Читать книгу Los enemigos de la mujer - Vicente Blasco Ibáñez - Страница 5
ОглавлениеNadina se bebió una gran copa de volka, prefiriendo este aguardiente popular al champaña que servían pródigamente los criados. Luego, sonriendo á su acompañante, lo llevó hasta el hueco de una ventana casi oculta por sus cortinajes.
—¡Las heridas!... ¡Quiero ver las heridas!
El español quedó estupefacto ante la orden de esta gran dama, acostumbrada á imponer sus más raros caprichos. Ruborizándose, como un soldado que sólo ha vivido entre hombres, acabó por recogerse la manga izquierda de su uniforme, mostrando un antebrazo moreno, velludo, con gruesos tendones, hondamente surcado por la cicatriz de un balazo recibido allá en España.
Admiró la princesa este miembro atlético, de piel obscura cortada por la blanca tortuosidad de la carne nueva.
—¡Las otras!... ¡Quiero ver las otras!—ordenó, clavando en él unos ojos agresivos como si fuese á morderle, mientras se doblaba hacia abajo el arco de su boca con llorosa humedad.
Le había agarrado el brazo con una mano trémula, mientras la otra avanzaba sobre el pecho del dolmán, pretendiendo deshacer sus cordones de oro.
El soldado se echó atrás, balbuceando. ¡Oh, princesa!... Lo que pretendía era imposible. Las otras heridas no podían mostrarse á una dama...
Sintió en su única cicatriz visible el contacto de unos labios. Nadina, inclinando su orgullosa cabeza, le besaba el brazo.
—¡Oh, héroe!... ¡Héroe mío!
Después de esto volvió á erguirse fría y serena, sin más que una leve palpitación en las alillas de su nariz. Ya no la inquietaba el deseo de conocer inmediatamente aquellas cicatrices espantosas que le habían descrito los camaradas del valeroso soldado. Estaba segura de verlas á su placer todo el tiempo que quisiera.
A los pocos días empezó á circular el rumor de que la princesa Lubimoff se casaba con el español. Ella misma había lanzado la noticia, sin cuidarse de conocer antes la voluntad de su futuro marido. Las razones con que pretendía justificar su decisión no podían ser de más peso. Ella era rubia y Saldaña moreno; los dos habían nacido en los países más apartados de Europa. Todas estas condiciones bastaban para hacer un matrimonio feliz. Además, la princesa estaba convencida de que siempre había amado á España, aunque no podía señalar con exactitud su situación en el mapa. Hacía memoria de unos versos de Heine que nombran á Toledo, de otros versos de Musset á las marquesas andaluzas de Barcelona, tarareaba una romanza sobre los naranjos de Sevilla... Su héroe debía ser forzosamente de Toledo ó andaluz de Barcelona.
En vano algunos personajes de la corte le hablaron de que el zar no autorizaría esta unión. ¡Una gran heredera casándose con un soldado extranjero desterrado de su país!... Pero la princesa, por el mismo conducto, hizo saber su voluntad al soberano.
—O me caso con él, ó debuto como bailarina en un teatro de París.
Se habló de la próxima expulsión de Saldaña.
—Mejor: iré á juntarme con él y seré su querida.
El viejo príncipe encargado de su tutela lamentó las exigencias de la corte. De no existir esta oposición, el capricho por Saldaña hubiese durado unos días nada más, como tantos otros. Se dijo que el emperador tal vez la desterrase á sus vastas propiedades de Siberia para doblar su voluntad, y la nieta del cosaco contestó á la amenaza prometiendo á gritos su suicidio antes que obedecer.
Al fin, el soberano dejó prudentemente que cumpliera su deseo. Casándose, tal vez renunciase á sus excentricidades, y la corte de Rusia, pródiga en escándalos, tendría uno menos. El viaje de bodas de la princesa Lubimoff se prolongó toda su vida. Sólo dos veces volvió á Rusia por asuntos relacionados con su enorme fortuna. La Europa occidental era más favorable á su carácter libre que la corte de un autócrata. Al año de su matrimonio, estando en Londres, tuvo un hijo, el único. Permitió que se llamase Miguel, como su padre, pero impuso el segundo nombre de Fedor, tal vez en memoria de Dostoiewsky, su novelista favorito, cuyos personajes contradictorios le inspiraban una simpatía de parentesco.
Nadie pudo saber ciertamente si don Miguel Saldaña se consideró feliz en su nueva situación de príncipe consorte, que le permitía gozar todos los placeres y suntuosidades de una inmensa riqueza. A uso español, quiso imponer su voluntad de marido y de varón fuerte, para impedir los excentricidades de su esposa. ¡Vano empeño! Aquella mujer, á ratos sentimental, que gemía sobre las desigualdades sociales y las miserias de los pobres, era una fuerza explosiva capaz de agrietar el carácter más abroquelado y duro.
Saldaña acabó por resignarse, temiendo las acometividades de la nieta del cosaco. Deseoso de conservar su prestigio de gran señor, celoso del respeto de la servidumbre y de la consideración de sus convidados, temió las escenas violentas que poblaban de aullidos femeninos los salones y hasta las escaleras de su lujosa residencia. No quiso que la princesa volviera á enviar por segunda vez contra un muro del comedor con solo un golpe de pie—la mesa de roble y todos sus servicios de porcelana y cristalería, que se hicieron añicos con estrépito de catástrofe.
Cuando los arquitectos de París hubieron dado forma á los encargos de la princesa, la familia abandonó el castillo que ocupaba en las cercanías de Londres. Un grupo de ricos parisienses, en su mayor parte banqueros judíos, cubría en aquel momento de hoteles particulares la llanura de Monceau en torno del parque. La princesa Lubimoff se hizo construir en este barrio un palacio enorme, con un jardín que resultaba inaudito por sus proporciones dentro de una ciudad. Hasta instaló en el fondo de la arboleda una pequeña granja, y sin salir de su casa pudo darse el gusto de desempeñar el papel de campesina, batir leche y fabricar manteca, pensando en María Antonieta, que también jugaba á la pastorcita en el Pequeño Trianón.
Algunas voces parecía doblarse bajo una ráfaga de ternura y admiraba á su esposo, acataba sus órdenes, extremando su humildad de un modo inquietante. Hablaba á sus visitas de las campañas del general, de sus proezas allá en España, tierra que le infundía un interés novelesco y por lo mismo no deseaba ver nunca. De pronto interrumpía sus elogios con una orden:
—Marqués, muéstrales tus heridas.
Y daba una prueba de su ternura dejando de enfadarse al ver que su marido no quería obedecerla.
Le llamaba siempre «marqués», no se sabe si por conservar para ella sola su calidad de princesa ó por creer que no debía despojarlo de un título ganado con su sangre. El marqués jamás fijó su atención en esta anomalía. ¡Eran tantas las de su mujer! Al año de casados, cuando llegó á Londres la noticia de que Alejandro II había muerto destrozado por una bomba de los revolucionarios, corrió como una loca por sus habitaciones y hubo de guardar cama después de una tremenda crisis de indignación.
—¡Infames! ¡Un hombre tan bueno!... ¡Han matado á su padre!
Al entrar ahora Saldaña en su lujosa vivienda de París, se tropezaba muchas veces con extraños visitantes que parecían llevar fijas en sus espaldas las miradas de asombro de los lacayos de calzón corto. Eran muchachas desgarbadas y con anteojos, el pelo cortado al rape y un cartapacio bajo el brazo; hombres de luengas melenas y barbas enmarañadas, con unos ojos inquietantes de visionarios; rusos del Barrio Latino vigilados por la policía; terroristas que jamás imploraban en vano la generosidad de la princesa y tal vez empleaban su dinero en fabricar mecanismos infernales para expedirlos á su país.
