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Vicente Blasco Ibáñez
LOS ARGONAUTAS
II
ОглавлениеUna marcha militar despertó a Ojeda sonando sobre su cabeza con gran estrépito de marciales cobres. Por la ventana del camarote entraba un rayo de sol, trazando sobre la pared temblonas y cristalinas ondulaciones, reflejo de las aguas invisibles. El buque avanzaba lentamente, y al fin quedó inmóvil, mientras arriba continuaba rugiendo la música su marcha triunfal, que parecía evocar un desfile de águilas bicéfalas con las alas extendidas sobre masas de cascos puntiagudos.
Tenerife. Miró Fernando por entre las cortinillas, y sólo vio un mar azul y tranquilo: las aguas unidas y luminosas de una bahía en calma. La tierra estaba al otro costado del buque. Y como conocía la isla, por haber bajado a ella en anteriores navegaciones, volvió a acostarse para gozar despierto del regodeo de la pereza, mientras en los camarotes inmediatos chocaban puertas, se cruzaban llamamientos en distintos idiomas, y sonaba en los corredores un trote de gentes apresuradas, atraídas por el encanto de la tierra nueva.
Una hora después subió Ojeda a las cubiertas superiores. El buque, al inmovilizarse, parecía otro. Había perdido el aspecto de mansión cerrada y bien calafateada que tenía en los días anteriores. Puertas y ventanas estaban abiertas, dejando entrar a chorros, junto con el sol, un aire cargado de efluvios de vegetación caliente. Los pájaros cantaban en sus jaulas con repentina confianza al sentirlas inmóviles. Las plantas del invernáculo parecían expandirse moviendo acompasadamente sus manos verdes, como si saludasen a las hermanas de la orilla próxima. Flores frescas, que aún mantenían en sus pétalos el rocío de los campos, agrupábanse sobre las mesas del comedor. Los pasajeros asentaban sus pies con extrañeza y satisfacción en el suelo inmóvil y firme como el de una isla, después de la inestabilidad ruidosa de la noche anterior.
Al salir Fernando a la cubierta de paseo, sintió enredarse sus piernas en un montón de telas vistosas extendidas junto a la puerta, al mismo tiempo que zumbaba en sus oídos el griterío de una muchedumbre. Le pareció estar en una feria de las que se celebran semanalmente al aire libre en los pueblos de España. Había que abrirse paso con los codos entre los grupos compactos. Bancos y sillas estaban convertidos en mostradores.
Invadía el suelo un oleaje multicolor de cálidas tintas, remontándose hasta lo alto de las barandillas y los huecos de las ventanas. Eran mantelerías con calados sutiles semejantes a telas de araña; pañuelos de seda de tonos feroces que daban a los ojos una sensación de calor; kimonos con aves y ramajes de oro; leves pijamas que parecían confeccionados con papel de fumar; almohadones multicolores como mosaicos; velos blancos o negros recamados de plata que traían a la memoria las viudas trágicas de la India subiendo al son de una marcha fúnebre a la hoguera conyugal. Los productos de aguja de las isleñas canarias mezclábanse con la pacotilla chillona venida de Asia. Vendedores andaluces o indostánicos gesticulaban entre los grupos de pasajeros, alabando sus mercaderías con sonora hipérbole española o con un balbuceo mezcla de todas las lenguas.
Ojeda se vio asaltado por unos hombres cobrizos y pequeños, de cara ancha y corta, mostachos de brocha, ojos ardientes con manchas de tabaco en las córneas. Tenían el aspecto de perros de presa chatos y bigotudos; pero buenos perros, humildes, que agarrados a él ladraban con suavidad: «Señor, compra la mía colcha bonita para la tuya madama». «Señor, una echarpa: todo barato.»
Los vendedores de la tierra pasaban ofreciendo cajas de cigarros empapelados de plata, con las marcas más famosas de Cuba, a pesar de que procedían de las fábricas de Tenerife. A cada momento abordaban nuevas barcas al trasatlántico cargadas de fardos. Sus conductores subían la escala con agilidad simiesca, y tendiendo una cuerda izaban las mercancías, estableciendo a continuación un nuevo puesto. Las frutas de la isla esparcían en el paseo su perfume tropical: la banana impregnaba el ambiente con la esencia de su pulpa de miel. Algunos vendedores iban de un lado a otro ofreciendo hamacas de hilo o grandes sillones de junco trenzado, enormes y majestuosos como tronos. No se podía caminar por el buque sin recibir empellones de la gente, golpes de sillas cambiadas de lugar, o enredarse los pies en los montones de telas. Fernando se refugió en el final del paseo que daba sobre la proa, acodándose en la barandilla, junto al bombo y los instrumentos de cobre abandonados por los músicos.
Alzaba la isla en el fondo su escalonamiento de montañas volcánicas, con cuadriláteros de tierra cultivada moteados de blancas casitas. En la parte inferior, junto a la masa azul del mar, extendían las fortificaciones españolas sus viejos baluartes, rematados los ángulos por garitas salientes de piedra. La ciudad era de color rosa, v sobre ella se erguían los campanarios de varias iglesias con cúpulas de azulejos. Cuatro torres radiográficas marcaban en el espacio las líneas de su cuerpo casi inmaterial, dejando ver el cielo a través del férreo tramaje.
Más arriba de la ciudad, en una arruga de la montaña, ondeaba la bandera de un castillo moderno: un hotel elegante al que venían a respirar los tísicos septentrionales. Entre el muelle y el trasatlántico, un anchuroso espacio de bahía con gabarras chatas para el transporte del carbón abandonadas sobre su amarre y cabeceando en la soledad; vapores de diversas banderas, en torno de cuyos flancos agitábase el movimiento de la carga con chirridos de grúas y hormigueo de embarcaciones menores; veleros de carena verde, que parecían muertos, sin un hombre en la cubierta, tendiendo en el espacio los brazos esqueléticos de sus arboladuras; rugidos de sirenas anunciaban una partida próxima y otros rugidos avisaban desde el fondo del horizonte la inmediata llegada; banderas belgas que en lo alto de un mástil iban a las desembocaduras del Congo; proas inglesas que venían del Cabo o torcían el rumbo hacia las Antillas y el golfo de Méjico; buques de todas las nacionalidades que marchaban en línea recta hacia el Sur, en busca de las costas del Brasil y las repúblicas del Plata; cascos de cinco palos descansando en espera de órdenes, de vuelta de la China, el Indostán o Australia; vapores de pabellón tricolor en ruta hacia los puertos africanos de la Francia colonial; goletas españolas dedicadas al cabotaje del archipiélago canario y las escalas de Marruecos.
La isla, risueña e indolente en mitad de la encrucijada de los grandes caminos que llevan a África y América, parecían contemplar impasible este movimiento de la navegación mundial, mientras proporcionaba por unas horas el alimento negro del carbón a los organismos humeantes, que llegaban y partían sin conocerla; festoneada en su costa por una áspera flota de chumberas y pitas; guardando tras las volcánicas montañas de su litoral el secreto de sus ocultos valles tropicales; escalando el cielo con una sucesión de cumbres sobre las cuales flotaban las blancas vedijas de las nubes, y ostentando sobre esta masa de vellones el pico del Teide, un casquete cónico estriado de nieves, que era como la borla o botón de este inmenso solideo de tierra emergido del Océano.
