Читать книгу El pacto de las viudas - Víctor Álamo de la Rosa - Страница 7

Оглавление

No te cansa esta carrera, Danilo, y eso que fumas demasiado y frisas los cuarenta. No te distraen los silbidos de los cuerpos que vuelan desde las azoteas para estrellarse contra las mallas que techan las calles y así proteger a los viandantes. No te cansas, Danilo, Danilo Porter, corriendo Gran Vía arriba, a pesar de que hoy el aire contaminado parece más denso que nunca. Sigues y sigues, aunque ahora en tus oídos se pronuncien nítidos los latidos de tu corazón, advirtiéndote del exceso atlético.

Cruzas la esquina con la calle Fuencarral y aminoras el ritmo de tu carrera, menos mal, porque ves a Eleonore a unos trescientos metros. Sabemos que solo quieres seguirla a una prudente distancia para que no te descubra, que no quieres que tu exmujer sepa que la espías, Danilo, Danilo Porter, todavía enamorado a pesar de la odiosa separación.

Quizá el amor explique tus fuerzas, que no te agote la carrera que emprendiste cuando te pareció vislumbrarla entre la multitud que a esas horas de la mañana transita las calles del centro de Madrid.

El amor.

Acaso el amor sí que pueda explicarlo todo. Acaso explique que a tus pulmones fumadores ni siquiera les haga falta un descanso, que no reclamen aire, sino que se basten con la adrenalina que regala el enamoramiento, la pasión más feroz.

El amor todo lo explica, es cierto, tendrás razón y habrá que dártela. En realidad, preocupado con no perder de vista a tu Eleonore, hoy ni siquiera reparas en el exagerado número de cuerpos de suicidas que saltan desde las azoteas o desde las ventanas más altas para estamparse contra las redecillas tendidas sobre las calles por el ayuntamiento. Esa obsesión tuya por Eleonore te matará, Danilo. Hace más de un año que te divorciaste y sigues espiándola, como si en tu vida no hubiera ya más norte. Aunque ahora camines, aunque ahora ya no necesites correr para no perderla de vista, nosotros sabemos que no está bien, que lo lógico es que sigas haciendo tu vida y que continúes con tus investigaciones y que un día conozcas a otra mujer que pueda hacerte feliz, al menos tan feliz como pudo hacerte Eleonore hasta que las cosas se torcieron, haciéndose tristes añicos.

Se te dijo bien claro que estos espionajes no te harían ningún bien. Ninguno, aunque ahora vuelvas a correr porque has visto cómo Eleonore ha enfilado la calle Preciados, andando con buen paso porque se le debe de estar haciendo tarde. Desde esta distancia ves que camina distraída, hundida en sus pensamientos, sin percatarse de que una familia de suicidas ha saltado desde aquel balcón para caer a pocos metros de su propia cabeza. Padre, madre, hijo, los tres cogidos de la mano. Menos mal que estas mallas de goma son efectivas, suficientemente sólidas como para retener el peso de todo tipo de cuerpos y evitar que caigan sobre las aceras o el pavimento, escachando vehículos y viandantes. El propio Danilo Porter, venga, confiésalo ahora y no seas mentiroso, dudó de su efectividad cuando el ayuntamiento de Madrid decidió instalarlas en todas las calles donde hubiera edificios de más de dos pisos. Y funcionan, la verdad, son útiles, aunque ese hecho ahora mismo a ti no te interese porque solo piensas en que no tienes ni pajolera idea de hacia dónde se dirige tu Eleonore. No paras de preguntarte si habrá quedado con alguien, si tendrá una cita con algún pretendiente. Ni siquiera te distrae de tus cavilaciones obsesivas el desagradable ruido de la nuca de ese suicida al astillarse casi ahí mismo, sobre el techo de goma, a escasos dos metros de tu cabeza. El desagradable crack de sus vértebras, el pequeño espasmo epiléptico que precede a su muerte. Tu único faro es la silueta de Eleonore, aunque, sin querer justificarte, habrá que confesar que no eres el único a quien el espectáculo de los suicidas no interesa, no conmueve. Nadie, a esas horas tempranas de la mañana, hormigueramente ocupados en sus trajines laborales, presta atención a los cuerpos que vuelan. Nadie. Los vuelos son demasiado breves, segundos que son nada. Es moneda corriente en los tiempos que corren. Es el día a día en las ciudades. A la noche, los operarios del ayuntamiento recogerán los cadáveres y los trasladarán a los hornos crematorios de las afueras. Así es desde hace por lo menos un lustro, esta jodida pandemia campando a sus anchas. Pero en tu cabeza no hay espacio para seguir investigando sino para Eleonore, aunque Eleonore no te llame no te busque no te escriba no te eche de menos. Eres tú, erre que erre, con toda la perseverancia que imprime el amor intacto. Ay, Danilo Porter, ¿hacia dónde te conducirán tus arrebatos, tus demonios, tus fantasmas?

Corres de nuevo y te estás arriesgando porque no más de cien metros te separan ahora de Eleonore, aunque ella esté de espaldas. Si se diera la vuelta podría descubrirte. Consulta su teléfono móvil, busca algo, un número, una dirección. Acaso escribe un wasap, Porter, algo tan simple, corta por tu bien esa espiral de paranoias. No sufras, no dejes que las pirañas de los celos te mordisqueen la compostura. Respira hondo, enciende un cigarrillo, baja de la nube en la que estás y apártate raudo para que circule esa ambulancia, ¿no ves el repicar acuciante de las sirenas? Pega tu cuerpo a ese edificio, no te vayan a atropellar y tenemos un disgusto. Con toda seguridad, hacia el final de la calle Preciados, se habrá roto la malla y algún suicida estará boqueando sus estertores sobre la acera, despanzurrado, ajeno a la algarabía de mascotas callejeras que menudean entre sus vísceras para darse un festín. Ojo, Danilo Porter, que, a pesar de la confusión, Eleonore parece volver a reanudar su camino. Síguela. Persíguela. Llegados a este punto, no deberías defraudarnos.

Uno.

Dos.

Tres.

Cada tres segundos alguien se quita la vida:

Uno,

dos,

tres.

Mentiríamos si no confesáramos que el principio del fin fue aquel crecer desmesurado de sus pechos, aquellos pequeños senos que en apenas un año pasaron de considerarse limones o peras a llamarse melones, sin otra posible transición frutera con que paliar el vértigo de la vergüenza.

Laura de la Puerta, ya en su incipiente adolescencia, estampaba su nombre en la cartelería de los principales festivales de piano del mundo y sus diminutos dedos prodigiosos eran sinónimo de lleno seguro en cualquier auditorio. Traspasaba fronteras y lenguas con el ritmo feliz de su piano, fervorosamente aplaudido en aquellos elegidos rincones del planeta que lograban una actuación de la gran Laura de la Puerta.

Su hermoso aspecto aniñado, sus rizos rubios, su pequeña estatura, su cuerpo enjuto siempre a punto de romperse, hacían inimaginable su estupenda transformación cuando se sentaba frente al piano y sus manos mariposas desplegaban vuelos imposibles, mil gráciles movimientos que arrancaban grandes ovaciones. Sin desmayo, sin transición, sus dedos podían pasar del frenesí de la velocidad más inaudita a la lentitud más precisa, desde la suavidad a la pasión más incendiada sin necesidad de escalas, respiros o descansos, sin necesidad de pensamiento alguno. Como si en Laura habitaran dos pianistas, las dos caras de una misma moneda, personificación de Jekyll y Hyde, dos que conviven trascendiendo las necesidades técnicas de cualquier partitura.

Laura de la Puerta, icono para melómanos, confirmó su meteórico ascenso a los cielos prometidos de la música siendo una niña, y comenzó a descender a los infiernos de la depresión todavía siéndolo. El inusitado crecimiento de sus pechos no se correspondía con un general redondeamiento de sus formas haciéndose mujer, voluptuosamente mujer, sino que conservó su aspecto delicado, su cara de niña pequeña, su cuerpo enclenque y delgaducho, su baja estatura e, incluso, la ausencia regular de regla, pero con la salvedad de aquellos senos desmesurados.

Injusto, muy injusto desarreglo de la naturaleza que no habría tenido mayor importancia si, a pesar del apretamiento de los más variopintos sujetadores, no le impidiera a Laura de la Puerta desplegar, a lo largo y ancho del teclado del piano, la portentosa magia de su talento. Sus pechos enormes se habían convertido en una auténtica molestia, porque le dificultaban determinados movimientos de sus brazos y ralentizaban su habilidad, torpedeándola, incomodando su originalidad motora. Una lástima, una verdadera lástima ver naufragar toda esa maestría.

Consecuencia inevitable, la depresión fue alargando sus alas negras, sus negras alas de cuervo hasta hacerla perder su entereza. Su seguridad y su autoestima fueron sucumbiendo picotazo a picotazo, cuervo insaciable, cuervo inmisericorde, y en el plazo de un año, cuando comenzaron a publicarse las primeras críticas negativas describiendo la pérdida de frescura en las ejecuciones pianísticas de Laura de la Puerta, y arreció el goteo de cancelaciones de festivales y orquestas que hasta ayer se peleaban por contar con su nombre en los carteles, Laura era apenas un pajarillo de alas rotas, indefenso, ensombrecido por la alargada figura del cuervo principal, una depresión de órdago. Pena grande daba contemplar los pozos de sus ojeras, las abismales aguas del abatimiento, el demacrado rostro perlado de pesadumbre. Pena grande daba.

La batería de sedantes, tranquilizantes, antidepresivos y demás fulgurante medicación recetada por su psiquiatra la mantenían en un estado de somnolencia que la dejaba, sin embargo, sin vitalidad, arrastrándose desde su cama al sofá y del sofá a su cama, sin ganas de ver a nadie, sin ganas de conversar, sin voluntad para vestirse y arreglarse, o charlar y distraerse recibiendo visitas.

Su hambre se desató una noche hecha de pesadillas y empezó a comer a escondidas. Se atiborraba de cualquier clase de alimento. No solo pizzas que pedía por teléfono, sino toda clase de postres o bollería que estuvieran coronados por nata y chocolate. Engordó de inmediato, no solo por la copiosa ingesta de calorías con la que azotaba su cuerpo, sino por el estado de letargo en el que estaba hundida. El único rito diario que religiosamente cumplía Laura de la Puerta, saltándose esa sedentaria zozobra, era cerrar con llave su dormitorio, sentarse en su cómoda, frente al espejo, y desvestirse, despojándose del camisón con el que se cubría, para contemplar la oronda pesadilla de sus pechos desabrochando toda esa carne. Habían crecido tanto que ni siquiera se veía los pezones, que miraban con susto hacia el suelo, pobrecillos, ellos mismos aplastados por el volumen asfixiante de sus senos.

Entonces lloraba. Comedidamente. Nada de llantos ruidosos o histéricos. Apenas dos lágrimas estallaban en sus ojos para lentamente discurrir pómulos abajo hasta reunirse en su barbilla. Cogía sus pechos y trataba de apartarlos hacia los lados para intentar imaginarse sin ellos. Difícil deseo imposible.

Laura cada vez se acordaba menos de su madre. De los pechos de su madre. Había días en los que recordaba unos pechos también grandes, pero tolerables, sin llegar a la frontera de lo llamativo. Otros días recordaba los pechos de su madre pequeñitos, como mandarinas, y redonduelos y firmes. Sin embargo, ya no recordaba su cara. Y si miraba fotografías de su madre, tampoco la reconocía. La había olvidado del todo, del todo desde que muriera aplastada junto a su padre en el coche que conducían por la M—80, a pocos kilómetros de Madrid, cuando un camión perdió los frenos y se deslizó por la carretera hasta dejarla huérfana de sopetón. Solo tenía ocho años, solo habían transcurrido seis desde que fuera adoptada en un orfanato de Moscú del que Laura no tenía ni noticia ni memoria.

Pero Laura de la Puerta había tenido una vida feliz. Feliz porque no hay vida sin alguna desgracia. Sus intuitivas dotes para el piano la llevaron a un éxito temprano. Su agente, un cazatalentos norteamericano, timoneó con acierto su carrera, gestionándole las mejores actuaciones, las mejores grabaciones, los más altos cachés, los mejores hasta hacerse realmente millonarios. Ambos, millonarios ambos, porque Axel Robbins era su agente, pero también fue a veces padre paciente y, esporádicamente, amante atento entre los muchos amantes de Laura de la Puerta.

El único error, aunque gravísimo, de Axel Robbins, apenas un par de años antes de que comenzara el crecimiento de los pechos de Laura, fue haber apostado sus fortunas a un único caballo presuntamente ganador. Caballo que salió rana en vez de potro veloz: su banco, envuelto en las turbulencias desatadas por las hipotecas basura, sufrió una estafa descomunal que arrastró en su caída libre todas las inversiones de Robbins. De la noche a la mañana, de rico muy rico a pobre pobretón, quién habría de predecirlo. Para cuando quiso reaccionar y deshacer el entuerto, intentando salvaguardar del hundimiento algún puñado de dólares, la cruel crisis económica que se había desatado en todos los mercados le había respetado solo algunas posesiones, como su propio apartamento en South Brooklyn, muy cerca de Atlantic Street, en una de las zonas más caras de Manhattan. Pero ni por esas, porque en menos de lo que canta un gallo una tromba de bancos acreedores se encargaron de revender el inmueble tras ejecutar varias órdenes de impago y desahucio.

Hasta el último momento trató de ocultárselo a Laura. Aquella debacle financiera que arrastraba al mundo a las mazmorras oscuras del capitalismo más sórdido, unida ahora a la crisis artística de su pianista, los obligaba a una economía de urgencia que hacía inviable la intervención quirúrgica con la que soñaba Laura. Y si Axel Robbins le mintió fue piadosamente, fue para ganar tiempo. Al menos, tiempo. Pero en ese escaso tiempo ganado para unas cuentas que no salían Laura de la Puerta engordó su problema, nunca mejor dicho, porque a la depresión había ahora que unir un variado cuadro de dolencias causadas por una obesidad casi mórbida que dificultaba aún más su ya de por sí complicada operación de pechos. Desaparecieron amantes y novios. Se esfumó su autoestima.

Y fue por todo eso.

Por todo eso que hoy, frente al espejo de su tocador, el monstruoso cuervo de la depresión desplegó sus alas abarcadoras y le susurró al oído a Laura una solución. Una solución clara. El cuervo le secreteó al oído con una nitidez y un convencimiento indudables y hasta casi se diría que alegró el semblante pálido de Laura. Y Laura cogió de la cocina el cuchillo grande y mientras escuchaba embelesada la voz cercana y familiar y lógica del gran cuervo, del cuervo inteligente que daba instrucciones precisas, fue dándose tajos carniceros. Tajos.

Primero en su pecho derecho y después en su pecho izquierdo. Desde abajo. Sin ver en el espejo la sangre. Sin ver siquiera el dolor. Sin ver más allá porque, ver lo que se dice ver, Laura solo ve su pecho por fin sin pechos.

Antes de desmayarse, tras la figura del cuervo, también pudo ver su cara en el espejo. Y justo antes de cerrar los ojos, también pudo contemplar, con enorme satisfacción, junto al charco de sangre que rodeaba sus pies, aquellas dos torres de carne y grasa desparramadas por el suelo, deshaciéndose en sanguinolencias. Quiso escupirlas, en un penúltimo gesto de asco, pero no pudo. Las últimas fuerzas no le alcanzaron para reunir ese esputo de alivio.

Si alguien hubiera hecho algo. Si alguien se hubiera implicado. Incluso si Danilo Porter hubiera sabido del caso antes, con suficiente antelación, quizá la tragedia habría podido evitarse. O no, porque estos sucesos fueron extraños y llenaron páginas de los antiguos periódicos de papel durante más de un mes.

Unos seis o siete años antes de que sus investigaciones lo llevaran a Calibán, aquella pequeña isla en medio del océano Atlántico, se registraron los primeros suicidios en Rijalbo, un pueblecito arrinconado a la vera de un muelle pesquero que lo protegía de las marejadas. Rijalbo era una localidad que sobrevivía gracias a la pesca y al turismo propiciado por el submarinismo. Unas cincuenta familias vivían allí, en ese enclave al sur de Calibán, la menor de la decena de islas que conforman el archipiélago Malvinio. Isla Calibán, alrededor de unos 278 kilómetros cuadrados de tierra abrupta y acantilada, como comprobó Danilo Porter cuando estuvo allí con ocasión de sus indagaciones.

España, sumida por entonces en el desastre económico que congregó en el desempleo a la mitad de la población, había decidido, como la mayoría de los países, no hacer públicas las estadísticas de suicidios, una estrategia aconsejada por psicólogos que habían comprobado que hablar de suicidio llevaba a más de lo mismo. Por eso pasaron más o menos inadvertidos los primeros casos que se dieron en la remota Isla Calibán. Se consideraron normales, fruto de problemáticas personales o cuestiones económicas, motivos que estaban en la raíz de la mayoría de esas muertes.

Danilo Porter, incluso, contempló esta opción, hundido en el vómito de su último desastre amoroso, y fue precisamente su propio abatimiento y su insólita búsqueda de métodos para quitarse la vida lo que le llevó a convertirse en un auténtico especialista, en ese investigador que desde hace unos cuantos años persigue comprobar una sospecha y preguntarse qué demonios hay detrás de los abultados índices de suicidios que vienen registrando todos los países sin excepción. ¿Se debía todo solo al crack de la economía mundial que empezó a destrozar el planeta a partir del cambio de milenio? ¿Tenían razón los agoreros que fijaban en el año 2000 el principio del fin del mundo? Danilo Porter tenía muchas preguntas sin respuesta dentro de sus bolsillos y eso era un peso intolerable para su propia curiosidad.