Cuando el príncipe Miguel Fedor se remontaba hasta los recuerdos de la infancia, veía á su padre teniéndolo sobre las rodillas y acariciándole con sus duras manos. El pequeño se fijaba en su rostro de moro y sus luengos bigotes que venían á unirse con unos patillas cortas. No podía afirmar si la acuosidad de sus ojos negros é imperiosos era de lágrimas; pero después que aprendió el español, estaba seguro de que había murmurado muchas veces, mientras le pasaba la mano por la cabeza:
—¡Pobrecito mío!... Tu madre está loca.
A los ocho años, el problema de su educación hizo que la princesa se mostrase por unas semanas maternalmente grave. Uno de aquellos visitantes que tanto inquietaban á la servidumbre trasladó sus libros y sus raídos trajes desde una callejuela vecina al Panteón á la vivienda señorial de los Lubimoff, instalándose en ella. Era un joven taciturno, dedicado al estudio de la química, y que no podía volver a su país. El mismo día de su instalación, un agente de la policía secreta vino á hacer preguntas al portero del palacio.
—Quiero que mi hijo sepa el ruso—dijo la princesa—. Además, aprenderá mucho con Sergueff. Es un verdadero sabio, digno de mejor suerte.
Saldaña exigió que tuviese igualmente un maestro español, y ella no se opuso. Todos los de su familia poseían en un grado extremo esa capacidad de los eslavos para aprender fácilmente los idiomas.
—El príncipe Miguel Fedor—dijo la madre—es marqués de Villablanca y debe conocer la lengua de su segunda patria.
Esto hizo que el general volviera á buscar el contacto con los antiguos compañeros de armas que aún quedaban dispersos en París. La fama de sus enormes riquezas le había atraído muchas peticiones, hasta de las personas más veneradas por él en otro tiempo. Pero aunque la princesa, generosa hasta la inconsciencia, le dejaba el manejo de sus bienes, Saldaña, con una rigidez caballeresca, se consideraba sin derechos sobre el dinero de su esposa, y poco á poco había huído de los pedigüeños. Un gran cambio parecía haberse efectuado en este hombre silencioso durante sus viajes por Europa. El antiguo soldado de la monarquía absoluta admiraba ahora á Inglaterra y su historia constitucional.
—Las cosas se ven de otro modo corriendo el mundo—se limitaba á decir—. ¡Si todos los de mi país hubiesen viajado!...
Un día se presentó en el palacio el nuevo maestro. Tenía doce años menos que Saldaña, pero había estado á sus órdenes al final de la guerra, y en vez de darle el título de marqués ó de príncipe, repitió á cada momento, con orgullo, «mi general».
El general no guardaba el menor recuerdo de él; pero daba detalles exactos de la última parte de la campaña, y las recomendaciones de varios amigos no le permitían dudar de su veracidad. Debía ser uno de aquellos chicuelos escapados de sus casas que se agregaban á las partidas carlistas, formando una fuerza llamada «requeté», á la que Saldaña había amenazado más de una vez con el fusilamiento en masa, no queriendo tolerar sus habituales tropelías. El maestro afirmaba, que el mismo general lo había nombrado alférez en los últimos meses de la guerra, por ser más instruído que sus desarrapados camaradas.
Así entró Marcos Toledo en el palacio de los Lubimoff. El grave marido de la princesa rió con una alegría juvenil al conocer sus andanzas de emigrado en París. Como en los primeros meses ignoraba el francés, detenía en la calle á los clérigos para hablarles en latín. Había malvivido siendo maestro de guitarra y dando conferencias en un Instituto Políglota, cuyo público no concedía la menor atención al tema, buscando únicamente acostumbrar su oído á la pronunciación española. ¡Siete francos y medio por hablar hora y media! Pero Toledo compensaba lo escaso de la retribución con el placer de discursear sobre los tiempos felices de Felipe II, superiores á los presentes de liberalismo.
—Ahora sólo tengo una ambición, mi general—terminaba diciendo—: poder algún día vestir bien.
Este deseo suntuario provenía de su adolescencia de guerrillero, cuando robaba zagalejos amarillos y rojos á las campesinas para confeccionarse uniformes. En París, más que la parquedad de su nutrición, le atormentaba el ir con trajes que no pertenecían á ninguna moda conocida.
Cuando quedó instalado en el último piso del palacio, lo mismo que el maestro ruso, y el general hubo escogido para él varias prendas en su abundante guardarropa, Toledo creyó cumplidos todos los ensueños que se había forjado mientras corría París como tenaz comisionista de mil cosas invendibles.
Sus compatriotas, antiguos compañeros de miseria, le admiraban al verle vestido como un rico y ocupando muchas veces un carruaje de los príncipes. Su condición de maestro la consideró poco honrosa para un antiguo guerrero, y decía modestamente:
—Soy ahora el ayudante de campo del general Saldaña. Creo que no tardaremos en echarnos otra vez al monte.
El pequeño príncipe admiró al maestro ruso porque su madre afirmaba que era un sabio, pero sentía cierto miedo en su presencia. En cambio, trataba al español con una superioridad protectora y cariñosa. Toledo hacía reir á su padre, y esto bastó para que lo considerase como un ser inferior, pero digno de aprecio por su docilidad y su paciencia.
—Dí: ¿es cierto que ibas á ser cura?—le preguntaba Miguel Fedor—. ¿Es verdad que al abandonar el seminario fuiste mancebo de botica?
—Príncipe—contestaba el maestro con dignidad—, yo soy don Marcos de Toledo. Mi apellido dice mi nobleza, á pesar de todo lo que cuenten los envidiosos, y tengo derecho á usar el don, porque el señor marqués me hizo oficial.
Al poco tiempo, el discípulo hablaba correctamente el español. Parecía haberlo aprendido con rapidez para burlarse mejor de su hidalgo maestro.
El padre contribuía también á la educación del heredero de los Lubimoff con lo único que él podía enseñarle. Todas las mañanas, después de las lecciones del maestro ruso, de las que salía el pequeño con un rostro grave, Saldaña lo esperaba en una amplia sala del piso bajo.
—Príncipe, ¡en guardia!
Y él, que había sido el primer sable del ejército carlista y llevaba sobre su conciencia una cabeza partida hasta la mandíbula en un duelo durante la campaña contra los turcos, sonreía orgulloso al ver cómo este muchacho de once años se mantenía firme durante la lección de esgrima, evitando sus duros golpes y devolviéndoselos con éxito al menor descuido. Iba á ser un hermoso hombre de combate, un digno descendiente del cosaco y del guerrillero de las montañas españolas.
Pero esta satisfacción fué corta. De todas sus heridas «de suerte», que sólo le molestaban ligeramente al cambiar las estaciones, una le afligía de tarde en tarde con dolorosas crisis. Llevaba muchos años dentro del cuerpo una bala española que no le habían podido extraer los curanderos de su partida. Cuando los cirujanos de Londres y París intentaron la operación, ya era tarde.
Y una mañana, el ayuda de cámara, al entrar en su dormitorio, lo encontró muerto.
Miguel Fedor se acordaba de su propia emoción, de los suntuosos funerales ordenados por la princesa—idénticos á los de un soberano fallecido en el destierro—, pero aún tenía más presentes los extremos de dolor de su madre. También ella quería morir. Las doncellas rusas tuvieron que arrancar de sus manos un frasco de láudano, recibiendo por su abnegación unos cuantos puñetazos más que de costumbre. Luego corrió como una demente, aullando y con el cabello suelto, ante todos los retratos del general. ¡Ah, su héroe! Ahora sabía verdaderamente cuánto lo amaba...
Durante varios meses recibió á sus visitas en un salón con muebles y cortinajes negros. Vistiendo sueltas ropas de luto, estaba medio tendida en un sofá ante un retrato de Saldaña de cuerpo entero. Sus sables, sus uniformes y hasta una silla rusa de montar figuraban en este salón convertido en museo del difunto.
