Читать книгу Los Argonautas - Висенте Бласко-Ибаньес, Vicente Blasco Ibanez - Страница 4

Vicente Blasco Ibáñez
LOS ARGONAUTAS
IV

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Erguidos ante sus atriles con militar rigidez, entonaban los músicos una marcha solemne, que servía de acompañamiento a los pasajeros en su entrada al comedor. Los hombres vestían de frac o de smoking, guardando en una mano la gorra de viaje. Algunos se detenían en las puertas formando grupos para ver a las señoras que iban saliendo de los camarotes de preferencia o venían de los de abajo por la gran escalera de doble rampa, con un roce de finas ropas interiores.

Deslizábanse rápidas todas ellas, entre saludos y sonrisas, para sumirse, más allá de las mamparas de cristales, en un mar de luz en el que nadaban los colores de inquietas banderas. Una estela de polvos de tocador y vagas esencias de jardín artificial seguía el aleteo de las faldas desmayadas y flácidas, con brillantes pajuelas de oro o plata; el crujiente arrastre de los tejidos sedosos; el brillo de las espaldas desnudas suavizadas con una capa de blanquete; la tersura de las nucas, sobre las que se elevaba el edificio de un peinado extraordinario, el primero de una navegación que únicamente se había prestado hasta entonces a exhibir sombreros de paseo y velos de odalisca.

En el antecomedor lucía un gran cartel pintarrajeado con una pareja danzante y una inscripción gótica en alemán y en español: «Esta noche baile.» Y el anuncio parecía esparcir por todo el buque un regocijo de colegio en libertad. «Esta noche baile», repetían las personas de grave aspecto, como si se prometiesen un sinnúmero de misteriosas satisfacciones.

Saludábanse por vez primera con espontáneos movimientos de cabeza gentes que ignoraban todavía sus respectivos nombres. Durante la tarde habíanse contraído grandes amistades en la cubierta de paseo. Muchachas de diversa nacionalidad, que no se habían visto nunca y tal vez no volverían a verse al salir del buque agrupándose atraídas por la simpatía que les inspiraba el género de belleza de la nueva amiga o la distinción de sus vestidos. Empezaban hablando en varios idiomas, para expresarse al fin en castellano. Caminaban tomadas del talle, lo mismo que si fuesen compañeras de pensión, y antes de que terminase la noche iban a tutearse, entusiasmadas por una amistad que consideraban eterna y databa de unas cuantas horas. Las madres se sonreían unas a otras sin conocerse – arrastradas por las afinidades de sus hijas – con una complicidad de compañeras de profesión, y acababan igualmente formando grupos, para hablar de los dolores y satisfacciones que proporciona la familia, de las brillantes cualidades de sus retoños, de los desengaños e ingratitudes que tal vez les reservaba el porvenir a las pobrecitas… como si las compadeciesen y envidiasen al mismo tiempo. Algunas, vestidas de negro con una austeridad monjil, acometían desde las primeras frases el elogio o el lamento de sus difuntos maridos.

Verificábase una aproximación general, como si todos en el buque despertasen de pronto, reconociéndose antiguos parientes. Hasta entonces, los que habían salido de Hamburgo fingían ignorar a los embarcados en Boulogne, navegando juntos sin saludarse por el mar de Gascuña y de Cantabria, extensión de lívido azul bajo un cielo gris. La vista de pequeñas ballenas chapoteando en el golfo entre surtidores de espuma les había hecho cruzar algunas palabras nada más, replegándose a continuación en su huraño aislamiento. Juntos habían acogido con un mutismo de altivez a los que subieron en Lisboa, sospechosos intrusos para la tranquilidad de los primeros ocupantes; y así habían navegado hasta Tenerife. Pero ahora empezaba el verdadero viaje: la vida común lejos de toda tierra, sin que un nuevo chorro de extraños pudiese turbar la paz del convento flotante, y todos se sentían unidos por repentina fraternidad.

Hasta el Océano parecía reflejar bondadosamente la alegre camaradería de los pasajeros. El tapiz tenía bajo el pie la consistencia de la tierra firme; los objetos manteníanse en grave inmovilidad y penetraba por las ventanas la brisa oceánica en suaves ráfagas; una brisa discreta que no hacía saltar la velutina de la epidermis ni ponía en desorden los peinados; una brisa regulada, domesticada como la que refresca los salones en las playas de moda. Los estómagos, encogidos hasta entonces por la ruda novedad de la navegación, se dilataban con voluptuoso desperezo, admirando en el comedor las prodigalidades del servicio. Crujían en los camarotes las cerrajas de las maletas; desatábanse correas y paquetes, abandonaban las ropas sus encierros, y las manos diligentes sacudían pliegues y ordenaban piezas con toda calma, sin miedo al vahído del cansancio y a la movilidad que arroja personas y objetos de un ángulo a otro de la inquieta habitación.

Todos pasaban el contenido de los equipajes a los armarios y las perchas, cuidando después del arreglo de sus personas. Diez días para llegar a Río Janeiro, la escala más próxima: ¡diez días de vida común! ¡Toda una existencia cuyo vacío había que poblar con diversiones y nuevas amistades!… Y la fiesta del cumpleaños del Emperador, la primera del viaje, difundía por el buque un regocijo de escolares que empiezan sus vacaciones.

Entre las pilastras del comedor ondulaban abullonadas las banderas de diversos pueblos. Guirnaldas de rosas contrahechas y bombillas eléctricas de varios matices tendíanse de capitel a capitel. Al final del salón, sobre una columna rodeada de plantas y teniendo como fondo el pabellón alemán, erguíase un gran busto de yeso, el del héroe de la fiesta, con fieros y majestuosos bigotes. Sobre las mesas aleteaban pequeñas banderas, una por cada comensal: la de su respectiva nacionalidad.

El culto a los trapos de colores – religión de última hora, adorada con fanatismo por el público de hoteles cosmopolitas, trasatlánticos y trenes internacionales, gente que vive gustosa fuera de su patria – extendía por todo el comedor, como una primavera de percalina, la floración de sus diversos tonos. La bandera germánica, sombreada por su faja negra, mezclábase con el bullicioso tricolor de la francesa, la púrpura británica, el verde de la italiana, que parece un reflejo de mar latino, la cruz blanca suiza, las barras y enrejados de las escandinavas y el reventón de cohete rojo y dorado de la española. Sobre las otras mesas, como hijas vistosas que en la frescura de su juventud no temen la bizarría de lo llamativo, lucían el verde y ámbar brasileños, de un tono igual al de los frutos tropicales; el sol majestuoso y las barras de la ribera uruguaya; el aleteo primaveral albo y celeste del pabellón argentino; la blanca estrella chilena sobre un cielo de intenso azul, y la gran constelación de la América del Norte amontonando en el arranque del rojo septagrama su rebaño de asteroides.

Antes de servirse el primer plato surgieron protestas. Se negaban algunos pasajeros a sentarse, mirando iracundos la bandera que cubría con intrusos colores el montón de platos de su cubierto. Querían la suya, la de su país. Ellos pagaban lo mismo que los demás: a bordo todos eran iguales, y su república valía tanto como cualquiera otra de América… Los camareros, azorados cual si fuese a estallar una conflagración internacional, salían a toda prisa al comedor y regresaban trayendo con ellos al mayordomo, sonriente y confuso a la vez, como un gerente de restorán de moda que implora perdón por olvidos en el servicio.

– No tenemos su bandera, señor: desolado, completamente desolado… Yo le prometo que en el próximo viaje cuidaré de tenerla… Por el momento, si el señor quiere, hágame el honor de contentarse con esta otra… Al fin todos vamos a Buenos Aires.

Y sustituía la bandera de la protesta con otra argentina, que era la más abundante, la que adornaba los cubiertos de todas las personas de problemática nacionalidad. El hombre acababa por conformarse, vencido tal vez por el perfume de la sopa que humeaba en los platos, pero atacaba su comida con un mohín de pena, como un señor a quien le han amargado la noche.