Sus investigaciones, a título personal, porque ningún tipo de organismo oficial se lo había pedido, lo habían traído ahora a Isla Calibán, un destino que jamás habría entrado en sus planes a pesar de tan pacífico aspecto. Calibán, tan bucólica, habitada por poco más de cinco mil habitantes, en el transcurso de poco más de un lustro su población se había visto diezmada. Y, además, la isla en peso se había convertido en una especie de gran manicomio solo habitado por sordos.

Y dicen que la culpa la había tenido el mar.

Toda la dichosa culpa.

El mar.

Unos pocos años atrás, un tipo al que los calibanios apodaban Juan el Chingo por tener labio leporino, se arrojó por un acantilado convencido de que podría volar cual aguilucho. Se lanzó por los acantilados del norte tras correr unos cuatrocientos metros para ganar velocidad, como si fuera un avión. Quería volar desde Isla Calibán a Alemania, tras los pasos de una mujer llamada Celedonia Jesús, estimulante jovencita calibania que se había marchado tan al norte de la mano de su presunto novio teutón, un tal Hans Marcus Müller. Cuando muchas lenguas repiten una historia, sobre todo aquellas de las que se dispone de poca información veraz, ya se sabe, suelen deformarla hasta convertirla en leyenda, inventando por aquí y por allá. Danilo Porter averiguó que, efectivamente, el infeliz de Juan el Chingo se había matado al intentar volar, enamorado hasta las trancas de la tal Celedonia, arrojándose del pico más alto de los acantilados de Calibán. Pero también averiguó que lo apodaban “el chingo” porque tenía labio leporino y escupía al hablar, que la señorita Celedonia Jesús nunca le había hecho el menor caso y que el alemán, pieza clave de sus pesquisas, había existido realmente y había sido novio de Celedonia durante su estancia en la isla, pero que, un buen día, tal y como había aparecido, se desvaneció sin dejar rastro ni decir adiós a la pobre enamorada Celedonia, que no soportó ni el susto ni el engaño. Y la mujer despechada, al verse encerrada en aquella isla, sin posibles para ir tras él, acabó dándole de comer a los peces. Porque se fue al muelle viejo, donde aún quedaba una antigua escalera en desuso, y se amarró a ella cuando la marea estuvo baja. Y después cogió el extremo del cabo y lo amarró al fondo, a una de las varias anclas allí abandonadas, y esperó a que la marea creciera, alta, para dejarse ahogar, atada por un brazo a la escalera y por su tobillo derecho al ancla del fondo, así, toda estirada, espectáculo para los peces grandes y pequeños que, al segundo día, no dudaron en empezar a mordisquearla. Y si Juan el Chingo pensó que se había ido es porque todos lo pensaron y nadie imaginó que Celedonia, en la vorágine de su desespero, había decidido ser pasto de peces y tiburones en el fondo abandonado del muelle viejo. Nadie. Porque en menos de un mes tampoco había allí ni guiñapo que llamar Celedonia, porque una jauría de tiburones de alta mar, alertados por el festín de comida fácil, la habían desmenuzado a dentelladas. Si hay hambre no hay hueco para la misericordia, como todo el mundo sabe.

Faltaríamos a la verdad si no dijéramos claramente que Danilo Porter también se interesó por el tema general del suicidio cuando se decidió a planear el suyo. Su último fracaso amoroso, el tercero en realidad, lo hizo sentir tan culpable que un buen día, frente a su ordenador, se sorprendió consultando páginas web que explicaban con detallada profesionalidad múltiples modos de quitarse la vida. Caros y baratos. Sangrientos y limpios. Fórmulas graciosas y fórmulas dramáticas. Desde las muy típicas, como cortarse las venas o envenenarse, a otras más o menos originales. Había, incluso (y sirvieron a Danilo Porter como menú de lectura durante bastante tiempo) páginas web que ofrecían al usuario la descarga gratuita de notas de suicidio ya redactadas con destino al jefe cabrón, a la esposa infiel, al amigo, a la suegra, a los padres, allanando el camino del futuro suicida hasta extremos increíbles. Había notas de suicidio que eran un prodigio de artificiosidad narrativa, propiciando tonos más o menos logrados donde el futuro suicida se mostraba enrabietado y su ira se canalizaba al estilo del realismo sucio, asentada en mil tacos tales como hijos de puta y grandes cabrones de mierda, os juro que desde la tumba escupiré en vuestras almas a otras más líricas, extraídas de la inspiración más romántica, tomadas casi directamente de la sangre enamoradísima del joven Werther, con frases ditirámbicas de este jaez: ¡Abandono este mundo sin consuelo, este mundo cruel! ¡Adiós, amigos! ¡Adiós amor mío! Me alejo de este espanto mientras veo mi roja sangre fluir y musitar tu nombre inmortal…

Es cierto que Danilo Porter pasó más de medio año rumiando en serio la posibilidad de acabar consigo mismo, pero la propia comicidad con que algunas páginas de internet trataban el asunto, le arrancaron sonrisas sinceras. Una falta de “tragicidad” que propició en él cierta desdramatización del suicidio, restándole ánimos. Vio, casi sin querer, la esperpéntica caricatura de sí mismo en que se estaba convirtiendo.

Por eso abandonó la idea. Quiso borrarla de raíz de su mollera. Para suicidarse siempre habría tiempo, se dijo, y, además, no quería que su propio suicidio pudiera engrosar estadísticas más o menos ocurrentes en aquellas webs casi satíricas. Se imaginó objeto del sarcasmo más cruel, el detective que se suicida tras seguir unas pistas que lo llevan a descubrir sus propios hermosos cuernos, el investigador que había sido inteligentemente engañado por su última esposa. Pero a Danilo Porter no lo habían engañado. No que no. Un poco de respeto, oiga. Sin embargo, si se suicidaba, él ya no podría dar explicaciones ni aportar pruebas ni ofrecer su versión de los hechos. Solo podría ser el hazmerreír de navegantes varios que malgastaban su tiempo en la red, y esa cómica inmortalidad digital, la del investigador que se suicida tras descubrir la burla de su propia esposa, recorrería la blogosfera llenándose de comentarios jocosos. Solo imaginar ese destino gracioso, de blog en blog y de tuit en tuit, de muro en muro y de email masivo en email masivo, restó ánimos a su trágica determinación. No. Danilo Porter, al menos por ahora, no se suicidaría. Sin embargo, sus navegaciones y cabotajes por internet despertaron su interés por la creciente ola de suicidios, mejor decir auténtico maremoto de suicidios, que estremecía al mundo, y su natural curioso hizo el resto. Dedicaría al menos su tiempo libre a averiguar qué estaba ocurriendo, por qué el índice de suicidios se había sextuplicado a lo largo de los primeros años del tercer milenio y viviría holgadamente de sus informes para las mutuas de la Seguridad Social española, siempre tratando de cazar in fraganti a todos esos que disfrutaban de unas inmerecidas vacaciones a costa del Estado gracias a dudosas bajas laborales.

La verdad es que había mucho tiempo libre en la soledad de Danilo Porter. Después de los casi dos años que había durado su matrimonio con Eleonore, la peor de sus ex esposas y, sin embargo, la más que amó, ni siquiera tenía muy claro qué hacer con el tiempo que ahora se le desparramaba por todas las esquinas de su vida. Eleonore lo había llenado todo, todo lo había rebosado, y Danilo Porter, justo ahora lo descubría, se había acomodado al tipo de vida que ella había prefabricado para los dos.

Contemplaba los imanes que ella había dejado en la nevera de su piso. Unos imanes feos, resueltamente horteras, que imitaban las formas de diversas frutas y hortalizas: una naranja, una lechuga, una zanahoria. Del imán—naranja pendía una breve nota de amor que él le había escrito cuando más roto estaba por la separación.

Amada Eleonore,

Quiero escribirte las más bonitas palabras de amor. Las palabras que todos los enamorados del mundo quisieran escribir, las palabras de los amores imborrables.

El amor grande rompe la línea del tiempo. Abre un hueco y en él se acomoda para siempre. En ese bucle pervive, eterno e inolvidable, y da igual que concentremos todas nuestras fuerzas en olvidarlo porque ese amor ni siquiera está ya dentro de nosotros, dentro de mí, sino que está fuera, en ese incómodo lazo del tiempo, siempre inaccesible, que funda su propia infinita raíz. Yo amé tus sabores, olores y colores, y porque los amé los amo, y porque los amaba los amaré, mi instante frenético de luz. Ese amor me hizo saber del amor. Del amor mayúsculo.

Te añoro siempre. Te recuerdo siempre. Y siempre estoy contigo, haga lo que haga, presencia constante. Tu cuerpo, tan pequeño, volvió reposo lo que siempre fue búsqueda. Amarte sin respiro llenó mi vida. Descubrí que eres mi principio y mi final. Si añoro tus besos pienso en tu saliva. Si recuerdo tu olor me nace el hambre. El deseo solo lo pronuncia tu nombre, solo se dice a tu manera. Es tu cuerpo el que musita música. Ah, ese ardor impronunciable, blanca sábana de mi alegría. Te quiero porque te quise y te quiero en presente, pasado y futuro, y es peor que lástima, peor que tristeza, saber que tú no me amaste igual, que nuestro amor solo a mí me sacó del tiempo: relámpago, instante de fruta, paraje postrero del alma llena. Quererte hasta nunca decir basta, morirme con este amor intacto en esa curva del tiempo.

Mientras él se había sentido poeta, Eleonore había hecho las maletas. Mientras él le daba vueltas y más vueltas a la certeza de que ella no lo había querido nunca, Eleonore había recogido minuciosamente todos sus enseres, desde el champú que aseguraba permanentes rizos perfectos a la última de sus bragas. Como últimos vestigios de su breve matrimonio quedaron los ridículos imanes de la nevera y el anillo de compromiso que Eleonore abandonó sobre la mesa de la cocina y que así, tan sin sentido, tan fuera de lugar, a Danilo Porter le pareció el objeto más triste de este mundo.

Telefoneó a Eleonore numerosas veces para intentar una reconciliación. Se arrastró por el fango de su despecho. Su mente enamorada trató de olvidar y justificar la infidelidad de Eleonore, a pesar de las pruebas que él mismo había reunido. Volvió a arrastrarse, enamorado, por los lodazales de la humillación, pero en ella no encontró sino indiferencia, altivez, egoísmo. Y pensó varias veces en escribirle una nota de suicidio y culparla de su muerte y, cada vez que ideaba esa nota, cada vez que emborronaba algún folio con sus rabias, más ridículo se sentía. En su relación era más que evidente que siempre había sido él quien bebía los vientos por ella, enganchado a su modo de actuar caprichoso y terco. Porque, salvo en la cama, siempre discutían. Solo el cuerpo de Eleonore, el sexo que ambos desplegaban, acallaba los grandes problemas de convivencia que los enredaban. Escuchar sus suspiros al ritmo de la penetración, sentir su aceleración a medida que se precipitaba el orgasmo y sentir el caldo en que se convertía Eleonore, empantanando las sábanas y calando el colchón, enorme y contagioso manantial de sexo a espuertas, era algo que Danilo Porter solo había sentido con ella. Esa indómita fuerza de la carne que lo ataba a ella, impulsándolo a hacerle el amor todos los días, todos, durante el tiempo que duró su relación, esa misma tenaz inercia de la pasión es lo que acabó enfermando su vida.

Al principio de la separación casi no podía respirar. Le dolía el pecho, agrietado por el desamor, y el aire no llegaba a todos los vericuetos de sus pulmones. Bajó once kilos en dos meses y medio porque su estómago tiritaba y no sentía hambre. Cumplió todos los tópicos del amante abandonado y, acaso su peor momento, el instante en que tocó fondo, fue aquella noche en la que desplegó todas sus fotos de pareja sobre la mesa de la cocina y se puso a llorar mientras tomaba largos tragos de Jameson. Justo antes de sentirse demasiado borracho jugueteó con el cuchillo jamonero, cuyo filo posó sobre su muñeca izquierda, seguro de que ni todo el whisky del mundo habría de darle el valor suficiente como para segarse las venas. Añadió las fotografías en las que Eleonore aparecía abrazando a un tal David y su estómago, hirviendo una montaña de grados de alcohol, acabó de arder. Incendio de arcadas. Solo le dio tiempo de levantarse para vomitar sobre la loza sucia que había en el fregadero de su cocina.

No lograba odiarla. A veces hay tanto amor que es imposible dar ese paso. A pesar de que la vida con ella era insufrible y que Eleonore era incapaz de pensar más allá de sí misma, la amó tanto que llegó a decirse que el sexo tan pletórico que disfrutaban bastaría para hacer de ellos una unión feliz y perdurable. Engañarse es gratis y hasta por eso mismo, demasiado habitual. Y decirse que Eleonore no lo quiso nunca lo bastante le hería, saber que, hiciera lo que hiciese, su relación era imposible, era una realidad que apretujaba su corazón hasta el ahogamiento.

Pero decidió vivir. Vivir aún sin olvidarla, dando tiempo para que la presencia de esa adicción llamada Eleonore fuera desapareciendo y llegara el día en que al menos podría presumir de vivir sin que su recuerdo le agitara la respiración. Eso se repetía, sin descanso, sobre todo en los momentos en que se sentía desfallecer y su propia mente trataba de convencerlo de que la telefoneara, de que ya había dejado pasar un tiempo y de que, acaso también ella, quisiera dar marcha atrás y recomenzar. Pero no, no te engañes, Porter. Nada que precise el concurso del tiempo es tan fácil.

Y en esos primeros años del siglo XXI en que Danilo Porter volvió a la soltería, France Telecom comenzó a levantar en el número 15 de la céntrica Rue Fasquelle de París su nueva sede, el primer edificio antisuicidios que se construía en el mundo. Los suicidios habían sido tan abundantes en el seno de la compañía francesa que la mala prensa y la imagen espeluznante que habían provocado lograron, en menos de un año, que los beneficios que la empresa generaba acabaran recortándose a la mitad. Y eso sí que no. Y eso sí que no podía permitirse, que para eso había unos accionistas que, cual polluelos, exigían avaros a la madre que regurgitara su alimento.

El caso de France Telecom, junto con el enigma de Isla Calibán, fueron los primeros en generar verdadero entusiasmo en el alma investigadora de Danilo Porter. Al detective que era no le gustaban los misterios y por eso se puso a indagar en la historia reciente de France Telecom hasta descubrir que la compañía, después de su privatización, había pasado a manos de un consorcio empresarial poco conocido pero que, curiosidad de curiosidades, tenía entre sus principales socios a unas mujeres de las que solo se rumoreaba que eran viudas, millonarias viudas que habían heredado las fortunas de sus maridos. Y aunque los maridos de estas viudas habían fallecido hacía bastante tiempo, de ellas poco o nada se sabía, al menos oficialmente, aunque corría el rumor de que eran las esposas de célebres dictadores del siglo pasado, y ese rumor fue el primer hilo de la madeja que Danilo Porter se había propuesto desenmarañar. Se preguntaba, agitado por la curiosidad, qué interés podrían tener aquellas damas en dominar una compañía francesa de telefonía. Y se preguntaba, además, cómo había podido fraguarse ese Pacto de las viudas y, aún más, por qué coincidía en el tiempo la conquista de France Telecom tras un declive económico financiero vertiginoso con una ola de suicidios entre los empleados de la compañía, una ola suicida tan escandalosa que sus nuevas propietarias acordaron la edificación urgente de una nueva sede libre de suicidios.

A la intuición de Danilo Porter le crecían sospechas por doquier. Su imaginación tenía ganas de desatarse. Y, además, durante aquellos momentos de abstracción en los que su mente se concentraba en escudriñar documentos y atar cabos sueltos, se sentía otra vez encajado en su yo, felizmente siendo él, él a solas, sin la sombra de Eleonore planeando sobre todo lo que había sido, es y será.

Es demasiado impúdico saber que no te quieren. El alma se pone del revés, se sienten las costuras, y esa fragilidad que acecha cada paso, cada movimiento, solo espera el momento del traspié, el instante en que baja la guardia y te inunda la zozobra, ese desasosiego tan incómodo. Y en eso meditaba Danilo Porter cuando arribó a Isla Calibán. Por un lado, siguiendo el extraño hilo de sus intuiciones y, por otro, huyendo de la fragilidad de sus propios remiendos. Todavía, a veces, le subía un temblor de pánico y temía romperse, estallar por dentro hasta deshacerse. Se había pasado un par de años intentando que Eleonore lo amara de un modo tan convencido que él no sintiera sino felicidad, y nunca esa insatisfacción continua tan desagradable. Como la del niño que estira su pequeño brazo para alcanzar un objeto y no llega. Está a punto, pero no llega. Siempre falta un poco, esos centímetros, los suficientes como para sentir que algo no marcha.

El avión, un turbohélice ruidoso de fabricación francesa, aterrizó en el aeropuerto de Calibán rebotando sobre la pista, golpeado por las rachas de viento procedentes de la mar cercana. El susto lo sustrajo de sus deprimentes cavilaciones sobre el amor. En cuanto el piloto apagó los motores y desapareció la vibración producida por las hélices, antes incluso de empezar a bajar del avión, Danilo Porter pudo escuchar el ruido, otro ruido que fue llenando sus tímpanos como una inundación. Cuando puso el pie en tierra, esa tierra negra y volcánica de la isla, el murmullo alto del mar, el marmullo, entró en su vida.

Esa música alta del océano. De golpe, en tromba, hacia la raíz de sus tímpanos.

Se dirigió hacia la terminal, tan pequeña que parecía una pieza de una casita de muñecas, y recogió su equipaje. Una sola maleta con ropa, distribuida a medias entre vestimenta deportiva, algo más formal para ocasiones especiales y su neceser de cuidados personales, con sus cremas para la cara, los ojos y las manos, junto a su inseparable perfume afrutado. Podría considerarse una excentricidad, pero Danilo Porter siempre había sido un consumidor de cremas, potingues y ungüentos varios para la piel y, ahora que había cumplido cuarenta años, cayó en la cuenta de que ya llevaba al menos diez utilizando esos productos de belleza y cuidado personal que una vez fueron casi territorio exclusivo de las mujeres.