—¡Ha muerto como lo que fué!—gemía la viuda—. Le han matado sus heridas.
En este período se inició la última evolución de la grandeza de don Marcos Toledo. El sabio ruso había quedado en segundo lugar. Cierta parte de la gloria del muerto se reflejó sobre este compatriota humilde que había presenciado sus hazañas. Una tarde, la princesa, que conversaba en su salón-museo con unos nobles parientes llegados de Rusia, lloró tanto al recordar á su esposo, que quiso ausentarse un momento.
—Coronel, el brazo.
Toledo estaba presente acompañando á su discípulo, y miró en torno de él con extrañeza, lo que dió lugar á que la orden se repitiese en un tono más imperioso. ¡El coronel era él!... Durante algún tiempo creyó don Marcos en un capricho de la princesa. El día que menos lo esperase le retiraría el coronelato.
Pero cuando, pasados los primeros meses de luto y cansada de su retraimiento, se lanzó la viuda á hacer visitas, quiso ser acompañada por Toledo, presentándolo á sus amistades del mundo aristocrático.
—Es el ayudante de campo del difunto marqués.
¡Lo mismo que él había inventado para darse importancia ante sus compañeros de hambre! No dudó más de su graduación. Ya que la princesa lo presentaba como ayudante de su marido, bien podía ser coronel. Y lo fué hasta para el joven príncipe, que al principio le daba este título con cierta sorna y acabó por llamarle «coronel» maquinalmente.
Sus deseos de lujosa y abundante indumentaria se realizaron espléndidamente. Con la princesa no había que temer los escrúpulos que mostraba algunas veces Saldaña, enemigo del despilfarro. La gran señora hasta sentía desprecio por las personas que se aprovechaban parcamente de su generosidad. Don Marcos pudo cambiar de traje varias veces al día y sostuvo largas conferencias con sastres de renombre. Buscaba una elegancia personal; quería ser un señor distinguido, pero que denuncia en su modo de llevar la ropa á un hombre acostumbrado al uniforme: algo así como el aire de un mariscal napoleónico obligado á vestir el frac. Su cabeza fué objeto igualmente de grandes retoques. Imitó el peinado de su general, con la raya de la frente á la nuca, mechones en las sienes alisados hacia adelante y bigotes unidos con las patillas, á la rusa. Acompañando á la princesa, se habituó á besar la mano á las señoras con una gracia de viejo cortesano; aprendió también á sostener largas conversaciones sin decir nada, á mantenerse aparte y casi invisible mientras hablaban las gentes de origen superior.
Cuando la princesa, una vez terminado el primer año de viudez, volvió resueltamente á su palco de la Opera, don Marcos la acompañó, quedando discretamente en el fondo, como el chambelán de una reina. Una noche, durante un entreacto, al pasar ella al antepalco, oyó cómo el coronel contaba á un viejo general francés amigo de la casa el combate de Villablanca.
—...y el marqués me dijo: «Ahora te toca á ti, Toledo; á ver cómo cargas á la bayoneta.» Entonces, yo desnudé el sable, y á la cabeza de mi regimiento...
—Es un verdadero soldado—interrumpió la princesa—. Un digno compañero de mi héroe... El marqués me habló muchas veces de él.
Y estaba segura en aquel momento de haber oído contar al taciturno Saldaña las proezas de su ayudante de campo.
El maestro ruso, que era para Toledo un hombre antipático é inquietante, abandonó de pronto el palacio Lubimoff. Tal vez sentía celos de la influencia creciente del coronel; tal vez asuntos misteriosos lo atraían lejos de París. La princesa no experimentó ninguna pena con esta desaparición del sabio. Había olvidado á sus rusos de aspecto sedicioso: ya no les daba dinero: otras eran ahora sus aficiones.
De pronto, mostró deseos de vivir una larga temporada en Londres, y esto la hizo ceder á la petición de su hijo, que ansiaba realizar un viaje solo por toda Europa.
—Ya eres un hombre; vas á tener catorce años. Viaja, no repares en gastos; piensa siempre que eres el príncipe Lubimoff... El coronel irá contigo: será tu ayudante, como lo fué del heroico marqués.
Su primer viaje fué á España. Miguel Fedor deseaba conocer la tierra de su padre. Toledo creyó del caso mostrar cierta inquietud para que le admirase el joven príncipe. ¡Un coronel carlista que no había querido acogerse á indulto ni acataba á la dinastía reinante!... Pero viajaron tres meses por España, sin que se fijasen en ellos mas que por la largueza de sus propinas. Bien es verdad que Toledo evitó ponerse en contacto con sus antiguos camaradas. Se consideraba ya de otro mundo; sentía interiormente el mismo cambio que su general.
Cuando Miguel Fedor sació su primer entusiasmo por las corridas de toros, continuaron el viaje á través de Europa, hasta llegar á Rusia, mucho después de las numerosas cartas de presentación dirigidas por la Lubimoff á sus parientes. Un año permaneció allá el príncipe, visitando sus propiedades menos lejanas, conociendo á todas las grandes familias amigas de su madre. El coronel habló gravemente de cosas de guerra con varios generales que le acogieron como un igual. Era el ayudante, el compañero de heroísmos de Saldaña, al que habían conocido, de jóvenes, en la guerra contra Turquía siendo oficiales.
Las antiguas amigas de la princesa Lubimoff dieron al hijo una noticia inesperada. Su madre pretendía casarse con un señor inglés y había escrito al zar solicitando su autorización. Esta noticia sólo impresionó á Miguel Fedor. Los tiempos de la extravagante Nadina estaban muy lejos. Sus actos no producían eco alguno. Otras princesas jóvenes la habían borrado con aventuras todavía más ruidosas. Sólo algunas damas de la antigua corte, cuando olvidaban sus preocupaciones de madres, hacían memoria de la princesa Lubimoff, recordando con esto á la perdida juventud, siempre más interesante que los tiempos actuales.
Al volver el joven al palacio de París encontró á su madre tan princesa como siempre, pero casada con un señor escocés, sir Edwin Macdonald.
—Tú me dejarás algún día—dijo ella con su voz trágica de los grandes momentos—. Un príncipe Lubimoff debe vivir en la corte, servir á su emperador, ser oficial de la Guardia; y yo necesito un compañero, un apoyo. Sir Edwin es la distinción personificada; pero no creas que olvido á tu padre. ¡Nunca!... ¡Héroe mío!
Miguel Fedor vió á un señor que, efectivamente, era «la distinción personificada»; atento con todos, muy digno en sus ademanes, parco en las palabras, y que pasaba encerrado largas horas, estudiando, según decía la princesa. Le preocupaba la política de su país, y su ilusión era volver al Parlamento, de donde le había hecho salir una derrota electoral.
Este hombre frío, de pálida sonrisa y una corrección extremada hasta en los actos más insignificantes, no le inspiró antipatía como padrastro, ni simpatía como amigo. Fué un hombre poco molesto y algo borroso que se acostumbró á encontrar todos los días ocupando el antiguo lugar de su padre, y que le hubiese sorprendido no ver de pronto.
Otras personas penetraron en el palacio Lubimoff con toda la confianza del parentesco, á causa de este matrimonio.
Un hermano de sir Edwin había tenido que lanzarse por el mundo para ganar su vida, como todos los segundones de las familias británicas. Después de una existencia de aventuras, había acabado por instalarse en el Sur de los Estados Unidos, junto á la frontera de Méjico, y de pronto se encontró mucho más rico que su hermano mayor, al casarse con una heredera del país.