Pasaban los camareros sosteniendo con ambas manos vasijas de metal, de cuyas bocas surgían golletes de botellas entre pedazos de hielo. Sonaban incesantemente los estampidos del vino espumoso. Muchos se creían en una posición equívoca si no acompañaban su comida con champaña en esta noche de fiesta.

La nutrición era la misma para todos, como si se hubiesen trastornado las bases sociales y vivieran sometidos a un régimen igualitario. Pero el afán de singularizarse asombrando al vecino tomaba su desquite en los líquidos, y equivalían a títulos de suprema distinción las botellas que figuraban en las mesas: unas, blancas y puntiagudas como agujas góticas, cuyas etiquetas evocaban la imagen del padre Rhin pasando entre castillos y peinando sus barbas de espuma en los puentes medievales; otras, negras, con la cabezota de corcho afirmada en un casco de alambres y de láminas metálicas, llevando sobre los hombros, cual regio toisón, el collar obscuro y las letras de oro de su champañesco origen.

Ojeda y Maltrana ocupaban una mesa en el centro del comedor con otros dos pasajeros: un señor de patillas blancas, parco en el hablar, que siempre llegaba con retraso a las comidas y pasaba el resto del tiempo encerrado en su camarote. Era el doctor Rubau, viejo médico residente en Montevideo. El otro, con la cabeza gris y el bigote extrañamente rubio, pequeño de cuerpo y de un perfil aquilino, se decía francés y vivía en París; pero hablaba el alemán con tanta soltura y estaba tan habituado a los usos germánicos, que los del buque, creyéndolo compatriota, habían colocado ante su cubierto la bandera del Imperio. Todos los años iba a América para visitar las joyerías de varios países, de las que era proveedor, y al mismo tiempo importaba en Europa pieles y plumas. Mostrábase preocupado desde que entró en el vapor con la busca de compañeros para una partida de bridge, y su tristeza era grande al ver que en el fumadero sólo jugaban al poker. Todos los días, al sentarse a la mesa, el señor Munster quedaba pensativo, sin dejar por esto de mover las mandíbulas, y acababa por formular la misma pregunta, en un castellano gangoso:

– Pero ¿de veras que ninguno de ustedes conoce el bridge?… ¡Un juego tan distinguido!

Maltrana, que se había familiarizado con él atrevidamente desde los primeros momentos, creyendo encontrar en su vaga nacionalidad cierto perfume de sinagoga, le invitaba a monstruosas partidas de poker, en las que debían arriesgarse miles y miles de francos. Y lo decía con un aplomo desdeñoso, como si tuviese a su disposición todos los millones encerrados en el fondo del buque.

Aprovechó Isidro esta comida extraordinaria para ir mostrando a Ojeda las gentes mencionadas por él en conversaciones anteriores. Por encima de las banderas, las cabezas inclinadas ante los platos y las guirnaldas de verdura, pasaba revista a todos los que titulaba pomposamente «mis amigos».

– Hoy no falta nadie; sala llena. Bien se ve que tenemos buen tiempo… Los buques son como los muebles viejos, que, después de una sacudida, sueltan, al quedar inmóviles, un rosario de bichos cuya existencia nadie sospechaba. ¡Qué de caras desconocidas!… Han estado ocultos como cucarachas en el agujero de sus camarotes, aguantando el mareo, y hoy es la primera vez que suben al comedor. Mire usted el abate de las conferencias; hermosa cabeza de corsario con sus barbazas negras. Nadie adivinaría su sotana, que desde aquí no puede verse. Mire también a las señoras viejas sentadas junto a él; ¡con qué arrobamiento le contemplan mientras come!… Fíjese en la mesa del centro, la más grande del salón; es para catorce pasajeros, y la ocupa el doctor Zurita con su familia. ¡Hombre generoso y campechano! ¡Como si nos conociésemos toda la vida! Siempre que hablo con él, me ofrece un puro magnífico: «Che, Maltrana, oiga, galleguito simpático…». Y crea usted que es un hombre de gran sentido, que sabe ver las cosas como pocos… Eche una mirada al obispo, con toda su familia de admiradores tiránicos. Le han obligado a ponerse la sotana de seda con faja carmesí. ¡Y cómo le brilla la cruz! Sin duda la han limpiado en común para quitarle el vaho del mar…

Maltrana continuó, después de una breve pausa:

– Esa señora que entra retrasada, tan alta y buena moza, es una chilena, ¡Qué mujer!, ¿eh, Ojeda? ¡Qué cuello, qué andares de reina, qué brillantes!… Pero no hay ilusiones posibles. El barbudo hermosote que avanza pisándole la cola del vestido es el esposo: dos metros de talla; se ruboriza cuando tiene que hablar con un extraño, pero se le adivinan unos músculos de boxeador y una gran facilidad para dar «puñete», como él dice… Los que ocupan la mesa con ellos son todos del mismo país: muchachos grandotes y buenazos, que vuelven de Alemania; gente simpática y franca que me quiere y distingue. Siempre que me encuentran en los alrededores del café, me saludan del mismo modo: «Vamos a tomar una copa». Y dos noches seguidas les oigo hablar de «curarse» antes de ir a dormir: ellos tan sanotes, que parecen desafiar a las enfermedades. Me gustaría saber qué demonio de cura es ésa.

Calló por unos instantes, mientras sus ojos seguían explorando el salón entre el boscaje de adornos multicolores. El viejo médico comía lentamente, preocupado con el funcionamiento de su dentadura, de una regularidad y una brillantez equívocas. El joyero, entre plato y plato, calábase los lentes para examinar a las señoras, como si inventariase el valor de sus diamantes. Maltrana continuó, en voz más tenue:

– Aquellas tres damas guapetonas, de perfil majestuoso, con los ojos negros y grandes, son de la República Oriental. Fíjese en los brazos, amigo Ojeda; ¡qué blancura!, ¡qué armónica carnosidad! Son Tizianos de pelo negro. ¡Y pensar que en Montevideo los hombres se divierten armando una guerra cada dos años como si les aburriese vivir en tan buena compañía!… Allá en las mesas del fondo se mantienen las argentinas en grupo aparte. Parecen haberse escapado de las láminas de un periódico chic; esbeltas y elegantes como las artistas de los teatros de París que lanzan la última moda; pero menos… etéreas, más sólidas, mejor nutridas, sin trampantojos ni mentiras en su construcción como hijas de un pueblo joven que tiene su suerte confiada a los flancos de la mujer… Y en las demás mesas, ¡qué de cabezas rubias!… Las grandes damas de la opereta han sacado lo mejor de su vestuario teatral. Sus trajes podrían cantar solos La viuda alegre y todas las obras en las que figura un baile del gran mundo. Y en las otras mesas, rubias y más rubias, pero hinchadas de grasa, con el talle cuadrado, las manos cuadradas y la cara barnizada por el sol. Después las verá usted arriba. Trajes de gala que datan de un matrimonio remoto; medias blancas con zapatos negros; collares de nodriza entre joyas valiosas… Son las compañeras de los germanos esparcidos por América; valerosas señoras que después de un viaje por Europa vuelven a fregar los platos de la estancia o de la tienda. Unas se quedan en el almacén de Buenos Aires. Otras irán a las costas del Pacífico, al Paraguay o al corazón de Brasil a continuar su vida de ahorro.

Sonrió después maliciosamente, designando una mesa junto a la entrada.