Alrededor del Goethe habíase establecido un pueblo flotante y movible que se deslizaba por sus flancos con acompañamiento de choques de proas, enredos de palas y continuos llamamientos a las filas de cabezas curiosas que orlaban los diversos pisos del trasatlántico. Eran lanchas de remo, barcas de vela, pequeños vaporcitos, robustas gabarras con montones de carbón.
Filas de hombres blancos que parecían disfrazados de negros penetraban en el buque por las portas abiertas en sus dos costados llevando al hombro grandes cestos que esparcían polvo de hulla. En las embarcaciones menores había mercaderes que, puestos de pie y agitados como polichinelas por las ondulaciones de la bahía, regateaban sus telas exóticas con la muchedumbre de tercera clase amontonada en las bordas a proa y a popa. De otras barcas cargadas con pirámides de frutas partían al vuelo en ruda trayectoria naranjas y racimos de bananas hacia las manos ávidas de los emigrantes, que retornaban monedas envueltas en papeles. La nacionalidad del buque influía en las transacciones comerciales, y los mercaderes de acento andaluz lo vendían todo por marcos y por pfenings.
Canoas poco más grandes que artesas iban tripuladas por muchachos desnudos, de color de chocolate, relucientes con el agua que se escurría de sus miembros. Mientras uno bogaba moviendo unos remos cortos como palas, otro, acurrucado en la popa por el frío de las continuas inmersiones, rugía a todo pulmón: «¡Caballero, eche dos marcos, y los alcanzo!». «¡Caballero, cinco marcos, y paso por debajo del buque!» «¡Caballero… caballero!» Era un griterío que emergía incesantemente a ras del agua; una continua apelación al «caballero» para que pusiese a prueba la agilidad natatoria de la pillería del puerto. Y cuando la pieza blanca caía en el abismo, el nadador iba a su alcance con la cabeza baja y las manos juntas en forma de proa, dejando la piragua balanceante detrás de sus pies con el impulso del salto. El cuerpo bronceado tomaba una claridad de marfil en el cristal verde de las aguas removidas. Se le veía agitar los miembros junto al casco de la nave, como unas tijeras blancas que se abrían y cerraban acompasadamente; hasta que, volviendo a la superficie con la moneda en la boca y echándose atrás el mechón húmedo que caía sobre su frente, ganaba la canoa con una agilidad de mono y volvía a temblar de frío, implorando a todo pulmón la generosidad del «caballero».
Ojeda, ocupado en seguir las evoluciones de los pequeños buzos, sintió de pronto que le tocaban en un hombro y alguien venía a acodarse en la baranda junto a él.
– Pero ¿usted no ha querido bajar a tierra?…
Maltrana levantó los hombros. ¿Para qué?… Habían salido a primera hora algunos vaporcitos llenos de pasajeros: familias mareadas aún por el balanceo de la noche y ávidas de asentar el pie en suelo firme; damas rubias que soñaban con excursiones al interior, olvidando que el buque sólo iba a detenerse el tiempo necesario hacer carbón: unas cuatro horas. Hasta un señor alemán que todos llamaban «doktor», sin saber ciertamente el porqué del título le había preguntado, al enterarse de que Tenerife era isla española, si tendría tiempo para presenciar una corrida de toros. Y Maltrana reía pensando en la posibilidad de una corrida imaginaria a las siete de la mañana, organizada a toda prisa para dar gusto al «doktor». Nadie le había invitado a bajar a tierra, y él deseaba evitarse gastos. El amigo Fernando estaba enterado del poco dinero con que emprendía su viaje. En fuerza de importunar a los amigos que tenía en los periódicos de Madrid, había podido conseguir un billete de favor, un pasaje de primera clase pagando lo que pagaban los de tercera.
– En justicia yo debía ir abajo comiendo rancho con ese rebaño de judíos y cristianos, rusos, alemanes, turcos, españoles y… ¡demonios coronados!, pues aquí vienen gentes de todos los países. Pero soy lo que llaman un pobre de levita, y alguna vez había de servir para algo bueno la santa desigualdad social, base, según dicen, del orden y las buenas costumbres.
De contar con más tiempo para la visita del interior de la isla, no se habría quedado en el buque. ¿Pero para ver la ciudad y sus vecinos?… Bastantes españoles llevaba conocidos en España y sobradas veces había tenido que escribir de asuntos de las Canarias sin haberlas visto nunca. Ahora sólo le interesaban los países nuevos.
Y Maltrana añadió, mirando la isla:
– Esto es la portería de Europa. Le hallo cierta semejanza con los perros caseros que surgen al paso de los que salen y los que entran. Cuando creemos estar en el Océano sin límites, aparece la isla ante el buque y lo detiene para husmearlo. Al que se va, le dice: «Anda con Dios, hijo, y no vuelvas por aquí si no traes dinero. Antes que te parta un rayo». Y al americano que viene, lo saluda con amabilidad de portera: «Bien venido sea usted a la casa de su abuelita si trae plata que gastar…». No me interesa esta tierra, que es como el rabo de un mundo que dejamos atrás. Deseo verme cuanto antes en el otro hemisferio, a ver cómo pinta por allá la suerte. Soy lo mismo que esos enfermos que van de balneario en balneario, siempre con la esperanza de que en el próximo les espera la salud.
Todos en el buque deseaban llegar al término del viaje, Maltrana veía un signo de impaciencia en la rapidez con que los pasajeros cambiaban de vestido, creyendo haber avanzado considerablemente, cuando aún estaban cerca de Europa. Todavía era invierno; pero muchos, ilusionados por la marcha hacia el Sur, habían creído oportuno, al tocar en Tenerife, subir a cubierta con trajes de verano, gorras blancas o sombreros de paja. Las señoras, que en los días anteriores iban por el buque con gruesos paletós hombrunos y envueltas en velos como odaliscas, mostraban ahora la rosada pulpa de su carne a través de los encajes de las blusas.
– Empieza para nosotros el verano – dijo Maltrana – , y con el verano las ilusiones. Los que venimos por vez primera camino de América, sentimos el mismo prejuicio de los sabios del tiempo de Colón, que afirmaban que sólo podía encontrarse oro allí donde hubiese negros e hiciera mucho calor… Al sentir que el sol nos quema con más fuerza que en Europa, creemos estar menos alejados de la fortuna.
Permanecieron los dos amigos largo rato en silencio. Llegaban hasta ellos las ondulaciones del gentío al abrir círculo en torno de los vendedores que exhibían nuevas mercaderías. Ojeda se sintió molestado por esta confusión de gritos y empellones. «¿Si nos fuésemos arriba?…» Y por una de las escaleras que arrancaban de la cubierta de paseo, subieron al último piso del buque, llamado en el lenguaje de a bordo «cubierta de botes».
Nadie. Los ojos, habituados a la suavidad de los tabiques blancos del piso inferior, a su penumbra ligeramente azul, que le daba el aspecto de un paseo conventual, parpadeaban por exceso de luz en esta cubierta de arriba, donde vastos espacios quedaban a cielo libre, caldeándose las tablas bajo el fulgor solar. Algunos toldos extendían sombras rectangulares y negruzcas sobre el suelo amarillento.