Quizá fuera cierto que su apariencia, siempre más joven, pudiera deberse a esos cuidados diarios, porque siempre que hacía una maleta lo primero que ponía eran sus afeites, primorosamente dispuestos en un neceser de piel que había comprado en la tienda que Bulgari tenía en la Vía del Corso de Roma. Una buena inversión y un capricho caro, porque también de esas pequeñas manías estaba hecha la vida y estaba hecho él, pequeñas manías válidas también para ordenar una vida que demasiado a menudo se desordena para condenarnos a la desorientación.

Abrió la maleta para introducir su Kindle, aunque la verdad es que durante el vuelo desde Isla Mayor, capital del archipiélago Malvinio, a Calibán, tan corto, apenas había leído nada de los doscientos títulos que se había descargado. No sabía cuánto tiempo debería pasar en la isla, y por eso había escogido un poco de todo, incluso una guía de la isla firmada por un tal Alameda del Rosario, conocido en su casa a la hora de comer.

La intención de Danilo Porter era abreviar su estancia, pero no se iría hasta esclarecer los hechos que situaban esa isla insignificante en medio del Atlántico en el epicentro suicida del mundo.

Su primera sorpresa surgió nada más subirse a un taxi, a la salida del aeropuerto. El taxista, un hombre que debía rondar los sesenta años, lo saludó mostrándole un mapa de la isla, pero sin hablar. Él señaló el sur, una localidad llamada Rijalbo. Entonces el taxista dio la vuelta al mapa y señaló la tarifa: 35€. Danilo Porter dijo de acuerdo, pero tampoco recibió respuesta. Durante el camino, unos 45 minutos de trayecto, comprobó su primera impresión: el taxista era sordo y, posiblemente, mudo.

La carretera serpenteaba por las laderas abruptas de la isla. Primero ascendieron un buen rato, hacia las cumbres, y después descendieron hasta llegar al nivel del mar. Tantas curvas impedían circular por encima de los treinta o cuarenta kilómetros por hora, pero, aunque hubiera sido de otro modo, los lentos ademanes de su taxista no sugerían que aquel hombre fuera un as del volante. Tenía la cara llena de arrugas. Una cara solemne, tranquila, sin crispación. Como si el taxista estuviera en otro mundo y estuviera en aquella otra realidad solo de paso.

Danilo Porter, con el mapa de la isla en sus manos, fue comprobando los lugares que iban recorriendo, y así fue haciéndose una idea cabal de la geografía de la isla. Para llegar a Rijalbo tenían que recorrer parte del norte, las cumbres y después descender hacia el sur por laderas de coladas de lava. Primero atravesarían el verde de los frondosos bosques de laurisilva y, después, la aridez volcánica, un singular contraste de paisajes inexplicable en tan pocos kilómetros. Por eso su certeza de que aquella isla sería un infierno se deshizo tan rápido, cautivado por la belleza auténtica de los parajes que estaba recorriendo. Sin embargo, sintió el aislamiento y, por un segundo, tuvo miedo, miedo a no poder salir de aquella isla que, también, en algunos libros y mapas antiguos consultados en Google, comprobó que también llamaban Isla Menor.

En aquel gran solar parisino de la Rue Fasquelle habían instalado un enorme cartel con la fotografía de la maqueta del edificio que se convertiría en la nueva sede de France Telecom. Proyectado por un estudio de arquitectura de Abu Dhabi, la prensa gala explicaba todos los pormenores de la futura construcción, pero no insistían en su belleza o modernidad, sino en el sinfín de detalles ideados por el estudio arquitectónico para impedir que los empleados pudieran suicidarse. Las ventanas, por ejemplo, no podrían abrirse, como en los hospitales. Tampoco había patios interiores a los que arrojarse en los momentos de desesperación. Los jardines que rodearían la construcción habían sido diseñados para amortiguar el golpe de cualquier presunto suicida, con árboles de diversos tamaños, matorrales y un mullido césped, de manera que quien se tirase rebotaría de árbol en árbol, descendiendo poco a poco hasta llegar al suelo, colchón vegetal para frenar esas macabras intenciones. Con la construcción de aquel inmueble la compañía telefónica francesa había logrado mejorar su imagen corporativa, hecha añicos no solo por la ola de suicidios de trabajadores, sino por las investigaciones policiales y judiciales, las huelgas y las acusaciones de acoso al personal que la dirección de la empresa no había sabido cómo acallar.

El inmenso solar estaba ahora repleto de grúas, máquinas excavadoras, bulldozers y grandes camiones amarillos que retiraban escombros, además de un montón de obreros con monos azules y cascos de color naranja que parecían hongos, pequeños hongos brotando en la tierra húmeda. Unos atareados obreros que no pudieron ver la lujosa limusina que se detuvo unos instantes a la entrada de la obra para que sus inquilinas, amparadas por el misterio de los cristales oscuros del coche, pudieran quitarse brevemente sus gafas de sol y observar orgullosas la buena marcha de las obras que financiaban. De haber podido verlas más de cerca, cualquiera habría concluido que aquellas mujeres, a pesar de su edad, habían inspirado su look en las series televisivas de principios del siglo XXI, calzadas con manolos y tocadas con pamelas y en sus regazos, bolsos de Vuitton, Chanel, Dior y Hermès, pues eran asiduas expertas en cazar las novedades de las más selectas boutiques de la 5ª avenida neoyorquina.

Por aquellas mismas horas Danilo Porter dejaba sus maletas en el ático de los apartamentos Mareas Brujas, ubicado en Rijalbo, donde había decidido alojarse. Estaba cerca del mar y era un inmueble pequeño, con solo seis apartamentos, más familiar, porque Danilo Porter había preferido ese tipo de establecimiento que algo más masificado, como un hotel con piscinas y spa y cava a la hora del desayuno. Cambió la posibilidad del lujo por la más entrañable cercanía de aquel hostal tipo pensión que, sin embargo, regalaba desde sus dos áticos unas preciosas panorámicas del océano Atlántico.

En su primer paseo por la localidad pesquera comprobó la tranquilidad de la vida en aquel lugar y por eso, a primera vista, le costó entender que casi diez años atrás fuera aquella isla la primera en registrar repentinos e inexplicables suicidios. Además del taxista, un tipo sordomudo, pero al mismo tiempo hospitalario y aparentemente normal, Danilo Porter había sido recibido a su llegada a los apartamentos por Pastora, una mujer de unos cuarenta años, encargada de atender a los huéspedes. Le dio la bienvenida casi gritando y le dejó un juego de toallas limpias, ofreciéndose amablemente e insistiendo en que si necesitaba más no tenía sino que decírselo y que, en caso de que ella no estuviera en el bajo no tenía sino que dejarle una nota por debajo de la puerta, que ella, aunque no viviera allí, pasaba casi todos los días, aunque ahora mismo Danilo Porter fuera el único inquilino del hostal. Todo eso le explicó y todo eso le dijo, porque Pastora hablaba alto y rápido y fumaba aún más rápido, como si la vida, y no la muerte, le fuera en ello. También le indicó las direcciones de un par de supermercados y de un par de restaurantes, aunque Danilo Porter sabía, por la guía de Alameda del Rosario, que al menos había tres. También en aquella guía, curiosamente titulada Calibán o el naufragio de los mapas, Danilo Porter había encontrado esos apartamentos donde ahora se alojaba, aunque la verdad es que los había elegido porque la guía los desaconsejaba sospechosamente, insistiendo en otros establecimientos con un descaro que a Danilo Porter le había parecido injusto, motivo seguro de alguna querella personal. De hecho, el ático alquilado tenía unas espléndidas vistas al océano, y desde la terraza, dada la precaria iluminación del pueblo, podía columbrar las estrellas con una nitidez que las hacía cercanas, casi al alcance de la mano. Deshizo su maleta, colocó sus cremas y afeites en el orden habitual y se calzó unas zapatillas deportivas para caminar. Su primer paseo por el pueblo tendría un destino poco habitual: el cementerio.

La mala fama de la isla, isla del infierno, isla nada, isla menor, isla manicomio, isla de los sordos, había destrozado el negocio del turismo y, en cierto sentido, tras la debacle, había condenado a aquella isla a un olvido prematuro. No encontró turistas en su deambular por el pueblo, pero, además, los lugareños lo observaban con curiosidad. Sin descaro, pero con cierta curiosidad.

En el camposanto, una vez frente a la tumba de Armando Monteliú, Danilo Porter recordó las viejas noticias que había leído sobre el párroco de la isla, condenado por el Vaticano por sus declaraciones, en las que muy convencido había asegurado que aquella isla en medio del Atlántico era un conducto de ida y vuelta hacia el infierno, verdadero reducto del Maligno en este planeta. A Danilo Porter le habían parecido más que interesantes los vaticinios del cura, que fue capaz de predecir la sordera que enloqueció a muchos habitantes de la isla. El mismísimo Papa firmó el edicto que confirmaba la locura de don Armando, que saltó a la fama internacional después de conocerse su costumbre de cortar las orejas a los perros de la isla y de que él mismo, en el colmo de su enajenación, se arrancara de cuajo las suyas. Loco, perdidamente loco acabó este hombre antaño juicioso, autor de un tratado sobre posesiones infernales y exorcismos unánimemente alabado por la curia internacional, con un decálogo muy útil para erradicar los bajos instintos de la pedofilia que tanto habían hecho temblar los cimientos de la iglesia.

Danilo Porter volvió a su habitación, hizo algunas anotaciones en su agenda electrónica y decidió dormir, acunado por el sonido de las olas, un sonido que, durante su sueño, subió de volumen.

El jeep, un inmenso Audi Q7 negro, relucía bajo el tórrido sol del trópico. Avanzaba tan rápido por las carreteras que cruzaban las plantaciones de tabaco cubano que los peones apenas sentían el murmullo del motor, un fogonazo rutilante que los cegaba y una pequeña nube de polvo como atada a las ruedas traseras del vehículo. Solo eso veían. Después volvían a la recogida de hojas de tabaco. Y decían:

—Seguro que era la señora Fidela.

—Seguro.

—Seguro que era la señora quien iba en ese carro tan bonito.

—Seguro. La señora Fidela.

—Seguro.

Dentro del lujoso vehículo, ahora en dirección a La Habana, la señora Fidela atendía su teléfono móvil para recibir una llamada desde el estado norteamericano de Virginia, destino último de la ingente cantidad de hojas de tabaco que producía Cuba.

—Hola querida, ¿todo bien?

—Todo marcha según los planes.

—Según los cálculos de Mirjana, este año ganaremos aún más dinero. La tristeza y la depresión alientan las ganas de fumar.

—Sí, querida, menos mal que el mundo nos tiene a nosotras. Te dejo, estoy a punto de llegar al aeropuerto. Ya sabes que no aguanto esta isla, esta Cuba pobretona. A veces pienso que todas las esquinas de La Habana huelen aún a mi marido, en paz descanse.

Las carcajadas sinceras que resonaron en el celular hicieron que Fidela apartara de su oreja la Blackberry. Y después añadió:

—Nos vemos en Nueva York. Llegaré a la hora del brunch. Hasta pronto, querida.

Unos cuantos años antes, en su laboratorio de Calibán, el científico germano Hans Marcus Müller había descubierto cómo adulterar genéticamente las semillas de tabaco. No se trataba de producir más tabaco en menos tiempo, ni siquiera que la planta creciera más rápido o con menos agua. Tampoco el motivo de la alteración genética era lograr un tabaco más adictivo o más oloroso o con menos humo o con sabor a mango o sandía o melón. No. Hans Marcus Müller trabajaba en la mejora de una sustancia química indetectable que, sin embargo, una vez fumada, aprovechando la combustión del cigarrillo, produciría en los testículos de los hombres una reacción que provocaría una pandemia de infertilidad. Con ese propósito trabajaba de sol a sol Hans Marcus Müller, genio de la genética, antiguo novio de juventud de Celedonia Jesús, involuntario responsable de la muerte de Juan el Chingo y de la propia Celedonia Jesús, allá en Calibán, esa isla tan lejana que a Hans le había servido para ocultarse de los ajusticiamientos a los nazis que se habían impuesto en su país. Pero si ese había sido su pasado pobre, su presente, ahora que su avanzada vejez le obligaba a utilizar gafas para combatir su vista cansada, le había abierto las puertas del oropel y la abundancia gracias a su acuerdo con las viudas, un contrato en el que, a cambio de silencio y sustancias químicas, él y sus descendientes disfrutarían de todo el dinero que pudieran gastar.

Danilo Porter despertó con una puntada en su cabeza. Nada más abrir los ojos sintió el sonido del mar y le pareció alto. Se asomó a la terraza del ático que había alquilado y comprobó que desde alta mar llegaba a tierra un viento raso que encrespaba oleajes que se estampaban con barahúnda ensordecedora contra la costa acantilada. Volvió al interior, rebuscó en su neceser hasta encontrar los blísteres de paracetamol y se tomó dos, no fuera a ser que aquella palpitación de su cabeza acabara por convertirse en una jaqueca de las fuertes, una de esas que le impedían abrir los ojos porque hasta la claridad le dolía. Comprobó, hipocondríaco, que había traído a la isla todo su variopinto catálogo de medicamentos. Del mismo modo que nunca viajaba sin sus cremas antiarrugas, tampoco olvidaba el paracetamol, el ibuprofeno, unos antibióticos y el omeprazol, porque a veces su estómago se encasquillaba de tal modo que solo podía volver a comer si se protegía de sus propias pantanosas digestiones. También colocaba, siempre, en su maleta, un espray fungicida, porque de vez en cuando rebrotaba un hongo en su pie derecho que, al parecer, cogió en un hotelucho en el que se había alojado la última vez que pernoctó en Roma. Esos baños comunitarios, aunque uno se duche con chanclas, son siempre peligrosos, pensó mientras se afeitaba. Primero la espuma, bien dispuesta sobre el rostro durante un par de minutos casi cronometrados. Tras el afeitado, la loción que aliviaba el escozor de la hojilla y prometía efectos rejuvenecedores en la piel. Después, antes de ponerse perfume, otra de sus cremas, esta vez para fortalecer el contorno de los ojos.

Vestido con camisa oscura, blazer y pantalón vaquero con zapatos mocasines, se miró al espejo. Un tipo serio, pero al mismo tiempo cercano. Justo la impresión que buscaba causar. Se dirigió a la vivienda de Catalina Prieto, situada a las afueras del pueblo de Rijalbo. Según sus informaciones, Catalina Prieto había sido la colaboradora más cercana de Armando Monteliú desde que llegó a Calibán. Catalina Prieto, la primera persona a la que el párroco había intentado cortar las orejas.

Ella misma abrió la puerta. Danilo Porter se sorprendió al encontrarse con una mujer de edad impredecible, acaso rondaría los cincuenta años, realmente guapa, con un moño alto que dejaba caer su pelo negro a un lado de la cabeza. Vestía pantalón de pinzas y una camisa azulona cuyos botones parcialmente desabrochados insinuaban un escote bonito, sin atisbo de piel arrugada, esa piel agrietada que Danilo Porter había visto en algunas mujeres, cuando el peso de los pechos comienza a estirarla y resquebrajarla hasta hacer riachuelillos de estrías. Catalina Prieto estaba sutilmente maquillada, muy poco, lo justo para enaltecer sus rasgos bellos, el brillo de su piel morena. Danilo Porter pensó, sencillamente, que estaba perfecta. Perfecta para ser las diez de la mañana, vivir en un pueblo perdido en una isla casi inadvertida en muchos mapas, y no saber que hoy tendría visita. Todas esas sospechas refunfuñaron en su olfato de detective, aunque también pensó que era difícil vivir así, sin fiarse de nadie, y casi, muy de refilón, asomó a su alma el siempre inoportuno nombre de Eleonore.

Me llamo Eva y soy la esposa del hombre más famoso del siglo pasado. Lo soy. Sigo siéndolo, aunque Adolf esté muerto. Ni siquiera me considero su viuda. No. No lo seré nunca. No seré su viuda porque Adolf es el hombre más célebre del siglo XX y por eso sigue vivo. Si escribo su nombre en el buscador de Google no me alcanzarían mil vidas para leer todas sus entradas. Artistas, cineastas, novelistas, historiadores, biógrafos, fanáticos, todos le rinden tributo en sus obras. Soy la esposa de un hombre inmortal, así de simple. Y por eso yo, que lo aguanté en vida, no me considero su viuda. Soy Eva, Eva Braun, y punto.