– Es la mesa de «la cuarentena»; y la llamo así porque en ella encorrala el mayordomo a todo el pasaje sospechoso. Ahí están las cocotas francesas, tan dignas, tan modositas, tan bien criadas. Van vestidas como siempre, para que conste que no desean llamar la atención. Algunas no se han peinado siquiera y llevan la cabeza oculta en un turbante de velos. Además, guardan lo mejor del equipaje para sus empresas de tierra firme… Con ellas está Conchita, una paisana nuestra, una madrileña, que come estirada y seria, pues la pobre sólo puede entender por señas a sus compañeras. Algunas veces, volviendo la cara, habla con don José, un cura español que ocupa la mesa inmediata. Y mezclados con este rebaño femenino comen varios muchachos alemanes, rubios, orejudos y de mandíbula fuerte, niños tímidos que al hablar se cuadran como reclutas, lo que no les impide meterse América adentro a difundir valerosamente la quincalla de Hamburgo y de Berlín, en mula, en piragua o a pie, llevando el muestrario a la espalda lo mismo que una mochila.

– ¡Qué interesante el comisionista alemán! – dijo Ojeda – . Tal vez con el tiempo haya quien lo cante lo mismo que a los paladines medievales que corrían el mundo por difundir la gloria de su dama. Hoy la dama es la industria, y la gloria la nota de pedidos. Allí donde existe, en todo el globo, un grupo de hombres recién instalado que lucha con la selva, los pantanos, las fiebres y las bestias, allí se presenta inmediatamente el comisionista rubio con su muestrario; y para no perder el tiempo, aprende durante el camino a balbucear el idioma del país.

– ¡Las latas que me dan estos muchachos – exclamó Maltrana – y las que me darán, para evitarse el pago de un maestro!… Han bajado en Tenerife únicamente para comprar libros españoles, y pasan las horas con ellos, rumiando las breves lecciones tomadas en Berlín. Cuando tienen una duda, me buscan por todo el barco o consultan la sabiduría gramatical de fraulein Conchita, su compañera de mesa… ¡Gente tenaz, que no conoce el cansancio ni el ridículo! Sus triunfos obscuros van a ser más positivos que las victorias de los feldmariscales de su ejército. A la larga, resultará que descubrimos y colonizamos nosotros un mundo nuevo para gloria y provecho del libro mayor de Hamburgo y de Brema.

Interrumpió Isidro su charla para examinar un nuevo plan que el camarero acababa de colocar ante él. Pero a los pocos momentos volvió la cabeza hacia el gran busto blanco.

– ¡Qué cambio el de nuestros tiempos, amigo Ojeda! ¡Qué transformación de valores!… El oro y el comercio, que en otras épocas sólo eran para la gente despreciable acorralada en las juderías, reinan ahora como fuerzas directoras del mundo… Y si lo duda usted, ahí tiene al amigo de los bigotes tiesos que nos preside, místico y guerrero como Lohengrin, músico y genial como Nerón, siempre con coraza y casco de aletas, y que, sin embargo pasará a la Historia con el título de primer viajante de comercio de nuestra época.

Ojeda escuchaba con ojos distraídos la charla de su compañero.

En los largos intermedios que dejaba el servicio, bebía el champán de su copa, sin percatarse de su insistencia. Isidro cuidaba de la botella amorosamente, haciéndola girar en el cubo de hielo para su enfriamiento. Llenaba luego apresuradamente las copas, como si su vacío le infundiese horror, y apenas sentía disminuir el peso de la botella, reclamaba con vigilante previsión el envío de otra. Dirigía equitativamente este gasto extraordinario: las buenas cuentas mantienen las amistades. Una botella la pagaría el doctor Rubau, que apenas había tomado algunas gotas mezcladas con agua mineral; otra, su gran amigo Munster; otra, Ojeda… y él se reservaba modestamente para el banquete siguiente. Sus ojos, cada da vez más animados y saltones, acompañaron la mirada distraída de su amigo hasta la próxima mesa, ocupada por una mujer sola.

– ¡Mire usted a nuestra vecina la yanqui! Una real moza: tal vez la más elegante de todas. No parece la misma que vemos arriba puesta siempre de gran sombrero y gabán largo… ¡Qué escote! ¡Y qué hermosa torre de pelo, entre rubio y ceniciento!… Le advierto camarada, que ella también le ha mirado muchas veces, así como la que no quiere mirar, con el rabillo del ojo… Usted le interesa, amigo Ojeda, me consta. Esta tarde, después del té, he hablado con ella, si es que nuestra conversación puede llamarse hablar. Sabe un poquito de francés y otro poquito de español. Yo no conozco una palabra de inglés; pero al fin nos hemos entendido por adivinación. Y mansamente, como quien no quiere saber nada, me ha preguntado por mi amigo; y yo, ¡figúrese!… le he dicho que era usted un gran poeta, un notable personaje; he hablado de su familia, de su gran fortuna, de que va a América por el solo gusto de pasear, y de las muchas señoras que se deja en Madrid muertas de pena…

Fernando hizo un movimiento de protesta.

– No se enfade, Ojeda; no se queje. Estas cosas no hacen daño y dan prestigio. Déjeme a mí, que conozco la vida… ¿Que no le interesa a usted esa señora? No importa; siempre es bueno adquirir importancia a los ojos de una mujer… Está bien; no se irrite. Beba un poco.

Y llenó la copa de Ojeda, después de una rápida discusión en la que no parecieron fijarse sus compañeros de mesa. Un zumbido de conversaciones cada vez más fuerte diluía los sonidos de la música llegados del antecomedor. El vaho de los platos, las respiraciones humanas, la radiación de las luces, iban densificando el ambiente. Maltrana, para desvanecer la contrariedad de su amigo, siguió hablando:

– Ese matrimonio que come dos mesas más allá, es también norteamericano: los esposos Lowe. Él ha vivido en el Japón, en China, en Australia, en El Cabo; aquí en el buque vive en el gimnasio, y cuando sale de él, se pasea con unas chaquetas a rayas de colores, de lo más extrañas: unas chaquetas de clown, que son, a lo que parece, los uniformes de famosos clubs esportivos. Ella canta romanzas italianas, y sólo espera que la inviten para hacernos oír su voz. Mistress Power (porque le advierto que ése es el nombre de nuestra vecina) sólo se trata en el buque con esta pareja de compatriotas. Se mantiene en un aislamiento sonriente; algunos saludos con las señoras más respetables, y nada más… Y sin embargo, sabe mejor que yo los nombres y la categoría social de casi todos los pasajeros. ¡Mujer más hábil!… Tal vez por esto mantiene a distancia a los otros americanos.

Y designaba con los ojos a los ocupantes de la mesa inmediata.

– Gente buena, pero escandalosa – continuó – ; cow-boys en traje de domingo, que van a estudiar la ganadería de las Pampas; comisionistas de Nueva York, que sacan a puñados los billetes de Banco de los bolsillos del pantalón y necesitan cantar a cada momento para que se fijen en ellos… Ya se han bebido seis botellas y roto dos. Ahora, con el entusiasmo del champán, se llevan a los labios las banderitas que tienen ante los platos y ponen los ojos en blanco gritando: «Americain! Americain!…» En la mesa siguiente está Martorell, aquel muchacho con lentes y bigote rubio: un catalán, del que creo haberle hablado. También es poeta: lleva ganadas no sé cuántas rosas naturales y englantinas de oro en Juegos Florales; pero siempre en catalán, porque este ruiseñor es mudo cuando se sale del jardín de su tierra. En Castilla (cómo él llama a todos los países que hablan español), el poeta se dedica a la banca. Una fiera, amigo mío, para asuntos de dinero. Le aconsejo que no se meta a luchar con este camarada poético en un certamen de tanto por ciento, porque de seguro que le roba hasta la lira. En Madrid nos hablaba mucho de Buenos Aires, donde ha estado dos veces. Parece que hay grandes reformas que hacer en eso de los Bancos, ideas nuevas que implantar para que el dinero se multiplique; y allá va Martorell, como un Mesías del descuento… También se lo presentaré: es buen muchacho. ¡Quién sabe a lo que puede llegar!…

Luego, Maltrana hizo un gesto exagerado de horror, una mueca que fue como la caricatura del miedo.

