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La piratería como arma política: Evolución de la piratería mediterránea y atlántica. El renacimiento: Colón ¿pirata?

Hemos visto cómo repúblicas comerciales –Venecia–, almirantes –Roger de Lauria– e incluso reinos enteros –Aragón– podían convertirse en piratas de la Antigüedad. Castilla no les iría a la zaga, abriéndose finalmente a los horizontes marítimos, y no precisamente en la época de los Reyes Católicos, como se suele creer, sino mucho antes, con un rey que comenzó a serlo de niño, Alfonso XI, al inicio de cuyo reinado la situación del reino era la siguiente:

“Todos los ricos-omes et los caballeros vivían de robos et de tomas que facían en la tierra, et los tutores consentíanselo por los aver cada uno de ellos en su ayuda. Et en ninguna parte del regno non se facía justicia con derecho; et llegaron la tierra a tal estado, que non osaban andar los omes por los caminos sinon armados et muchos en una compaña (…) et los logares que eran cercados manteníanse los más dellos de los robos et furtos que facían”.

En esta situación, cabe suponer razonablemente que aquel monarca de quince años tuviera una idea muy clara acerca de los ladrones y saqueadores; lo que había que hacer con ellos lo puso de manifiesto muy pronto, al tomar el castillo de Valdenebro, refugio de hidalgos bandidos asaltadores de caminos, a los que hizo ejecutar al completo. Alfonso fue un rey de carácter y sin escrúpulos, no se habría llevado mal con Roger de Lauria. Durante su reinado se enfrentó a Portugal (el rey portugués era su suegro), con Navarra, y con todo bicho viviente, pero mantuvo una tácita solidaridad con Aragón para combatir el peligro común, es decir, el islámico, que iba llegando de África con las sucesivas invasiones magrebíes. Castilla tenía ya salida a la mar a través de Santander y Sevilla; pronto adquiriría una tercera puerta al Mediterráneo, Cartagena, lo que le permitiría mantener diferentes escuadras en pie de guerra. A partir de entonces, Aragón se vería obligada a tener presente este hecho, optando por una política de conciliación con su vecina para mantener un firme dominio del estrecho.

Aun así, los comienzos fueron difíciles. El primer pacto entre Castilla y Aragón se verifica en 1339, por Alfonso XI y Pedro IV respectivamente, remitiendo al estrecho doce galeras al mando de Gilabert de Cruilles para evitar el paso de la horda de benimerines al mando del príncipe Abdelmalic, con la pretensión de instalar en Granada una nueva dinastía merinida marroquí. La flota castellana del prior Alfonso Ortiz Calderón es deshecha por una tempestad, Cruilles pierde la vida en el desembarco, y el sustituto, Jofre Tenorio, es derrotado en Gibraltar. Alfonso XI se ve obligado a pedir socorro al dux de Génova, Simón de Bocanera, que remite quince galeras comandadas por su hermano Egidio, y toma personalmente el mando de la tropa para frenar la invasión. La batalla se da el 30 de octubre, no lejos del río Salado; la hueste de Alfonso, aliado con los portugueses, embiste al contingente marroquí, que es, a la vez, acometido de revés por la guarnición de Tarifa. Los benimerines son completamente derrotados, y se logra un fabuloso botín. Explotando al máximo su victoria, Alfonso conquistará Algeciras en 1344, pero, tan sólo seis años después, fallecerá de peste en campaña. El ascenso al trono de Pedro I, llamado El Cruel, desencadenará en Castilla una terrible guerra civil con el bastardo Enrique de Trastámara, que acabará venciendo más por los excesos y errores de Pedro que por méritos propios.

Por su parte, el Reino de Aragón había firmado, en 1302, la paz de Caltabellota, que significó el fin de la guerra por conquistar Sicilia. El temible ejército pirata mercenario de los almogávares quedaba sin trabajo; aunque pronto les saldría un nuevo encargo. Reclamados por el basileus de Constantinopla, Andrónico II Paleólogo, se forma un nutrido grupo de aventureros conocidos con el nombre de La Compañía, bajo el mando de un halconero de Federico II Hohenstauffen, llamado Roger de Flor, y Berenguer de Entenza. En 1303, ya estaban en el Cuerno de Oro los 6.500 almogávares embarcados en Mesina para iniciar una serie ininterrumpida de victorias, que llevaron a los propios bizantinos a traicionar y asesinar a Roger, lo que provocó la ira de los temibles almogávares en el episodio conocido como la venganza catalana. Con el duque de Atenas como jefe, los almogávares finalmente fundarían un país en suelo griego, al que llamaron Neopatria, al sur de Tesalia, y que mantendrían durante setenta años.