Su esposa era mejicana. Poseía famosas minas de plata tierra adentro y extensas llanuras en la frontera. Sólo tuvieron una hija; y cuando ésta iba á cumplir ocho años, Arturo Macdonald murió á consecuencia de una caída del caballo. La viuda, con su pequeña Alicia, se trasladó á Europa para vivir en Londres, cerca de su cuñado sir Edwin, miembro entonces del Parlamento, y admirado por la mejicana como uno de los directores del mundo. Luego se instaló en París, por ser esta capital más de su gusto y poder encontrar en ella á numerosos compatriotas.
La princesa Lubimoff trataba bien á esta parienta, pero su amistad sufría bruscas alteraciones, pasando por cariñosos entusiasmos y repentinos desvíos.
Ella y doña Mercedes podían hablar de minas y vastísimas propiedades, aunque ninguna de las dos conocía con certeza su fortuna, apreciándola únicamente por las enormes rentas—millones al año—que enviaban los lejanos administradores, y que consumían ambas sin saber cómo. Otro motivo de simpatía para la Lubimoff en sus días de benevolencia: ella era rubia y la criolla conservaba los restos de una belleza hispano-azteca, con la tez de un moreno algo verdoso, los ojos enormes, rasgados, oblicuos, en forma de almendra, y una cabellera asombrosa por su intensa negrura, su brillo y su longitud.
Pero una rivalidad instintiva amargaba frecuentemente las relaciones de las dos multimillonarias. La princesa estaba segura de que su fortuna era enormemente superior. Cuando doña Mercedes hablaba de la plata mejicana, la Lubimoff aludía al platino de Rusia. «¡Y qué vale la plata comparada con el platino!» Para acabar de aplastarla, hacía la historia de su familia. A partir del remoto abuelo cosaco, que casi se convertía en esposo legítimo de Catalina la Grande, iban desfilando generales, mariscales de palacio, halemanes seguidos por sus mesnadas de jinetes medio salvajes, príncipes y embajadores. La mujer de sir Edwin hablaba como si perteneciese á la familia reinante, dando á entender que su famoso abuelo había intervenido en la formación de algún zar. Por eso en la corte la habían tratado siempre á ella con una predilección especial.
Vejada interiormente doña Mercedes por tanta grandeza, sonreía, sin embargo, con una dulzura de india, como diciendo: «Todo eso está muy lejos y tal vez sea mentira.»
De pronto, empezaba á hablar en su francés rápido y caprichoso, revestido para siempre de una coraza de adherencias españolas.
—Mamá era íntima amiga de Eugenia... ¿No sabe usted qué Eugenia? La emperatriz, la esposa de Napoleón III. Cuando anunciaban en las Tullerías á madama Barrios (que era mamá), las puertas se abrían de par en par... Papá fué de los que hicieron emperador á Maximiliano.
Y frente á las grandezas aristocráticas de Petersburgo elevaba la imagen de la corte mejicana, del breve Imperio que había tenido por epílogo el fusilamiento del archiduque Maximiliano y la locura de su esposa Carlota. La buena señora lo contaba todo tal como lo había oído á su madre. El emperador quería establecer la rancia etiqueta austriaca, pero las matronas mejicanas, al visitar á la joven emperatriz, le decían maternalmente, con una llaneza criolla: «¿Cómo le va, Carlotita?... ¿Qué le parece este país, hija mía?»
A impulsos de una franqueza semejante, doña Mercedes terminaba diciendo:
—Papá, al ver que el Imperio iba mal, reconoció á Juárez y se fué con los republicanos. Había que salvar nuestras minas.
Luego hablaba de los Barrios, procedentes, según ella, de la más vieja aristocracia española. Todos los nobles de Madrid resultaban parientes suyos: era cosa sabida. De niña había visto en su casa muchos papeles que probaban su derecho á un título de marqués; pero por las revoluciones del país y por sus viajes, ya no sabía dónde encontrarlos.
Si la princesa alababa las magnificencias de su palacio, la criolla hacía alusión inmediatamente al elegante hotel particular comprado por ella en los Campos Elíseos. La llegada del coronel Toledo, héroe decorativo que volvía á dar á la vivienda principesca un prestigio militar, no intimidó á doña Mercedes. También ella tenía su español: un clérigo aragonés, que era algo así como su capellán de honor, y al que consideraba un sabio, porque, aburrido de su sinecura, se había dedicado á la astronomía elemental, instalando un telescopio en el tejado de la casa.
Cada vez que la mejicana su atrevía á imitar las fiestas, los carruajes ó los vestidos de la princesa, ésta lamentaba que París no estuviese en Rusia, para llamar al general de la Policía y recordarle el respeto que debe guardarse á las castas superiores. Pero á continuación de sus cóleras, sentía un fulminante cariño por doña Mercedes, asegurando que, aunque iletrada, era mujer de talento natural y la única con quien podía hablar horas enteras.
Entre estas dos bellezas descendentes, que se habían visto solicitadas y adoradas en otros tiempos, existía un motivo de unión, algo que las conmovía como una música amada y lejana, como un recuerdo nostálgico de la juventud: la hija de doña Mercedes, la vivaracha Alicia Macdonald.
La madre creía ver en ella su propia hermosura repitiéndose con nueva savia, y se engañaba. Alicia había unido á su moreno esplendor la ligera esbeltez, la soltura un poco amuchachada de su origen paterno. La princesa, ante la independencia de su carácter, creía verse también á sí misma cuando empezó á escandalizar á la corte imperial. Otro error. Ella había podido seguir los impulsos de su voluntad, sin miedo á los comentarios. Todo lo poseía. Además de sus inmensas riquezas, contaba con los privilegios del nacimiento, pudiendo elevar hasta ella á cualquier hombre, por bajo que estuviese. Alicia tenía una ambición: unir á su fortuna un gran título de vieja aristocracia para figurar en una corte, y este deseo lo perseguía á los quince años con una glacial tenacidad, disimulada por aturdimientos aparentes. Doña Mercedes le había hablado desde la infancia de matrimonios de leyenda; de príncipes que en otros tiempos se casaban con pastoras y ahora buscaban á las millonarias.
Miguel Fedor se sintió algo intimidado al encontrar en su palacio á esta muchacha que le miraba descaradamente, con ojos de dominación, como si todo lo existente debiera doblarse ante su paso.
Era hermosa, con una belleza más perturbadora que correcta. Su tez levemente dorada con el color de la naranja, sus ojos rasgados y algo subidos en su vértice, la abundante cabellera, que parecía retorcerse y vivir como un haz de serpientes negras escapándose de la opresión de las horquillas, le daban un encanto exótico. El resto de su cuerpo revelaba la educación física moderna, los miembros ágiles y endurecidos por los continuos deportes.
Doña Mercedes pareció empujarlos á los dos desde los primeros encuentros.
—Háblense de tú—dijo maternalmente—. Son ustedes primos.
Aunque Miguel no llegaba á comprender este parentesco, tuteó á la joven, mientras la criolla sonreía viendo ya á Alicia con una corona de princesa haciendo reverencias ante el zar. La de Lubimoff estaba en una de sus buenas épocas; no creía por el momento en castas y privilegios; hasta habría dado dinero á los melenudos que la visitaban años antes, y aceptó con silenciosa tolerancia los desmesurados planes de su amiga.
El príncipe iba comunicando sus impresiones al coronel.
—Demasiado señorita. Me gustan más las otras.
Don Marcos, compañero de largos y regocijados viajes, sabía quiénes eran «las otras» para este muchacho que había empezado muy pronto á picar en los racimos de la vida.
Otras veces le irritaba que se pareciese demasiado á las otras, con sus atrevimientos de virgen loca.
—Es peor que un muchacho. ¡Si supieras, coronel, lo que me dice!...
Alicia, por su parte, tampoco parecía contenta. Los otros hombres se esforzaban por adularla y serle gratos, mientras que Miguel mostraba un carácter imperioso, semejante al suyo, discutiendo con ella, atreviéndose á contrariarla.