– Y junto al catalán… el hombre misterioso; ese vecino mío de camarote, del que le he hablado algunas veces. Es el que va con traje de luto, todo afeitado. No habla con sus vecinos y come con una gravedad sacerdotal, lo mismo que si estuviese celebrando un rito. ¿Quién cree usted que puede ser?… Huye de la gente, y cuando yo le hablo en francés, que parece ser su idioma, me contesta con mucha cortesía, con demasiada cortesía, y de repente se aleja muy estirado, como si existiese entre nosotros una diferencia social que no permite la familiaridad… ¡Y vaya usted a adivinar, con esa cara afeitada que lo mismo puede ser de magistrado que de cómico, sacerdote o mayordomo de casa grande!… Yo lo encuentro lúgubre como un doctor de los cuentos de Hoffmann. Además, me preocupa el camarote misterioso, ese camarote entre el suyo y el mío, siempre cerrado, y cuya llave guarda él cuidadosamente. Una vez al día abre la puerta, entra, inspecciona unos minutos, vuelve a salir, y hasta el día siguiente… Ni una palabra, ni un grito, ni el más leve ruido; y eso que yo muchas noches aplico la oreja a la madera del tabique, o miro en el corredor por el ojo de la cerradura. ¡Nada!… ¿Quién cree usted que podrá ser?

Calló Isidro, frunciendo el ceño bajo la preocupación de este misterio.

– Tal vez un diplomático que va en misión secreta, y por eso huye de la gente; algún financiero que viaja para comprar de golpe todas las vías férreas de América y teme que le pillen el secreto; un empleado infiel que se lleva la caja y tiene el camarote abarrotado de sacos de oro. ¡Lástima no saberlo con certeza!… Aquí hay misterio, un misterio gordo, a lo Sherlock Holmes; y lo más extraño es que cuando le pregunto al mayordomo del buque, él, tan amigacho mío, se hace el tonto, como si no me comprendiese… Verá usted, Ojeda, cómo algo ocurre con este hombre antes de que termine el viaje. En cualquier puerto lo reciben con músicas, discursos y banderas, o sube la policía y le asegura las manos con esposas… Parece orgulloso, y al mismo tiempo revela una timidez incompatible con el mucho dinero. ¿Quien será?…

Maltrana llenó su copa y bebió, como si con esto quisiese acelerar sus averiguaciones sobre el «hombre misterioso». Después, el champán y la buena comida parecieron ejercer sobre él una influencia benévola.

– Confieso a usted, Ojeda, que nunca me he sentido mejor, y por mi voluntad podía prolongarse este viaje hasta el fin del mundo. ¡Ojalá fuese el Goethe vagando por el Océano, como el «Holandés errante», siempre que no se agotasen sus repuestos de víveres y bebida!… ¿Qué falta aquí?… Mujerío elegante y hermoso que puede verse de cerca y le dirige a uno la palabra como a un amigo antiguo; buena mesa, fiestas, bailes y ausencia total de moneda. Todo se paga con bonos, o se arreglan cuentas en el despacho del mayordomo al final del viaje. ¡Y este tiempo de primavera! ¡Y este buque que es una isla!… Nunca me he visto en otra: ni en Madrid, cuando me convidaban a comer los políticos de segunda clase para que escribiese bien de ellos; ni en París, cuando hacía traducciones españolas para las casas editoriales y engañaba el hambre en los bodegones del Barrio Latino… ¡Y pensar que doña Margarita mi patrona, con un cariño que data de ocho años, rezará por el pobre don Isidro que va navegando por los mares! ¡Y pensar que a estas horas, en nuestro café de la Puerta del Sol, se preguntarán aquellos chicos melenudos que lo saben todo y no han visto el mundo por un agujero: «¿Qué será del sinvergüenza de Maltrana?». Y el más gracioso contestará seguramente: «Debe estar en la panza de un tiburón…». ¡Pobrecitos!

Servían los camareros el helado, cuando sonó el fuerte repiqueteo de un cuchillo contra una copa. Quedó inmóvil la servidumbre, circularon siseos imponiendo silencio, y todas las cabezas se volvieron hacia un mismo punto del comedor.

– El amigo Neptuno va a hablar – dijo Isidro.

Este Neptuno era el comandante del buque; enorme como un gigante cuando estaba sentado, e igual a los demás si se ponía en pie, irguiendo el hercúleo tronco sobre unas piernas cortas. La barba dorada y canosa invadía, arrolladura, una parte de su rostro rubicundo, esparciéndose luego sobre el pecho; y en medio de esta cascada fluvial abríase una sonrisa de bondad casi infantil. Cuando pasaba por las cubiertas le rodeaban los niños, colgándose de su levita, danzando ante sus rodillas, pidiendo que los levantase lo mismo que una pluma entre sus brazos membrudos. Al encontrarse con Isidro extremaba su sonrisa, como si adivinase en él un ingenio gracioso, a pesar de que no podían entenderse bien, pues en sus pláticas no iban más allá de unas cuantas palabras de italiano mezcladas con otras tantas de español.

Vistiendo un smoking azul con galones de oro, brillándole la calvicie sudorosa y acariciándose las barbas, iba desenredando lentamente su madeja oratoria. Una gran parte del auditorio no le comprendía, pero todos conservaban la mirada puesta en él, con la fijeza de la incomprensión, aumentándose con esto los titubeos verbales del marino.

– No parece que se explica mal Neptuno – dijo Maltrana en voz baja – . Ahora está hablando de su emperador. Ha dicho kaiser dos veces; eso lo entiendo… ¡Raza notable! Creo que a los capitanes alemanes les dan lecciones de oratoria en Hamburgo y además les enseñan a bailar. Sin tales requisitos, la Compañía no entrega un buque a uno de estos padres de familia… Lo mismo son los músicos de a bordo. Por la mañana preparan los baños y limpian las escupideras; antes del almuerzo tocan instrumentos de metal; por la noche instrumentos de cuerda; y todo lo hacen gratis, pues no cuentan con otra remuneración que las propinas de los pasajeros. ¡Cualquiera se mete en concurrencia con estas gentes!… Pero ¿por que se entusiasman tanto los alemanes, Fernando? ¿Qué dice ahora el amigo Neptuno?

– Deutschland, Deutschland über alles, über alles in der Welt.

– ¿Y qué es eso?

– «Alemania sobre todo, sobre todo lo del mundo.»

El capitán elevó su copa, dando por terminado el discurso y los que le comprendían pusiéronse de pie, hombres y mujeres, instantáneamente, alzando también sus copas. «¡Hoch!», gritó Neptuno; y todos contestaron lo mismo, con una regularidad mecánica, como el grito de un regimiento que responde a la voz de su coronel. «¡Hoch!», volvió a decir; pero esta vez, amaestrados por el ejemplo, contestaron los pasajeros en masa con un alborozo discordante; y el tercer «¡Hoch!» fue un cacareo general, repitiendo muchos con delectación la palabra, por lo mismo que ignoraban su significado.

Un rugido de trompetería guerrera saludó desde el antecomedor el final del brindis, y los criados reanudaron apresuradamente el servicio.

– Aquí ya no dan más – dijo Maltrana después de los postres – . Subamos al jardín de invierno a tomar el café.

Ocuparon los dos amigos una mesita inmediata a una de las puertas. Desde allí veían la ascensión por la amplia escalera de todos los que abandonaban el comedor. Pasaron ante ellos los hijos mayores del doctor Zurita con otros jóvenes argentinos que regresaban de París. Todos saludaron a Maltrana con amigable familiaridad. Sonreían al verle, recordando tal vez los cuentos con que amenizaba sus tertulias en el fumadero a altas horas de la noche, cuando finalizaban por cansancio las partidas de poker.