La paz no significó el fin de la piratería aragonesa en el Mediterráneo occidental; durante la primera mitad del siglo XIV arrecia la ofensiva pirática, a pesar de los esfuerzos de los reyes Jaime II y Pedro III y sus diplomáticos para aplacar la indignación de los tunecinos. Sin guerras que librar, los catalanes, valencianos y mallorquines, con sus saetas y leños, se convirtieron en el azote de Tremecén y Túnez, la tierra que, a la vuelta de los siglos, acabaría siendo Berbería. Son asaltados Xaual, Bujía, Sfax (en Túnez), y, ya en el colmo de la osadía, el mismo puerto de La Goleta, el legendario puerto de Cartago. ¿Cómo era posible que los piratas aragoneses llegaran tan lejos? Inevitablemente, tenía que haber una base en el canal de Sicilia desde la que se desplegaran sus naves. La consiguiente investigación concluyó que era en la perdida isla de Djerba donde se guarecían los catalanes. Y ¿quién estaba al mando de esta guarida? Pues ni más ni menos que el hijo de Roger de Lauria. En 1310, Aragón envía al futuro cronista Ramón Muntaner para expugnar dicha isla, pero no lo consiguió; todo lo más, los piratas escapaban, esperando a que se retiraran sus perseguidores para regresar al refugio. Los nombres de los piratas de esta época son Pere Ribalta, Jaume Castelló, Guerau de Canyelles, Ferrán Assolit, Jaume de Tortosa, e incluso un noble, el vizconde de Castellnou.

Se sospecha que al final hubo un pacto entre los piratas y los monarcas de Aragón y Túnez, pues, de 1336 en adelante, cesan los ataques contra este sultanato, y arrecian en Argel y Marruecos, lo que a los reyes de Aragón les parecía una forma excelente de debilitar a este último reino para evitar nuevas invasiones de la Península a través del estrecho. El acuerdo con Túnez revitalizó el Can Tunis barcelonés, que se recicló para el detestable comercio de esclavos; el rey Pedro el Ceremonioso fomentó el liderazgo catalán en el comercio de esclavos, convirtiendo la ladera del Montjüich en centro europeo de la distribución de esclavos en 1340. Esta preponderancia llevaría a Aragón a topar con la república marítima emergente de la época, Génova.

Génova había sellado su destino abierto al Mediterráneo occidental aniquilando a su rival Pisa en la batalla de Meloria (1284); esta victoria la rubricó uno de los mejores piratas de la época, Benedetto Zaccaría, mandando la flota genovesa. La escuadra aragonesa bajo el mando del heredero de Roger de Lauria, Bernat Cabrera, debe luchar contra las flotas genovesas por la supremacía. En 1352, las galeras catalanas, venecianas y bizantinas derrotan a las genovesas en las lejanas aguas del Bósforo; pero Cabrera sufre su primer tropiezo al año siguiente, en Alguer, cuando es derrotado por los genoveses en este puerto de Cerdeña entregado a los catalanes. No obstante, el aragonés se reivindicará finalmente culminando la completa conquista de esta isla.

En 1359, el descaminado Pedro I el Cruel, rey de Castilla, intenta apoderarse del Can Tunis barcelonés para hecerse con sus riquezas humanas, esto es, los esclavos. El plan es citar de nuevo al genovés Egidio Bocanera, tal como hizo su padre, pero por motivos bien distintos, pues la de Pedro es una expedición inequívocamente pirata. Pero Montjüich se defendió con coraje, hundiendo varios barcos de los genoveses y castellanos a base de artillería, lo que produjo la retirada de sus enemigos.

Antes de continuar, desplacémonos por un momento al puerto de Nantes, en el estuario del Loira, donde encontramos una temprana historia de una mujer pirata; se trata de Jeanne de Belleville, conocida como la Leona de Clisson. Francia e Inglaterra se hallan inmersas en la Guerra de los Cien Años; los reyes ingleses eran súbditos del rey de Francia, y poseían reinos y comarcas en lo que hoy es terreno continental francés. Esta complicada entelequia producía notables conflictos y continuos puntos de fricción, no sólo entre franceses e ingleses, sino entre los propios franceses según pertenecieran a una u otra facción. El marido de Jeanne fue víctima de uno de ellos, traicionado y asesinado en la guerra de Blois y Montfort. Jeanne se exila a Inglaterra, y, al servicio del rey Eduardo, éste le confiará tres navíos, con los que piratea en el golfo de Vizcaya. Capturada por la flota de Felipe de Valois, escapa con sus dos hijos en una chalupa, en la que, antes de alcanzar tierra, muere uno de sus hijos. Jeanne será uno de los pocos piratas que se rehabiliten: después de su aventura, se casa con el hijo del condestable del rey de Francia, pasando el resto de sus días en una tranquila existencia.