Y no. No me suicidé en el dichoso búnker. Es lo que Adolf quería, como hizo con su primera esposa, la pobre de Geli, tan joven. La estúpida se suicidó cuando supo que estaba embarazada de Adolf. Yo no me pasé la vida tolerando sus infidelidades y sus delirios de grandeza para morir en un búnker y que me comieran las ratas. No sé durante cuántos años me estuvo poniendo los cuernos en mis narices con esa estirada inglesa, Unity Walkyrie, aunque ésta tuvo su merecido. Por zorra. Que Adolf no se anda con miramientos. Le pegó un tiro cuando empezó la II Guerra Mundial porque se puso de parte de su país y le confesó que detestaba a Alemania y a todos los alemanes salvo a Adolf. Y Adolf nunca permitió esas blasfemias. Le pegó un tiro en la boca, en su boca sucia para que callara para siempre. Que se joda, que por su culpa me pasé más de media vida humillada. Bueno, por su culpa y por culpa de Inga, aunque Inga me caía mejor. Yo sabía que Adolf la tenía de amante, claro que lo sabía, pero como Inga estaba casada pues no sé, no la veía como rival. Además, era tan guapa que se convirtió en una de mis debilidades, y más de una vez yo también sucumbí a su cuerpo, los tres en la cama, sobre todo cuando Adolf volvía a casa enfurecido por alguna desavenencia o por los derroteros que había tomado alguno de sus planes, alguna de sus batallas, alguno de sus poquísimos amigos. Nunca he entendido por qué los biógrafos de Adolf le suelen achacar poca hombría. Adolf, extremadamente bien dotado, enamoró a cuatro mujeres en su corta vida, y dejó un reguero de hijos a los que es imposible seguirles la pista porque lo primero que hicieron tras su muerte fue borrarse el apellido. No, señores biógrafos, se equivocan. Mi Adolf era muy hombre, sí que sí, que para eso soy su esposa. En los varios tríos que hicimos con Inga, Adolf fue siempre capaz de darnos nuestra respectiva ración. Además, yo le daba seguridad. Cuando se acurrucaba en la cama y yo lo abrazaba, pegado a mi cuerpo cual niño pequeño que huye a la cama de sus padres tras sufrir una pesadilla, yo sentía que Adolf me necesitaba, que necesitaba que yo aprobara sus movimientos. Por eso se acostaba con Inga y por eso el marido de Inga miraba para otro lado y decía ojos que no ven corazón que no siente. Si no hubiera tenido mi aprobación y mi participación, Inga no habría durado tanto, no habría pasado de encuentros ocasionales. Adolf me amaba a mí. A mí me amaba de ese modo profundo que crea una dependencia inolvidable. Por eso cuando llegó la hora me hizo caso y en aquel búnker horrible se pegó un tiro, delante de mis narices se voló la tapa de los sesos. Todavía recuerdo aquellos trozos blancuzcos y sanguinolentos de su cerebro sobre mi cara, cuando él creyó que yo me había tomado esa ampolla de veneno. Claro que no. Mi hora no había llegado. La suya sí, pero no la mía. Él sabía que tenía que morir y yo le di mi aprobación, la aprobación que necesitaba.

Si yo sabía que había llegado el fin de una época no era porque yo misma hubiera llegado a esa conclusión. No. No me creo tan lista. Sabía que era el final de una época y el comienzo de otra porque él me lo había dicho. “Yo no voy a ver el definitivo cambio del mundo, pero el cambio ya está en marcha”, me dijo, que para eso mi Adolf siempre fue un genio visionario. Genio y demonio, pero, me pregunto, ¿qué genio de la historia no ha sido al mismo tiempo un diablo? Oiga, que lo cortés no quita lo valiente. Me viene ahora a la cabeza Picasso, genial maltratador de mujeres. Y Dalí, desde luego más fascista y más egocéntrico que Francisco y Adolf juntos, que ya es decir.

De Adolf me gustaba especialmente el pavor que me daban sus ojos cuando me hacía el amor. Me recuerdo sobre la cama, con Adolf encima, y yo sentir en esa profunda claridad de sus ojos miedo, auténtico miedo, un pánico que sin embargo me producía placer, el placer de sentirme dominada, el placer inmenso de ser penetrada por Adolf. Me corría hasta el punto de encharcar las sábanas y Adolf, tan maniático, siempre tenía el detalle romántico de olerlas después y yo aún, con las piernas abiertas y sudorosa, trataba de volver a acompasar mi respiración. Hebras de mis fluidos en su bigotillo, amorosamente entrelazadas al vello de su bigote célebre, insuperable escena del amor. Porque yo lo amaba. Por encima de todo, lo amaba. El hecho de que no me suicidara con él no significa que no lo amara. Al contrario, sigo siendo su esposa y así, de ese modo, él también está vivo. Cuando mis amigas del Pacto me preguntan curiosas, durante nuestros encuentros, me gusta recordarlo y contarles los muchos detalles de amor que tenía conmigo, aunque ellas solo ansíen conocer detalles morbosos. Y yo las entiendo, entiendo que despierte ese morbo mastodóntico, porque es lo que me pasaba a mí y a las otras, incapaces de decirle que no. Mi Adolf era mucho Adolf. Hacer el amor con su pistola Luger debajo de la almohada mientras sentía los empellones de su otra pistola en mi vagina con su uniforme puesto, era una sensación tan excitante que no sé ni cómo explicarla. A veces me hacía el amor tan duro que yo sentía la Luger bajo mi cabeza y metía mi mano bajo la almohada para tocarla, para rozar la culata de la pistola que tanto y tan bien empuñaba mi marido. Una vez, antes de empezar, me quejé de una de las criadas, perezosa y maleducada. Adolf la mandó a llamar. Yo desnuda, sobre la cama, y él ya dentro de mí, cuando la criada tocó en la puerta y él dijo que adelante, que se acercara, y en cuanto la chica estuvo junto a la cama sacó la Luger de debajo de la almohada y le disparó al corazón con tanta suavidad que no alteró sus movimientos dentro de mi vagina reclamante. Se corrió al instante, viendo cómo crecía el charco de sangre y sintiendo cómo su semen me inundaba lenta y viscosamente, igual que la sangre derramada de la criada. Y yo, yo tuve un orgasmo tan largo, que creí desfallecer. Lo siento, es la verdad.

Cuando yo y mis amigas quedamos para cenar, una vez supervisados los negocios, casi siempre acabamos hablando de nuestros maridos. Bueno, imagino que como en cualquier otra reunión de mujeres. Fidela, Carmen, Rachele y yo tenemos una especial conexión, quizá porque nos conocemos de toda la vida, aunque solo después del fallecimiento de nuestros respectivos maridos hayamos podido congeniar, intimar, hacer nuestras cosas. Solo ellas sabían de lo mío con Hans Marcus Müller, mi debilidad adolescente, aunque ese tema lo tocaremos después, más adelante. A Rachele, por ejemplo, la esposa de Benito, pude conocerla poco antes de la Guerra, igual que a Carmen, la esposa de Francisco, y ya había entre nosotras como una necesidad de compartir, un espacio fácil de entendimiento porque la intuición nos decía lo mucho que teníamos en común. Vaya que sí. Me acuerdo, por ejemplo, de hablar con Rachele, porque Adolf y Benito parecían cortados por el mismo patrón. Vaya cabronazos los dos a la hora de ponernos cuernos. Pero las mujeres sabemos esperar. Las mujeres conocemos la sombra y a la sombra vivimos tranquilas. Y tenemos tiempo para hacer planes, para saber esperar nuestro momento y para propiciar acontecimientos. Y aunque nuestros maridos presumieran de estrategas, jugando a los mapas y a la guerra, éramos nosotras quienes, a la sombra de su gigantismo, teníamos todo el tiempo para tejer la tela, arañas mimosas, prudentes, sabias, conocedoras de los resortes de la familia, el sexo, los negocios y la política, los cuatro pilares del poder.

Abril siempre le traía a la memoria algún recuerdo de Eleonore. Abril, memorias mil. Habían pasado ya tres años desde la última ruptura matrimonial de Danilo Porter. Tres. Y, bien mirado, tres años era mucho tiempo, pensaba, pero también pensaba que no, que acaso era poco, que quizás podrían volver a estar juntos. El tiempo solo lo ayudaba a engañarse. Caminó por la calle que se alargaba junto al mar hasta llegar al hostal que había alquilado en Rijalbo. Los recuerdos se le apelotonaban en su memoria.

Corrió al cuarto de baño. Se desnudó y se sentó en el retrete. Cerró los ojos en busca de concentración y comenzó a masturbarse porque en su memoria bastaban unas pocas imágenes para sacudirle las entrañas, aunque el rito siempre empezaba por sus pies sus pies pequeños cuando ella se ponía en pie y apoyaba sus brazos en la pared y en la pared veía su mano pequeña y el recorrido de su brazo y después su melena pelirroja y ya después del después su espalda coronada por las blancas nalgas blancas abriendo el centro que horado, perforo hacia dentro y veo que entro y salgo, entro y salgo, pero la vista se me va a sus pies sus pies

pequeños que se crispan, dedos hacia arriba, con los empellones y entonces yo me pongo a contar, a contar números, uno, dos, tres, cuatro, cinco, a contar tratando de concentrarme y llegar a diez, a veinte, a cincuenta, de llegar al número cien, cien veces cien para retrasar mi orgasmo y verla a ella, ese largo deseo infinito, construido con visiones de su pelo rizos que agarro con la mano porque a ella le gusta y a mí me gusta y así me clavo más adentro de ella con su trasero alzado, su culo en mi memoria, grieta de medias lunas donde encontrar hondos los dos orificios los dos, el otro en el uno y el uno en el otro, los dos embarrados orificios porque ella moja y remoja torrentosa y yo sigo contando cuarenta y ocho cuarenta y nueve y cierro los ojos, pero los abro de nuevo para ver cómo entro ahora en el orificio de arriba y me aprieta y veo a ambos lados de su ano paraíso las pequeñas rojeces, los pequeñísimos granos que adornan sus lunas nalgas y quiero seguir contando sesenta y tres, sesenta y cuatro, pero ella se incorpora y entonces salgo de la madriguera un instante un segundo porque ahora caemos vorágine en la cama y en la cama ella se abre toda gruta untadora pierna para aquí pierna para allá y yo entro y a cada lado de mi cara sus pies pequeños, pequeños sus pies que beso y huelo y entonces ya no habrá números que valgan ni distracciones ni volver a contar porque uno dos tres cuatro y ya el pensamiento placer se me nubla con la idea de que es mía mía mía mi mujer y que quiero embarazarla y dentro ponerle todo el hervidero de mis testículos cuando ella dice préñame, vamos préñame, y entonces yo ya me voy oyéndola gemir y me voy y me voy y me voy diluyendo, fluido con fluido, exprimiéndome a espasmos para que ella note allá dentro la viscosidad blanca de mi amor por amor por amor por sus pies pequeños.

Ahora abro los ojos. Antes había mi sudor. Y el suyo que era el mío. Sus ojos y nuestros besos reposados. Te quiero y te quiero, pero ahora abro los ojos y solo hay mi mano agarrada a mi pene, este retrete donde escurre mi semilla inútil y condenada, y un último retal de pensamiento que aún se pregunta si sería posible volver a sus brazos, a su sexo. Su sexo, mi raíz. Y el consuelo casi tonto de que más adelante volveré a tener su recuerdo, y en el recuerdo volveré a tener sus pies, sus pies pequeños.

Las viudas me llaman Réichel, pero yo me llamo Rachele, Rachele Mussolini. Antes de casarme con Benito fui al manicomio de las afueras de Roma donde había internado a Ida, Ida Dlaser, su primera mujer. Ida se había vuelto loca después de dar a luz a su único hijo, un hijo que Benito nunca reconoció y que nació con espina bífida y sus cuatro extremidades atrofiadas. Casi un monstruo, el pobrecillo. Fui a hablar con ella porque entre mujeres, por muy locas que podamos estar, siempre nos entendemos.

Nunca olvidaré el escalofrío que me recorrió la espalda cuando por fin me abrieron las rejas del pasillo que conducía a la habitación donde confinaban a Ida. Nunca pensé que un hospital mental pudiera ser tan silencioso. Esperaba escuchar lloros, llantos y lamentos, gritos y risas. Estaba convencida de que habría tanto ruido que me costaría hablar con Ida y hacerme entender. Jamás imaginé este silencio compacto, como si en aquellas habitaciones no hubiera seres vivos sino muertos. No caí en la cuenta de la brutal sedación con la que se desayunaban a diario aquellas infelices, porque en ese pabellón solo había mujeres encerradas.

De Ida me impresionaron dos cosas: sus ojeras, que pendían oscuras pómulos abajo, como desgarrándole la cara, y, al mismo tiempo, que ese desarreglo de su piel, indeseable manifestación de una tristeza honda, no la afeara, sino que le permitiera mantener unos rasgos finos, todavía bellos. Sus brazos, enflaquecidos, alambres que acentuaban su largura al finalizar en unas manos igualmente afiladas, con las uñas también largas bien pintadas de rojo alegre. Vestía, sin embargo, de negro, como correspondería a una viuda. Fue, en todo momento, amable, y me felicitó por mi matrimonio con Benito. No supe quién se lo había dicho, pero imaginé que cualquiera que en aquel sanatorio se hubiera enterado de mi visita.

No. No sé por qué lo hice. Pensé que debía hacerlo. Sentí muy hondo que se lo debía, que Benito no se había portado bien con ella. Su voz era dulce. Sus movimientos, lentos. Musicales. Nada delataba en ella su presunta y célebre locura. Al contrario. Afirmaría que, para ser una mujer tan joven aún y ya tan desgraciada, Ida rezumaba sosiego, una tranquilidad más allá del entendimiento. Y pensé que acaso esa paz era el principal indicativo de su locura, que precisamente no estuviera más enajenada después de haber parido un engendro que, según mi marido, no había sido engendrado por él sino que Ida le había sido infiel y que por eso los ángeles más negros de Dios le habían enviado esa venganza, esa terrible venganza. Por eso me imagino que Benito no tenía ningún tipo de remordimiento. Dios había intercedido para salvarle el destino y darle otra mujer, esto es, yo misma, Rachele Guidi, una perfecta madre italiana.

Porque fueron cinco. Cinco hijos los que parí, y eso que los tres últimos los tuve cuando yo ya solo veía a Benito en pintura, es decir, retratado en los cuadros de nuestra casa y en los lienzos y fotografías que adornaban todas las escuelas, todas las salas de estar, casi cualquier lugar de esta Italia de mi corazón.

Benito estaba siempre con Clara. No sé qué vio Benito en la Petacci, porque era más vieja y más fea que yo, sin duda, pero me habría gustado preguntarle qué le hacía, qué resorte activaba en él la Petacci para que incluso murieran los dos tan cogidos de la mano que ni siquiera los fusilamientos de la Piazza Loreto lograran separarlos. Hasta que la muerte los separe, digamos, abusando de la ironía, aunque fuera conmigo con quien Benito siempre se mantuvo casado.

Yo no oriné sobre el cadáver de Benito. Eso fueron habladurías del pueblo. No. No puedo dar la razón a esos historiadores del tres al cuarto que sostienen y argumentan e insisten en que yo oriné sobre el cadáver de mi marido. No fue así. Que sobre el cadáver de Benito pudieran caer algunas gotas yo no lo niego. Si acaso algunas gotas residuales. En aquellos momentos, tras el fusilamiento, había mucho jaleo en Piazza Loreto. Lo que yo no niego ni negaré nunca es que oriné sobre el cadáver de la Petacci. A esa pelandrusca sí que le meé encima. En toda la cara. No me negarán que se lo merecía, a ver qué droga, qué encantamiento de bruja le dio a mi Benito para que cambiara tanto y para que estuviera con ella, y no con la madre de sus hijos, hasta el mismísimo final. Pero yo no meé a Benito. Meé a Clara. Otra cosa bien distinta es que mi espléndida, inspirada micción sobre la boca abierta de Clara pudiera haber salpicado a Benito, tan cerca. Eso yo ya no lo sé, porque no quise detenerme a contemplar su cadáver, tan golpeado, pateado, tiroteado y escupido que había sido por el pueblo canalla, por el pueblo vengativo, que tampoco deberían ser así las cosas. Que Benito tuvo también sus buenas acciones. Y, como decía, yo meé a la Clara, delante del pueblo y delante de los soldados aliados para que todos lo vieran. La esposa de Benito meando los cadáveres.

Pero eso no fue así, repito, quede claro. Mear lo que se dice mear sí que meé. Pero a Clara. Directo a su boca. Un hilillo de pis que me hizo recordar los chorros de la Fontana de Trevi, tan barrocos. Lo que jamás pensé, la verdad, es que se cumplieran de ese modo los pronósticos de Ida, los que me hiciera tanto tiempo atrás durante mi visita al manicomio. A solas en la habitación, levantó su falda, y, casi de pie, orinó, como a trocitos, cuando yo menos me lo esperaba. Me dijo que así haría yo sobre el cadáver de Benito, un día no demasiado lejano. Y yo me fui del psiquiátrico pensando que Ida estaba efectivamente loca cuando resulta que era la más cuerda. Antes de marcharme, me volví para observarla por última vez. Ida levantó la mano y yo creí que para decirme adiós, pero lo que hizo fue abrir cinco de sus dedos. Cinco. Cinco para que me quedara claro que habría de tener cinco hijos. La sombra de su mano se recortó sobre el charco amarillo de sus visionarios meados.

El orín encaminó mi vida feliz, porque el gesto de haber meado sobre Clara fue interpretado políticamente por los aliados, y me hice más famosa aún, y me dejaron libre, libre como los pájaros a pesar de haber sido la esposa oficial de Benito, libre de toda carga. Y como por casualidad un soldado aliado había inmortalizado mi micción, mi trasero perfecto, inmaculado, sin estrías a pesar de haber parido cinco veces cinco, se hizo también célebre, y los mismos periódicos que publicaron a toda página mi meada gracias a la fotografía que había sacado el soldado, se hicieron eco de mi restaurante, Cinque, Cinque Pizzas, y de ahí al estrellato, la verdad, porque el negocio marchó tan rápido que Cinque Pizzas, a cual más sabrosa, acabó convirtiéndose en la primera cadena de restaurantes italianos al estilo fast food norteamericano. Desde aquel lejano principio hasta hoy, en que Cinque es también la más poderosa corporación italiana multimedia, casi no he tenido tiempo de gastar mi inmensa fortuna. ¡Qué fácil me ha resultado siempre ser rica, muy rica!

Esta historia de la pobre de Ida Dlaser es la que prefieren mis amigas del Pacto. Y siempre que, una vez cada trimestre, hacemos la Velada de las Pamelas, me piden que la cuente, una y otra vez. En una ocasión, incluso, escenifiqué mi célebre micción. Yo siempre cuento esta historia, añadiendo pequeños matices, breves descripciones, alguna nota colorida. Y cuando alzo la copa de Möet Chandon para hacer algún brindis y les digo que mi pis de aquel día sobre la cara de Clara era del mismo color que el champán, ellas, todas ellas, todas mis amigas del Pacto estallan en una efusiva carcajada feliz, oiga, que para eso somos un equipo bien avenido.