– Hermosa juventud – dijo a Ojeda su compañero – . Fíjese en los tipos: altos, musculosos, esbeltos y con una gran agilidad en los miembros. Deben ser famosos bailarines de tango. ¡Excelentes muchachos, todos amigos míos!… Vea sus dientes sanos de lobo joven; su pelo, tan abundante, que necesitan aplastarlo con pomada hasta formar dos almohadillas lustrosas. No queda en sus cabezas dónde plantar un cabello más. Son hermosos ejemplares del cultivo intensivo de la pilosidad… Y las manos finas, aunque estén deformadas por los ejercicios de fuerza; y los pies pequeños, reducidos, altos de empeine, cuidados con meticulosidad; de día siempre encerrados en charol con cañas de colores, de noche con forro de seda calada y escarpines que martirizarían a muchas señoras. Son pies que parecen tener una vida aparte, pies sabios que pueden seguir sin error las más difíciles combinaciones del baile… Y ellas igualmente ¡qué finura de extremidades!… En esta Arca de Noé, amigo Fernando, se reconoce el origen étnico de cada uno sólo con mirar al suelo… Mire esos otros que suben.

Y sonrieron los dos viendo ascender por los peldaños algunos pies de masculina dimensión, a pesar de que asomaban bajo una corola de faldas recogidas. Tras ellos subían enormes zapatos de hombre, embetunados y de fuerte morro, que dejaban en la alfombra una huella de pesadez. Muchos comerciantes que se habían endosado el frac en honor del soberano, guardaban sobre su abdomen la gruesa cadena de oro, cargada, como un relicario, de medallones, dijes, lápices y fetiches, y en los pies los fuertes botines de uso diario.

Ojeda acogió con incrédula sonrisa las consideraciones de su amigo acerca de la superioridad de una raza sobre otra por la finura de las extremidades.

– Los «latinos», como usted dice, Maltrana, somos bellamente ligeros, más «alados» que estas gentes del Norte. Se ve la influencia aristocrática de los conquistadores andaluces en los pies breves y graciosos de las sudamericanas. El indio también tiene el pie pequeño… Pero ¡quién sabe si el mundo no está destinado a ser una presa de los pies grandes! Fíjese con qué autoridad insolente y ruidosa van avanzando esos navíos de cuero y cartón. Allí donde se detienen se incrustan, y la pesada voluntad que los habita tiene que hacer un esfuerzo para cambiarlos de lugar. Marchan sin gracia y con lentitud, pero lo que ellos cubren es suyo y no lo abandonan. Nuestros pies son más graciosos, tienen algo del salto del pájaro, pero dejan poca huella.

Sonó una risa femenil, ruidosa, petulante, en la que se adivinaba un deseo de hacer volver las cabezas. Ascendió por la escalera un vestido de color de sangre, y detrás de su cola, majestuosamente suelta, varios fracs parecían correr para alcanzarlo y dominarlo.

– Nélida, nuestra amiga Nélida, con su escolta de admiradores – dijo Maltrana – . Todas las naciones de a bordo están representadas en este séquito amoroso. Sólo faltamos nosotros; pero tengo la certeza de que si usted no va a ella, ella le buscará.

Admiraba su boca de «tigresa en celo», según él decía; boca de húmedo carmesí, en la que brillaba luminoso el nácar de una dentadura voraz. Al abrirse con el desperezo de la risa, sus dientes, un tanto agudos, parecían surgir de este estuche rojo, como salen las uñas de la zarpa de un felino.

Ocupó una mesa ella sola, e inmediatamente la rodearon sus acompañantes. Hablaba en alemán, inglés, francés y español con todos ellos, llevándose a los labios un cigarrillo sin encender. Uno de los adoradores se inclinó ofreciéndole la llama de un fósforo.

– Ése es el que llaman «el barón» – dijo Maltrana – : un belga que nos abruma con su hermosura de Antinoo, petulante e insufrible lo mismo que esas muchachas que alcanzan en un concurso el premio de belleza… Por el momento, es el preferido.

– ¡Nélida!… ¡Nélida! – gritó una voz de mujer.

Era la mamá, que, desde una mesa cercana, pretendía corregir con este llamamiento la audacia de su hija. Podía tolerarse que fumasen las artistas, pero no una señorita que viaja con sus padres. Bastaba ver la actitud de las damas que estaban en el jardín de invierno: fingían no reparar en ella, pero se adivinaba en sus ojos una impresión de escándalo… Todo esto pareció decirlo la madre con su mirada y su breve llamamiento. Pero Nélida se limitó a contestar fríamente: «¡Mamá!», y encogiéndose de hombros siguió fumando. La madre se replegó vencida, cruzó los brazos sobre el vientre y quedó en la inmovilidad de una esfinge cobriza al lado de su esposo, que hablaba con un vecino.

– Ese padre es admirable – dijo Isidro – , tan admirable como la niña. Vea su aire de patriarca, sus barbas y sus melenas canas, la mansedumbre con que habla y la deferencia con que escucha. Por dos veces se declaró en quiebra hace años; pero en América se olvidan pronto estas cosas, y según parece, vuelve ahora para reanudar sus antiguos trabajos.

Había perdido en Europa gran parte de su fortuna, pues lo que obtiene éxito a un lado del Océano no lo obtiene en el otro, y regresaba, después de catorce años de ausencia, con el propósito de explotar varios negocios estupendos, según él, que aún le quedaban por allá.

– Creo que es una mina – continuó – en el Norte de la república, cerca de Bolivia, no sé si de petróleo, de diamantes o de libras esterlinas recién acuñadas. Ha olido que soy pobre, y no se digna exponerme sus planes; pero ya verá cómo se le aproxima así que se percate de que usted desea trabajar en América y lleva dinero para eso. Le va a proponer algún negocio, como se lo está proponiendo en este momento a Pérez, el que se sienta a su lado; Pérez el anglómano, que se indignaba esta mañana en Tenerife; el «amigo de la civilización»… Y si el señor Kasper se digna interesar a usted en sus asuntos, inútil es decirle que su fortuna está hecha. ¡Padre extraordinario!…

Y Maltrana contempló al bondadoso patriarca con una admiración irónica.

– De vez en cuando se da cuenta de que existe su hija, y la acaricia bondadosamente. La madre, con el buen sentido que ha podido salvar de la oleada de grasa que invade su cuerpo, llama la atención de su marido sobre la conducta de Nélida. Los escrúpulos y preocupaciones de una educación recibida en una república del Pacífico la hacen protestar de los escándalos de esta muchacha, que nada tiene suyo, que física y moralmente pertenece al padre, y que mira con cierta superioridad, cual si fuese una nodriza o una criada vieja, a la mulatona que la llevó en el vientre… Y el padre se conmueve y abraza a Nélida. «¡Pobrecita! Las personas atrasadas no saben cómo debe educarse una joven moderna. Es la ignorancia, el fanatismo de la gente que habla español…» Y Nélida, que a su vez se acuerda de que tiene un padre, le acaricia las melenas con manoseos de gata amorosa y suspira agradecida: «Papá… papá…». La familia más interesante de todo el buque. Y aún falta el otro, el «guardia de corps».

Y señalaba un jovencito moreno, subido de color, sentado entre los adoradores de Nélida.

– Es el hermano pequeño, el único que se asemeja a la madre. Acompaña a Nélida por todo el buque, y ella lo acepta como una prolongación de la familia, porque esta vigilancia honorable le permite ir sola entre los hombres. El muchacho es medio imbécil, le dan ataques epilépticos, habla con incoherencia. Cuando ella tiene interés en quedarse sola lo envía al camarote para que busque cualquier cosa, y el chico se resiste recordando que debe obedecer a mamá. Pero intervienen los adoradores de la hermana, amigos que le dan champán y buenos cigarros, y acaba por ausentarse, hasta que se tropieza con la madre, que le riñe por haber olvidado sus deberes…

Ojeda, sintiendo un interés repentino por este relato, miraba a Nélida.