Por primera vez subía Ojeda a esta cubierta. El frío los había retenido a todos abajo en los días anteriores. Sólo Maltrana, inquieto y curioso por las novedades de la navegación, había ido de un lado a otro, desde el puente del capitán a los profundos sollados, iniciando conversaciones, lo mismo en las salas de los pasajeros de primera clase que en los departamentos de proa y popa donde se hacinaban los emigrantes.
– Me gusta esta cubierta – dijo con entusiasmo – porque es el único lugar donde uno se entera de que va en un buque. Abajo, salones, comedores, majestuosas escaleras, camareros de corbata blanca, pasillos con habitaciones numeradas: un verdadero hotel. A no ser porque el piso se mueve de vez en cuando, creería uno vivir en un balneario de moda. Hay que levantarse del asiento dar un paseo y asomarse a la barandilla para convencerse de que se está en el mar. Aquí, no: aquí se siente uno marino; puede abarcarse por entero el redondel del Océano, que no termina nunca, y en el que siempre ocupamos el centro, por más que avancemos. Mire usted, Ojeda, qué cosas tan majestuosas lleva en su cabeza el amigo Goethe.
Y con el orgullo de un descubridor, fue mostrando las maravillas de esta cubierta, por la que había paseado en los días anteriores, cuando el mar era de un tono lívido, el cielo plomizo y un viento cortante soplaba de proa a popa.
– Fíjese usted en la chimenea: esa torre amarilla y enorme, que vista de cerca casi da miedo. ¡El dinero que expele convertido en humo! Tiene algo de campanario y abajo, en lo más profundo del buque, está el templo, el santuario del fuego, con sus altares inflamados que producen el vapor. ¿Eh?, ¿qué le parece la imagen? Se la brindo para unos versos… Y con ser tan robusta la chimenea, mire cómo está aprisionada y sostenida por varios tirantes, para que no la tumbe el viento. Vea usted esos cuatro ventiladores que la rodean como si fuesen su pollada: cuatro trombones amarillos, con la boca pintada de rojo, por los que podríamos colarnos los dos a la vez. Llevan el aire a las profundidades de las máquinas y los hornos. Digamos que son las ojivas que ventilan esta catedral de acero y hulla.
Luego, echando la cabeza atrás, remontaba su mirada hasta lo alto de los dos mástiles del buque.
– ¿Distingue usted cuatro hilos que, sujetos a dos trastes, van de un palo a otro? Parecen un cordaje de guitarra y son la red de la telegrafía radiográfica. Los hilos bajan a la casilla del telegrafista, y si se acerca usted oirá un chirrido semejante al de los huevos en aceite: algo así como si el empleado friese los despachos antes de servirlos al público… Y todas esas cajas enormes de cristales deslustrados, esas cúpulas alambradas, son claraboyas que dan luz a salones y escaleras. Vistas de abajo, brillan con dibujos de mosaicos complicados, escudos de naciones, y aquí arriba Parecen estufas opacas como las de los invernáculos… Esta cubierta tiene sus habitantes; es un pueblo aparte, el barrio alto, la Acrópolis donde viven los Arcontes que dirigen nuestra república movible. Mire usted a proa esa manzana de camarotes, con paredes blancas y zócalos grises. Allí están las viviendas del soberano comandante y sus ministros los oficiales. En torno de ellos, los camarotes de la gente rica, la aristocracia, que busca siempre la sombra de la autoridad. Sobre el techo, un pequeño paseo, la última toldilla del buque; en la parte delantera, el puente, algo así como el Ministerio del Interior, donde se vigila día y noche por el mantenimiento del orden; cerca de él, la oficina telegráfica, o sea el Ministerio de Relaciones Exteriores. Insubordínese usted, y sonará un pito en el puente que hará surgir por una escotilla, como diablos de teatro, cuatro rubios forzudos, con anclas azules tatuadas en los bíceps, que le llevarán a dormir en la barra… Que un peligro amenace la estabilidad de nuestro pequeño Estado, y el Poder Ejecutivo lanzará una circular eléctrica a las otras potencias que navegan invisibles, reclamando su pronta intervención.
Maltrana volvió los ojos hacia la popa, más allá de la chimenea y los ventiladores de las máquinas.
– Allí tiene la Acrópolis otra manzana de viviendas, pero sólo la habitan gentes ordinarias: algo así como las chozas villanescas que se alzaban lo mismo que verrugas ante las puertas de los castillos. Es nuestra Dirección General de Higiene: los lavaderos, el taller de planchado y el gimnasio, con un sinnúmero de aparatos movidos por la electricidad, invenciones diabólicas que le estiran a usted, le encogen, le rascan la espalda y le cosquillean como un rosario de hormigas.
– ¡Cosa de ver el lavadero, amigo Ojeda! – continuó tras una pausa – . ¡Lástima que esté ahora cerrado! Hay unas máquinas con cilindros, lo mismo que rotativas de periódicos; sólo que en vez de largar pliegos impresos, sueltan camisas, sueltan pantalones, sueltan sábanas, montañas de ropa blanca, como sólo se verían si desalojasen de golpe toda una calle de tiendas… El planchado aún es más interesante. Imagínese tres mozas rubias y metidas en carnes, la falda corta, y sobre ella una blusa larga rayada que deja al descubierto unos brazos de blancura germánica y una pechuga a lo Rubens. Ayer pasé con ellas la tarde, viendo cómo sudaban las pobrecitas dándole a las planchas eléctricas y cómo reían al oírme hablar horas enteras sin entender una palabra. Les largaba dicharachos de los nuestros, con algún que otro pellizco para apreciar la dureza de sus blusas. ¡Cuestión de pasar el rato! Y ellas abrían los ojos y se sonrojaban diciendo: «Ia… Ia…». Le he de llevar a usted mañana, cuando no nos vean. Yo le presentaré: no tenga usted miedo. ¡Si soy lo más amigo!…
Luego, Isidro se fijó en los costados de la cubierta, donde estaban pendientes de sus pescantes de acero dos filas de botes.
– Hermosas balleneras de madera pulida y lustrosa como el piso de un salón. En cada una de ellas podemos meternos cincuenta personas; y el mástil, la vela, los remos, todo lo necesario, esta guardado en su vientre, bajo la caperuza de lona que lo cubre. Cuando nos acerquemos al término del viaje descansarán dentro del buque, amarradas entre esas cuñas que hay en el suelo; pero durante la navegación van suspendidas afuera, prontas a ser echadas al agua en caso de peligro… ¿Y ese bosque de trombones amarillos con boca roja que surge por todos lados, como gargantas de dragón? Son tentáculos que el vientre del buque echa en el espacio para cazar oxígeno, trompas de acero que con el impulso de la marcha van chupando vida… No extrañe, Ojeda, que me ponga lírico. Yo no he viajado como usted. Todo es nuevo para este pobrete que pasó su vida rodando por casas de huéspedes de las más baratas, y en cuanto a buques, no ha visto otros que las barquillas del estanque del Retiro… Y esto es grande, ¡muy grande!
