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Cómo orar con tus momentos difíciles y sanarte de malas experiencias

Si tenemos una dificultad, le pedimos ayuda a Dios, ponemos nuestros mejores esfuerzos y tratamos de salir adelante. Pero ¿qué pasa cuando esa dificultad nos comienza a perturbar por dentro? ¿Qué pasa cuando un problema saca de nuestro interior algunas viejas angustias y heridas no sanadas? En ese caso, una dificultad pequeña puede hacernos sufrir demasiado. Por ejemplo, podemos tener un pequeño susto, que debería pasar pronto. Sin embargo, a veces ocurre que ese pequeño susto vuelve a despertar otros viejos miedos que estaban sepultados en nuestro interior. Eso nos permite reconocer que hay en nosotros cosas que necesitan ser sanadas y que todavía nos hace falta una liberación.

Cuando estamos perturbados, o nos sentimos mal por algo que nos está pasando, no basta rezar un padrenuestro. Es importante también conversar con Dios sobre lo que nos sucede y pedirle que nos ayude a sanarnos. Lo primero es lograr decirle a Dios, con toda claridad, cuál es nuestro verdadero problema, esa perturbación interior que se ha despertado. No es común dialogar con Dios sobre las dificultades más hondas que nos aquejan. Si lo hacemos con claridad, eso nos hará mucho bien.

Más que sinceridad

Es fundamental hablar con Dios sobre nuestro problema, detenidamente y con total sinceridad. Pero a veces eso tampoco basta, porque “sinceridad” y “verdad” no siempre son la misma cosa. Alguien puede sentir que es muy sincero con Dios, que dice todo lo que siente, que no es hipócrita. Sin embargo, puede ocurrir que no esté viendo con claridad lo que realmente le sucede. Entonces, por más que sea sincero, en realidad no es del todo “verdadero”. Cuando dialoga con Dios todavía no es capaz de mostrarle toda su realidad, porque él mismo no la ve o no quiere verla. Entonces, es bueno que le pida luz a Dios para reconocer la verdadera raíz de lo que le está pasando.

Desnudar el corazón y narrar

Porque para sanarnos necesitamos colocar ante la mirada de Dios todo lo que nos sucede; necesitamos reconocer ante sus ojos de amor las raíces escondidas de nuestro mal. Y hace falta estar dispuestos a ver también lo que no nos gustaría ver. Para resolver a fondo un problema hay que sacarlo a la luz tal cual es, reconocerlo, describirlo con claridad en todos sus aspectos, aunque duela. Y siempre en diálogo con el Señor.

Es muy liberador detenerse a narrarle a Dios cuál es exactamente nuestro dolor, nuestra angustia, nuestro recuerdo triste, nuestras resistencias, contándole incluso aquellas cosas que no nos atreveríamos a contarle a nadie. Pero no basta con decirle a Dios algo que nos pasó si no le decimos también cómo nos hizo sentir eso. Si somos capaces de decirle lo que sentimos de verdad, le abrimos un espacio a él en ese lugar oscuro del corazón. Así le permitimos que nos serene, que nos haga ver la luz, que nos ayude a vivir una vez más la fuerza de su amor.

Esas cosas que nunca pudimos digerir

Recordemos que no siempre lo que nos hace sentir mal es algo que nos acaba de ocurrir ahora. A veces un hecho revuelve y despierta viejas angustias por situaciones semejantes que vivimos en el pasado y que no hemos sanado. En lo profundo de una tristeza enfermiza, de un miedo, de una desgana, de un vicio, suele haber hechos que no fueron “digeridos”, que no se resolvieron en nuestro corazón. Porque en medio del dolor de aquellos acontecimientos, en el pasado, optamos por esconderlos rápidamente en las tinieblas del corazón para “seguir viviendo”. Pero aunque los hayamos ocultado muy bien, eso sigue allí, como un veneno interior que desde el inconsciente hace todavía más daño. Se manifiesta a veces como un brote de angustia sin razón aparente, o como un bloqueo espiritual de cualquier tipo. Y cuando nos ocurre algo desagradable se vuelven a despertar esos viejos fantasmas.

Aunque nosotros los escondamos, el Señor los conoce. Por eso podemos pedirle luz a él para asumir nuestra verdadera historia, para ver eso que supimos esconder con tanta habilidad. Así nos haremos cargo de nosotros mismos e irá brotando poco a poco el deseo de reconocer la verdad de frente, aunque moleste. La liberación podrá ser muy traumática, porque tendremos que pasar por aquel dolor que habíamos ocultado. Pero se trata de vivirlo ahora en la presencia de Dios, cobijados por su amor, sostenidos por su poder, como el niño que debe atravesar un lugar oscuro y frío, pero en los brazos de su padre querido.

Ir a la raíz

Es allí, en lo oculto del corazón, a donde trata de entrar el Espíritu Santo, porque quiere sanarnos a fondo. Eso es precisamente lo que más le interesa, porque todo lo demás puede ser cáscara, apariencia, mentira; porque muchas veces la porquería del corazón se disfraza de buenas obras y de bellas palabras: Satanás se viste de ángel de luz (2 Cor 11, 14). Ya decían los Proverbios que lo que más hay que cuidar es el corazón (Prov 4, 23). Por eso es tan importante reconocer nuestras verdaderas intenciones, descubrir con claridad las opciones profundas que hemos tomado en el corazón, contárselo al Señor sabiendo que él nos comprende, nos ama, nos espera todo lo que sea necesario, nos abraza. Hace falta presentarle al Señor esas perturbaciones que nos condicionan.

Quizás, en este camino de oración sanadora, también lleguemos a tomar consciencia de un momento de nuestra vida en el que tomamos una decisión que nos llevó a nuestro estado actual. Por ejemplo, quizás un día, cansados de ciertas cosas, dijimos algo como lo siguiente: “A partir de ahora se acabó la alegría”. “Desde ahora solo voy a sobrevivir, la felicidad no es para mí”. “Como nadie me quiere, ahora voy a optar por aislarme de todo”. Esas malas decisiones nos quitaron la alegría, el entusiasmo, el gusto de la convivencia, las ganas de vivir a fondo. Por eso es importante volver atrás, de la mano del Señor, y decirles que no a esas decisiones dañinas.

Ponerle un nombre al sentimiento

Hay algo muy importante para ser realmente verdaderos frente a Dios: ponerle nombre a lo que sentimos, darle un nombre a esa mala experiencia que nos está dominando interiormente. Le llamaré “desilusión”, o “fracaso”, o quizás “abandono”, “humillación”, etc. La palabra que elija debe expresar claramente mi sentimiento. Eso puede doler, porque no nos gusta reconocernos “abandonados” o “fracasados”, pero es necesario hacerlo para que le abramos la puerta al Señor y él pueda sanarnos de verdad. Cuando tenemos esa claridad delante de Dios, entonces sí podemos decirle de corazón: “¡Libérame, Señor! ¡Sáname, Señor!”.

Cómo orar con tus problemas y malos momentos

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