—A tu salud, Ida, donde quiera que estés hallarás descanso.

Chin, chin, la inexacta onomatopeya que describe el ruidillo predecible de media docena de finas copas rebosando champán. Nos encanta. Sabor, color, burbujas ascendiendo hasta perpetrar la ideal combinación del placer.

Las investigaciones de Danilo Porter estaban necesitando un poco de orden y, tal vez, algo de matemáticas. Se puso a hacer cálculos que lo desconcertaron aún más, pero descubrió que el índice de suicidios, la proliferación de sectas, la quiebra de numerosos bancos, el precio del petróleo y el escandaloso descenso de la natalidad comenzaban su curva peligrosa en el año 2000. A partir de esa fecha todo parecía irse a pique. Trató de dormir, pero en su mollera escarbaba con roer de termita una pregunta sin respuesta: ¿por qué, de pronto, como obedeciendo a las estrategias de un plan siniestro, el mundo había comenzado a descalabrarse a velocidad de vértigo?

Danilo Porter no creía en las casualidades. Ahuyentó un nuevo pensamiento que le traía a las vísceras los pequeños pies de Eleonore y buscó conciliar el sueño encendiendo su libro electrónico en busca de alguna lectura que lo distrajera lo suficiente como para que llegara el sueño. Imposible. Era incapaz de concentrarse. A su mente venía una y otra vez el relato de Catalina Prieto.

Ese día Armando Monteliú estaba en el gran patio trasero de su casa, una casa terrera que estaba muy cerca de la iglesia matriz, donde Armando concelebraba sus oficios religiosos. Nos gustaban sus homilías, a menudo adornadas con citas, sobre todo porque siempre incluían enseñanzas prácticas. No solo las típicas abstracciones bíblicas, los consejos basados en historias con moraleja, los habituales padrenuestros y avemarías sino que Armando, yo siempre lo tuteé, sembraba sus discursos con recomendaciones cotidianas y muy útiles, qué sé yo, trucos para ahorrar agua y luz, o para cocinar, aunque sus preferidos eran los dirigidos a aprovechar mejor los recursos naturales y así ahorrar en las facturas, cuestiones simples, pero que muchos de nosotros desconocíamos y que por eso se lo agradecemos todavía. Siempre nos resultaba cercano, nada que ver con esos curas marisabidillos. Desde que llegó, a principios de mayo del año 1990, aquí en la isla todos le quisimos. Era un cura atípico, un párroco que arrimaba el hombro, que a menudo ayudaba en la cosecha de papas o en la recogida de higos. Armando, creo yo, ha sido el hombre más inteligente que ha pisado esta isla. Por eso, porque todos le queríamos, le pasamos por alto alguna de sus homilías extravagantes. De pronto comenzó a soltarnos desde el púlpito retahílas extrañas, ininteligibles. Trató de prepararnos para el advenimiento del Maligno, según decía, porque había descubierto que Isla Calibán, precisamente por estar tan aislada y perdida en los mapas, había sido elegida por el Maligno como laboratorio, como lugar idóneo para probar sus experimentos. Nunca decía el Diablo o Satanás o Belcebú, sino que hablaba del Mal mayúsculo, del Mal en general, un Mal que sale del hombre maligno, algo así. Sin embargo, sus argumentaciones y filosofías y desmanes intelectuales en torno al Mal no nos hicieron sospechar su locura. Ahí, latente, próxima al estallido.

Fueron los perros.

La desaparición de los perros.

En esta isla mucha gente tiene perro y, cuando comenzaron a desaparecer, todo el mundo comenzó a comentar el hecho con extrañeza, aunque hacer, lo que se dice hacer, nadie hacía nada, como dando tiempo al tiempo para ver si así aparecía alguna explicación. Y así pasó el tiempo hasta que un día apareció Tarzán.

Tarzán era el perro de Campiro, un pescador de aquí de Rijalbo. Era un can monumental, no sé decirle la raza porque de eso yo no entiendo, pero sí le digo que era un chucho de esos que cuando se yerguen sobre sus patas traseras son del tamaño de un hombre. Apareció por la plaza del pueblo, con la cabeza gacha y la cola entre las patas, temblando de miedo, pero ladrando a todos los que intentaron acercarse. Sangraba. Chorreaba sangre por dos orificios que tenía ahora donde debieron estar sus orejas porque alguien, alguien sin corazón, se las había cercenado de cuajo, tal que si fuera un toro exitosamente abatido por un torero de aquellos de antaño, de cuando todavía no habían prohibido las corridas. ¿Sabe lo que le digo? Es que es usted tan joven. Pues corrieron a avisar a Campiro, que lo había estado buscando con desespero, pero para cuando el pescador llegó el pobre perro se había tumbado en una esquina de la plaza y había descansado su cabeza sobre un charco de su propia sangre. Le alcanzó la vida para reconocer a su dueño, porque dio una especie de pequeño ladrido conmemorativo, casi ahogado por su sangre, y se dejó morir en los brazos de Campiro. Nunca olvidaré cómo lloró aquel hombre la muerte de su animal.

Pasó casi un año y continuaron desapareciendo perros, pero, aunque se dio parte a la policía, que tampoco es que hiciera mucho caso, no hubo modo de encontrar al culpable o culpables, porque, salvo especulaciones propias de pueblos pequeños, nadie supo a quién acusar. Nadie, hasta el día en que yo misma entré a casa de Armando y me encontré en el patio con dos perros muertos. Muertos y desorejados. Ahí empezó todo.

Yo iba un día a la semana a casa de Armando, por aquello de limpiarle un poco la vivienda o prepararle algún guiso. A cambio, él me había enseñado a leer y a tocar el piano, porque Armando fue siempre un hombre cultísimo. Yo nunca estuve en el patio trasero de la vivienda. No. Allí no se me había perdido nada. Yo sabía que allí estaba el aljibe de la casa, por si faltaba alguna vez el agua. Ya sabe usted que en esta isla siempre ha escaseado. Pero ese día, no sé qué intuición me dio, me fui hacia el patio trasero y me encontré con los perros muertos. Quizá fuera el olor, un hedor extraño lo que me llevó allí.

No pude reprimir un grito. De susto y de asco. Pero, a fin de cuentas, un grito. Armando debió oírlo, porque, no sé en qué minuto, se me apareció de la nada, y lo vi ante mí, con la sotana puesta y un gran cuchillo carnicero en la mano. Tenía puesto su crucifijo, uno grande labrado en plata que colgaba de su cuello y descansaba sobre la sotana. Ese detalle no se me olvida. Me dijo, Catalina, el Maligno me ha hablado, Catalina. Catalina, me dijo, he descubierto el plan del Mal, Catalina, y comenzó a explicarme en voz muy baja, como si temiera que alguien más pudiera oírlo, que los perros de la isla eran enviados del demonio, ángeles del infierno transmutados en perros cuyo principal cometido era esparcir sibilinamente la semilla del mal. Solo cortándoles las orejas perdían su poder maléfico, porque el primer paso del Maligno sería conducirnos hacia la sordera.

Se había vuelto rematadamente loco, sí, lo veo en su cara, pero es que usted nunca conoció a Armando. Era un hombre que rezumaba bonhomía. Bondad es una palabra demasiado corta para definirlo. Generoso, piadoso, amable, cariñoso. Y encantador. Para quien lo hubiera conocido, era del todo imposible creerse aquel cambio esquizofrénico, creer que aquel loco de ojos encendidos, pero voz musical era Armando, Armando nuestro párroco. Eso explica que no me asustara, que no huyera ni siquiera cuando Armando, ayudándose con el cuchillo, comenzó a levantar las baldosas del piso del patio para que yo viera los numerosos cadáveres de perro que bajo ellas había sepultado.

Solo me asusté en serio cuando comenzó a acariciarme la oreja. Nunca me había tocado un solo pelo, se lo juro. Nunca. Ni un leve roce de su mano cuando me enseñaba a tocar el piano. Nunca es nunca. No crea lo que dicen por ahí. Era cierto, sin embargo, que su voz era como un imán. Para hombres y mujeres. Una voz barítona, musical, masculina, junto con su envidiable habilidad para la oratoria, hacían que cualquiera acabara escuchándolo como quien atiende a un oráculo. Y ese día, rodeados de perros muertos, comencé a escuchar sus explicaciones, embebida, atónita, hasta que me acarició la oreja. Y me asusté porque era la primera vez que sentía su mano. Suave, pero capaz de transmitir fuerza, determinación, poder, convencimiento. Si le digo que casi no sentí dolor cuando cortó con el cuchillo mi oreja, sé que le resultará difícil de creer, pero así fue. Tenía sus ojos en mis ojos, imanes ardientes, su voz en mi cerebro musitando un sonsonete agradable, un rezo maravilloso, y tenía además el calor de su mano en mi oreja, como si estuviera hipnotizada. Si no llega a ser porque uno de los perros que creíamos muertos pareció resucitar, volver de la muerte con fuerzas suficientes como para morder una de las piernas de Armando, creo que habría perdido la otra oreja.

No sé qué me pasó, pero en ese instante volví a la realidad y la realidad era un Armando con los ojos hirviendo en sangre, lanzando patadas a un perro desorejado que se aferraba a su canilla y un sopor caliente que me bajaba por el cuello y que, ahora me daba cuenta, eran ríos de mi propia sangre manando de mi oreja cercenada, del hueco donde había estado, antes, hace nada, mi oreja derecha.

Aquel perro me dio la vida. Con su último esfuerzo, lo escuché lloriquear mientras yo corría por fin. Armando debió clavarle el cuchillo para que sus mandíbulas le soltaran la canilla. Aquel perro me devolvió la vida.

Porque sangraba mucho.

Y corrí por las calles del pueblo en dirección a la comisaría de policía. Y oía en algún lugar de mis tímpanos los golpeteos de mi corazón. Y la vista se me iba nublando hasta que me cogieron unos brazos fuertes que me miraban con ojos asustados y ese susto, el susto grande que vi en esos ojos auxiliadores fue lo último que pude ver porque las nubes del desmayo se espesaron tanto que el día se me apagó.

Todo lo demás ya lo conocerá usted por los informes de la policía. Siguieron el rastro de sangre que yo había dejado y llegaron a la casa de Armando. Se había cortado sus propias orejas, torero de sí mismo, y yacía desangrándose rodeado de perros muertos. Varios agentes, sin entender nada, se acercaron a Armando, quien, con su último hilillo de vida, pudo advertirles del peligro de vivir en esta isla, laboratorio del Mal, y desgranarles esos incomprensibles consejos que transcribieron en su informe y que usted seguramente habrá leído, esa su cantinela de que la semilla del mal se nos colará por las orejas hasta dejarnos sordos y conducirnos a un futuro apocalíptico.

No habremos de ponerles nombre porque solo los veremos volar. A., Z., B., T., C., S., D., R., E., P., O., F., N., G., L., K., J., I., H., serán iniciales suficientes para conocerlos un poco, casi nada, aunque quizá fueran algunos más. Nadie, a ciencia cierta, pudo contarlos. Ni siquiera cuando algunos flotaron sobre la mar antes de definitivamente hundirse.

Fueron al menos veinte, aunque quizá estuvieron también V., Ñ. y Q., y entonces habrían sido más, pero tacharemos sus iniciales por inoportunas o antipáticas, y nos quedaremos con A., Z., B., T., C., S., D., R., E., P., O., F., N., G., L., K., J., I., H., en este pequeño esfuerzo por distinguirlos aunque solo les veamos volar, volar brevemente tras haberse lanzado por los acantilados del Verodal, los que están justo al norte de Calibán, conocidos sobre todo porque allí se refugiaron en el pasado los lagartos gigantes, presuntos descendientes de Setebos, que durante siglos habitaron la isla. Esos farallones de aire místico, también visitados por Danilo Porter cuando estuvo investigando en Calibán el origen de la horda de suicidios. En ese paisaje austero de la isla Danilo Porter se sacó varias fotos, utilizando el mecanismo de la cámara automática, porque siempre estuvo allí solo. Catalina Prieto no quiso acompañarlo cuando se lo pidió y Danilo Porter no quiso perderse esa fotografía, con las escarpadas rocas rojizas al fondo, su particular tributo al turismo más ramplón. A la vuelta a su piso madrileño sería una de las instantáneas que pegaría a la colección que adornaba la puerta de su nevera. Solo porque sí, porque le gustaba el contraste de la piedra volcánica tan roja y el trozo azul de cielo y ese otro azul del mar repleto de zarpazos, porque esa costa es peligrosa y siempre está humillada por el viento y la mar de fondo.

Danilo Porter no les vio volar sino con los ojos de la imaginación, que a menudo ven mejor. Mientras estuvo en aquel paisaje supo que algo del tiempo general del mundo se había quedado allí, congelado, petrificado en rojo acantilado. Sensaciones que no sintió cuando estuvo en la casa que el matrimonio formado por A. y K. poseía en el claro del bosque de pinos que rodeaba al pueblo de Masilva.

Era un caserón bien armado, a pesar de estar hecho solo de madera. Con tejado a dos aguas y larga chimenea, dibujada casi como las casitas que pintan los niños pequeños cuando se les pide que describan su hogar. A. pasaba allí sus días pintando cuadros sacados del propio bosque de pinos, paisajes generales, detalles, unas ramas, algo de pinocha, unas piñas, la luz cambiante remojándose entre verdes de pino, las punzantes hojas del árbol con las que no puede el invierno, sus raíces cuando asoman sus lomos a la tierra. Sus cuadros se cotizaron al alza durante un tiempo en mercados extranjeros y aunque K., su esposa, se aburría a menudo, era feliz junto a A. En cuanto a E., H., R., y Z. fueron, en principio, simples admiradores de A. que, gracias a su hospitalidad, acabaron quedándose a compartir las enseñanzas del maestro.

El discurso iluminado de A. ya se colaba en sus parlamentos antes de que Hans Marcus Müller arribara a Calibán y se pusiera a experimentar con su alquimia pendenciera y, aunque no se conocieron, de algún modo extraño, se dieron la razón. A. se había rapado el pelo y, al menos durante dos horas al día, recitaba salmodias tomadas de un libro que recogía antiguos sortilegios y bienaventuranzas de una tribu amazónica ya extinguida. Eran unas letanías que fueron aún más musicales cuando T. y P., afinados guitarristas, se unieron a la comuna del claro del bosque. Descansaron su deambular jipi en aquel caserón campestre de Calibán y ni siquiera cuando la sordera comenzó a hacer estragos entre tantos vecinos bien avenidos perdieron su rara habilidad para la música. Aunque su audiencia estuviera casi sorda, todavía podían ver los dedos moviéndose sobre las cuerdas de la guitarra y tener así la impresión de escuchar los acordes a través de los poros de la piel.

Todos sabían que era una vida rara, como vivida con un tiempo prestado. Danilo Porter, en el improbable caso de haber conocido a los variopintos miembros de aquella comunidad, se habría sentido atraído por su forma de vida, por esa extraña catarsis colectiva que los conectaba para ponerlos en un espacio más allá del entendimiento. Habría sentido, acaso, la tentación de unirse a su alegre desamparo, porque, aunque en todo momento dieran la sensación de estar esperando a la muerte, el tiempo transcurrido, el tiempo prestado, fue un tiempo auténtico, un tiempo sincero porque ya tenía implícita la aceptación de la muerte, una muerte más o menos próxima. Danilo Porter pensó que no estaría nada mal desgajarse de la habitual inercia del pensamiento propio para flotar en el aire de un universo sin destino. Sin salida, pero también sin ataduras, sin tener que pensar en vilezas como el dinero o las facturas o en tener que cumplir una jornada laboral, en toda esa trivialidad cotidiana que sin embargo nos va gastando la vida para que un día la muerte, inapelablemente, sí o sí, nos sorprenda con todo por hacer, con mil planes que cumplir y mil deseos soslayados. Quizá todo el misterio de la vida bien vivida resida en ese breve espacio de tiempo que dura el vuelo desde la cima del farallón al mar, rocoso y bravo, siempre hambriento su eterno retorno de olas. Quizá. Magia sin desprecios, unánime posicionamiento del alma en ese espacio cómodo donde no hay dudas ni insatisfacción, apenas la certeza de haberse tocado por dentro y por fin volar.

La mañana en que se encaminaron hacia el acantilado de Calibán el filo hiriente del amanecer prometía calor. Salieron desnudos de la casa del claro del bosque de Masilva y atravesaron el paisaje de pinos en silencio porque, aunque pudieran hablarse, ninguno se escucharía. Fueron bajando lentamente hacia la costa y, cuando la alcanzaron, tampoco pudieron oír el frenético movimiento de la mar agitada por el alisio. Conmovedor muro azul encrestado por los flecos blancos que trazaba el veleidoso pincel del viento. A. sintió las ganas de pintarlo durante unos segundos, flecha veloz que surcó su pensamiento. No fue el primero ni el último en saltar al vacío. No hubo ningún tipo de ceremonia ni arenga ni grito ni aplauso enfervorecido, sino que, con el mismo silencio armonioso del paisaje, con la mismísima armonía silenciosa que habían cargado durante todo el camino, se fueron lanzando al mar, disfrutando del vuelo, casi sin pausa, uno detrás de otro, ignorando incluso el propio orden impuesto por el alfabeto. De hecho, fue P. la primera en inaugurar el vuelo, con su guitarra al hombro para que no le estorbara a la hora de abrir sus brazos. Su larga melena negra azuleó al aire con gracilidad de alas mientras caía como sostenida por los rayos del sol, ahora colgado a medio cielo, iluminando lo que habría de quedarle al mundo.