– Los dos hermanos – continuó Maltrana – se odian con un odio de raza, y por la noche disputan y se pegan. Ella enseña a sus amigos las marcas de los golpes; él oculta los arañazos bajo una capa de polvos, pero afirma con un rencor balbuciente que se lo contará todo a su hermano el mayor, el único equilibrado de la familia, un centauro de la Pampa, un estanciero, al que respeta el padre, adora la madre y tiene un miedo horrible la hermosa Nélida. Cuando habla de él se pone pálida. Se ve que este mozo del campo no cree en «la educación de una joven a la moderna», y arregla a palos los problemas de honor. La niña tiembla al pensar en la futura entrevista y en lo que pueda decir el hermanito, que la amenaza con sus revelaciones; por ella no llegaríamos nunca a Buenos Aires… Pero sus terrores pasan pronto: los olvida apenas se ve rodeada de hombres. Cuando se acaricia los labios con su lengua de gata, es capaz de saltar por encima del vengador de la Pampa que tanto miedo le infunde.

Otra vez los ojos negros de la madre, ojos abultados y dulces, que recordaban la mirada lacrimosa de los llamados andinos, se fijaron en la hija con una severidad titubeante. «¡Nélida!», volvió a gritar. Pero Nélida no se dignó responder, y bebiendo el resto de su taza púsose de pie, encendiendo otro cigarrillo. El grupo de fieles se levantó tras ella. Iban a pasear por la cubierta hasta la hora del baile. Salieron en tropel, y el hermano quiso reunirse con su madre, pero ésta se indignó:

– Anda vos con Nélida, grandísimo zonzo. ¿A qué venís acá?… No la perdás de vista.

Con éste, que era de su color y su sangre, mostrábase autoritaria la buena señora, obligándolo a correr detrás de Nélida.

El doctor Zurita, arrellanado en un sillón, seguía con los ojos entornados las espirales de humo de su gran cigarro. Las damas de su familia hablaban con otras argentinas de las mesas inmediatas.

– Le hago falta a mi buen doctor – dijo Maltrana – . Se está aburriendo con la charla de las señoras… Yo también siento la falta del magnífico cigarro que seguramente me guarda… ¿Usted sale a la cubierta, Ojeda?… Voy en busca del tributo.

Al aproximarse al doctor, éste pareció despertar, al mismo tiempo que rebuscaba en los bolsillos de su smoking.

– Che, Maltrana; venga para acá, galleguito simpático… Tome uno de hoja.

Y le entregó un cigarro enorme, al mismo tiempo que añadía en voz baja:

– Siéntese, amigo, y conversemos… Diga qué le pareció esta fiesta de los gringos. ¡Qué pavada! ¿no?…

Ojeda salió a la cubierta. La luz de los reverberos incrustados en el techo de las dos calles iluminaba de alto a abajo a los paseantes, sin que sus cuerpos proyectasen sombra en el suelo. Caminaban apresuradamente, con una movilidad de bestias enjauladas, lo mismo que se camina en los colegios, los conventos y los presidios, buscando suplir con la rapidez de la locomoción lo limitado del espacio. Las mujeres desfilaban masculinamente, a grandes zancadas, temiendo la exuberancia adiposa de una digestión inmóvil. Desafiábanse los grupos a quién daría los pasos más largos, y circulaban con una rapidez de fuga entre las ventanas de los salones y los grupos acodados en las barandas.

Más allá del nimbo de luz láctea en que iba envuelto el buque, extendían el mar y la noche el misterio de su obscuro azul punteado de fosforescencias de agua y fulgores siderales. Algunos miraban las estrellas, discutiendo sus nombres. Gentes del otro hemisferio ojeaban impacientes el horizonte, creyendo ver asomar a ras del agua la famosa Cruz del Sur… No se distinguía aún; pero dentro de cuatro o cinco días la verían elevarse majestuosa en el firmamento. Y muchos parecían entusiasmados con esta esperanza, como si al contemplar la constelación admirada desde su niñez se creyesen ya en sus casas.

La noche era calurosa. Muchas gorras habían quedado abandonadas en las perchas del antecomedor. Las cabezas erguíanse descubiertas sobre el albo triángulo de las pecheras, brillando al pasar junto a los reverberos con reflejos de laca negra. Ni el más leve soplo de brisa desordenaba la armonía de los peinados femeninos. Al cruzarse los grupos en su apresurada marcha, se saludaban, como si no se hubiesen visto en mucho tiempo. Cambiaban sonrisas y guiños, lo mismo que en el paseo de una ciudad. Todas las mesas del fumadero estaban ocupadas. Algunos grupos tenían ante ellos un pequeño mantel verde y paquetes de naipes. Ojeda, en una de sus vueltas, vio al señor Munster a la puerta del café. Al fin iba a realizar sus deseos; ya tenía medio formada su partida de bridge. Había conquistado en el salón a la madre de Nélida, y creía poder contar igualmente con Mrs. Power. A pesar de esto, volvió a repetir, con una tenacidad de maniático:

– ¡Qué extraño que usted no sepa, señor! ¡Un juego tan distinguido!…

Fernando, cansado de circular entre los grupos, que al encontrarse en sus vueltas se inmovilizaban obstruyendo el paso, se detuvo en la parte de proa, apoyándose en la barandilla. Sus ojos experimentaron la voluptuosidad del descanso al sumirse en el obscuro azul poblado de suaves luces. Circulaba a su espalda el movimiento humano acompañado de vivos resplandores; ante él la silenciosa calma del mar tropical, dormido como un lago sin riberas.

Estaba triste. La alegría del champán que le había acompañado al levantarse de la mesa, convertíase ahora, al quedar solo, en una melancolía inexplicable. Ojeda se comparaba a ciertas vasijas en cuyo interior los líquidos más dulces se agrían, perdiendo su perfume. ¡Ay, el doloroso recuerdo de lo que dejaba atrás!…

Un sentimiento confuso de despecho y envidia uníase a su tristeza. Así como el buque iba entrando en los mares tranquilos de inmóvil esmeralda, en las noches cálidas pobladas de titilaciones de espuma y de luz, parecía transformarse. Un ambiente de dulce complicidad, de bondadosa protección, extendíase desde los salones lujosos a los más profundos camarotes. Hombres y mujeres de idiomas diferentes, que habían subido al trasatlántico en distintos puertos y lo abandonarían en diversas tierras, se buscaban, se saludaban, se sonreían, para acabar paseando juntos, hablando en alta voz palabras sin interés, y mirándose al mismo tiempo fijamente en las pupilas, inclinando la cabeza el uno hacia el otro como impulsados por una atracción irresistible. Obscuros instintos servían de guía a la gran masa para seleccionar sus afectos, fraccionándose en grupos de dos seres, según las afinidades de sus gustos o las ocultas atracciones reflejadas en los ojos. Se modelaba aquella noche el boceto de lo que iba a ser esta sociedad lejos del resto de la tierra, vagabunda sobre una cáscara de acero en el desierto de los mares. Este mundo efímero, que sólo podía durar diez o doce días, ofrecería los mismos incidentes de un mundo que durase siglos. Los diez días iban a representar en la vida de muchos tanto como diez años.

Alguien había saltado al buque en las últimas escalas. No era la esperanza sin cabeza y con alas la única intrusa. Venía oculto en los profundos sollados – como aquellos vagabundos descubiertos a la salida de Tenerife – , y al verse en pleno mar de romanza, tranquilo y luminoso, deslizábase furtivamente de su escondrijo, iba examinando las caras de sus compañeros de viaje, los aparejaba según sus gustos, e invisible y benévolo, empujábalos unos hacia otros. Una atmósfera nueva se esparcía por las entrañas del buque. Respiraban los pechos otro aire, provocador de inexplicables suspiros. Los que hasta entonces habían dormitado tranquilamente, arrullados por las ondulaciones del Océano, se revolverían en adelante inquietos durante las noches tranquilas y estrelladas, no pudiendo conciliar el sueño.

