo no, han salido perjudicados los más débiles, los pobres, los que cada vez cuentan menos y molestan más a los grandes capitales porque de ellos poco tienen que ganar, como no sea mano de obra económica.
No es que con anterioridad a los ataques terroristas la proximidad entre civilizaciones fuera estrecha y de sólidos pilares. Nada más lejano de la realidad. La mayor parte de los conflictos que asolan el mundo musulmán ya se encontraban en plena efervescencia a finales del siglo pasado. El diferendo entre Israel y Palestina, la presencia siria en el Líbano, el ralentización de las decisiones fundamentales sobre el Sahara Occidental, el auge del fundamentalismo en Argelia o la revolución iraní, por no hablar, más en general, de la falta de democracia, la situación de los derechos humanos o los niveles de pobreza en algunos de los países del sur. El papel de nuestra civilización en la agudización de los conflictos, cuando no en su surgimiento, es evidente. Fijémonos si no en el proceso de descolonización, en algunos casos no sólo irresponsable sino insensato, de las antiguas colonias del Magreb o del Oriente medio; en el uso de las guerrillas talibanes para fines políticos –cuestionar a los gobiernos afganos próximos a la causa soviética–; en la venta de armas a Irak o en la vista gorda hacia la situación en la antigua Yugoslavia donde, aunque no ha sido el aspecto más público, la cuestión religiosa tuvo mucho que decir. En efecto, la situación no era la mejor a finales del siglo veinte.
Pero no cabe duda de que algunos avances tuvieron lugar, y que en algunos casos levantaron no pocas expectativas. Sin duda, uno de esos pasos adelante fue el proceso de Barcelona, nombre con que se conoció a la institucionalización de las relaciones entre la Unión Europea y los denominados países terceros mediterráneos en la llamada Asociación Euromediterránea. La Conferencia de Barcelona, en 1995, significó un punto y aparte en las relaciones euromediterráneas. Por primera vez el acercamiento entre las riberas norte y sur –en algunos aspectos separadas no tanto por orillas como por verdaderos abismos– no sólo apareció como conveniente, sino como posible. Se instauró un proceso de relación basado en tres ámbitos de actuación conjunta:
seguridad y cooperación, economía y diálogo intercultural. Se crearon –o se potenciaron, cuando existían– los mecanismos para aumentar la cooperación, incrementar el conocimiento mutuo y concederle habitualidad a la relación euromediterránea. Con altibajos, el proceso de Barcelona ha cumplido más de diez años. Si se nos concede la metáfora, estaría a punto de enfrentar la adolescencia. No obstante, la realidad nos confirma que todavía anda con los dientes de leche.
De la lentitud del proceso de Barcelona no podemos culpar a los sucesos del once de septiembre y los que les sucedieron, al menos no únicamente a ellos. Si el proceso de Barcelona no ha avanzado lo suficiente ha sido por falta de voluntad política de todos sus componentes, del norte o del sur, musulmanes o cristianos, de ciudades gélidas o del desierto abrasador. En este ámbito, sin tapujos, cabe ser claro. Quizás las prioridades europeas cambiaron; el proceso de ampliación ha sido uno de los mayores retos planteados al proceso de integración europea, el cuestionado proceso de constitucionalización ha consumido notables energías del proceso integrador, y las divisiones en las relaciones internacionales –el conocido segundo pilar de la Unión Europea–, en particular la posición sobre la participación occidental en Irak, ha hecho más difícil que nunca el acuerdo entre los socios europeos. Quizás el problema de los países de la ribera sur es que sus prioridades no han cambiado: la inmutabilidad de gobiernos, la mayoría de ellos sin la necesaria legitimidad democrática; la situación económica, en manos de oligarquías bien posicionadas; la situación de las libertades... parecen ser las mismas ahora que una década atrás.
Pero aunque no debe colocarse en ellos toda la responsabilidad, es obvio que los atentados terroristas fueron un peso definitivo en la balanza, ya de por sí poco equilibrada, a favor de la confrontación y la desconfianza. Los vientos en el mundo internacional no corrían, desde luego, en la búsqueda del fraternal abrazo entre civilizaciones. De hecho, casi puede considerarse sorprendente que, en esas circunstancias, el proceso de Barcelona perdure. En ello tiene mucho que ver la consecución, casi ultimada, de la zona de librecambio euromediterránea prevista para 2010, vista con muy buenos ojos por los poderes económicos y políticos de ambas riberas.
Por eso quizás la cuestión más peligrosa, y la más delicada, en este ámbito de las relaciones euromediterráneas sea no sólo la falta de acercamiento, sino el alejamiento fácilmente comprobable que se ha producido entre las culturas mediterráneas. La tercera cesta del proceso de Barcelona, la que incidía en el diálogo intercultural, en el conocimiento mutuo, en la desaparición de miedos respecto al otro, ha quedado atrás en las prioridades de las relaciones euromediterráneas, con apenas alguna iniciativa puesta en marcha y quizás sin demasiado éxito, al menos en un principio. Son momentos difíciles para hablar de diálogo, pero el diálogo hoy es un intervalo común entre idealistas y pragmáticos. Tampoco aquí cabe confundir la ingenuidad con el optimismo. Una región euromediterránea próspera, segura y en paz requiere necesariamente del éxito en el diálogo entre civilizaciones. Lo contrario, podemos intuir, no sólo obstaculizará, sino hará imposible la convivencia pacífica basada en la confianza y el respeto que es, a la postre, lo que buscan los pueblos del norte y del sur: la riqueza en la diversidad, la convivencia en la cooperación y el fundamento en el respeto.
Escribe Braudel que más que cualquier otro universo de los hombres, el Mediterráneo no cesa de contarse a sí mismo, de revivir en sí mismo. Para el Mediterráneo haber sido es una condición para ser. Es esperanza de todos que ese constante ir y venir sirva para aprender que sólo la paz y el entendimiento han traído la prosperidad a los pueblos. Por eso, ahora más que nunca, es necesario hablar de diálogo euromediterráneo. Porque es en estos momentos donde es necesario ver que el entendimiento, aunque lejano, todavía es posible; una vez perdida la oportunidad no sabemos si lo será.