Calló un instante, como si concentrase su pensamiento para apreciar mejor tanta grandeza, y luego continuó:
– Lo que nos rodea aún es más enorme. Se sabe por los libros que el mar es inmenso; pero la inmensidad en la lectura no es más que una palabra. Hay que colocarse en ella, sentir el extravío de la imaginación ante el espacio sin límites, hacer comparaciones… Ayer me paseaba yo por el buque. Para recorrer la cubierta de abajo, que sólo ocupa el centro, necesitaba doscientos pasos: unas cuantas vueltas, y se siente uno fatigado como después de una marcha. Grandes salones, un café igual a los de las ciudades, comedores en los que caben cientos de personas, largos y complicados pasillos, lo mismo que en los hoteles, dormitorios de alta numeración, almacenes, músicas, y la gente formando clases separadas, estableciendo divisiones sociales, lo mismo que si estuviéramos en tierra. ¡Qué enorme!, ¡todo qué enorme!… Y esto mirando solamente los barrios privilegiados, el castillo central del buque, con sus recovecos, escaleras, baños, gabinetes de aseo y tubos de calor y de frío. La blancura de la luz eléctrica surge en todo rincón donde puede aglomerarse un poco de sombra; el agua manando de los grifos cada tres metros para una minuciosa limpieza; las alfombras mullidas amortiguando los pasos; un olor higiénico de droguería esparciendo perfumes desinfectantes allí donde las tristes necesidades humanas se desembarazan de su suciedad. Esto es un palacio encantado.
Siguió Isidro la descripción del buque. Había que contar además los barrios populares de proa y de popa: las aglomeraciones de emigrantes, que comen y beben con más abundancia tal vez que en su tierra, y cantan y sueñan porque van hacia la esperanza. Y bajo de ellos, máquinas que encadenan y obligan a trabajar a las fuerzas misteriosas y malignas; almacenes de víveres como los de una ciudad que se prepara a ser sitiada; depósitos de mercaderías, fardos de telas, maquinarias agrícolas, artículos de construcción, riquezas de la moda; todo lo que necesitan los pueblos jóvenes para el desarrollo de su adelanto vertiginoso. Y esta grandeza de hotel monstruo, de caravanserrallo, de pueblo flotante, infundía a todos los pasajeros un sentimiento de seguridad, como si estuviesen en tierra firme. ¿Quién podría destruir los gruesos muros de acero, las ventanas sólidas, los muebles pesados, las maquinarias de arrolladores latidos? Nada importaba que el suelo se moviese; esto no podía disminuir su confianza: era un incidente nada más. Vivían de espaldas al Océano y sólo tenían ojos para los grandes inventos de los hombres. Todos acababan por olvidar el abismo que estaba debajo de sus pies y hacían la misma vida que en tierra. Únicamente cuando en sus paseos llegaban a la proa o la popa y se encontraban con el mar inmenso, sentían la impresión del que despierta tendido junto a un precipicio. ¡Nada! Nada más que un azul intenso hasta la raya del horizonte y un azul más claro en el cielo. Algunas veces, allá en el fondo, un punto negro casi imperceptible, un jironcito tenue de vapor, un buque igual al otro, tal vez más grande…
– Y sin embargo – continuó Maltrana – , con menos valor que una hormiga en medio de las llanuras de la Mancha… Las máquinas, los salones, las murallas de acero, nada, absolutamente nada ante la inmensidad del majestuoso azul. Un simple bufido suyo, y se nos sorbe… Y para evitarnos esta mala impresión, cesamos de mirar el Océano y nos metemos buque adentro a oír música en los salones, a tomar cerveza en el café, a escuchar chismorreos de los que parece que depende la suerte del mundo. ¡Qué animal tan interesante el hombre, amigo Ojeda!… Como bestia de razón, conoce la enormidad del peligro mejor que las otras bestias; pero vive alegre, porque dispone del olvido, y tiene además la certeza de que existe una Providencia sin otra ocupación que velar por él.
Contemplando otra vez las enormes proporciones del buque, pareció arrepentirse de sus palabras.
– A pesar de la grandeza del mar, esto también es grande. Nuestras apreciaciones son siempre relativas; nunca nos falta un motivo de comparación con algo mayor para humillar nuestra soberbia. La tierra es grande, y los hombres, para perpetuar su recuerdo en ella, llevan miles de años degollándose, inventando nuevas maneras de entenderse con los dioses o escribiendo en tablas, pergaminos y papeles para que su nombre quede con unas cuantas líneas en el libraco que llaman Historia… Y la tal tierra es en el mar del espacio menos, mucho menos que el Goethe en medio del Océano; menos que un grano de carbón perdido en las tres mil toneladas de hulla que pasan por sus carboneras. Más allá del forro de la atmósfera nos ignoran, no existimos. Y planetas cien veces, mil veces más grandes que la tierra, son ante la inmensidad una porquería como nosotros; y el padre sol que nos mantiene tirantes de su rienda, y al que bastaría un leve avance de su coram-vobis de fuego para hacernos cenizas, no es más que un pobre diablo, uno de tantos bohemios de la inmensidad, que a su vez contempla otro planeta reconociéndolo por su señor… Y así hasta no acabar nunca.
Calló Isidro unos instantes, como si reflexionase, y luego añadió:
– Pero todo es igualmente relativo si miramos hacia abajo. A este Goethe se lo puede tragar una tempestad, conforme; pero con su panza de acero y su triple quilla, es como una isla en medio de estos mares que hace menos de un siglo se llevaban lo mismo que plumas a las fragatas y bergantines en que fueron a América los ascendientes de los millonarios actuales. El buen Pinzón, arreglador de las famosas carabelas, se santiguaría con un asombro de marino devoto si resucitase en este buque y viese sus brujerías. Y él y los grandes navegantes de su tiempo, que avanzaron con los ojos en la brújula, podían reírse a su vez de los nautas fenicios, griegos y cartagineses, que no osaban perder de vista las montañas. Y éstos, a su vez, debieron mirar con lástima a los hombres desnudos y negros que en las costas africanas salían al encuentro de sus trirremes sobre canoas de cueros o de cortezas. Y el primero que a fuerza de hacha y de fuego vació el tronco de un árbol y se echó al agua en él, fue un semidiós para los infelices que habían de pasar ríos y estuarios nadando como anguilas… Miremos siempre abajo, amigo Ojeda, para tranquilidad nuestra, y digamos que el Goethe es un gran buque y que en él se vive perfectamente. Entendamos la existencia como una respetable señora que anoche, cuando más se movía el buque y en esta última cubierta había una obscuridad que metía miedo, chillando el viento como mil legiones de demonios, se escandalizaba de que muchos hombres fuesen al comedor sin smoking y las artistas alemanas fumasen cigarrillos en el invernáculo.
Ojeda se complacía en escuchar la facundia exuberante de su amigo. Las novedades de aquella vida marítima le infundían una movilidad infatigable.
– Es usted el duende del buque – dijo – . En pocos días lo ha corrido por completo, y no hay rincón que no conozca ni secreto que se le escape.
Maltrana se excusó modestamente. Aún le faltaba ver mucho, pero acabaría por enterarse de todo: luengos días de navegación quedaban por delante. En cuanto a los pasajeros, pocos había que él no conociese. Luchaba en algunos con la falta de medios de expresión; ciertas mujeres sólo hablaban alemán, pero en fuerza de sonrisas y manoteos, él acabaría por hacerse comprender. De los que podían entenderle en español o francés – que eran la mayor parte – se tenía por amigo, pero amigo íntimo. Y Ojeda sonrió al oírle hablar con entusiasmo de esta intimidad que databa de tres días.