Los ojos femeniles iban a descubrir inesperadas atracciones en el mismo hombre contemplado con aversión o indiferencia durante los primeros días del viaje. Las mujeres se transformaban con una valorización creciente, apareciendo más seductoras a cada puesta de sol, como si el trópico comunicase nueva savia a las hermosuras decaídas, como si la proa del navío, al partir las olas buscando las soledades del Ecuador, se aproximase a la legendaria Fontana de Juventud soñada por los conquistadores.

Ojeda conocía a este intruso invisible y juguetón que revolucionaba el trasatlántico, y el intruso lo conocía igualmente a él desde algunos años antes. Tal vez le rozase, como a los otros, con sus alas de mariposa inquieta, pero al reconocerle, seguiría su camino. Nada tenía qué hacer con él… Y esta certeza de permanecer al margen de la vida pasional que iba a desarrollarse en medio del Océano amargaba a Fernando. Viajero por amor, tendría que contemplar la felicidad ajena como los eremitas del desierto contemplaban las rosadas y fantásticas desnudeces evocadas por el Maligno. ¡Ay, quién podría darle en viviente realidad la imagen algo esfumada que latía en su recuerdo!… ¡Pasear sintiendo el dulce brazo en su brazo; soñar arriba, en la última cubierta, ocultos los dos detrás de un bote, las bocas juntas, la mirada perdida en el infinito; vivir toda una vida en tres metros de espacio, entre los tabiques de un camarote, despertando del amoroso anonadamiento con la campana del puente, que sonaba, en la inmensidad oceánica, discreta y tímida, como la otra campana monjil!… Y sumiendo Fernando su mirada en los borbotones de espuma moteados de puntos de luz que resbalaban por el flanco del navío, gimió mentalmente, con un llamamiento angustioso:

– ¡Oh, Teri!… ¡Alegría de mi existencia!

Una ligera tos le hizo volver la cabeza, y vio junto a él, apoyada en la baranda, a Mrs. Power, su vecina del comedor. Un tul verde cubría la desnudez de su escote. Llevábase a la boca el cabo dorado de un cigarrillo, y un surtidor de humo partía de sus labios, tomando reflejos de iris bajo el resplandor eléctrico antes de perderse en la obscuridad.

El primer movimiento de Ojeda fue de molestia y de cólera, como el que en mitad de un ensueño dulce se ve despertado. Aborrecía a esta mujer hermosa, por su tiesura varonil; no podía soportar la mirada de sus ojos claros, de fijeza insolente, que parecían retar a un duelo a muerte.

Quiso volver la cabeza hacia el Océano, pero ella no le dio tiempo.

– ¿Es la luna? – preguntó en inglés señalando una leve mancha láctea a ras del horizonte.

– Tal vez – respondió Fernando en el mismo idioma – . Pero no… Creo que la luna sale más tarde.

Y tras este cambio breve de palabras, que recordaba los diálogos incoherentes de un método para aprender lenguas, los dos se vieron súbitamente aproximados. Ojeda no supo si fue él quien avanzó por instinto, o ella con la varonil intrepidez de su raza; pero sus codos se tocaron en la barandilla y sus cabezas quedaron separadas únicamente por una pequeña lámina de atmósfera.

Mrs. Power preguntó a Fernando por su amigo, sonriendo al recordar su movilidad y el lenguaje híbrido y pintoresco con que la saludaba todas las mañanas. Un tipo interesante míster Maltrana; ¡lástima que ella no pudiese entender muchas de sus palabras!… Y el recuerdo de las dificultades de lenguaje que se sufrían a bordo le sirvió para justificar su aproximación a Ojeda. Necesitaba un amigo que conociese su idioma. Conversaba de vez en cuando con los Lowe, aquel matrimonio de compatriotas suyos; pero… Y hacía un gesto de altivez para indicar que no eran de su clase.

A la tropa de americanos ruidosos la mantenía alejada. Eran viajantes de comercio, ganaderos de las praderas, gente ordinaria. Se aburría con las señoras de otras nacionalidades que hablaban inglés. Ella había gustado siempre de la sociedad de los hombres… Luego interrumpió el curso de la conversación para preguntar a Ojeda cuánto tiempo había vivido en los Estados Unidos; y al enterarse de que nunca había estado allá, prorrumpió en una exclamación de asombro: «¡Ahó!». Se echaba atrás, como si la acabase de ofender una falta imperdonable de respeto. Pero se repuso inmediatamente de esta impresión de desagrado.

– All right! Usted me enseñará el español y yo le perfeccionaré en el inglés. Se adivina que lo aprendió en Londres. Los americanos lo hablamos mejor; eso lo sabe todo el mundo.

Y convencida de la superioridad de su país sobre todo lo existente, propuso a Fernando que fuese su amigo con igual gesto que si contratase un buen servidor para su casa. A impulsos de su franqueza dominadora, no ocultaba que se había enterado de la historia de él, así como de la de todos los que en el buque atraían su atención.

– Usted es poeta, lo sé, y yo nada tengo de poetical: se lo advierto… Mi padre sí; mi padre era alemán y muy dado a las cosas del sentimentalismo. Yo he nacido para los negocios, y ayudo a mi marido. ¡Si no fuese por mí!…

Un paseante interrumpió la conversación. Era el señor Munster, que, llevándose una mano al casquete, suplicaba humildemente:

– Señora, acuérdese de su promesa… La aguardamos en el salón para nuestra partida de bridge. Usted sólo falta para que empecemos.

Mrs. Power sonrió con una amabilidad feroz. «Luego iré.»

Y Munster, comprendiendo lo enojoso de su presencia, se retiró discretamente antes de que la dama le volviese la espalda.

Ella siguió hablando de su carácter; un carácter práctico, incompatible con la ilusión poetical. Atacaba ferozmente el odiado fantasma de la poesía, como si viese en él un motivo de errores y desgracias. Luego habló de su marido con un entusiasmo tenaz, molesto para Ojeda. Era más alto que él y de una distinción que conquistaba el respeto de todos. Había nacido en la Quinta Avenida de Nueva York, hijo de un famoso banquero; pero la familia estaba arruinada.

– Usted, señor, es de los más distinguidos de a bordo, y por esto hablo con usted… Pero no llega ni con mucho a míster Power. Le falta algo. Usted lleva la corbata de un color y el pañuelo de otro. Mi país es el único dónde el hombre puede llamarse elegante. Míster Power no saldrá a la calle si no lleva del mismo tono la corbata, el pañuelo y los calcetines. Es lo menos que puede hacer un gentleman que se respeta.

Pero Fernando apenas escuchaba estas lecciones, expuestas con gravedad científica. Sentíase perturbado por una embriaguez ascendente, como si el vino que poco antes parecía contraerse con tristeza en su interior hiciese explosión de nuevo, avasallando sus sentidos. Fijábase en los ojos de la norteamericana, en sus pupilas líquidas y temblonas, que se destacaban del nácar de las córneas con el brillo de una luz cambiante, reflejo mixto de malicia y candidez.

Acariciábale un perfume que venía de ella como una música lejana y conocida. Tal vez fuese ilusión de sus sentidos, excitados por el recuerdo; tal vez una errónea semejanza al encontrarse por vez primera, luego de su embarque, al lado de una mujer elegante. Aquella americana olía lo mismo que la otra; esparcía uno de esos perfumes indefinibles que no pueden adquirirse, pues carecen de nombre; un perfume irreal, que es como el uniforme impalpable que envuelve a las mujeres de todos los países acostumbradas a una vida de comodidades y refinamientos; perfume de carne cuidada con amor, de epidermis pulida por el frote higiénico; «olor de agua», según decía Ojeda.