Algunas vecen salían juntos á caballo para galopar por el Bosque de Bolonia bajo la vigilancia de Toledo. Un tormento para don Marcos. El había sido héroe de montaña; pero el grado impone deberes, y cabalgaba todo lo mejor que puede hacerlo un coronel de infantería.
Ella era una amazona infatigable. En el hotel de los Campos Elíseos, doña Mercedes tenía que buscarla muchas veces en las caballerizas, donde permanecía entre palafreneros y cocheros, hablando con una autoridad profesional, mientras vigilaba el cuidado de los animales. Luego, al subir al salón, su cabellera suelta esparcía un fuerte olor á cuadra. Allá en su tierra se había sostenido agarrada á las crines de un caballo antes de saber andar. En París se metía audazmente entre los vehículos y atropellaba á los transeuntes, viéndose atajada por la policía en sus locos galopes. El coronel intentaba seguirla silenciosamente, pero con el corazón oprimido. El príncipe protestaba de estas carreras, buenas para los prados natales, y sus recriminaciones establecían entre los dos un alejamiento hostil. «A ella no le chillaba ni su madre. Ya era mayor de edad para saber lo que debe hacerse...» Y tenía quince años.
Una mañana, al llegar á una encrucijada del Bosque, Alicia echó su caballo por la avenida que le pareció preferible, sin consultar á su acompañante.
—No; por aquí—dijo imperiosamente Miguel.
—No me da la gana; ¡por aquí!—contestó ella con tono enfurruñado.
Intentó el príncipe cerrarla el paso cruzando su caballo en el camino, y ella lanzó el suyo contra el de Miguel con un impulso que hizo doblar las patas delanteras de las dos bestias. Toledo, que iba detrás, vió que mediaban entre ambos miradas iracundas acompañadas de duras palabras. Alicia levantó su latiguillo, golpeando al príncipe en un hombro.
—¡A mí!... ¡A mí!
El descendiente del cosaco Lubimoff cambió de rostro, adquiriendo una fealdad salvaje. Su nariz pareció ensancharse aún mas. Levantó á su vez el látigo y tiró un golpe. Pero el coronel había metido su caballo entre los dos, recibiendo parte del fustazo en una mejilla, que empezó á sangrar. La vista de la sangre y la consideración de que el golpe era para ella enloqueció de cólera á la joven.
—¡Bruto! ¡Salvaje!... ¡Ruso!
Le pareció esto poco, y se mantuvo silenciosa un segundo, buscando una injuria mayor. Los recuerdos de la niñez le dieron ayuda; las leyendas oídas allá en sus tierras á los mestizos le sugirieron un nuevo insulto, como si Miguel Fedor fuese Hernán Cortés.
—¡Español!... ¡Asesino de indios!
Y temiendo un segundo fustazo después de tales palabras, hizo dar vuelta á su caballo, huyendo en una carrera frenética que no se detuvo hasta el Arco de Triunfo.
Después de este incidente, doña Mercedes perdió toda esperanza de que su hija fuese una Lubimoff.
—¡Princesa rusa!—decía Alicia con desprecio—. ¡Pero si en Rusia todo el mundo es príncipe!... Vale mas un simple barón inglés, un conde de Francia ó de España.
Miguel no se mostró mas acomodaticio al sermonearle el coronel.
—No quiero saber nada de esa p...
La princesa, en uno de sus saltos de humor, encontró muy justa la apreciación. Estas parientas de sir Edwin siempre le habían parecido gente ordinaria. También encontraba natural que su hijo pensase en volver á Rusia para seguir sus destinos de príncipe. La vida de privilegios y castas de allá era más adecuada á su rango que la existencia democrática de París, donde unas indias americanas, porque tenían millones, podían creerse iguales á un Lubimoff.
Hasta los veintitrés años estuvo en Rusia el príncipe Miguel. Sus estudios militares fueron brillantes, según Toledo, distinguiéndose entre los más famosos oficiales de la caballería de la Guardia. Alcanzó premios en los concursos hípicos, partió á pistoletazos monedas sostenidas por sus camaradas á cincuenta pasos, manejó el sable con una maestría que hubiese admirado al general Saldaña y á su abuelo el cosaco. Todos los días, en un patio de su palacio de Petersburgo, le esperaba un monigote de tamaño natural hecho con la arcilla pegajosa y compacta que emplean los escultores, y permanecía ante él media hora ejercitándose. Lo importante no era asestar un golpe al enemigo, sino darlo bien, con la mayor profundidad y fuerza posibles. Y la cabeza y los miembros del monigote volaban segados por la hoja de acero. El estudio de las ciencias militares quedaba para los de infantería y artillería, hijos de empleados y de mercaderes.
El coronel se mostró asombrado al principio de las magnificencias y derroches de la vida rusa; luego acabó por encontrarla regular, como si estuviese acostumbrado á algo semejante desde su niñez. «Piensa, hijo mío, en el nombre que llevas—escribía la princesa—. No lo deshonres. Gasta con arreglo á lo que eres.» Y el hijo seguía fielmente sus consejos, sin pedirle nada á ella, entendiéndose directamente con los administradores rusos. Según los cálculos de don Marcos, el teniente de la Guardia gastaba unos tres millones por año. Su cuadra de caballos de carrera era la más célebre de la capital. Muchas bellezas famosas de la corte y de los teatros tenían algo que ver con el príncipe Miguel Fedor. Sus cenas en el palacio Lubimoff ó en los restoranes de moda eran buscadas por toda la juventud aristocrática. Verse invitado á ellas representaba un honor extraordinario, algo así como ser individuo de una academia de superhombres. Mujeres célebres acababan bailando desnudas sobre la mesa á las primeras luces del alba, para no desairar al anfitrión.
A veces se cortaban estas fiestas con una disputa de borrachos, mezclándose el vino y la sangre. El coronel había visto al final de una de estas escenas un duelo á pistola entre dos convidados, en el jardín del palacio, cuando empezaba á amanecer. Un muerto. Sus mejores amigos habían llevado el cadáver hasta un muelle del Neva, colocando un revólver al lado para que la policía admitiese la hipótesis de un suicidio.
No; don Marcos no gustaba de estas fiestas nocturnas. Las consideraba peligrosas. Un gran duque joven, completamente ebrio, se había entretenido en embadurnarle las patillas con caviar, hasta que, cansado de esta confianza, el español metió á su vez la mano en el plato, ensuciando igualmente de verde el angosto rostro. El borracho dudó un momento si debía matarlo, pero acabó por abrazarse á él, cubriéndole de besos y declarando á gritos que era su padre.
Toledo prefería las tranquilas amistades con los antiguos compañeros de armas de su general: graves personajes que le hablaban de futuras guerras y de la política del mundo. Además, las larguezas de su príncipe le permitían diversiones secretas menos ruidosas y dulcemente modestas.
Una noche, al volver al palacio Lubimoff pasadas las dos, vió que había una cena en el gran comedor de gala. Los convidados eran unos cincuenta, y en el curso de la noche fueron llegando muchos más. Parecía como que hubiese corrido una noticia por los lugares de placer de la capital, atrayendo á toda la juventud libertina.
Frente al príncipe estaba sentado un teniente de cosacos, pequeño, felino, negruzco, con ojos asiáticos. Su uniforme sucio revelaba un viaje reciente. Miguel Fedor tenía con él las mayores atenciones, como si fuese el único invitado. Toledo, conocedor de todos los amigos de la casa, no logró dar un nombre á este cosaco rústico que parecía llegar de una guarnición remota de Siberia. Alguien quiso sacarle de dudas, y se estremeció al saber que era el hermano de una dama de la corte que precisamente andaba en lenguas por su excesiva confianza con Miguel Fedor. Los dos hombres se miraban con interés, brindándose mudamente los vasos enormes de champaña. En el fondo del comedor gemían incesantemente los violines de unos ziganos. Varias muchachas morenas, con delantales á rayas de diversos colores, danzaban en torno de la mesa. Pero á pesar de esto, don Marcos husmeaba algo lúgubre en el ambiente.