– Conozco el buque mejor que la casa de doña Margarita, mi patrona, donde he vivido ocho años. Puedo describirlo sin miedo a equivocarme. Este hotel movible tiene diez pisos. Los tres últimos, los más profundos, están cerrados. Son las bodegas de transporte, donde se amontonan fardos voluminosos, pedazos de maquinaria metidos en cajones que bajan las grúas por las escotillas y se alinean como los libros de una biblioteca. Todas estas mercaderías ocupan dos secciones del buque a proa y a popa, y en medio se halla el departamento de máquinas. La luz eléctrica se encarga de iluminar este mundo, que puede llamarse submarino, pues se halla más abajo de la línea de flotación: los ventiladores que remontan sus bocas hasta aquí son sus pulmones… Luego viene lo que llaman cubierta principal, con los dormitorios de la gente de tercera: a proa unos cuatrocientos, a popa muchos más; y entre ellos los almacenes de ropa del servicio del buque y los depósitos de equipajes, la cámara fuerte para guardar paquetes y muestras, los camarotes del bajo personal, las cámaras frigoríficas, que son enormes y guardan gran parte de nuestra alimentación, y el depósito de la correspondencia, un almacén repleto de sacos que contienen… ¡quién puede saberlo! noticias de vida y de muerte (como diría usted en sus versos), riquezas, juramentos de amor, el alma de todo un continente que va al encuentro de otro continente…
Se detuvo un momento para añadir con expresión de misterio:
– Y además hay el cuarto del tesoro. Ahí no he entrado yo, amigo Ojeda. Es un cuarto blindado, en el que no penetra ni el comandante. Un oficial responsable guarda la llave. Pero he estado en la puerta, y le confieso que sentí cierta emoción. ¿Sabe usted cuánto dinero llevamos bajo de nuestros pies? Quince millones; pero no en papelotes, sino en oro acuñado y reluciente, en libras esterlinas y monedas de veinte marcos. Los embarcaron en dos remesas en Hamburgo y Southampton: es dinero que los Bancos de Europa envían a los de la Argentina para hacer préstamos a los agricultores, ahora que se preparan a recoger las cosechas. Y en todos los viajes de ida o vuelta nunca va de vacío el tal tesoro. Me han contado que los millones están en cajas de acero forradas de madera y con precintos, de lo más monas: quince kilos cada una; ochenta mil libras apiladitas en el interior… Diga, Fernando, ¿no le tienta a usted esta vecindad? ¿No le conmueve?…
Ojeda hizo un movimiento de hombros, como para indicar la inutilidad de una respuesta.
– Con mucho menos que tuviéramos – continuó Maltrana – , usted no se vería obligado a meterse en aventuras de colonización y yo viviría hecho un personaje. ¡Lástima que no estemos en los tiempos heroicos y románticos, cuando Lord Byron y Espronceda cantaban el pirata! Sublevábamos usted y yo a la gente de tercera, echábamos al mar al capital y a todos los tripulantes, desembarcábamos en una isla a los pasajeros serios, destapábamos los miles de botellas y toneles que hay en los almacenes, y nos íbamos… ya se vería adonde, con todas las mozas rubias, polacas y vienesas de la compañía de opereta que viene abajo. Por supuesto que usted y yo dormiríamos en el cuarto del tesoro, sobre esas cajas interesantes. ¿Qué le parece la idea?
– Hombre, me gusta – dijo Fernando riendo – . Es todo un programa; reflexionaré sobre ello.
– Pero los tiempos presentes no son de acciones grandes – añadió Maltrana – , y los héroes tienen que expatriarse, para remover terrones o lustrar zapatos, al otro lado del Océano… No pensemos en ser superhombres gloriosos; seamos mediocres y continuemos nuestra descripción… Sobre la cubierta principal está la que llaman cubierta superior. En la proa y la popa alojamientos de marineros, hospitales, almacenes de útiles de navegación, cocinas para los emigrantes, y entre ambos extremos, camarotes y más camarotes para la gente de primera clase, peluquerías, baños y gabinetes de aseo por todos lados. Y aquí termina el verdadero caso del buque, lo que puede llamarse el vaso navegante, la construcción igual y uniforme de una punta a otra, sin desigualdades en la cubierta.
Quedó perplejo Isidro, como si le ocurriese un pensamiento nuevo.
– No sé si habrá notado lo que yo, amigo Ojeda; pero apenas subí a este trasatlántico me fijé en una particularidad, tal vez por mi desconocimiento de la navegación actual y por la costumbre de ver barcos antiguos en los libros. En otros tiempos, cuando se navegaba batallando, el hombre colocó torres en los dos extremos de la nave y quedaron establecidos los castillos de proa y de popa. En el de delante iban los combatientes; en el centro, bajo e indefenso, la chusma; en la popa, el jefe y su séquito. Al venir tiempos de paz y seguridad, los progresos de la arquitectura naval fueron rebajando los castillos esculpidos como altares, con mascarones, tritones y ondinas; pero la popa continuó siendo el lugar de honor, el aposento de los privilegiados. Y tal es la fuerza de la rutina, que, hasta hace pocos años, en los buques de vapor el sitio de preferencia era la popa, sobre la hélice que lo hace temblar todo y donde es más violento el balanceo. Sólo ayer, como quien dice, se han enterado de que en una nave en movimiento el punto medio es el que menos oscila, y los antiguos castillos de proa y de popa se han corrido uno hacia otro, juntándose en el centro, que es para el pasajero el lugar de mayor estabilidad. Ahora los buques parecen montañas vistos desde lejos; antes eran monstruos de dos cabezas unidas por un cuerpo casi a flor de agua… Desde lo alto de esta cubierta central no adivinamos siquiera la existencia de la popa y de la proa, que están tres pisos por debajo de nosotros. El castillo central es un mundo aparte. Las gentes viven en sus compartimientos sin enterarse de lo que pasa en el resto de la embarcación. Tal vez sea yo el único que salga de él en todo el viaje. Los privilegiados encuentran satisfechas sus necesidades sin abandonar este barrio lujoso, y ni por curiosidad bajan las escaleras que conducen a los barrios pobres… Pero hay que reconocer que en éstos el vecindario es sucio y hay en ellos un hedor de rancho agrio.
Maltrana hizo un movimiento de hombros, como indicando que iba a terminar su descripción.
– Lo demás ya lo conoce usted, pues pertenece al radio en que nos movemos. La cubierta llamada de salón, porque en el lado de proa tiene el salón-comedor, y después de el los camarotes de lujo, y las cocinas de las gentes de primera, con la repostería, la panadería, las bodegas y frigoríficos para el servicio diario. Yo voy siempre después de media noche a echar una ojeada a la cocina. Espectáculo interesante ver cómo sacan el pan de los hornos: ¡un perfume suculento! Una noche vendrá usted conmigo… Sobre esta cubierta está la que llaman de paseo, con el salón de música y el jardín de invierno; más allá, el comedor de los niños y los domésticos particulares de los pasajeros; y en la parte que mira a popa, el fumoir, o mejor para nosotros, el «café», que parece uno de los establecimientos de su clase en tierra firme. Sobre la cubierta de paseo, la de los botes, en la que estamos ahora; y más por encima, esta toldilla que sirve de techumbre a los camarotes del alto personal del buque y tiene en la parte delantera el puente, con su cuarto de derrota para el oficial de guardia y su depósito de cartas de navegación.