Inglaterra tuvo un gran rey, Eduardo III, conquistador de Escocia, que había vencido en Sluys y Crécy, en territorio francés, añadiendo Calais a sus conquistas. Era una época de grandes guerreros, como el también Eduardo, el Príncipe Negro, que ayudó a Pedro el Cruel, al que acabó abandonando, completamente defraudado. Su hijo, Ricardo II, heredará el trono en 1377, con tan sólo diez años, quedando la regencia a cargo de Juan de Gante, duque de Lancáster, en un periodo de gran inestabilidad, por la interminable guerra con Francia, las revueltas campesinas de Wat Tyler, y el movimiento herético de John Wycliff (los bollardos). Castilla se verá implicada en la Guerra de los Cien Años, precisamente por el apoyo prestado a Pedro I por los ingleses; su rival, Enrique de Trastámara, finalmente rey de Castilla, y su hijo, Juan I, pasaron factura al duque de Lancáster aliándose con Francia, y enviando a la flota castellana para aprovechar el momento de debilidad inglés. Esta expedición pirática de la escuadra de Enrique y Juan de Castilla tiene lugar entre 1372 y 1380; el almirante Fernando Sánchez de Tovar derrota a la flota inglesa en La Rochelle, y, luego, asalta sucesivamente ocho puertos ingleses, entre ellos, Folkestone, Plymouth, Portsmouth, la isla de Wight penetrando por el Solent, y Hastings. Por último, dejando a babor el gigantesco estero de las arenas de Goodwin, penetra por el Támesis, asaltando y saqueando también Gravesend, y amenazando la propia city londinense. Este episodio, que recuerda el asalto de Constantinopla por los venecianos en 1204, ha quedado arrinconado en los anaqueles del olvido, puede que por su lejanía en el tiempo.

Pero la suerte no sonreirá siempre a Juan I de Castilla (reinó de 1378 a 1390). A la muerte del rey de Portugal, reclamará para su segunda esposa Beatriz, hija de aquél, el trono luso. Juan de Avis, ocupante del mismo, opone resistencia ayudado por el duque de Lancáster, y todo se decide en la legendaria –para los portugueses– batalla de Aljubarrota, no lejos de Lisboa, donde hoy se levanta un espléndido monasterio para conmemorar el evento. El ejército castellano naufraga en las trincheras portuguesas, y habrá que esperar doscientos años para que Felipe II de España, por vía materna, reclame y consiga la corona de Portugal. No obstante, la estirpe de Juan I lograría al fin la corona más insospechada: a través de Leonor de Aragón, primera esposa de Juan, su hijo, el regente Fernando de Trastámara, emergerá del confuso e imposible compromiso de Caspe como rey de Aragón; y su nieto, Alfonso V, conocido como el Magnánimo, será el encargado de revitalizar la potencia naval aragonesa a través del ataque pirático y en corso a sus más directos rivales, Francia y Génova. Con él entramos en el siglo XV, un siglo de transición a cuyo final se llegaría al evento que cambiaría el mundo, y, cómo no, también la piratería.

Declarada la guerra pirática en el Mediterráneo, todos los actores en juego, aragoneses, franceses, genoveses, pisanos, venecianos, bizantinos y musulmanes irrumpirán en todos los frentes mudando las alianzas según cada necesidad particular. Génova había visto con agrado el predominio de Aragón en Cerdeña, pues anulaba el de su rival más feroz, la vecina Pisa. Pero cuando Aragón ocupó la isla, Génova no dudó en lanzar sus barcos contra los aragoneses; éstos respondieron aliándose con los venecianos, a lo que los genoveses replicaron firmando un tratado con Castilla (1356), y azuzando el corso norteafricano para que depredara los barcos catalanes y mallorquines. De resultas de todo este embarullado entramado mediterráneo, un barco mercante que navegara del estrecho de Gibraltar al canal de Sicilia, o viceversa, podía ser atacado por cualquiera y de cualquier nacionalidad sin previo aviso, en cualquier momento, e izara el pabellón que izase.

Los monarcas y sultanes de las riberas mediterráneas, lejos de erradicar este estado de cosas, lo estimularon y alentaron aún más; uno de los más destacados promotores del corso y la piratería catalana, valenciana y balear fue precisamente Alfonso V el Magnánimo, lo que produciría, para ciudades como Barcelona, Valencia y Palma de Mallorca, una inusitada riqueza y prosperidad. Las víctimas eran los barcos de Marsella, Pisa y Génova, que, con ricos cargamentos en sus bodegas, trataban de atravesar indemnes las aguas del Mediterráneo occidental. A este lucrativo negocio, los catalanes y aragoneses atrajeron a los marinos castellanos, tanto andaluces como gallegos y cántabros, que se estrenaron así en la depredación marítima.