—¡León, los sables!
El príncipe se había puesto de pie, después de mirar su reloj, dando esta orden al criado de confianza, que estaba detrás de él. Todos los convidados se precipitaron á las puertas con la confusión del público que asalta un teatro. Cada uno deseaba llegar el primero al jardín. Ya no había por qué fingir: ansiaban el espectáculo anunciado... Y el coronel encontró finalmente quien le hablase con claridad.
—Ha llegado al anochecer, para pedir al príncipe que se case con su hermana. Un viaje de treinta y ocho días... El príncipe no quiere... Pocas veces se verá esto... Es el primer sable de Siberia.
El jardín estaba cubierto de nieve. Aún era de noche, y la luna fugitiva lo iluminaba con unos rayos diagonales, extendiendo desmesuradamente la sombra de los árboles. Más de cien hombres formaron dos masas negras en los bordes de una avenida. El coronel vió llegar á varios criados: uno traía los sables, los demás llevaban grandes bandejas con botellas y copas.
Miguel Fedor se inclinó ante el enemigo con los ojos brillantes de amabilidad y de alcohol.
—¿Quiere usted beber algo mas?
Dió las gracias el cosaco en voz baja y Toledo lo vió de pronto despojarse de su larga levita con el pecho adornado de cartucheras. A continuación se quitó la camisa, quedando sin más que los pantalones y las altas botas. Luego se inclinó, y agarrando dos puñados de nieve, empezó á frotarse el tronco, un poco angosto, y los brazos nervudos.
El príncipe se estremeció de sorpresa y de frío, lo mismo que muchos de los espectadores. Pero consideraba indispensable imitar á este rudo adversario, para que las condiciones del combate fuesen iguales. Mientras se despojaba de la parte superior de su uniforme, se abrieron en la penumbra lunar del jardín las rojas estrellas de varias antorchas.
Don Marcos vió á los dos hombres frente á frente, desnudos de cintura arriba, brillándoles los bustos con la humedad de la reciente frotación, cimbreando en sus manos unos sables con filos de navaja de afeitar. «¡Adelante!» Alguien dirigía el combate.
«¡Pero esto es una barbaridad!—pensó el español—. Estos hombres son unos salvajes.»
No se atrevía á decirlo en voz alta porque era un coronel; pero toda su vida se acordó de esta escena.
Cruzaban sus sables, se esquivaban, se atacaban, el príncipe con paso firme, el otro con una agilidad felina. Toledo, viéndolos rojos, creyó que era un efecto de la luz de las antorchas. Al aproximarse á él en una de las evoluciones de su juego mortal, se dió cuenta de que estaban cubiertos de sangre. Sobre sus troncos se extendían unas casacas de púrpura partidas en harapos que temblaban con incesante chorreo. Sus brazos surgían blancos de esta vestidura caliente y húmeda. El príncipe llevaba la peor parte. Toledo lo vió de pronto con un profundo corte en la frente; luego creyó distinguir que una de sus orejas estaba medio despegada del cráneo. Aquel gato salvaje de las estepas se escurría bajo su sable. Nadie osaba intervenir; el duelo era sin misericordia, sin descanso, sin otra condición definida que la muerte de uno de los dos. Se confundían, formando un solo cuerpo erizado de relámpagos blancos en la penumbra de los árboles; se mostraban luego despegados y buscándose en el círculo de incendio de las antorchas.
Oyó de pronto el coronel un maullido de dolor, un alarido de pobre bestia sorprendida. Lubimoff era el único que estaba de pie. Con un golpe de punta había cortado la yugular á su adversario. Luego de permanecer inmóvil un segundo, lo abandonó la fuerza sobrehumana que le había sostenido hasta entonces, sintió caer de golpe sobre él todo el cansancio de la lucha, toda la pérdida de sangre de sus heridas, y se desplomó á su vez, pero en los brazos de varios amigos. No había un solo médico entre los espectadores: nadie había pensado en esto. Consideraban inútil su presencia en un encuentro que sólo podía terminar la muerte.
Todos los curiosos abandonaron el jardín siguiendo al desmayado príncipe. Sólo unos criados permanecieron junto al cuerpo del cosaco, tendido de bruces, viendo respetuosamente cómo se agitaban por última vez sus piernas, cómo se iba vaciando lentamente por el cuello, cómo se extendía una mancha negra en la nieve, que empezaba á azulear bajo la lividez del alba.
Este suceso tuvo gran resonancia en la corte, que ya se había ocupado muchas veces de las ruidosas aventuras del príncipe. Sus duelos, sus amores, sus escandalosas fiestas, irritaban al joven emperador, empeñado en moralizar las costumbres de sus allegados. En las reuniones aristocráticas volvieron á recordarse las extravagancias de la casi olvidada Nadina Lubimoff. El joven cosaco estaba emparentado con personajes influyentes y su muerte contribuía al descrédito total de la hermana.
Aún no había convalecido Miguel Fedor completamente de sus heridas, cuando recibió la orden de salir de Rusia. El zar lo desterraba por tiempo indefinido. Podía vivir en París al lado de su madre.
—Está bien, ya que respeta la fortuna del príncipe—dijo el coronel como único comentario.
Al llegar á París, Miguel Fedor se convenció de que la princesa estaba loca, cosa que sospechaba hacía tiempo al leer sus largas cartas. Sir Edwin había muerto en Inglaterra, tres años antes, casi repentinamente, á continuación de una derrota electoral. El palacio del barrio de Monceau había sufrido una transformación interior que representaba un gasto de millones. Su dueña dedicaba á esto todo su tiempo. Los salones árabes, persas, griegos ó chinos, cuya construcción y adorno habían hecho la fortuna de dos arquitectos y de varios comerciantes de antigüedades, acababan de desaparecer, esparciéndose cual residuos sin valor los muebles adquiridos en otro tiempo como piezas rarísimas. Aunque el palacio se mantenía lo mismo por fuera, á partir de la escalinata imitaba el interior de un castillo antiguo. No quedaba una ventana sin vidriera de colores, ni una pieza que no estuviese en una penumbra de bodega. Todo el gótico convencional inventado por los constructores modernos era empleado en esta restauración deseada por la princesa. Los tres pisos de un ala entera habían sido echados abajo para formar una nave de catedral.
Lubimoff vió á una mujer alta, enjuta, con las manos largas y transparentes, los ojos agrandados é inquietantes, que avanzaba hacia él. Iba vestida de negro, con mangas sueltas que casi barrían el suelo y un bonete blanco encañonado bajo los tules de luto. A pesar de que tenía un rosario en la muñeca y adoptaba al hablar una expresión de víctima, su hijo creyó ver á una cantante de ópera.
La expulsión del príncipe no le había causado extrañeza ni pena.
—Esos Romanoff nos han tenido siempre mala voluntad. No pueden olvidar á tu ilustre abuelo, que, según cuentan, le daba palizas á Catalina al pillarla con otros.
Su pensamiento volaba por encima de estas miserias terrenales. Ella, que nunca se había preocupado de las religiones, declaró á su hijo que ahora era católica. Prescindía, por considerarlos inútiles, de los actos públicos de conversión, pero debía adoptar esta creencia; lo exigía su nueva y definitiva personalidad.
—Tu padre lo aprueba. Hablo con el héroe muchas noches, y está contento de verme en el buen camino.
Miguel Fedor y el coronel se dieron cuenta, apenas llegados, de los extraños visitantes que frecuentaban el palacio. A los melenudos terroristas de otros tiempos habían sucedido numerosas echadoras de cartas, pitonisas, videntes y tétricos profesores de ciencias ocultas. Un velador modesto y viejo, que parecía haber subido solo de la habitación del portero, saltaba á todas horas, hablando por medio de sus patas, en el dormitorio de la princesa.