Calló Isidro, como si ya no encontrase nada qué contar; pero luego añadió sonriente:
– Y todavía hay alguien que vive más arriba de esta montaña de pisos: el muecín del buque, el vigía o serviola que va de noche en lo que llaman el «nido». El tal nido es esa especie de púlpito de acero en el que sólo cabe una persona y que está adosado al palo trinquete. De noche, cuando la campana del puente marca el paso de cada media hora, el vigía contesta allá arriba con otra campana y grita a través de la bocina unas palabras que, en la obscuridad, parece que vienen de las nubes. Es un bramido en alemán como los que suelta el dragón que mata Sigfrido en la selva. Anoche me explicaron lo que dice el serviola al oficial del puente. «Sin novedad; todas las luces van encendidas.» Las luces son las de posición del buque. Y si calla, porque se duerme, va a terminar el sueño amarrado a la barra.
– Todo eso lo sé; yo he navegado algo… – dijo Ojeda – . Pero más que el buque me interesa los que van en él. Usted, en su calidad de duende, debe conocerlos a todos.
Isidro levantó la cabeza con orgullo. ¡A todos, sí señor! No había en el barco pasajero mejor relacionado que él. Por las mañanas abordaba a los primeros que subían a la cubierta. «Buenos días, señor. ¿Qué tal la noche?» Había gentes afectuosas que le contestaban con agradecimiento, entablando amistosa conversación, como si se conociesen de larga fecha; otros, recelosos y huraños, respondían con gruñidos o continuaban su paseo. Las familias argentinas habían acogido al principio su desbordante familiaridad con una extrañeza altiva. ¡Viajan tantos aventureros hacia su país!… Pero al notar que no era gringo, sino gallego puro, se ablandaban, mostrándose más comunicativas, como si encontrasen algo en él que les hacía recordar a sus ascendientes. Algunas niñas hasta le habían preguntado si era amigo del rey y en qué época del año se daban los bailes de corte… Con los que no podían entenderles se expresaba en fuerza de cortesías y guiños, que provocaban risas comunicativas. Las artistas de opereta prorrumpían, al verlo, en carcajadas y frases incomprensibles.
– Aunque parezca inmodestia, debo declarar que aquí he caído de pie. Soy de lo más simpático a estas gentes; si presentase mi candidatura para algo, ni uno sólo me negaría el voto. Todos amigos… ¡Y qué mezcla! Vienen ricos de fortuna indiscutible, como ese doctor y su inmensa tribu que hicieron el viaje con nosotros desde Madrid; la viuda de Moruzaga, otra argentina, con sus cinco hijas, unas niñas modositas y simpáticas que recitan monólogos en francés, se entienden entre ellas en inglés, y a veces, por condescendencia, hablan conmigo en castellano; y con ellos otros propietarios de menos brillo, pero igualmente sólidos, que vuelven a sus estancias del interior. ¡Gentes interesantes y buenas! Yo las venero. Si pusieran de dos en dos sus vacas y ovejas, de seguro que llegarían de aquí a Buenos Aires; si colocasen en fila las gavillas de trigo que cosechan al año, podría formarse con ellas un cinturón que abarcase el globo terráqueo.
Ojeda acogía con sonrisas estas hipérboles, y su amigo pareció amoscarse.
– Sí señor; así es, y no rebajo nada. Da orgullo tener amigos como éstos… Viene también un archimillonario, un gringo, que es rey de no sé qué; creo que del carbón en el puerto de Buenos Aires, o del lino, o del maíz; no lo recuerdo. Los demás ricos se alejan de él porque no es de su clase, porque aún queda memoria de cuando iba con zapatones de clavos y comía, polenta en las tabernas del muelle. Es un fundador de dinastía; un Bonaparte que lucha por hacerse reconocer de las otras familias reales, ennoblecidas por la tradición. Sus nietos serán gentes distinguidas, pero él paga su triunfo aguantando murmuraciones y desprecios. Me alegro de que lo traten mal. ¡Hombre más orgulloso! Apenas me contesta cuando lo saludo; parece que tenga miedo de que le pida algo. Su mujer, más joven que él, es una especie de cocinera frescachona, en la que usted seguramente se habrá fijado. Yo creo que no se despoja ni para dormir del uniforme de su riqueza: a las siete de la mañana ya está en la cubierta con un collar de perlas, tamañas como huevos de gorrión, y tan escandalosamente llamativas que cualquiera, a no conocer su fortuna, las creería falsas… Y para completar la cuadrilla de los ricos, vienen tres compatriotas nuestros, dos de Buenos Aires y uno de Montevideo, antiguos tenderos que llevan cuarenta años en América… Excelentes personas; honradotes, campechanos y un poco burdos. Me regalan buenos consejos, no me prestarían cinco duros si se los pidiese, y dejan que pague yo cuando tomamos algo. Se los presentaré un día de éstos. Empiezan invariablemente sus sermones morales de un modo que inspira entusiasmo. «Ustedes los periodistas, que son medio locos…» «Usted, que no hará nada en América porque es hombre de pluma…» Y todos ellos convienen en que para hacer camino hay que haberse educado detrás de un mostrador, iniciándose en el sublime arte de vender por cincuenta lo que vale diez, gastando sólo dos de los cuarenta de ganancia.
Reflexionó Maltrana un buen rato para reunir sus recuerdos.
– Y de los ricos de América creo haber terminado la lista. Pero aún viene gente más interesante. Un obispo italiano que viaja a expensas de una familia acomodada. Son gentes establecidas de antiguo en un barrio de allá que llaman la Boca. Lo traen a todo gasto, para enseñarlo a sus amigos y conocidos y decirles: «No crean que somos cualquiera cosa en nuestro país. Miren este Monseñor, que es pariente nuestro». Y lo rodean con veneración, como si fuese la bandera de la familia; lo llevan del brazo, «Monseñor, por aquí», «Monseñor, por allá»; y el pobre jornalero eclesiástico llegado a obispo parece un sonámbulo, aturdido por tantos cuidados y honores. Yo creo que le obligan todas las noches a que se ponga la cruz de oro sobre el pecho para entrar en el comedor, y si se olvida le riñen… Viene otro cura, un abate francés de barbas luengas, con aire de marino, que ha sido contratado para dar conferencias católicas en un teatro de Buenos Aires. Iniciativa de las señoras argentinas residentes en París, que desean borrar el sabor de impiedad que han dejado otros oradores viajeros. Y también tenemos un conferencista de temas sociológicos, que creo es italiano. Hay para todos los gustos… Y cinco o seis cocotas francesas, que van allá por sexta vez porque han recibido buenas noticias de la cosecha, las personas más tranquilas, calladas y modositas de a bordo; y todo el rebaño de cabras rubias y locas de la compañía de opereta; y un sinnúmero de comisionistas de modas y joyería, machos y hembras; y unas dos docenas de comerciantes alemanes establecidos en América, cuadrados, bonachones, calmosos, pero que sacan unas uñas de tigre cuando hablan de negocios… y judíos, muchos judíos. Según he leído, en el primer viaje de Colón ya se embarcaron dos en las carabelas, y desde entonces no han cesado de ir. En el Nuevo Mundo sólo hay preocupaciones de raza para el negro, y como nadie se fija en los judíos, éstos pierde el rencor que inspira la persecución y acaban por confundirse con los demás… A propósito; también viene un barquero de París, un señor condecorado, de barbas rojas y largas, que usted habrá visto por las mañanas en el paseo con las piernas envueltas en una piel y estudiando mamotretos llenos de cifras. Va al Brasil por sus negocios. Su mujer ostenta a todas horas un collar enorme de perlas; pero son menores que las de la esposa del gringo, y esto hace que las dos se miren con el rabillo del ojo apretando los labios…
Vaciló un momento para reconstituir en su memoria la lista de los ausentes.