Alfonso V no sólo promovió la piratería, sino que también la practicó él mismo, pues tenía una flota particular armada con las peligrosísimas bombardas, cañones cortos de gran calibre antecedentes de las famosas carronadas nelsonianas, tipo éste de artillería con la que no contaba ningún barco de entonces. La trascendencia de este hecho es notable: con el rey-pirata, probablemente rey-pirata por excelencia, el concepto de corso carecía de sentido, pues él mismo era la garantía de patente. Se permitía atacar y saquear los barcos que consideraba enemigos, y, sin línea divisoria alguna, también reprimía la piratería ajena, pues, para él, todo eran enemigos, y, en este caso, competencia. Llegado a este punto, no puede extrañar que atacara a sus propios súbditos, en un aquelarre pirático que le llevaba a usar la piratería como instrumento de dominación, atacando incluso poblaciones ¡de su propio reino! Ciertamente, lo de Alfonso no tenía igual. Aún más sorprendente, el consentir y consentirse a sí mismo todo tipo de inescrupulosas liberalidades piráticas, no le impidió redactar un código de comportamiento en los mares, algo parecido al vigente Código de Circulación para vehículos, pero aplicado a los barcos, llamado el Llibre del Consolat de Mar, que mostraba a los embajadores extranjeros cuando venían a pedirle medidas contra la piratería.

Numerosos fueron los protagonistas de esta “época dorada” de la piratería catalana. Uno de los más famosos, Romeu de Corbera, auténtica mano derecha del rey Alfonso. Corbera era un templario clandestino; la Orden del Temple había sido abolida en 1312 por el papa Clemente V, después de un terrible proceso en Francia que mandó a muchos de ellos a la hoguera. Otros de estos monjes guerreros tuvieron que buscar refugio en diferentes órdenes, como la catalana de Montesa. Corbera ingresó en la corte de Aragón de la mano del rey Martín el Humano, se consolidó con Fernando de Trastámara (o de Antequera), rey de Aragón, y le llegó a Alfonso como gran experto y estratega de la mar, para tomar el testigo dejado en su día por Roger de Lauria. Justo lo que necesitaba el rey, que lo convirtió en un verdadero azote contra Francia y Génova.

En la expedición de 1420, partió de Valencia con veinte galeras, cerca de Pisa dió batalla y derrotó a la flota genovesa, y, al regreso, entró en el puerto de Marsella forzando las cadenas de la entrada, para, acto seguido, desembarcar y desatar un asalto y saqueo de pesadilla, en el que la venganza contra los que habían aniquilado a sus hermanos templarios no debió quedar exenta. Esta lamentable práctica, es decir, tomar venganza sobre súbditos inocentes de lo que hacían sus monarcas, fue una detestable conducta criminal que reiterarían berberiscos, ingleses y holandeses contra los españoles en el futuro.

También Bernat de Vilamarí destacaba con su expedición corsaria al Mediterráneo oriental en 1450. Interceptó allí las rutas de navegación terminales de la Ruta de la Seda, capturando barcos venecianos y genoveses, contrarrestó la actividad pirática de los caballeros hospitalarios de San Juan de Jerusalén, basados en la isla de Rodas, cruzó los estrechos, entró en Constantinopla, y, de regreso al Dodecaneso, se apoderó de la isla de Megasi, haciendo del puerto de Castellroig su base –no lejana a Rodas– para el asalto a las costas turcas, palestinas y egipcias, durante cuatro años. Languideció después Castellroig o el Castell Alfonsí (Castillo de Alfonso, como se le conocía), el punto más avanzado al que llegaría la expansión pirática catalana. De regreso, Vilamarí destrozó un convoy genovés en la isla de Ponza, y los mercaderes de esta República, no sabiendo cómo detenerlo, probaron con el soborno, regalándole un principado en la población de Calvi, en Córcega. Aceptó el pirata, no tardando en convertirse Calvi en otro nido pirático inexpugnable del Mediterráneo.

El sacerdote Lluis Pontós se haría a la mar como pirata, en su caso para paliar el hambre y la pobreza de las localidades de la costa levantina; en las calas de Mallorca, Ibiza y Formentera acechaba los barcos cargados de grano que se dirigían de Italia a los puertos mediterráneos peninsulares. Francisco Navarro fue un judío riojano que también pirateó por estas costas, hasta establecerse en Génova con su negocio. Jaume de Vilaregut fue otro sacerdote que atacó el tráfico francés, genovés y catalán, llegando a fundar una hermandad pirática, remedo de la luego famosa de la isla de La Tortuga. Joan Bernat de Marina tuvo la fortuna de atrapar un cargamento de grano en época de hambruna, siendo muy aclamado. Y, así, un largo etcétera, que incluye incluso a nobles como Arnau de Fuxá, Juan de Castro, Jaume Terré, Gabriel Ortigues o Pons de Catlar.