El vuelo era breve, pero suficiente para que el siguiente en volar tuviera que esperar al menos un minuto. Cada vez que un cuerpo caía, el mar se lo tragaba unos segundos, pero enseguida venía la ola y lo alzaba rematando su vorágine enloquecida como si el muerto fuera su mascarón de proa o su gárgola hasta estamparlo contra el acantilado, guiñol grotesco, y arrastrarlo de nuevo hacia la marea que daba marcha atrás en busca de renovados bríos. Ese era el aviso, la breve pausa, el momento para inaugurar el nuevo vuelo y garantizar un orden que impidiera que el nuevo suicida cayera sobre el anterior y no sobre la dura superficie marina. Desde esa altura, cada brutal impacto se aseguraba su mortalidad.

Llamaba la atención que estuvieran tan organizados sin que en ningún momento hubieran hablado de la operación, compacto suicidio en grupo. Siempre hubo orden. Nunca se dieron empujones, sino que llegaron al precipicio, más o menos en fila india por lo estrecho de la vereda, y continuaron camino, aunque no hubiera camino sino aire, aire en el aire que los acogía con cierto mimo, trazándoles ese otro camino invisible que solo veían ellos, acunándolos sin hacer distingos entre viejos y jóvenes, blancos o negros, adultos o niños, que también los había. Si acaso, forzando las cosas, habría que reseñar que el vuelo de los más gordos y de los más corpulentos era algo más corto que el vuelo de los niños, caso, por ejemplo, de J., que a punto estuvo de sugerir la posibilidad real de flotar, de mecerse en el aire como hacían ahora las gaviotas que, butaca de primera fila, asistían curiosas a esos vuelos que, en caso de poder hacerlo, voladoras expertas ellas, tildarían de principiantes o atropellados o algo peor. No abrían sus picos, sino que movían sus ojos saltones acompañando los vuelos, instaladas las muy pajarracas en el propio confort de sus alas cortando la corriente del alisio, a una prudente distancia de voyeur, no fuera a ser que aquel espectáculo extravagante acarreara algún peligro para su majestuosidad voladora o para sus crías, bien anidadas en las grutas y huecos del acantilado del Verodal.

F., N., O., E., R., M. fueron volando sin alharacas o sustos, sin gritos, sin siquiera cambiar un ápice el guion establecido. Todos saltaban y abrían los brazos para inaugurar el vuelo y ninguno improvisó por ejemplo saltar de espaldas o haciendo una figura diferente. No. Saltaban y abrían los brazos cual águilas o ángeles y en silencio se precipitaban al mar. A. pensó que era hermoso, un hermoso vuelo, pero esto tampoco tendría relevancia alguna porque, a fuerza de ser sinceros, ninguno de ellos, ninguna de esas personas a las que no hemos puesto nombre porque solo las veremos volar, pensó lo contrario. Unanimidad absoluta en la belleza angelical de verse volar, jamás tan seguros de haberse cobrado su tiempo.

Nunca habría pactado con las viudas si no llega a ser por el odio. Un odio feroz que me nació en la sangre el día en que el Estado filipino, esa panda de desagradecidos, sacó a subasta todo lo que era mío, todos los regalos que me había hecho mi marido, mi pobre Ferdinand. Esa humillación de proporciones internacionales no la perdonaré nunca. Nunca. Imelda solo hay una. Imelda soy yo.

¿Disfrutar de la venganza? Por supuesto. La venganza es un plato que se sirve frío, pero que sabe dulce. Subastaron mi hermosa colección de 1220 pares de zapatos cuando aún estaba inconclusa. Me quitaron mis joyas y los cuadros de Picasso, Gauguin y Pisarro que tenía en casa, porque la pintura es una de mis debilidades y no es lo mismo levantarse cada día sin ver Mujeres de Tahití o Las señoritas de Aviñón. Destartalaron mi vestidor, el corazón de mi hogar, y ese día pude oír estremecerse de cólera, allá en su tumba, a mi esposo Ferdinand, en paz descanse. Lo que el mundo le estaba haciendo a su santa esposa merecería venganza.

Pasé toda una vida forjando mi colección de zapatos como para aguantar que unos justicieros de poca monta la subastaran con la excusa del dinero del pueblo. Mi proyecto era acumular siete mil pares de zapatos, como siete mil islas tiene mi país, mi Filipinas del alma. Truncaron de mala manera mis ilusiones y desvalijaron mi vestidor y eso para mí fue lo mismo que si me hubieran violado en una plaza pública. Incluso peor. No me dieron tiempo de explicar siquiera las mágicas conexiones entre pares de zapatos. Nunca fue una colección azarosa, sino que cada pareja de zapatos estaba revestida de un simbolismo valioso. No era un simple montón de calzado caro. No. Había en mi colección cierta precisión museística, y si había pares de grandes diseñadores no era solo por su exclusividad, precio prohibitivo para mortales y belleza, sino por las secretas conexiones artísticas que establecían entre ellos al ponerlos juntos, al exponerlos en mi vestidor. Un museo reúne belleza. La belleza es sagrada. Mi zapatera era un museo y, consiguientemente, un lugar inviolable.

Mi extravagancia ostentosa es un ismo más, una vanguardia artística. Por eso ordené incluir en los diccionarios la palabra imeldífica, sinónimo de esa ostentación que ya marca tendencias, porque a mí lo que de veras me interesó siempre fue la moda. Y aunque mis compañeras del Pacto no acaben de entender mi frenética actividad como mecenas, es lo que de verdad me hace feliz. Becar a los artistas del siglo XXI a través de mi fundación para que me ayuden a inmortalizar el imeldismo como movimiento artístico surgido a partir de Imelda, viuda de Ferdinand Marcos, dictador filipino, es mi razón de ser. Impresionismo, Cubismo y pronto, tiempo al tiempo, el Imeldismo, principal corriente artística desde el Postmodernismo.

Me resulta fácil corromper artistas para que promocionen sus propuestas, en cualquiera de los campos del arte, como imeldistas o imeldíficas, término este último que prefiero porque denota, además, cualidad de magnífico. Es facilísimo, cuando se tiene tanto dinero y poder, manejar el mercado del arte. Gracias a mi billetera pongo de moda, por ejemplo, una calavera humana hecha de diamantes, orquesto una buena campaña de comunicación en los suplementos culturales de los principales diarios europeos y americanos y después organizo una buena subasta mediática previo pago de alguna cifra astronómica y ya está, semanas después comienza el goteo de peticiones de museos y galerías de arte de todo el mundo solicitando alguna obra imeldífica.

Pero mi venganza no ha sido siempre tan artística. No. Confesemos la verdad. El Imeldismo es un divertimento, aunque también un invento a mi medida para continuar haciendo dinero fácil, pero es incapaz de saciar todos los huecos de aquella humillación. Quiero que mueran los flacos de espíritu, los mediocres. Quiero que mueran los débiles y quiero que mueran todas esas gentes comunistas, ecologistas y yo qué sé qué más, pero que hacen siempre un mundo peor. Y hay que decirlo claro. A mis compañeras del Pacto no les gusta que hable así. Yo les digo que es mi forma de ser y que si una vez dije que sería la madre del mundo es porque sabía que sería verdad. ¿Qué otra cosa hacemos las que estamos en el Pacto? Parir, como mujeres que somos. Parir. Pero parir un mundo nuevo. Un mundo mejor. Un mundo diferente.

–Todos estos años le han dado la razón a Armando. Nadie habría pensado que esto pudiera ir tan rápido. Calibán es la isla de los demonios— le dijo Catalina Prieto a Danilo Porter.

Observó su casa, al menos el pequeño salón donde lo había agasajado con café y unas galletitas danesas de mantequilla que extrajo de una lata redonda y azul. Nada, en todo lo que vio desde que Catalina le abriera la puerta y lo condujera por un largo pasillo hacia el fondo de la vivienda, donde se hallaba el acogedor salón, le había parecido raro o sospechoso a Danilo Porter. Pensó encontrar numerosa imaginería religiosa, altares, santos, cirios gruesos y velas envueltas en plástico rojo, colores cardenalicios, rosarios, cuentas, en fin, ese tipo de decoración propia de los hogares de personas beatas. Sin embargo, los objetos que contemplaba eran normales. La austeridad se imponía en el mobiliario, en su mayoría piezas forjadas en madera de pino y barnizadas después en marrón oscuro, pero brillante. Había algunos libros y reconoció algunos títulos del escritorzuelo local, Alameda del Rosario, mezclados con novelas románticas, a juzgar por los habituales diseños de tapas rosas. Había pequeños mantelillos bordados en tela blanca con pespuntes de motivos florales, dos o tres figuritas de porcelana, unos elefantes, unos cisnes, un adonis con un violín y tres cuadros: dos marinas y una acuarela que representaba con realismo el bosque de sabinas, el emblemático árbol autóctono de la isla. Al fondo del salón, en penumbras, la silueta de un piano.

—Me lo regaló don Daniel, el cura que sustituyó a Armando después de saber que él me había enseñado a tocar. En su día fue propiedad del famoso tenor Luisón Montoto— dijo Catalina en cuanto se percató de que Danilo Porter había detenido su vista en el instrumento.

—Ya no lo toco casi nunca. No es lo mismo. Armando era un gran profesor— añadió Catalina, y suspiró, como quien se acuerda de los buenos tiempos que ya pasaron.

—¿Usted le creyó? —preguntó de sopetón Danilo Porter.

—No, en aquellos momentos no. Pero han pasado veinte años y, en cierto sentido, todos estos años le han venido dando la razón. Esta isla es la isla de los demonios. Como habrá comprobado, la isla está cada vez más deshabitada. Entre los suicidas y la gente que se ha ido marchando, solo quedan los viejos, viejos sordos. Esa es la verdad.

Danilo Porter escuchaba con atención, pero, al mismo tiempo, no podía dejar de estudiar la belleza intemporal de Catalina. Si le hubieran preguntado, no habría sabido decir siquiera una cifra aproximada que retratara la edad de aquella mujer.

—¿Pero usted no creerá esos cuentos?

—No es cuestión de creer. Yo solo digo que desde que Armando murió esta isla ha caído en picado, como si estuviera maldita, como si, efectivamente, fuera el laboratorio experimental del Mal, como Armando decía. Como si Calibán fuera el ejemplo de lo que poco a poco habría de pasarle al mundo todo. En veinte años ha desaparecido más de la mitad de la población. Unos se suicidaron, otros simplemente se marcharon con toda su familia y otros huyeron, desesperados, acaso para después suicidarse en otros lugares. Ahora sé que todo el mundo está igual, solo que en un mundo pequeño, un mundo pequeño como es la isla, estos estragos se notan más. Es el fin del mundo. Y sé que en esta isla, como vaticinó Armando, es donde comenzó todo. Si no fuera así, ¿a qué habría de venir usted aquí, a esta isla ausente en tantos mapas?

—Es cierto. Estoy buscando respuestas a mis preguntas. Quiero saber por qué el mundo se está yendo a pique tan de repente.

—¿Y ha encontrado respuestas?

—Todavía no. Solo indicios, pistas.

—En mi opinión lo que debería buscar son soluciones. Soluciones y no respuestas.

—Cuando empezaron a registrarse esas pavorosas cifras de suicidios en la isla las autoridades españolas comenzaron a buscar las razones…

—Sí, claro, pero no encontraron explicaciones plausibles y en cuanto la cosa comenzó a complicarse abandonaron el asunto. Mutis por el foro, si te he visto no me acuerdo— zanjó Catalina con frases hechas aquella larga conversación que había incluido el detallado relato de los hechos acaecidos en el pasado con don Armando.

Se levantó y trajo la lata de galletas danesas. Puso algunas sobre un plato y volvió a servirle café a Danilo Porter. Cuando se movía, parecía que el silencio envolvía sus pasos, sus ademanes, todos sus movimientos, como si toda ella estuviera hecha de aire.

—Pregúnteme— dijo de pronto.

—¿El qué? — respondió con sorpresa Danilo Porter.

—Vamos, pregúnteme.

—Está bien. ¿Y esa oreja? Perdone que me haya fijado. No querría molestarla con mi pregunta un poco impertinente.

—Perteneció a una jovencita que no pudo soportar su repentina sordera. Como sabe, la ley actual habilita a los médicos para hacer trasplantes de cualquier órgano o parte del cuerpo en caso de muerte accidental o suicidio. Ya no es como antiguamente, que la persona debía dar su consentimiento en vida y hacerse donante, o que la decisión debía recaer sobre algún familiar.

—Pues permítame que le diga que fue un trasplante muy bien hecho.

—Es cierto.

—Muchas gracias, doña Catalina. No le quito más tiempo. Gracias por el café y las explicaciones.

—Una cosa más.

—Usted dirá.

—Me gustaría que me tutearas. Esa fórmula de respeto me hace sentir vieja.

—Está bien, nos tutearemos entonces. Gracias Catalina.

—¿Estarás aún un tiempo en la isla?

—Sí. No sé cuánto, pero me gustaría volver a hablar contigo, si no tienes inconveniente.

—Cuando quieras. Casi siempre estoy en casa.

—Gracias otra vez.

—De nada.

—Hasta pronto.

—Hasta pronto.

Pensó en darle un beso en la mejilla, a modo de despedida, pero extendió la mano para estrechársela. No supo por qué, pero se quedó con las ganas de haberse acercado a Catalina con aquella fórmula educada. Salió de la penumbra de la vivienda de Catalina al sol del mediodía. Casi le dolieron los ojos. Tuvo la impresión de que salía de la atmósfera de un sueño, pero, curiosamente, no lo ataban a la realidad sus pasos por la calle, ni el calor del sol, ni el sudor que le corría hacia la barbilla ni las pocas gentes que se fue cruzando en su camino hacia su apartamento. No. Lo que de veras le ataba a la realidad era el furioso hormigueo de excitación que sentía en su sexo. Aquella mujer de edad impredecible, su propio misterio, lo excitaban de una manera desconocida e inesperada para él. No como lo excitaba el energúmeno enamoramiento de Eleonore. No. Era un deseo distinto, extremadamente abstracto y, al mismo tiempo, golosamente carnal. Pensó que pronto compraría una botella de vino y volvería a visitar a Catalina.

Hay hombres que se sienten encerrados en un destino. Hombres que saben que nada ni nadie podrá distraerlos de su cometido en el mundo. Danilo Porter era uno de ellos. Estaba seguro de que no se engañaba. Estaba más que seguro de que dentro de él latía un destino de verdad, que no había venido a parar a este mundo para morir en el lodazal de la mediocridad. No sabía por qué ni para qué, pero su afilado instinto le dictaba ese proceder: tenía una misión. Como los héroes de las antiguas novelas de caballería. Levantarse al alba, en cuanto el gallo saludara la madrugada, subirse a la montura, corcel de raza, conquistar villas y castillos y salvar princesas y derrotar ogros y demonios panzudos y verdes y ganar la batalla al mal.

Hace unos años, cuando se casó con Eleonore, creyó que pronto sería padre y que se acomodaría a una vida familiar, en su piso de la calle de María de Molina, en el centro noble de Madrid. Que su dignamente remunerado trabajo como detective privado para la Seguridad Social del Estado español le aseguraría una vida plana, feliz padre de familia con vacaciones de invierno en alguna estación de esquí como Baqueira y vacaciones de verano con pulsera de todo incluido y playa privada en alguna isla canaria. Que se haría socio de algún club de postín y jugaría al pádel. Que envejecería junto a Eleonore y sus hijos y que un día moriría de golpe de cualquier achaque más o menos imprevisto.

Pero los hijos no llegaron, aunque con Eleonore lo intentara solo unas pocas veces. Mejor dejarlo estar. Dolor que todavía duele.

Los cementerios de Isla Calibán se habían quedado pequeños por culpa de tanto suicida. Dos de los tres que había en aquella isla habían sido ampliados y la media docena de cipreses que habían servido para adornarlos y para dar un poco de sombra a los muertos, habían sido talados y arrinconados a un lado de la carretera que ahora transitaba Danilo Porter.

Hacía mucho calor y por eso se había embadurnado de crema solar factor cincuenta la cara y los brazos. Danilo Porter parecía un turista, con su gorra y sus gafas de sol, uno de esos turistas tan curiosos que no dejan de ver siquiera los cementerios de los lugares que visitan. Pero no era turismo lo que había llevado a Porter a visitar aquellas tumbas sino, más bien, la intención de corroborar algunas informaciones que le había facilitado Catalina Prieto y los nombres y fechas de fallecimiento de muchos de los habitantes de aquellas tierras castigadas por el sol y la sequía.

Comprobó, ya sin alarma, cómo los decesos aumentaron en el año 2000 y se mantuvieron en alza durante las dos primeras décadas del nuevo milenio. Sacó su libreta y fue buscando las tumbas de muchas de las personas de las que le había hablado Catalina. Encontró a Óscar, el jipi del pueblo, que también fue uno de los primeros en suicidarse, provocando un escape de gas en su casa. La gente no hizo caso, dijeron que había sido un accidente porque Óscar era depresivo y desde joven había estado coqueteando con las drogas.

También encontró la tumba de Campiro, el dueño del perro Tarzán, quien poco después de la muerte del can se había arrojado por la borda de su propia barca con un gran bloque de cemento atado al cuello. Y la de Anselmo Viveiros el portugués y su esposa Marina Jacobina, quienes, según sus informaciones, habían muerto envenenados. Y se detuvo ante la tumba de Alameda del Rosario, el escritor de Calibán, quien, al parecer, había muerto en una cueva haciendo el amor con una jovencita. Y después estuvo en la tumba de Juan el Chingo y en la de Celedonia Jesús, a sabiendas de que tras aquella lápida no había ningún cuerpo. Recorrió casi quinientas tumbas intentando encontrar alguna explicación, algún nexo entre aquellas muertes.

Pero la sorpresa llegó tan solo unos metros más hacia delante, hacia uno de los laterales de la hilera de nichos que se extendía, como un gran muro, hacia el sur del camposanto. No le extrañó ver la lápida de Armando Monteliú, sino el hueco libre que había junto a ella, una tumba reservada para, y leyó con gran asombro las letras escritas sobre el cemento, Catalina Prieto.