– Hay también unos americanos del Norte, en los que habrá usted reparado por el ruido que mueven. Van afeitados, con pantalones anchos y un botón en la solapa, insignia de no sé que Sociedad de su país. A todas horas destapan champaña en el fumadero; piden la caja de cigarros, y meten la mano para abarcar muchos de una vez, cantan a gritos y son el tormento de los músicos, pues siempre están exigiendo que toquen: ¡Miusic! ¡Miusic!… Viene también sola una dama yanqui, alta, buena moza. Su marido la espera en Río Janeiro; tiene no sé qué negocios en el interior del Brasil… Y varias muchachas alemanas que van a casarse a América sin conocer a sus novios. El matrimonio, según parece, se arregla por cartas y retratos. El colono o el mecánico que llega a establecerse en los pueblos de la Argentina o las selvas brasileñas, envía una carta a su pueblo: «Remítanme una muchacha de éstas y las otras condiciones. Ahí van tres mil marcos para ropa y el pasaje. Y la muchacha se embarca sin conocer al futuro esposo más que en un busto fotográfico, y su única preocupación es que al verle resulte de buena estatura… Hay también… Pero aquí, amigo Ojeda, no sé qué decir…
Pareció dudar Maltrana, y al fin añadió:
– Hay una señorita que va con sus padres, la gentil Nélida, mezcla de caracteres y sangres que desorienta al más listo, y le confieso que me da mucho que pensar. Su padre es alemán, su madre de una de las repúblicas del Pacífico; ella nació en la Argentina, pero desde los nueve años ha vivido en Berlín. Es esa muchacha que usted habrá visto en el paseo, acompañada siempre de hombres; muy alta, esbelta, con la falda corta, tan ceñida, que no puede dar un paso sin que la tela moldee todo su cuerpo. Lleva el pelo cortado como una melena de paje, lo mismo que las cupletistas… Yo no he conocido hasta ahora pájaros de esta especie. Allá en Madrid la gente es de menos complicaciones… Tenemos también unos cuantos muchachos bien trajeados, de vaga nacionalidad, que hablan con soltura diversos idiomas. No los he calado bien. Pueden ser comisionistas de comercio que fingen aires de personaje, barones arruinados en busca de una americana rica, o ladrones elegantes como los de las novelas. ¡Vaya usted a saber!… Pero aquí termina mi relato por ahora. Ya vuelve la gente de tierra. Vamos abajo a oír sus impresiones de Tenerife.
En la cubierta de paseo continuaba la bulliciosa feria. Los pasajeros habían terminado sus compras, y eran ahora las camareras del buque y los stewards los que aprovechaban los últimos momentos para hacer sus adquisiciones con mayor baratura. En el viaje de regreso el Goethe no tocaba en Tenerife para hacer carbón, y ellos, con el pensamiento puesto en Hamburgo, compraban vistosas telas, pañuelos y manteles, para hacer regalos a los que les esperaban allá.
Maltrana se detuvo junto a un indostánico que regateaba con una joven. Estaba ella en el quicio de una puerta, temerosa de dejarse ver a la luz del sol y mostrando al mismo tiempo su casi desnudez, cubierta con un simple kimono rosa que transparentaba el contorno de su cuerpo. Los brazos y parte del pecho delataban la frescura de un baño reciente. Se había levantado tarde y acababa de subir a toda prisa a la cubierta para hacer sus compras antes de que se marchasen los vendedores. El hombre cobrizo ensalzaba la riqueza de una túnica azul con ramajes y pájaros blancos que ella tenía entre sus manos.
– Me pide dos libras, ¿qué le parece? – dijo la joven sonriendo a Maltrana, mientras éste daba con el codo a su compañero.
Ojeda adivinó por esta señal que era Nélida. Ella le miró sonriente, con la misma sonrisa que dedicaba a todos los hombres. Por primera vez se fijaba en él. Fernando la vio más alta, más joven que Teri, pero con un aspecto vulgar y atrevido que le fue antipático. Sólo sus ojos de pupilas de ámbar, que tomaban con la luz un reflejo de oro, le recordaron ¡ay! los otros. Tal vez no eran iguales; pero él los llevaba abiertos y brillantes en su imaginación, y la más leve semejanza le hacía creer en una identidad completa.
– Me quedo con esto – dijo Nélida mirando amorosamente la asiática vestidura – . Pero no tengo dinero: habrá que pedir las dos libras a mamá… ¿No han visto ustedes a mamá?
Y sin aguardar respuesta, desapareció escalera abajo entre el revoloteo de la tela rosa, semejante a tenue nube, que transparentaba la firme silueta de su cuerpo desnudo.
Aparecieron en el paseo los excursionistas llegados de tierra. Pegábanse a los flancos del trasatlántico las lanchas de vapor para devolverle su cargamento humano. Las mujeres, llevando grandes ramos de flores, corrían hacia sus camarotes o charlaban con las amigas que se habían quedado en el buque, lo mismo que si regresasen de una larga expedición. ¡Venían de España!, ¡ya conocían España! Un país más que añadir a sus relatos de viajes.
Los hombres, con sus anchos sombreros empolvados, los gemelos pendientes de un hombro y empuñando todavía el bastón de paseo, hablaban solemnemente de su viaje. Para muchos, era el primer suelo que habían pisado después de su salida de Hamburgo o de París. El buque se había detenido muy poco en Vigo y en Lisboa. Comentaban a coro el atraso y la pereza de aquella tierra. Todas las lecturas antiguas sobre España, todos los prejuicios y errores tradicionales reaparecían de golpe con sólo un paseo de dos horas por una isla de África. El «doktor» alemán que pedía una corrida de toros a las siete de la mañana, alardeaba de sus conocimientos hispánicos llamando «cuadrilleros» a todos los que había encontrado en tierra vistiendo uniforme militar. También hablaba de familiares de la Inquisición, recordando a los curas gordos y morenos que salían de la iglesia, en busca del casero chocolate, luego de decir su misa.
Se lamentaba un joven belga, al que muchos llamaban «barón», de las calles en cuesta y de los coches. ¡Ni un solo automóvil!… Las mujeres, asomadas a las ventanas como odaliscas.
– Y pensar – dijo Ojeda a su amigo – que tal vez alguno de éstos escribirá un artículo titulado «Mi viaje a España».
Un hombre subido de color, con vistosa corbata y pantalones recogidos a la inglesa, esforzaba su acento lento y meloso para expresar indignación.