Inmerso el Mediterráneo occidental en esta auténtica plaga, no resulta extraño que, a falta de nada mejor, los piratas acabaran atacándose entre ellos, convirtiéndose en víctima el antes cazador, y, así, sucesivamente, según el carácter de la nave con la que se toparan. El marino provenzal Audinet se hizo rico como depredador de la costa catalana y los barcos de cabotaje que la recorrían, en la década de 1440. Fornar fue otro saqueador de los barcos negreros catalanes que comerciaban con el norte de África, como Joan Torrellas, temido y odiado en todo este litoral, y que resultó un precursor de Henry Morgan, pues terminó su “carrera” como consejero marítimo barcelonés, cruzando sin complejos la frontera que separa a un delincuente de un alto funcionario estatal. En este estado de cosas, surgieron “cazadores de piratas”, piratas al fin y al cabo también ellos mismos, a los que se contrataba para atrapar a otros. Destacaron entre ellos Joan Perich, Ramón Desplá y Joan Devalls, que represó la nave de Pere Torrella capturada por los sarracenos. Víctimas de estas actividades represivas –en interés de la causa pirática, no contra ella, no lo olvidemos– cayeron piratas como Fornar, Bartolomé Pisano y Francisco Janer. Por último, estaban las represalias, es decir, la respuesta del enemigo: en 1457, los corsarios genoveses atacan y saquean el Ragomir, en el puerto de Barcelona, entre la muralla y Can Tunis.

No se piense, sin embargo, que esta situación era exclusiva de las aguas del Mediterráneo; en el mar del Norte y canal de la Mancha sucedía algo muy parecido. A partir del siglo XII, los comerciantes de las ciudades del norte de Alemania, lideradas por Hamburgo y Lübeck, deciden asociarse para obtener prebendas y ventajas comerciales y financieras, además de velar por la seguridad de sus flotas, amenazadas por los piratas de ambas costas. En total, la asociación, conocida como Hansa, llegó a reunir setenta ciudades, con factorías repartidas desde el mar del Norte y el Báltico, hasta la propia Inglaterra, y tenía que soportar la lacra de la piratería de ingleses, alemanes y escandinavos produciéndole pérdidas notables. Los más famosos eran los de la hermandad de las Vituallas (Vitalienbrüder), que, liderados por Godekins y Stertebeker, sembraron el terror en el Báltico y mar del Norte, llegando a saquear Wisby y Bergen. Por fin, en 1402, la flota hamburguesa de la Hansa logró atrapar a Stertebeker, recuperando un fabuloso botín. Pero, en 1418, esta misma escuadra de la Hansa se enfrenta a la flota de Juan II de Castilla frente a La Rochelle, siendo derrotada.

De forma parecida a los piratas e invasores vikingos y normandos, conocemos al detalle las embarcaciones hanseáticas: en otoño de 1962, en el curso del dragado del río Wesser para el acondicionamiento del puerto de Bremen, la draga Arlesienne encontró varios pedazos de madera pertenecientes a una coca hanseática que llevaba allí, hundida, 600 años, después de faltar de su amarradero en el puerto, casi con toda seguridad, por una inesperada avenida que trajo la crecida de las aguas correspondiente. Como es bien sabido por otros casos, el fango es un espléndido conservador de la madera, por lo que la embarcación apareció, para sorpresa de todos, en aceptable estado de conservación. Tiene 30 metros de eslora, 7,5 de manga y 5,3 de puntal; la proa es recta y lanzada, la quilla, de una sola pieza y ligera curvatura, profundiza el máximo de calado, dándole un notable plano de deriva, indispensable para la correcta navegación a vela. Sobre ella se disponía el entramado de cuadernas al que iban empernadas las tablas del forro, a tope en el fondo, y de tingladillo en los costados, amuras y aletas. Sobre la cubierta podía elevarse un pequeño castillo, el “puente de mando”, y arbolaba un solo palo de vela cuadra; aunque las cocas comenzaron gobernándose con una espadilla en el costado de estribor, las más evolucionadas ya lo hacían con un timón de goznes sobre el codaste, inclinado 30º respecto a la vertical. El Museo de Barcos Alemanes de Bremerhaven recuperó y reconstruyó este auténtico tesoro legado por el estuario del Wesser, que databa del año 1380, para, posteriormente, realizar una réplica a escala real que permitiera evaluar las cualidades de este tipo de embarcación. Del mismo modo que la galera evolucionó del trirreme, y la carabela de los faluchos, la carraca de dos palos sería la sucesora de la coca, un tipo de nave que, por ser plenamente oceánica, daría lugar, en su cruce con la carabela, a la omnipresente nao de las primeras crónicas piráticas atlánticas.

Al comienzo del verano de 1453, tres desgastados navíos genoveses arribaron al puerto de la isla de Quíos, cuna del cronista Homero, y situada frente a la costa turca donde se asienta, hoy día, la ciudad de Izmir. Allí, en la isla que produce el dulce lentisco y la goma blanca de mascar –relajante antecedente del chicle– esperaban fondeadas varias galeras venecianas enviadas por el papa. Las noticias que traían los recién llegados, después de su apresurada travesía del mar de Mármara y la estrepada con rumbo Sur, sumieron a los venecianos, y, en concreto, a su almirante Loredan, en la más honda consternación. Se había producido, precisamente, aquéllo que tenían que evitar: la caída de Constantinopla, la Centinela de los Estrechos, en manos del ejército turco del sultán Mahomet II, el pasado 29 de mayo.