–Piedrita, piedrita lunar, dime quién es la más bonita del lugar— pregunto nada más despertarme, sentada frente a mi tocador, donde tengo mi piedra. Mi marido Francisco, mi Caudillísimo de España, me la regaló nada más recibirla de manos del director de la NASA, una vez los norteamericanos volvieron de su expedición a la luna. Fue hace mucho, en 1969, si no recuerdo mal. Francisco me dijo tómala, es para ti amor mío, me han asegurado que esta piedra lunar es mágica, mi amor, mi Carmen de mi alma, porque mi Francisco tenía sus efusiones cariñosas, no vayan a creerse, que él también tenía su corazoncito, aunque lo reservara para la intimidad. Me dijo también que cuando muriera la introdujera en su féretro, para que lo enterraran en el Valle de los Caídos con el pedrusco, pero en esto, digo, como pueden comprobar, sí que no le hice caso. Para entonces la piedra lunar llevaba seis años conmigo y me había acostumbrado a hablarle todos los días. Todos, porque confiaba en sus poderes sobrenaturales para darme salud y belleza. Sí, como las brujas de los cuentos para niños, solo que yo poseo una auténtica piedra de la luna. Una piedra lunar para mí sola. Mis amigas del Pacto de las viudas saben que solo yo puedo presumir de tener un objeto extraterrestre, un objeto que el dinero no puede comprar. Cuando Imelda la vio pude comprobar cómo en sus ojos titiló un hilillo de envidia mezclada con asombro. Me la pidió para exponerla un día en el marco incomparable de una de esas multitudinarias exposiciones que monta, pero yo me negué. Le dije que no quería que muchas miradas desgastaran el milagro de mi piedra. Rachele, Lucía, Mirjana y Eva entendieron mis razones a la primera, pero Imelda está cada vez más obsesionada con el Imeldismo, y quiere que todo sea imeldífico. Eva estuvo muy astuta, y le explicó que para que finalmente su corriente artística triunfara, debía dejar que decayera, que la historia la absorbiera, para que, con el transcurrir de los años, un día, volviera a florecer y volviera a ponerse de moda. Le dijo que solo así lograría que el Imeldismo la sobreviviera. Le gustó tanto la idea de Eva que abandonó su insistencia y me dejó tranquila con mi hermosa piedra lunar, que es pequeña, sí, pero que vino de la mismísima luna. Ahora estamos metidas en un ambicioso proyecto para crear la primera colonia humana estable en Marte y, por supuesto, en el contrato se recoge que los astronautas que subvencionamos deberán traernos una piedra marciana para cada una de las viudas del Pacto. De todos modos, yo sé que las piedras marcianas no tendrán el mismo efecto saludable que mi piedra lunar. Lo sé porque la luna es un espejo. Un espejo que se refleja en todos los mares y lagos y ríos de la Tierra. La luna es el espejo que está en el cielo para reflejar la belleza de nuestro planeta. Es por eso que tiene esas propiedades mágicas, extraterrestres. Mis compañeras del Pacto saben que me conservo tan bien gracias a mi piedra, y eso que me he sometido a muchas menos operaciones y trasplantes que ellas, aunque yo ya también tengo todos mis órganos vitales clonados, no vayan a creer que soy una descerebrada y que desaprovecho todos estos avances de la ciencia. Más vale prevenir que curar, que eso siempre lo decía Francisco cuando firmaba encarcelamientos, torturas y fusilamientos más que dudosos. Más vale prevenir… Mi Francisco siempre fue un sabio.

He de confesar, sin embargo, que de mis compañeras del Pacto yo fui la primera en ponerme pechos y vagina nuevas, que para eso digo yo que hemos invertido tanto dinero en propiciar avances médicos y científicos y en cargarnos todas aquellas estúpidas leyes del siglo pasado que prohibían la clonación. Además, junto con Eva y Rachele, yo era la más vieja, la más deteriorada por el tiempo. Quería que los hombres me desearan. Necesitaba ver el deseo en los ojos de algún hombre. Conste que mi Francisco fue siempre un buen marido, pero todo el mundo sabe que era, que era… digamos que un poco flojo. Cumplidor solo a su manera. Hay que entenderlo. Tanta guerra y tanto muerto en sus manos agotarían a cualquiera, que gobernar España siempre ha sido tarea compleja y agotadora. Y mi Francisco cumplió siempre con España, aunque conmigo y en la cama cumpliera un poco menos. Gobernar ahora sí que es fácil. Que nos lo digan a nosotras. Hemos colocado gobiernos en casi todos los países que nos importan y buenos amigos al frente de la economía, que, a fin de cuentas, somos nosotras. Vamos alternando, en función de nuestros intereses, periodos de bonanza con periodos de crisis. Es el único camino que hemos encontrado para salvar a nuestro planeta. Además, había demasiada gente, una espantosa presión demográfica, gente consumiendo, gente contaminando, gente comiéndose las reservas del planeta. Había que poner remedio a todo este desmán. Y por eso en el Pacto decidimos empezar por China. Por eso y porque los chinos, en sí mismos, no nos gustan. Tienen todas esas costumbres diferentes y son tan distintos que no entran por el aro. Según nuestros últimos datos ya los chinos casi no son fértiles. Menos mal. Nuestro tabaco transgénico está funcionando a la perfección. Fue la solución elegida, porque el Gobierno chino es muy fuerte y era demasiado peligroso meterse con ellos. Ahora hay un nuevo equilibrio, aunque no hayan desechado esa prehistórica idea del comunismo. Ellos son así y quizá por eso tienen los ojos rasgados, para mirar siempre desconfiadamente, como de reojo. Ahora nuestra pandemia de infertilidad los está poniendo en su sitio, que el orden es siempre muy bonito y no sobra en ningún lugar.

Decía que me habría encantado que Francisco pudiera verme ahora. Con mi alma intacta, pero con estos pechos hermosos y esta vagina que saliva al instante y que recibe al amante con alegría a veces tan desproporcionada que siento algo de vergüenza. Soy otra, pero soy la misma. Si no lo viera jamás lo habría creído. Nuestros laboratorios de clonación de órganos y nuestros hospitales son verdaderos milagros de la ciencia y la tecnología.

Pero siempre me acuerdo de ti, Paco, enterrado en tu panteón del Valle de los Caídos. Espero que te haya gustado el sistema de calefacción que hice instalar allí solo para que en el invierno no pasaras frío ni te dolieran los huesos. Los dos sabemos que el Escorial es gélido en enero. Aunque tenga esta vida tan nueva, ya ves que no te olvido, y eso a pesar de mis regeneraciones cerebrales anuales. No te he contado, cariño, lo último en medicina, una sustancia química que utiliza como principio el aloe vera y que resulta que ralentiza el envejecimiento del cerebro. La panacea. Tenemos a muchos científicos trabajando en este asunto. Pero, en fin, que no quería hablarte de estas cosas que a ti ya ni te van ni te vienen sino excusarme un poco por no ponerte la piedra lunar en la tumba. Compréndeme. Y también quería darte las gracias por haber sido tu esposa. Fui feliz, aunque ahora lo sea más. Mucho más. Además, si no hubiera sido tu esposa jamás habría podido formar parte del Pacto de las viudas, así que, si necesitas algo, házmelo saber. Y por favor, no me recrimines que no visite tu tumba asiduamente. Ya sabes que hace mucho tiempo que no resido en España ni que me paso por Galicia, que allí siempre llueve y está ese tiempo gris ceniciento. Me da pereza volar desde Nueva York a Madrid, cada vez más, y eso a pesar de que nuestros aviones tardan menos de tres horas. Ahora estamos intentando que los nuevos reactores contaminen menos, porque no sé si sabes que el agujero de ozono no ha parado de crecer. Por cierto, voy a dejarte ya, voy a llamar a Eva para saber cuándo es la próxima reunión del Pacto. Será un cónclave importantísimo, porque nos van a actualizar la información sobre la construcción de Villa Viudas, al sur de Marte. En estos momentos es lo que más nos tiene preocupadas. Hay que darse prisa, porque, aunque hemos ralentizado la inexorable destrucción de la Tierra, los estragos del cambio climático y la lluvia ácida son irreversibles. Lentos, pero irreversibles. Adiós Francisco, quiero decir, hasta pronto, no me entiendas mal. Y piensa en mí de vez en cuando, que ahora tienes todo el tiempo del mundo, piensa en tu Carmen, querido. Bueno, ahora tengo que dejarte, que ya llegó mi helicóptero.

Danilo Porter se atragantó con la sorpresa, allí, en medio del cementerio de Rijalbo, contemplando la futura tumba de Catalina Prieto, la mujer con la que había hablado hace unos días. De pronto se sorprendió pensando en fantasmas.

El viento empezó a soplar con más fuerza, repentino. Vio, a lo lejos, el mar. Un mar que hasta hace un momento era solo azul, un azul solo hasta donde alcanzaba la vista, pero que ahora se teñía con las letras blancas que le escribía en el lomo la súbita ventolera. Corrió hacia el coche para buscar abrigo, porque el polvo de las tierras baldías se encrespaba en espirales que magullaban los ojos.

Condujo el vehículo que había alquilado hacia la casa de Catalina Prieto. No pensó que podría ser una hora algo intempestiva, que era la hora del almuerzo y la siesta y acaso de ver alguna telenovela por la televisión. Pensó, solamente, que quería preguntarle a Catalina a qué venía tanta previsión con su propia tumba y, también, cuántos de aquellos suicidas cuyos nombres tenía apuntados en su libreta se habían quedado sordos. ¿Cuántos?

De repente, a la salida de una curva, tuvo que clavar los frenos y dar un volantazo para impedir el derrape. Un perro cruzaba la carretera, lentamente, como si fuera dueño de aquel paisaje de lavas volcánicas que solo alteraba el asfalto que ahora chillaba bajo las ruedas del coche. El chirrido espantoso de los neumáticos debió haber asustado al can, un chucho de difícil linaje, pero lo cierto es que, si alguien en aquella escena se llenó de susto no fue el perro sino Danilo Porter. El animal prosiguió su camino, muy dueño de aquel territorio, y mientras cruzaba la carretera se limitó a echar un vistazo altanero al coche y a su ocupante, hombre con cara de pánico aferrado al volante, aunque ese instante, ese solo instante, bastó para que Danilo Porter se percatara de que el chucho tenía los ojos muy amarillos y de que no tenía orejas. Cruzó el asfalto y brincó hacia el mar de lavas mientras Danilo Porter lo seguía con la vista. Quizás por eso no oyó el motor del coche. Debió de ser uno de los perros que sobrevivió a la persecución del cura don Armando, se dijo, pero cómo es posible que esté vivo, y por qué no ladró siquiera de susto, y ¿estaría de verdad vivo? Y las preguntas y las dudas y los pensamientos, cada vez más escabrosos, cada vez más raros, se le fueron agolpando con frenesí confuso hasta nublarle la mente. Pisó el acelerador y condujo en dirección a la vivienda de Catalina. En cinco minutos estaría allí, frente a la puerta, dispuesto a golpearla con sus nudillos y entrar y volver a tener su quinta o sexta charla con Catalina, Catalina y sus misterios, aunque casi podría decirse que eran amigos, amigos, que para eso ella le había demostrado confianza y regalado su ayuda.

Frenó junto a la casa, pero, en cuanto se bajó del coche, su impulso primero pareció desvanecerse. Sintió de nuevo la fuerza del alisio que empezaba a arrastrar algunas nubes. Espirales de polvo y tierra crecían hacia el cielo, rizos alocados de viento que envolvían papeles, pequeñas ramas, bolsas de plástico que de pronto salían despedidas hacia el cielo y extendían sus alas como desconocidos pájaros cambiantes, amorfos, ruidosos. Y ya se iba, se largaba de allí, volvía hacia el coche, con los brazos caídos y el semblante caído y siendo la pura imagen del abatimiento cuando la voz de Catalina vino a su encuentro. La voz lo buscó para tocarle la espalda con una palmadita y hacer que se diera la vuelta y ver a Catalina sonriendo, a Catalina asomada a la puerta de su casa con la puerta solo entreabierta para que no se colara viento y polvo, a Catalina sonriente diciendo ven Porter, pasa, y entonces Danilo Porter no sabe por qué asociación de ideas se acordó de Ulises y las sirenas, pero ven, ven, pasa, y entonces Danilo Porter alzó su figura antes alicaída, subió sus hombros, dibujó un gesto de alegría y encaminó sus pasos firmes hacia la voz, protegiéndose los ojos del viento caminó hacia la música de la voz que lo invitaba. Y volvió a acordarse de las sirenas y de Ulises y eso pensó justo antes de sentir que su propia soledad, la soledad gorda y verde que lo inundaba demasiado a menudo, desaparecía, de golpe rota en mil pedazos desaparecía y se iba con el viento por ahí, lejos, a lamerse las heridas.

Imelda cruzó el enorme jardín que separaba los dos niveles del ático neoyorquino ubicado en un lujoso rascacielos de la elitista Zona Cero. Había quedado allí con Carmen, Fidela y Lucía, para así, las cuatro viudas, conversar en español a sus anchas, porque Eva, Rachele y Mirjana eran incapaces de articular otra lengua que no fuera la propia además del inglés, lengua oficial del Pacto. En sus manos Imelda llevaba tres ejemplares del último número de Vanity Fair, una de las escasas revistas que mantenían una selecta edición en papel, solo para suscriptores adinerados. Los ejemplares en español se los pensaba regalar a sus compañeras. La portada estaba dedicada a Alfred Voeller, último abanderado del arte imeldífico, un viejecillo de larga barba canosa que posaba junto a sus estatuas, cuerpos humanos disecados en posiciones que imitaban esculturas clásicas como el Discóbolo o el David. Imelda le dio un ejemplar a cada una, mostrando su orgullo, y confesándoles al mismo tiempo que el Guggenheim de Nueva York y el de Bilbao habían dedicado sendas exposiciones retrospectivas a Voeller, su último apadrinado.

—Soy la reina del arte contemporáneo— dijo, y se dejó caer sobre un mullido sofá de cuero.

—Estás obsesionada, definitivamente obsesionada— dijo Carmen, dibujando una sonrisa un tanto alterada por sus labios pletóricos de bótox.

—¿Pero el arte no debe mostrar belleza? —preguntó de modo retórico Fidela.

—Eso era antes. El arte debe mover conciencias, alterarlas, aniquilarlas, sacudirlas. Y hasta desintegrarlas.

—Disecar seres humanos no me parece nada artístico. Y menos disecarlos así, segmentando los cuerpos para que puedan verse las vísceras falsas o clonadas, para que puedan verse los tornillos de titanio y las prótesis médicas. Me parece de muy mal gusto— agregó Fidela.

—Pues ya ves cuán equivocada estás. Voeller está teniendo éxito— dijo Imelda, al mismo tiempo que cogía de la mesa una pequeña campanilla que hizo sonar. Voeller es imeldífico, indudablemente imeldífico, puntualizó Imelda.

El breve tintineo de la campanilla bastó para que unos segundos después apareciera en la estancia un hombre alto, vistiendo un entallado uniforme de sirviente, y saludara a las viudas con una reverencia de estilo japonés.

—Trae una botella de Vega Sicilia único del 93. Esto hay que celebrarlo. Y sírvelo en las copas de Murano.

—Ahora mismo, señora— contestó el camarero al mismo tiempo que dedicaba a Imelda otra educada inclinación.

—A la señora moderna le gusta sin embargo el vino clásico— bromeó Carmen.

Lucía estaba hojeando distraídamente la revista, cuyas páginas centrales informaban también sobre el nuevo edificio antisuicidas de France Telecom que pronto se inauguraría.

—Creo que me gustaría salir en estas revistas, no tener que esconder nuestro poder detrás de políticos títeres y entramados empresariales. Estoy un poco harta de este anonimato, la verdad, aunque también tenga sus ventajas.

—Todo tiene su momento y todo llega— respondió Carmen. Por ahora es mejor así.

—Lo sé, pero quiero decirlo. Así me siento mejor. A veces el tiempo es demasiado lento.

—Mira el reportaje sobre nuestro edificio francés. Ha quedado muy bonito.

Volvió a enfrascarse en la lectura del último número de Vanity Fair, que dedicaba un amplio reportaje a la vida y milagros de la famosa pianista Laura de la Puerta, hallada muerta en su propia casa. La revista narraba su ascensión hacia los cielos de la música clásica y su declive hacia los infiernos de la depresión, la bulimia, la bancarrota y su larga lista de acreedores. “Aves carroñeras”, los llamaba Axel Robbins, su agente, quien, al parecer, para pagar sus propias deudas y de paso levantar nuevos negocios, había vendido la exclusiva del fin de Laura de la Puerta y ahora explotaba su imagen de televisión en televisión, comiendo, quién habría de predecirlo, la carne regurgitada de esas mismas aves carroñeras. El reportaje describía su endeudamiento y su fallecimiento, acontecido en extrañas circunstancias nunca suficientemente esclarecidas. A este tipo de revistas les encanta mitificar las vidas de ciertas personas cuya existencia es fácil de rodear de la aureola del mito, y Laura de la Puerta cumplía a la perfección con los requisitos. Además, había muerto a finales del año 2000, la fatídica fecha del principio del fin del mundo, según los filósofos que pergeñaban sus presagios y vaticinios en toda suerte de publicaciones digitales que proliferaban por la red. La edición en papel se había relegado a la esfera del lujo y pocas personas podían permitirse leer libros en el antiguo formato. Los lectores ávidos de papel se habían convertido en sectas, bajo el disfraz de clubes de lectura, que pululaban por librerías de viejo montadas en los recovecos de los sótanos de las ciudades y sus laberínticos metros. Esos libreros traficaban con los últimos ejemplares de libros publicados en papel a finales del siglo XX, un siglo, además, cada vez más lejano, más antigua y arcaica su ya extraña forma de vida.