Un día se decidió ésta á comunicar á su hijo el gran secreto de su existencia. Al fin sabía quién era; las revelaciones de los espíritus le permitían conocer su verdadera personalidad. En una de sus muchas vidas anteriores había sido una reina desgraciada y hermosa; la mas «romántica» de las reinas. El alma de Nadina Lubimoff, princesa rusa, vivía ya siglos antes en el cuerpo de María Estuardo.
—Siempre sentí una predilección especial por la historia de la reina infeliz. Ahora me explico cómo al ver á sir Edwin en Londres me enamoré inmediatamente de él de un modo irresistible. Sus antepasados fueron escoceses.
Estas razones resultaban tan incontestables como todas las que habían guiado su existencia. Y para honrar el alma regia reencarnada en ella, cuya autenticidad reconocían todos sus visitantes misteriosos, quiso vivir como la decapitada soberana de Escocia, imitando sus vestidos tal como los había visto en los cuadros, convirtiendo su palacio en un castillo, comiendo á solas en vajillas antiguas los manjares que un profesor de Historia se encargaba de buscar en las viejas crónicas.
Rara vez entraba un carruaje en el patio de honor del palacio. La gran escalinata criaba musgo entre sus peldaños, mientras por la escalera de los proveedores subían diariamente aquellos profesionales del «más allá», mal vestidos y de aspecto inquietante, que explotaban á la princesa, generosa como una reina—lo que era—, á cambio de ayudarla en el manejo del velador y de evocar fantasmas históricos que movían los tapices, hacían caer los cuadros de las paredes, cambiaban los sillones de sitio y cometían otras diabluras pueriles para hacer constar su muda presencia.
Doña Mercedes evitaba las visitas á la princesa. Su sencillez de buena creyente la hacía sentir miedo por las reinas que duran siglos y por aquellos salones obscuros con muebles viejos que parecían palpitar á impulsos de una vida misteriosa. Prefería la conversación plácida y saludable con los sacerdotes mantenidos por ella. El cura aragonés se había dejado arrebatar por otra devota millonaria, fatigado sin duda de las exageradas comodidades que le proporcionaba su penitente y de las observaciones astronómicas sobre los tejados de los Campos Elíseos. Ahora tenía alojado en su vivienda á un monseñor, obispo in pártibus, que canalizaba el dinero de la viuda hacia muchas obras pías de su invención.
Alicia se había casado con un duque francés que tenía veinte años mas que ella, y á los pocos meses de matrimonio daba mucho que hablar á las gentes. Doña Mercedes, ofendida, la castigaba viéndola muy de tarde en tarde, con la esperanza de que este desvío hiciese imitar finalmente á la duquesa de Delille las tradiciones maternales. Mientras tanto, concentraba todos sus afectos de familia en monseñor, un santo y un hombre de mundo, que por las noches, para no ser una nota discordante, se despojaba de su sotana para sentarse á la mesa puesto de smoking, mientras un enjambre de pájaros mecánicos contaban y aleteaban en la gran jaula dorada del comedor de la criolla.
Miguel Fedor encontró dos veces á Alicia en el palacio Lubimoff. Ella no sentía el miedo de su madre, y hasta consideraba muy originales é interesantes las manías de la princesa. Cuando la visitaba, en tardes de aburrimiento, parecía creer en su velador y en sus protegidos de gestos misteriosos. También consultaba á éstos para saber si sería feliz, y sobre todo si la amarían mucho, aunque sin decir nunca quién debía amarla. Otras veces preguntaba al trípode, con una ansiedad de celosa, lo que estaría haciendo á aquellas horas un personaje incógnito cuyo nombre no se atrevía á pronunciar, pero que unos meses era moreno y otros meses rubio. Ella y el velador se entendían.
—Siempre he dicho que esta niña tiene más talento que su madre—afirmaba la princesa.
Al encontrarse Alicia con el príncipe, rompió á reir y casi le abrazó.
—¿Te acuerdas cómo nos odiábamos?... ¿Te acuerdas del día que nos pegamos en el Bosque?...
Le miraba con interés, examinándolo de arriba á abajo, sin encontrar nada del jovenzuelo antipático de otra época. Conocía sus aventuras en Rusia, sus amores, sus duelos, su expulsión. ¡Un hombre interesante! ¡Un personaje byroniano!... Además, algo bárbaro con las mujeres.
—Ven á verme. Debemos ser amigos... Acuérdate que somos parientes.
Lubimoff la examinó también, pero con cierta gravedad. Al llegar á París le habían hablado mucho de ella. En los tres años que llevaba de matrimonio, el duque había querido divorciarse por dos veces. Le era penoso gozar de una enorme fortuna á cambio de que esta mujer llevase su nombre. Cuando estrechaba la mano de un amigo, nunca estaba seguro de lo que podía ser éste con relación á su esposa. Pero Alicia se había casado para ser duquesa, y al fin llegaron á un arreglo práctico. La mitad de su renta fué para el duque, que viajaba ó vivía en París en casa de una antigua amante, mientras Alicia podía hacer su voluntad en su palacete blanco de la Avenida del Bosque, ostentando una corona ducal un sus ropas interiores, en sus vajillas y en las portezuelas de los automóviles.
La pequeña amazona de las cabalgadas matinales era ahora una mujer de soberbia belleza. Miguel pensó en un fruto de California esplendoroso y dorado, con un perfume intenso de dulce savia. Vaciló interiormente mientras sostenía la mirada de aquellos ojos negros, invitadores y dominantes, seguros de su poder... ¡Pero no! Se acordaba de varios hombres que le eran antipáticos y según la pública murmuración le habían precedido. Estaba interesado además por una actriz francesa que había encontrado en el tren al regreso de Rusia. Con un salto de su imaginación, volvió á ver á Alicia lo mismo que años antes. Sólo había cambiado exteriormente. Estaba acostumbrada á manejar los hombres con una mano varonil, á cambiarlos como caballos de relevo. Se pelearían á la segunda entrevista: tal vez acabarían pegándose...
Y no la vió más. Nuevas preocupaciones torcieron el curso de sus pensamientos. Un día encontró en la calle á un ruso que parecía viejo y enfermo: Sergueff, su antiguo maestro. Debía tener unos cuarenta años y parecía un setentón, con la barba de un blanco sucio, el pelo triste, como apolillado, y un rostro de profundas arrugas, sin más vida que la de los agujeros verdes de sus ojos. Andaba algo encogido; tosía al contar su historia. De Petersburgo lo habían enviado á un presidio de Siberia. Al fugarse de él, había atravesado media Asia, solo y á pie, hasta un puerto chino, y allí se embarcó para los Estados Unidos, viniendo luego á París. Esta vuelta al mundo la relataba con pocas palabras, como un simple paseo.
Miguel Fedor lo trajo á su palacio, y el coronel pareció achicarse en su presencia, con una retractilidad hostil, recordando, sin duda, sus nobles relaciones con personajes de la corte rusa, algunos de ellos antiguos generales de la Policía.
El hijo de la princesa Lubimoff conversó muchas veces con el fugitivo. El recuerdo de su expulsión de la corte le hizo simpatizar obscuramente con este otro desterrado. Además, renacía en su interior una parte de la voluntad de la madre, con sus incoherencias y sus deseos confusos. El oficial de la Guardia prestó una atención de escolar á las doctrinas del revolucionario.
—¡Estos hombres tienen razón!—exclamó con el mismo apasionamiento que ponía la princesa en toda idea nueva.