Aquel cambio de manos del más importante baluarte del Mediterráneo oriental, que garantizaba el dominio del mar Egeo, y, por lo tanto, el rápido acceso de los barcos turcos al Mare Nostrum, significaba que, en el intrincado mundo marítimo de la época, donde piratas pisanos, venecianos, genoveses, franceses, aragoneses y musulmanes campaban por sus respetos, robando o dejándose robar entre ellos o por los nuevos piratas castellanos –que, a la vez que hollaban tímidamente los horizontes atlánticos, penetraban en las líneas de navegación mediterráneas de la mano de una u otra alianza coyuntural– acababa de irrumpir una fuerza que unificaría la piratería y el corso africano, desatando una vastísima ofensiva que impulsaría a los otrora enemigos a unirse también para hacerles frente bajo las banderas de España, Venecia y el papa.

Pero todo éso estaba aún por llegar; de momento, la guerra de guerrillas del Mediterráneo del siglo XV era un confuso reino de taifas en el que Génova, sus piratas y sus mercaderes, con mayor o menor fortuna, se desempeñaban para abrirse un hueco entre los demás. La irrupción de los turcos tuvo para Génova una importancia fundamental: si, durante el siglo anterior –XIV– Génova se había volcado en el comercio oriental, Egipto y Oriente Medio, expandiéndose gradualmente hacia el Norte por el curso del Danubio, e incluso al mar Negro, el empuje de los otomanos, que eran conquistadores soberbios y excluyentes, además de comerciantes rapaces y poco predispuestos a tener socios, negó a Génova este camino, dejando aislados a los pocos genoveses que trataron de abrir, audazmente, mercados en Persia o India. A fines de siglo, no le quedaba a Génova en el Este nada más que una solitaria posesión, peligrosamente próxima a la costa turca ¿lo adivinan?, la isla de Quíos.

No había otro camino que el Oeste: Occidente ofrecía también buenas posibilidades. A diferencia de los turcos, los castellanos y andaluces de la Península Ibérica se habían mostrado bien dispuestos a llegar a un entendimiento siempre que existiera la perspectiva de un beneficio mutuo. Gracias a ello, al ser la República genovesa Señora de los Mares, sus emigrantes y comerciantes habían podido instalarse con cierta seguridad en las ciudades españolas más importantes, participando en los negocios y la vida civil. El más lucrativo de los que se avecinaban, sin duda alguna, era el previsible comercio atlántico, que los castellanos dominaban ya hacia las Canarias y África occidental, en plena expansión de su poder, y aprovechando el hueco hacia el Oeste dejado por los portugueses, que habían preferido la ruta sur y el largo periplo a India iniciado por Vasco da Gama. Por lo tanto, no tendría nada de particular que la punta de lanza de la expansión castellana hacia el Oeste fuera, precisamente, un genovés; ni que este genovés, durante la época de su aprendizaje marítimo, se viera envuelto en el mundo de la piratería y el corso, pues, esto era lo único que existía en el Mediterráneo; ni tampoco, por último, que este genovés y sus propósitos colisionaran, una vez más, con los del Reino de Aragón y los comerciantes catalanes, pues eso era lo que había venido sucediendo en el Mediterráneo durante todo el siglo. La antipatía entre Fernando el Católico y Colón es algo mucho más profundo que lo originado por las veleidades de la reina Isabel: no es más que el eco, reflejado contra las vetustas paredes de la historia, de la rivalidad entre Génova y Aragón, sabiéndose ya la primera tocada de muerte.

Sobre la personalidad, orígenes y hechos de Colón existen todo tipo de opiniones y teorías. Abandonada, hace tiempo, la sempiterna versión del gran descubridor, apareció la imagen del seductor de la reina Isabel, el visionario, o el adelantado que amplió los dominios castellanos al otro lado de los océanos, para caer luego en el infortunio del que se aprovechó de descubrimientos de otros, el embustero, e incluso el estafador y falsario, del personaje de humildes orígenes con una desenfrenada ambición de cargos y riquezas terrenales. Posiblemente de todo tuvo un poco Colón, que, siendo un personaje rico en matices, ofrece, al que quiera explotar alguno de ellos, abundantes perspectivas.

Aquí corresponde investigar la vida del Colón pirata, tarea nada fácil; pues, si como asegura Eslava Galán, Colón era un mentiroso, y la única fuente de sus andanzas marítimas anteriores al Descubrimiento era él mismo, es decir, lo que él contó, hemos de concluir lo que asegura Ricardo de La Cierva en su Gran Historia de América:

“Antes de 1492, Cristóbal Colón, el descubridor de las Indias, es, fundamentalmente, dos cosas: un misterio y un secreto”.