«¡Oh, Teri!… ¡Teri!» Sus ojos encontraban también una semejanza fraternal en el cuello esbelto y ligeramente inclinado, lo mismo que el vástago de una flor que se ladea graciosamente bajo su peso; en las manos de blancura de hostia, con uñas abombadas y brillantes, parecidas a pétalos de rosa.

Era Mrs. Power; bastaba ver sus ojos de agua conmovida, escuchar su palabra glacial de mujer de negocios, para convencerse de su identidad; pero al mismo tiempo era la otra, por la línea majestuosa de su cuerpo, por el ademán suelto y despreocupado de hembra elegante segura de su poder de seducción, por el halo de perfume luminoso que parecía envolverla. Ojeda escuchaba su voz sin saber qué decía, pensando en Teri, viéndola junto a él bajo una nueva forma. Miraba a Mrs. Power como si fuera una máscara que acabase de encontrar en un baile y de la cual conocía el secreto a pesar de la voz fingida y el rostro desfigurado.

Llevaba varios días poblando la vida solitaria de a bordo con la imagen de Teri. Se había paseado con ella por el desierto de la última cubierta, oprimiendo su brazo aéreo, oyendo el leve crujido de sus pasos invisibles, murmurando dulces palabras que sólo obtenían una respuesta mental. Ella ocupaba un sillón vacío junto a sus libros en las largas tardes de lectura, y por la noche, al abrir el camarote, deslizábase detrás de sus huellas, misteriosa y sonriente, para no abandonarle en las horas de insomnio y ser lo último que veían sus ojos, esfumándose como una visión que se aleja cuando al fin le rozaba la mano del sueño.

Ahora, la mujer impalpable y luminosa que le seguía a todas partes había desaparecido, pero era para ocultarse indudablemente dentro de aquella otra real y tangible que tenía a su lado. Esta reencarnación se hacía sentir con un contacto menos ilusorio; pero en el misterio de su encierro la delataba su perfume. «¡Oh, Teri!… ¡Teri!» Su única preocupación por el momento era que la americana no dejase de hablar, que no huyese, llevándose con ella su oloroso nimbo.

Quiso Ojeda conocer su nombre de nacimiento, libre del apellido marital; y al oír que se llamada Maud, experimentó cierto descontento. Estaba esperando, no sabía por qué, otro nombre, una revelación que justificase sus ilusiones.

Maud siguió hablando de su marido, haciendo elogios de sus condiciones físicas y compadeciendo al mismo tiempo su simpleza de niño grande, versado únicamente en elegancias y juegos atléticos. Ella era el varón fuerte, la cabeza directora de la asociación matrimonial. Había ido a Nueva York en busca de nuevos capitales para un negocio de caucho que tenían en el Brasil. Su marido sólo servía para admirarla y obedecerla, y ella había de hacer frente a los accidentes del comercio, empleando la palabra melosa, la sonrisa enigmática y el gesto de enojo en esta pelea por el dólar.

Los quince días pasados en París al regreso de los Estados Unidos habían sido los mejores de su viaje. Una vida de muchacho aturdido con varias compatriotas libres como ella de las viejas ataduras del sexo; una existencia de estudiante; teatros, cenas hasta altas horas de la noche, sin más hombres que algún gentleman viejo, que acompañaba a esta tropa de emancipadas lo mismo que un guardián de harén sigue a las odaliscas en vacaciones. Y nada de visitas a los Bancos o de conferencias feroces como las que había tenido dentro de un escritorio inmediato a las nubes, en el piso treinta y cuatro de un rascacielos neoyorkino. ¡Lo que cuesta cazar el dólar, tan necesario para la vida!… Pero regresaba satisfecha de su viaje, pensando en el suspiro de alivio que exhalaría míster Power cuando en el muelle de Río Janeiro le explicase que el peligro de ruina quedaba conjurado gracias a ella. ¡Adorable niño grande! ¿Qué haría el pobre en el mundo sin su mujer?…

Y en esta charla surgía a cada momento el elogio del marido, el tierno entusiasmo por su vistosa inutilidad, lo que producía en Fernando cierta irritación… ¿Y para esto se le había acercado con aire de flirt aquella señora?…

Una trompeta lanzó a guisa de llamada el toque arrogante y provocador del héroe Sigfrido. Corrieron los paseantes con el alborozo que despierta todo suceso extraordinario en la vida tranquila de a bordo. Era la señal para el baile. Mrs. Power y Ojeda fueron también hacia el fumadero, en cuyos alrededores se aglomeraba la gente.

Formábanse los músicos de dos en dos, y tras ellos se agitó el comandante dando órdenes en varias lenguas, acariciándose la amplia barba y saludando a las señoras. Rogaba a todos que se agrupasen en parejas. Iba a empezar la fiesta con la polonesa tradicional, solemne paseo por las cubiertas antes de llegar al comedor convertido en salón de baile.

El «amigo Neptuno» – cómo le llamaba Maltrana – pareció dudar algunos segundos antes de escoger su acompañante. Quería dedicar este honor a la más alta dama del buque, y sus ojos iban indecisos del collar de perlas de la esposa del millonario gringo a los lentes y la majestuosa corpulencia de la señora del doctor Zurita. Pero el santo respeto a la autoridad y las categorías sociales le sacó de dudas. El doctor había sido ministro en su país, y esto bastó para que el hombre de mar, inclinándose sobre sus piernas cortas con una galantería versallesca, ofreciese su brazo a la matrona argentina.

Tras de ellos se formó la fila de parejas, escogiéndose unos a otros según anteriores preferencias o al azar de la proximidad con bizarros contrastes que provocaban risas y gritos. Las señoras viejas, los niños y los domésticos presenciaban el arreglo de esta procesión agolpados en puertas y ventanas. Isidro daba el brazo a la tiple noble de la compañía de opereta, dueña voluminosa, de cara herpética, que ostentaba sobre la pechuga una condecoración turca.

Maud contempló la formación con mirada irónica, pero de pronto sintióse arrastrada por la alegría general: «Nosotros también». Y tomando el brazo de Ojeda, se introdujo en la fila.

Rompió a tocar la música una marcha solemne, una de tantas «Marcha de las antorchas» escritas para natalicios y matrimonios de pequeños príncipes alemanes, y la procesión se puso en movimiento, contoneándose las parejas al compás del ritmo.

Corrían del interior del buque las camareras con gorrito de blondas y los stewards de corbata blanca para presenciar este desfile, riendo con una buena fe germánica al ver a los señores agarrados del brazo y marchando con las caderas balanceantes. La cabeza de desfile desapareció de pronto, y el ruido de cobres fue debilitándose. La «polonesa», saliendo del paseo al aire libre, se introducía en los salones, serpenteando entre mesas y sillas hasta desembocar en el paseo de la banda opuesta, donde los instrumentos recobraban su primitiva sonoridad. Otras veces la música se perdía gradualmente, como si la absorbiesen las entrañas del buque, y el desfile iba descendiendo por las amplias escaleras a los pisos inferiores.

Delante de Mrs. Power iba Nélida, la única que se apoyaba al mismo tiempo en los brazos de dos hombres. Un joven alemán que se hacía pasar por pariente suyo, y el «barón», el belga hermosote, la escoltaban, hablándose afectuosamente como amigos que beben juntos y juegan al poker, pero con un rencor en la mirada de hombres bien educados que consideran la mayor de las distinciones saber ocultar sus sentimientos. Y ella mostrábase contenta por este doble deseo que tiraba de sus brazos y la envolvía en un ambiente de sorda pelea; se dejaba llevar casi a rastras, encorvada su esbelta figura, riendo sin saber de qué, con la boca seca, abarcando a los dos varones en la mirada de sus ojos húmedos y ávidos, que parecían englobarlos en una predilección idéntica, sin poder distinguir el uno del otro.

Los Argonautas

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