Sintió en los primeros días el ansia de sacrificio, la voluntad del renunciamiento, la abnegación mística de los hombres de su raza. Recordó á muchos príncipes como él, educados en la corte, con altas situaciones sociales, que habían distribuído sus bienes para vivir entre los pobres y dedicar su existencia al triunfo de la verdad y la justicia. El haría lo mismo, resucitando á la verdadera vida, y estaba seguro de la aprobación de su madre. Había dado su sangre el general Saldaña por la reconstitución del pasado; él perdería la suya allanando el camino del porvenir. Los tiempos cambian. El pasado son unos cuantos siglos y el porvenir es infinito.
Pero no era un ruso verdadero. El sensualismo latino despertó en él apenas quiso llevar á la práctica su decisión heroica. La vida es buena y ofrece cosas agradables. El árbol de su existencia estaba todavía repleto de savia: aún le quedaban muchas primaveras de hojas, muchos estíos de frutos. Más tarde, tal vez; cuando fuese leña seca...
Lo único positivo é inmediato que sacó de esta resurrección fué el convencimiento de su ignorancia y del vacío de su existencia. En el mundo había algo más que saber idiomas y el manejo de las armas y los caballos. El hombre debe buscar la conciencia de su grandeza en empresas más serias que los amores, los desafíos y las apuestas. La suerte le había eximido de la dura ley del trabajo dándole la riqueza, pero no por esto debía prescindir de marcar su tránsito por la vida con una actividad cualquiera, como lo habían hecho miles de predecesores, como seguirían haciéndolo millones de descendientes.
Buscó por primera vez la compañía de los libros, y de estas lecturas preliminares fué surgiendo un deseo nuevo. Quiso conocer el mundo, ver países raros, luchar con las fuerzas ciegas que son los latidos del planeta, vivir las aventuras gruesas y rudas de los hombres que van de puerto en puerto. Su padre le había hablado de remotos ascendientes que alcanzaron nobleza y fortuna tendiendo su vela en humildes puertos españoles para lanzarse como gaviotas por el Océano Tenebroso, en busca de tierras de misterio, detrás de los primeros derroteros de Colón y los Pinzones. Un ascendiente suyo había sido descubridor de los modernos Estados Unidos al desembarcar con el viejo Ponce de León en la Florida, buscando la legendaria «Fuente de la Juventud». El primer Saldaña noble había obtenido el don al fundar un pueblo en las cercanías de Panamá. El sería navegante como sus antecesores, marino vagabundo, gozador de placeres exóticos, y tal vez consiguiera arrancar de paso algún secreto al gran misterio de las llanuras azules.
La vida en aquel palacio afeado por las manías de su madre le resultaba incómoda y penosa, impulsándolo á huir. La princesa, no hizo la menor objeción al enterarse de que su hijo deseaba comprar un yate para navegar por todos los mares. Podía hacerlo: era un placer de gran señor digno de él. Estaban cada vez más ricos. El petróleo, el platino, todos los yacimientos preciosos de su propiedad, y el producto de sus tierras, vastas como Estados, formaban una renta enorme. El año anterior había llegado á diez y seis millones: más de un millón por mes. Para un particular era fabuloso. Y la Lubimoff, que por unos momentos había recobrado su buen sentido, añadió luego con modestia:
—Pero para una reina no es gran cosa.
Miguel adquirió en Inglaterra un yate velero, de proa afilada y arboladura audaz, con máquina auxiliar, y le puso un nombre de ave marina, pero en español: Gaviota.
Deseaba prolongar en el Océano su vida terrestre, seleccionando de ella todo lo más interesante, y por esto quiso embarcar á Sergueff. El maestro parecía melancólico, como si le pesasen lo mismo que un remordimiento las comodidades que le proporcionaba el príncipe y sus larguezas pecuniarias. Tenía ocupaciones más urgentes que navegar á capricho en un buque de lujo. Y desapareció para volver á Rusia, como si la horca tirase de él, como si deseara, en caso de mejor suerte, dar por segunda vez la vuelta á la tierra.
El coronel tuvo que embarcarse como ayudante de campo del príncipe. Nunca se había separado de él. Pero ¡ay! no tenía el pie marino, y menos aún el estómago: era un héroe de montaña; y desde un puerto del Brasil hubo que reexpedirlo á París.
Cinco años duraron las navegaciones del Gaviota. En el segundo, creyó Miguel Fedor que iba à interrumpirse su carrera de navegante. Acababa de estallar la guerra entre Rusia y el Japón, y él cablegrafió desde una escala del Pacífico pidiendo su antiguo puesto en la Guardia. La contestación fué dilatoria. El zar aún estaba enojado con él y mantenía su destierro.
«¡Mejor!», acabó por decirse una vez extinguida su cólera. Adivinaba lo que iba á ocurrir: la suerte final de aquellos bravos de sable afilado frente á los hombrecillos astutos y amarillos que se habían ido apropiando en silencio el arte de matar de los occidentales.
Sus aventuras en los puertos, su trato con mujeres de todas razas y colores, bastaban para llenar su existencia. «Hago estudios de geografía amorosa», escribía á don Marcos después de preguntarle por la salud de su madre.
Tuvo que interrumpir de pronto sus cruceros para visitar á la princesa. Los médicos la habían hecho abandonar el palacio de París, con su lúgubre decorado que excitaba su locura, enviándola á la Costa Azul para que se saturase de sol y de aire libre. Y la pobre María Estuardo, de riguroso incógnito, iba de gran hotel en gran hotel, ocupando un piso entero con su cortejo de domésticos rusos acostumbrados á los golpes, de adivinas y maestros en evocaciones, siendo la desesperación de los hoteleros, que la veían partir con gusto á pesar de que pagaba ella sola más que el resto de los huéspedes.
Lubimoff la vió como un espectro dentro de sus flotantes vestiduras de luto, más flaca, más alta, con los ojos de una fijeza alarmante. Su tez, había perdido la antigua blancura, ennegreciéndose como si la tostase un fuego interior. Por el momento, su única preocupación era construir un palacio en la Costa Azul. Había comprado en territorio francés, á la vista de Monte-Carlo, un pequeño cabo, un espolón de tierra y rocas que avanzaba sobre las olas con el lomo cubierto de olivos seculares y pinos retorcidos. La entretenía luchar con la testarudez de un matrimonio de viejos rústicos que se negaban á venderle la punta extrema del promontorio. Además llevaba gastados muchos miles de francos en planos del futuro palacio. Pintores, arquitectos y jardineros-paisajistas trabajaban incesantemente para ella, exprimiendo su imaginación y haciendo estudios en el pasado. Quería plantar ante el Mediterráneo un enorme castillo escocés, lo más escocés que pudiera idearse: «una novela de Wálter Scott hecha de piedra», resumía la princesa.
El hijo se asustó. Iba á repetirse la suntuosa mazmorra de París frente al mar luminoso, en uno de los paisajes más sonrientes de la tierra. Habló á espaldas de su madre con todos los que trabajaban para la futura Villa-Sirena. La princesa había ideado este nombre, segura de que en las noches de luna vendrían á visitarla las hijas de las profundidades marinas, cantando en los escollos al pie de sus ventanas. No podían hacer menos por ella. El misterio se abría cada vez más ampliamente ante sus ojos, permitiéndole ver lo que no veían los demás.
Don Marcos, que, abandonado por su discípulo, seguía á la princesa, recibió iguales recomendaciones. Debía evitar que la pobre señora perpetrase este sacrilegio mediterráneo. ¡Pero qué podía el infeliz coronel con aquella demente que pasaba semanas enteras sin hablarle, como si no le reconociese!...
Volvió el príncipe á su yate, y un año después le alcanzó la noticia triste y esperada, hallándose en el Norte de Noruega, al regreso de una excursión por los mares árticos. Su madre había muerto cuando empezaban á elevarse entre los olivos y los pinos del rosado promontorio unos muros enormes de piedra falsamente negruzca, como las tablas pintadas de los anticuarios, y que parecían próximos á derrumbarse de puro viejos apenas salidos de la tierra.