– ¡No me diga!… ¡Valiente zoquete fui en bajar! Cuatro veces he ido a Europa, y nunca he querido conoser la España. Ahí no hay adelantos: ahí no hay nada. A mí déme usted la Inglaterra… Ojalá nos hubiesen descubierto los ingleses. Yo estoy por la sivilisasión, ¿sabe, amigo?… Mucha sivilisasión.
Maltrana sonrió, al mismo tiempo que lo mostraba a su amigo.
Ese que habla es Pérez… Pérez de no sé qué republiquita de las que dan cara al Pacífico. Me han dicho que en su país para ser algo hay que probar que se desciende de ocho abuelos indios y media docena de negros. El blanco queda abajo. Desde la bendita independencia no han podido rascarse con tranquilidad. Todos los años corren a un presidente, y de vez en cuando fusilan al que alcanzan y queman el cadáver para que no deje semilla. «Y yo estoy por la sivilisasión, ¿sabe, amigo?…» Vámonos allá para no oírle.
Se sentaron en el extremo del paseo que daba sobre la proa, entre las ventanas del salón y una gran vidriera desde la cual se abarcaba toda la parte anterior del navío. En el castillo de proa algunos marineros empezaban los preparativos para levar el ancla. Oficiales y contramaestres recorrían la cubierta empujando a los vendedores haciéndoles cerrar a toda prisa sus fardos, cortando bruscamente la tenacidad de los últimos regateos. Deslizábanse los paquetes colgando de cuerdas desde las bordas a los botes que cabeceaban en torno de la escala. Los nadadores lanzaron sus últimos gritos: «Caballero, un marco. Eche un marco, caballero, que va el vapor».
– Confieso, amigo Ojeda – dijo Maltrana – , que siento la emoción del que ve ante la boca negra de una caverna y se pregunta: «¿Qué habrá dentro?…». Aquí, la caverna es azul y luminosa, pero la inquietud no por esto resulta menor… ¿Qué voy a encontrar más allá de esta isla? ¿Cuándo volveremos por aquí? Afortunadamente, contamos con el apoyo de la esperanza… la esperanza buena y equitativa para todos, pues a todos los que vamos en este cascarón nos asiste por igual… Yo hago este viaje por ganar dinero, por el ansia de saber qué es eso de la riqueza; y no lo hago sólo por mí. Tengo un hijo, y aunque uno se ría de ciertos burgueses que justifican sus malas acciones y sus latrocinios con la cualidad de padres de familia, crea usted que esto de la paternidad nos impulsa a grandes cosas y nos hace valerosos como héroes… Usted también va allá por el ansia de dinero. Un hombre de su clase, que tiene lo que usted tenía en Madrid (¡yo lo sé todo!), no cambia de vida sin un motivo poderoso.
– Yo… – dijo Fernando con perplejidad – sí… por el dinero, como usted… Y ¡quién sabe! Tal vez por algo que no es la riqueza; por otros deseos menos explicables.
Había reflexionado mucho durante la noche anterior, y ahondando en sus decisiones, encontraba en ellas motivos inconscientes, no sospechados hasta entonces, que le hacían avanzar con un empujón tan rudo como el deseo de riqueza. Parecía cantar en sus oídos la poética romanza de Heine, en la que describe cómo el caballero Tannhauser se arrancó de los brazos de Venus por sólo el gusto de conocer de nuevo del dolor humano. «¡Oh Venus, mi bella dama! Los vinos exquisitos y los tiernos besos tienen ahíto mi corazón. Siento sed de sufrimientos. Hemos bromeado mucho, hemos reído demasiado: las lágrimas me dan ahora envidia, y es de espinas y no de rosas que quiero ver coronada mi cabeza…» El hombre vive en eterno descontento. Tal vez huya él también, como el poeta amante de la diosa, por hartura de felicidad y sed de dolores.
De pronto, junto a ellos, rompió a tocar la banda de música una marcha triunfal. El techo del paseo y los gruesos cristales del mirador temblaron con el rugido armonioso de los cobres.
– Ya zarpa el buque – dijo Maltrana levantándose de un salto – . Mire usted cómo se va moviendo la isla. ¡Nos vamos!, ¡nos vamos!… Eso que toca la música es magnífico; jamás he oído nada tan solemne; es el saludo a la esperanza, la gran marcha triunfal de la ilusión.
Y como poseído de un irresistible deseo de movilidad, huyó de su amigo.
¡La esperanza!… Ojeda, sin abandonar su asiento tornó a verse lejos, muy lejos, como en la tarde anterior. Estaba en París, y María Teresa volvía de una excursión a las tiendas de modas. Esta vez era un libro su única compra. Lo había adquirido en los almacenes del Louvre, entusiasmada por su baratura y hermosa encuadernación. ¡Adorable Teri! ¡Siempre mujer! Ella, a la que concedía Fernando más talento que a muchas hembras literarias, compraba sus libros en las tiendas de modas entre una pieza de encajes y una docena de guantes.
Era una traducción francesa de las tragedias de Esquilo. En días sucesivos leyeron con las cabezas juntas, como los amantes adúlteros del poema dantesco. «¡Qué hermoso! – exclamaba ella – . ¿Y dices que esto tiene miles de años? ¡Si es de lo más moderno! ¡Si parece de ahora!…» Llevada de su caprichosa imaginación, lamentaba que las palabras nobles y melancólicas de Prometeo no fuesen acompañadas de música. «Una música de Wagner, ¿me entiendes?, de nuestro amado don Ricardo… O mejor de Beethoven: algo así como la Novena sinfonía». Fernando recordaba la escena que los había hecho comulgar a los dos en el estremecimiento de la admiración. Prometeo está encadenado a la roca, y en torno de él, chapoteando las olas, las clementes oceánidas, las ninfas del mar, se apiadan del suplicio del héroe. «¿Qué has hecho, desgraciado, para que así te castiguen los dioses?» «He enseñado a los mortales a que no piensen en la muerte» contesta Prometeo. «¿Y cómo lo conseguiste?» «Les he hecho conocer la ciega esperanza».
Y durante miles y miles de años reinaba sobre el mundo la divinidad benéfica y consoladora que el héroe sombrío había dado a los humanos, pagando esta generosidad con el tormento de sus entrañas rasgadas por el águila, «perro alado de Zeus». Ella conducía los rebaños de hombres en armas; ella había aleteado ante las proas de los descubridores; ella conmovía con su paso quedo el silencio cerrado donde meditan sabios y artistas; ella guiaba las muchedumbres ansiosas de bienestar y amplio emplazamiento que se descuajan de un hemisferio para ir a replantarse en el otro.
Fernando la vio; la vio venir, con sus ojos entornados, por encima del azul del mar, como una burbuja de oro desprendida del sol, como un harapo de luz que acabó por detenerse sobre el filo de la proa, lo mismo que las imágenes divinas que adornaban las naves de los primeros argonautas.
Sus alas se tendían majestuosas en el éter como velas cóncavas; su túnica arremolinábase atrás, en pliegues armoniosos, impelida por el viento. Era igual a la Victoria de Samotracia, y lo mismo que a ella, le faltaba la cabeza.
Por esto acabó de conocerla Ojeda. Ella no piensa, ella no tiene ojos…
Era la esperanza, la ciega esperanza que con el avance de su torso señalaba al Sur.