—Pobre niña— musitó Lucía, tan para sus adentros que ninguna de sus compañeras la escuchó.

La conversación quedó interrumpida al oír los pasos del sirviente, que avanzó hacia el salón donde se encontraban las viudas portando una bandeja de plata en la que reposaba la botella de vino y cuatro copas. La depositó en la mesa y pidió permiso para descorcharla.

—Adelante— dijo Imelda.

El uniforme del camarero tenía un pequeño delantal del que extrajo un sofisticado sacacorchos. Abrió la botella y enseguida, con su mano enguantada, ofreció el corcho a Imelda.

—¿Tiene su aprobación, señora?

—Sí, puedes servirlo. Así se airea. No hará falta decantarlo.

El tinto oscuro borboteó, deslizando su lágrima densa por el fino cristal de Murano, abriendo su perfume intenso, cuajando sus ecuaciones mágicas para acertar su sabor inolvidable.

—¿Desean algo más?

—No, gracias. Puedes retirarte.

El olor del vino inundó la habitación. A través de las enormes cristaleras del ático podía admirarse la inmensidad arbolada de Central Park. El sol, descascarillado, perezoso, se dejaba caer ensombreciendo el skyline, altivo mar de rascacielos que comenzaban a encajar sus piezas luminosas, pequeñas ventanas de un rompecabezas siempre imposible.

–¿Estás viva, Catalina?

—Mucho, Danilo.

—Tengo mis dudas.

—Pues no dudes, que Catalina solo hay una.

Y los dos rieron, cómplices, estremecidas sus mutuas soledades. Porque por fin se hundió en sus carnes y fue como entrar en casa, hogar del alivio.

Ese hundimiento blando, como flotar en aguas cálidas, sus carnes. Y Danilo Porter se sintió como en casa, de veras, como en casa en brazos de aquella mujer madura y amplia, acogedora como un salón con chimenea en pleno invierno, cuando afuera no escampa, sino que arrecia el temporal. Catalina confortable, inexplicable y repentinamente cómoda, mullida, como su cama de toda la vida o como su sillón preferido a la hora de sentarse a leer. Algo así sintió al hundirse en Catalina, una especie de sabia y antigua comodidad. Nada que ver con las varias mujeres con las que se había acostado después de su último divorcio. Puro sexo incómodo, mecánico, una tensión que incluso a veces le impedía correrse del todo. Nada que ver con esas cópulas sin recoveco terso y sorpresa, esa gimnasia sudorosa cuyo placer a menudo no duraba ni las gotas del orgasmo.

Hundimiento placentero, y fácil, aunque fuera la primera vez que Catalina Prieto y Danilo Porter unían sus cuerpos en el forcejeo del amor. Un fornicio agradable y repleto de matices y hermosuras solo sexuales, de pieles que se gustan, química facilísima de los sentidos. De los besos primeros en la boca al desnudamiento y al hundirse pletórico en ella, toda amplia sobre las sábanas blancas y frescas, mediaron minutos, unos pocos minutos, como si Catalina lo hubiera estado esperando.

Y aunque era Danilo Porter quien estaba encima de ella, porque ella era un hermoso dibujo de carne bajo su cuerpo horadante, era él quien se sentía nadar y flotar entre tanto cuerpo magnífico y ancho y rico, y aunque besó su cuello y sus orejas sabiendo que al menos sus orejas no eran suyas, y aunque besuqueó los bombones pechos golosos y buscó más abajo la carne roja y encontró sabores y placeres en todos los bonitos lugares que recorrió, Danilo Porter no pudo dejar de preguntarse qué tipo de riguroso pacto con el diablo había firmado aquella mujer para presentar al amor un cuerpo tan firme, tanto que muchas de las veinteañeras que Porter había conocido codiciarían con envidia.

Se montaron sin frenesí galopante y otra vez la estancia cómoda. Y mordisqueó sus pechos y en seguida los pezones se pusieron altaneros y ya para cuando se dispuso a penetrarla y pensó que habría de encontrar cierta sequedad, lo que vino de verdad a sorprenderle fue un jugoso mullido estadio aterciopelado y casi diría que un hervor espumeante.

Como espumeó su asombro porque tuvo de nuevo que distraerse y ponerse a contar como antaño, contar muchos números muchos para no irse tan rápido a un corrimiento sabroso y completo, el corrimiento energúmeno que vino cuando ya había contado hasta 166, porque ni un número más le duró la excitación gorda y palpitante de su miembro agradecido. Y dentro de Catalina alojó todo su semen, todo para Catalina, porque esta vez sí que no se había acordado de su Eleonore, perra malcriada, chiflada egoísta, allá donde estuviera. Y si dejó los chorros de su excitación en los adentros cómodos de Catalina fue porque estaba absolutamente seguro de que una mujer de su edad, cualquiera que tuviera entre los cincuenta y largos y los sesenta y pocos, no habría de embarazarse, imposible del todo, porque entonces Catalina no habría sido de este mundo sino de otro. Y cuando, agradecido, en las caricias finales, volvió a besarle las orejitas ajenas, tan bien trasplantadas, no pudo dejar de preguntarse si alguna parte más de aquel cuerpo fuera de su edad también le había sido prestada. Pero aquellas preguntas no habrían sido caballerosas, así que Calladito se llama. Sin embargo, los pechos de Catalina aún erguidos a pesar de que su dueña estaba acostada boca arriba sobre la cama, parecieron querer contestarle que sí, que fueron magníficas esculturas trabajadas, redondas sonrisas de pezón a pezón.

Buscará sus nalgas. Ahora. O mejor después. Durante el próximo asalto. Danilo Porter tratará de corroborar en aquellas nalgas sus intuiciones, aunque para qué preguntarse de quién de veras era aquel cuerpo, aquel cuerpo si ahora, en este rodar y rodar por las sábanas, es solo suyo, solamente para él y sus renovadas ganas de volver a hundirse y flotar descansadamente en el dulce hogar del alivio. Catalina solo hay una, le había dicho, aunque en realidad hayan podido ser dos.

Mohamed Yussuf el Khan preparó el atentado durante casi un año. Concienzudo, metódico, profesional. Se había alojado en Rocinha, una de las favelas más concurridas de Río de Janeiro, a las faldas de una de las montañas más céntricas de la ciudad. Salvo por los narcotraficantes locales, a quienes pagaba puntual tributo para que lo dejaran tranquilo, Mohamed Yussuf el Khan no fue nunca importunado, sino por las esporádicas llamadas telefónicas que recibía de Mirjana o Fidela, para interesarse personalmente por la buena marcha del plan que les daría por fin todo el poder. Había llegado la hora de salir de las sombras. Desde su portátil, Mohamed Yussuf el Khan accedía a la cuenta abierta a su nombre en la sede central carioca del Banco do Brasil, donde sus siete jefas ingresaban mensualmente el porcentaje acordado para sus gastos y necesidades, o lo que es lo mismo, el dinero que dedicaba a extorsionar a comisarios de policía y responsables políticos locales a fin de asegurarse la información necesaria para perpetrar el atentado.

La primera convención mundial de grandes empresas de seguridad se celebraría ese año en Río de Janeiro, en el hotel Copacabana Palace, el más lujoso de los que hay en la avenida Atlántica, al principio de las bonitas aceras diseñadas por Burle Marx en un paseo que se alarga hasta Leblon. Allí, en los salones de aire decimonónico del Copacabana Palace se reunirían durante tres días los responsables de custodiar los grandes datos confidenciales del mundo. Con sus claves, conexiones y archivos secretos, sus valiosos pendrives, sus accesos a cuentas, datos personales y empresariales, movimientos bursátiles, escondrijos financieros y paraísos fiscales, historiales clínicos, legislación, en fin, tipos a quienes los estados y sus agencias de seguridad confiaban la información.

La primera convención mundial de empresas de seguridad había trastornado la normalidad de la rutina de Río. El alcalde minimizó las primeras protestas destacando los grandes beneficios económicos que la celebración de la convención tendría para la ciudad, pero sus habitantes no entendían que tuviera que cerrarse al tráfico la avenida Atlántica y que los accesos a la mismísima playa de Copacabana fueran escrupulosamente controlados por unidades del ejército brasileño. Era la primera vez en la historia de Río que su playa más emblemática se convertía en un páramo desierto, cuando lo habitual era que cerca de un millón de personas la utilizaran a diario para hacer deporte o darse unos chapuzones. El día en que los aviones privados comenzaron a llegar al aeropuerto Santos Dumont, en el Aterro do Flamengo, los habitantes de Río comenzaron a invocar a todas las divinidades del candomblé para rogarles que aquellos tres días de convención internacional pasaran lo más rápido posible, porque el resto de la ciudad se había convertido en un caos. La carretera que recorría la bahía de Guanabara desde el aeropuerto hasta Copacabana estaba custodiada por fuerzas del ejército de tierra y de la policía federal y solo podían recorrerla los vehículos expresamente autorizados. Grandes limusinas negras, brillando bajo el tórrido sol del febrero carioca que preludiaba el carnaval más famoso, recorrían a gran velocidad el trayecto desde la mismísima pista de aterrizaje del Santos Dumont, a los pies de las escalerillas de los brillantes jets privados, hasta la lujosa entrada del hotel Copacabana Palace. Allí, una decena de agentes de policía formaban en hilera hasta que se abría la puerta del coche y el invitado de turno descendía, ataviado con traje oscuro, corbata azul o roja, y grandes gafas de sol. Escoltado por los guardias, entraba al hotel y desaparecía en las entrañas del enorme hall del Palace. Después, si llegaba acompañado de su esposa, descendía la invitada, y hacía la misma operación, es decir, bajaba del coche y recorría la formación de guardias que la amurallaban. La diferencia, sin embargo, para un observador atento, estribaba en que las señoras esposas o consortes bajaban sin prisa, se permitían mirar hacia un lado y hacia otro, incluso admirar la arquitectura de la fachada del prestigioso hotel antes de entrar. Algunas de ellas, incluso, aprovechaban el momento para encajarse bien la pamela, o para recolocarse los ajustados vestidos que lucían, por si, como solía ocurrir, algún paparazzi revoloteaba por los alrededores con su cámara presta a capturar la inmortalidad.

En el hotel solo estaban los empleados y los policías que custodiaban a los empleados. Desde el primer día de la convención la policía federal brasileña había dispuesto un dispositivo de seguridad que obligaba a que un agente acompañara en todo momento a cada trabajador del hotel: cocineros, azafatas, personal de limpieza, camareras, recepcionistas… hasta los mozos que vigilaban el aparcamiento tenían a su lado a un policía. Durante esos tres días nadie saldría del hotel. Ningún empleado podría volver a casa, sino que debían permanecer en el inmueble, cumplir con sus horarios y descansar en las habitaciones que se habían dispuesto en los bajos del hotel para ocasión tan señalada, también estrechamente vigiladas. Una especie de pequeño gran estado de sitio. Cientos de cámaras de video escudriñaban las dependencias, habitaciones incluidas, aunque los invitados podían asegurar un mínimo de privacidad cuando estuvieran en sus aposentos a través de claves personales.

Todos estos preparativos imponentes no preocupan a Mohamed Yussuf el Khan. Él hace tiempo que tiene los deberes hechos. Hace casi un año, en realidad. Desde que liga con Vilma, una de las bonitas camareras del Copacabana Palace. Mentiría si dijera que se conocieron por casualidad. Mohamed Yussuf el Khan hacía dos semanas que la seguía cuando se produjo el primer encuentro. Primero se cercioró de que Vilma no tenía novio, que era madre soltera, una abnegada madre soltera de veintinueve años que trabajaba a destajo como camarera del Copacabana Palace desde hacía seis. Mucho trabajo a cambio de poco salario, el justo para vivir en Rocinha y dar de comer a Manoel, su hijo pequeño, a quien cuidaba su vecina casi todo el tiempo. Primero se fijó en ella porque Vilma era metódica, puntual, con una vida casi cronometrada. Todos los días salía de su casa a las siete en punto de la mañana. Descendía las escaleras que comunicaban la parte alta de la favela con la parte baja, donde vivía Rita, su vecina. Allí dejaba a Manoel, que rondaba los cinco años y ya quería más a Rita que a su propia madre, a la que nunca veía, pobrecillo. En la parada de Rocinha, tomaba el autobús de las siete y treinta y cinco, y quince minutos después se bajaba en la parada que había a unos trescientos metros del hotel. Entraba por la puerta de servicio y se perdía en las entrañas del lujoso establecimiento hasta que, a las siete de la tarde, volvía a salir por la misma puerta, caminaba hasta la parada, cogía el autobús de vuelta y deshacía el camino para acudir a recoger a su hijo y llegar a casa. Su único día de descanso era el domingo, que aprovechaba para ir con Manoel a la playa. A veces sola con el niño, a menudo con alguna amiga. Mohamed Yussuf el Khan supo que habría de conocerla un domingo, en la playa, a pocos metros del puesto nueve, porque también en su costumbre de ir a la playa Vilma era rutinaria, predecible. Mohamed Yussuf el Khan fue dos domingos seguidos a la playa de Copacabana y colocaba su toalla siempre cerca de la zona que solía elegir Vilma. Iba temprano, y esperaba, leyendo algún libro o la edición dominical de O Globo. Leía y esperaba. El primer domingo la playa estaba tan llena que, aunque estaban situados cerca, al menos dos familias, con sus correspondientes sombrillas y sus neveras de corcho con cerveza hasta los topes, los separaban. El segundo domingo, sin embargo, casi estaban juntos, aunque no hablaron. Seguro de su aplomo, de su cuerpo musculado, confiaba en que ella se fijaría en él. Por eso hizo ejercicio en los aparatos de gimnasia que había en la playa y jugó al futvoley, para volver a su toalla con el sudor dibujándole los músculos. El tercer domingo Mohamed Yussuf el Khan estaba seguro de que Vilma lo reconocería y por eso, cuando vio que Manoel trotaba cerca de su toalla, con ese paso impreciso de los niños que titubean sobre la arena, le sonrió con la esperanza de que el niño correspondiera a su gracia. Y así fue, justo antes de tambalearse y estar a punto de caer, porque la reacción ágil de Mohamed y su mano rápida evitaron que Manoel diera con su mocosa carita mulata en la arena. A partir de esta escena, ya todo fue coser y cantar. Mohamed inició la conversación, que se alargó un buen rato, y cuando llegó la hora de que Vilma se fuera, él, muy caballeroso, la acompañó hasta el autobús. Solo charla simpática, porque Mohamed Yussuf el Khan no tenía prisa. La paciencia era el secreto del éxito en su trabajo y por eso no la invitó ni insistió en apostar por una cita, sino que se despidió de ella seguro de que, dentro de una semana, volvería a verla en la playa, seguro de que, esos seis días que separaban su próximo encuentro, él y su simpatía tendrían lugar principal en el pensamiento de Vilma.

Antes de un año, más o menos a los ocho meses de noviazgo, Mohamed ya había convencido a Vilma para que se colocara implantes de silicona en los pechos. A pesar de haber sido madre, Vilma casi no tenía busto. Apenas unos pezones puntiagudos que eran el punto débil de su autoestima. Aunque las operaciones de implantes mamarios eran moneda corriente, desde principios del siglo XXI con las nuevas técnicas láser y la fabricación masiva de prótesis de silicona, que las habían abaratado hasta extremos impensables, lo cierto es que Vilma no podía permitírsela porque antes de ese capricho soñado siempre había nuevas cuentas que pagar: la guardería de Manoel, el colegio de Manoel, el dentista de Manoel, el pediatra de Manoel, los juguetes de Manoel, la ropa de Manoel, el alquiler de la casa, la lavadora que se rompe, agua, luz, teléfono, impuestos, toda esa rapiña diaria con la que nos hemos lastrado la existencia. Unos pechos nuevos, si alguna vez estuvieron cerca del principio de la larga lista de pagos, siempre acababan postergados, directos al furgón de cola, porque no había modo ni manera de que una madre soltera, de profesión camarera, ascendiera en el escalafón laboral del Copacabana Palace. Por su salario, sin duda paupérrimo, matarían la mayoría de muchachas de Rocinha. Por eso un novio como Mohamed Yussuf el Khan era lo más parecido a un milagro de Nossa Senhora de Copacabana. Un novio bueno, trabajador, generoso y hasta muy cariñoso con su hijo Manoel, qué más podía pedir. Ni en sus mejores sueños habría dibujado candidato mejor. Mohamed era su suerte, Mohamed era el regalo que le había hecho Dios mismo. Por eso Vilma no dudó en someterse a la operación que le sufragaría su novio, porque a aquellas alturas de su amor casi haría cualquier cosa por él, cualquier cosa, pero también porque en lo más secreto de su intimidad de mujer siempre había deseado unos pechos firmes que lucir en la playa, unos pechos que acompañaran y redondearan la esbeltez de su cuerpo todavía joven. Aunque Vilma nunca entendió demasiado bien el trabajo de su novio, algo relacionado con arreglar soportes informáticos para las empresas que estaban en el barrio de Barra da Tijuca, entendía a la perfección lo mucho que había mejorado su vida desde que Mohamed y ella compartían casa, cama y comida allí en Rocinha, porque su novio era tan generoso que ahora, los domingos, hasta podían permitirse salir de vez en cuando a almorzar feijoada o churrasco a los restaurantes del centro o ir a centros comerciales como el Rio Sul y adentrarse en su imponente fashion mall, tiendas de invitadores escaparates en las que jamás había podido entrar a probarse un vestido o un bikini o uno de aquellos zapatos que habían puesto de moda las modelos y que los anuncios de O Globo, entre telenovela y telenovela, no paraban de anunciar. Ahora era feliz. Así de simple. Feliz. Una palabra que por primera vez se le presentaba a Vilma en todo su ancho y largo significado.

El pacto de las viudas

Подняться наверх