Siguiendo por éste camino, resulta fácil dejarse llevar por hipótesis como las de Angel Joaquinet, que asegura que Colón (nombre falso de otro seudónimo: Joan Scolbus) era en realidad un pirata, impostor, espía al servicio de los genoveses, asesino y aventurero, compañero de correrías del pirata bretón Jean Cotelen, que, asociado con piratas andaluces de Huelva, los hermanos Pinzones, logró de ellos, y de otros, la información, el gran secreto a voces, de lo que había al otro lado del Atlántico, una riqueza sin límites, y, para hacerse con ella, ideó el patrocinio del Reino de Castilla –él solo, un simple marino, no habría podido apoderarse de nada– para lograr, alcanzado el objetivo, el ennoblecimiento que le convertiría en dueño de todo. La hipótesis no deja de tener verosimilitud, pero, como la versión oficial, carece de pruebas de rigor histórico. Lo realmente objetivo es que no se puede ir sobre terreno firme más allá de lo asegurado por de La Cierva.

Oficialmente, Cristoforo Colombo nació en Génova en verano de 1451, hijo de un tejedor genovés, de nombre Domenico, y Susanna, una lavandera. Tuvo dos hermanos, Bartolomeo y Giacomo (Diego), y una hermana, Bianchinetta; ésta última, por su boda con un quesero, desaparece de la historia, mientras que los dos hermanos permanecen en ella. La familia, de origen humilde, y escasos recursos, no puede proporcionar un futuro al joven Cristóbal, que ha de abrirse camino como grumete en los barcos comerciales genoveses:

“De pequeña edad entré en la mar navegando, y lo he continuado hasta hoy” y “ Ví todo el levante y poniente”.

Nada que objetar a estas afirmaciones, salvo que, como anota Hugh Thomas, no deje de preocuparnos que nunca escriba en italiano, sino en español salpicado de portugués, cuestionando así su propio origen.

El caso es que la persona que rubricó tales palabras estuvo en la mar durante su juventud, y, cuando aún era muy joven, se vió inmerso en una de las escaramuzas originadas por las dispersas contiendas de la época. Año 1472; Génova se halla en franca decadencia, y sus navegantes han de ponerse al servicio de otros señores. Por parte de su padre, Domenico, a Colón le toca el bando galo; aragoneses y franceses luchan en el Mediterráneo, y Barcelona sufre asedio. El señor de Marsella, Renato de Anjou, pretendiente al trono de Nápoles, manda a un joven con pretensiones de corsario a capturar la galera Ferdinandine aragonesa al golfo de Túnez; a la hora de la verdad, este joven “lobezno”, Cristoforo, la encuentra protegida por otras dos, al sur de Cerdeña, por lo que opta por enprender el regreso a Marsella; pero una parte de la tripulación se amotina, al fallar el objetivo. El joven Colón decide engañarlos:

“Se alteró la gente que iva conmigo, y determinaron de se bolver a Marsella, ante lo cual, visto que no podía, sin algún arte, forzar su voluntad, otorgué su demanda, y, mudando el cevo de aguja, dí la vela al tiempo que anochecía, y, otro día, al salir el sol, estábamos dentro del cabo de Carthágine, tenido todos ello por cierto que ívamos a Marsella”.

Aunque hay interpretaciones diversas, según cada historiador, parece que, en este episodio, Colón confesaba haber iniciado su carrera pirática con un fiasco, puesto que no pudo apoderarse de la galera aragonesa; pero luego, en vez de llevar el barco de vuelta a Francia, decide entregarlo engañando a la tripulación, llevándolo al puerto de Cartagena. La mayor parte de los eruditos piensan que no es más que puro cuento.

Dos años después, Colón navega a la isla de Quíos, auténtica encrucijada de esta historia, como agente comercial de los aún poderosos albergos –sedes familiares– genoveses Di Negro, Spínola y Centurione, al parecer a bordo de una galera que comerciaba en paños. Estamos, pues, lejos del primigenio Colón pirata; mas, por mucho que quisiera alejarse del gremio, en aquella época, tarde o temprano, era inevitable acabar tropezando con ellos. En 1476, Colón embarca a bordo del buque mercante Bechalla, que, fletado por los Di Negro y Centurione, parte en convoy con otros cuatro para, cruzando el estrecho de Gibraltar, rendir viaje en las lejanas costas inglesas. El 13 de agosto, llegados al cabo San Vicente, el convoy es atacado por la armadilla del corsario (luego almirante del rey Luis XI de Francia) Guillaume Casanove de Coullon, apodado el Viejo. La coincidencia de nombres –Coullon y Colón– ha hecho especular mucho sobre el verdadero bando en el que navegaba el luego almirante, y cómo habría podido ser la deformación o tergiversación de esta historia. El caso es que Colón cuenta que, después de un violento combate, su buque fue hundido envuelto en llamas, y él consiguió llegar a tierra –cercana unas dos leguas– y, en concreto, al puerto de Lagos, como naúfrago, asido a un madero. Muy bien acogido en Portugal, el genovés no tardaría en introducirse, gracias a su experiencia como navegante, en los círculos de investigadores donde se cocinaban nuevos descubrimientos, lo que no tardaría en ponerle en “rampa de lanzamiento” para la ejecución de su proyecto descubridor.

Por último, antes de desposar felizmente a la hija de influyentes terratenientes lusos en 1480, está el viaje a Thule de 1477:

“Yo navegué el año de cuatrocientos setenta y siete en el mes de febrero, ultra Thule, isla, cien leguas, cuya parte austral dista de la equinoccial 73 grados, y no 63 como algunos dicen, y no está dentro de la línea que incluye el Occidente, como dice Tolomeo, sino mucho más occidental, y a esta isla, que es tan grande como Inglaterra, van los ingleses con mercaderías, especialmente de Bristol, y al tiempo que yo a ella fui no estaba congelado el mar, aunque había grandísimas mareas, tanto que, en algunas partes, dos veces al día subía la marea 25 brazas o descendía otras tantas en altura”.

Colón viaja a Irlanda, en concreto a Galway, donde vió dos naúfragos colgados, como él en su día, de un madero. Algunos autores especulan con que llegara también a Islandia, e incluso a Groenlandia, pero otros, prácticamente, lo dan por descartado. El caso es que Colón, si bien reconoce haber flirteado con la piratería, deja claro en su Historia Rerum que nunca la ejerció. Desde luego, si lo hizo, no tuvo fortuna en ello, pues a Portugal llegó amarrado a un madero, y, a España, acogido por los monjes de La Rábida, como peregrino indigente. Muy lejos, pues, del más famoso pirata de la Antigüedad, Polícrates de Samos, la isla vecina de Quíos, que llegó a señorear el mar Egeo, de los piratas aragoneses como Roger de Lauria, o los berberiscos que estaban a punto de dominar el Mediterráneo. Si el hombre que abrió la ruta al Nuevo Mundo para los europeos fue un pirata, como algunos pretenden, trató de ocultarlo, no logró éxito con ello, y, por decirlo de un modo suave, no fue el orgullo de la profesión.

Si nos adentráramos en los terrenos de la especulación, del mismo modo que otros han hecho, diremos que, después de haber recorrido, a lo largo de este trabajo, la vida y hechos de decenas de piratas y criminales, de la propia escritura de Colón se deduce que, si era pirata, no pensaba “en pirata”; en ningún momento aparece el afán de presa como objetivo, ni el oportunista botín. Antes bien, la persona que escribe esas líneas, y las del viaje del Descubrimiento, estaba más destinado a ser presa que socio y colega de piratas (y, de hecho, lo sería, al capturar los piratas a la carabela Niña en 1497, en pleno Mediterráneo). Puesto en negociaciones con Vicente Yáñez Pinzón, dueño y capitán de La Pinta, que sí era un pirata, consiguen fácilmente entenderse cuando se propone el gran objetivo, pero luego, durante todo el viaje del Descubrimiento, navegan en completo desacuerdo, ocultándose mutuamente las informaciones hasta que, finalmente, Pinzón, con su carabela, acaba abandonando a su suerte a un Colón que pierde su nao Santa María por naufragio, quedando sólo con la Niña. El pirata no entendía ni podía comprender al visionario descubridor, al que acabó despreciando como a un simple capitán mercante sin fuerza ni ambición para hacerse con un botín inmediato.

La falta de liderazgo de Colón sobre el pirata Pinzón cuestiona profundamente la naturaleza del genovés como hombre fuerte capaz de imponerse a sus hombres, que esperan de él las mayores crueldades y castigos. Es difícil imaginar un Colón al temible estilo de un Roger de Lauria, Francis Drake o Henry Morgan, es decir, canallas que perpetraban ellos mismos, personalmente, las mayores barbaridades, crueldades y villanías para atemorizar a sus hombres, darles ejemplo, e imponerse a ellos. Cuando, despues de su desastrosa administración en Santo Domingo, el ya almirante Colón regresa a España cargado de cadenas, no hay en él el menor signo de arrepentimiento, de reconocimiento del castigo como justo procedimiento de expiación de sus pecados, como solía tener lugar con los piratas que eran conducidos al patíbulo. Colón no es consciente de haber incurrido en faltas terribles de este género, y lo único que piensa –pensamiento que le obsesiona– es en su mala fortuna y lo desagradecidos que son los señores que le conducen al tribunal, negándose a quitarle los grilletes. Para terminar, y no cansar al lector con meras especulaciones, la compulsiva mentira en la que incurría el genovés –mintió en la aventura de la Ferdinandine, a sus compañeros ocultándoles los datos de las singladuras atlánticas, a los hermanos Pinzón, a los reyes, y a los que fueron a América a deponerle– habla más de un carácter apocado que arrojado, más instigador que capaz de ponerse al frente de sus hombres, o darles cara a pecho descubierto. En resumidas cuentas, sin duda que tuvo un talento especial para la gigantesca empresa que llevó a cabo y coronó con mérito, pero nunca tuvo hechuras, ni lo que hay que tener, –en su época y en todas– para ser un pirata.

Piratas de todos los tiempos

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