Читать книгу Los enemigos de la mujer - Vicente Blasco Ibáñez - Страница 6

III

Оглавление

Índice

Miguel llegó á tiempo para recibir el cuerpo de la princesa en París. Antes de morir se había sentido iluminada por ese chisporroteo de razón que anuncia el fin de los grandes desequilibrados, dejando escritos en varios papeles los préstamos hechos á determinadas personas y juiciosas indicaciones al hijo para el buen manejo de la enorme fortuna. Quería ser enterrada junto á su marido, el primero, «el héroe», en el cementerio del Père Lachaise. En sus últimos años de permanencia en París, tocada una vez más del afán de construcción, se había ocupado en preparar su morada definitiva, levantando junto al mausoleo del marqués de Villablanca, cuya imagen ceñuda é indomable tenía en la mano una espada rota, otro monumento no menos ostentoso, con una estatua que ella creía su exacto retrato y no era mas que una reproducción de la infeliz reina de Escocia tal como aparece en las estampas de la época romántica.

Durante las ceremonias fúnebres, Miguel Fedor volvió á encontrarse con muchos antiguos visitantes del palacio Lubimoff que él creía muertos. Doña Mercedes le abrazó llorando. Estaba extraordinariamente obesa, con la indiánica tez aclarada por una blancura jugosa y monacal. Parecía la superiora de un noble convento de canonesas. A su lado, el monseñor, con sotana de seda y gesto compungido, movía los labios por la salvación de la difunta. «¡Hijo mío! Todos tenemos nuestras penas.» Y la pobre señora, al hablar así, miró á otra enlutada elegante que se mantenía en el cementerio á cierta distancia de ella, y parecía anonadada por una ceremonia que la había obligado á salir del lecho antes de mediodía.

También la duquesa de Delille vino á él, estrechándole las dos manos y envolviéndolo en una mirada extraña.

—Tu madre me quería de verdad... En los últimos años nos hemos visto mucho.

Miguel asintió mudamente. Lo sabía. La princesa Lubimoff era el único sostén de esta apasionada sin escrúpulos que se iba á fondo en la consideración de las gentes. Ella la había defendido cuando las otras mujeres del gran mundo, cediendo al instinto de conservación, le hacían la guerra y le cerraban la entrada de sus casas, temiendo por la fidelidad de sus maridos. Como jugaba en Monte-Carlo todos los inviernos, había acompañado á la princesa hasta sus últimos instantes.

—Me quería más que mi madre... Tal vez se acordaba de que pude ser su hija.

El príncipe se alejó, como molestado por esta alusión. ¡Le habían dicho tantas cosas de ella!... Pero su imagen le fué acompañando durante el resto de la ceremonia. Continuaba siendo hermosa, mas con una belleza extraña. Había perdido su dorado cutis de fruto sazonado, y era pálida, con una blancura pajiza de papel japonés. Sus ojos, abiertos desmesuradamente, tenían unos reflejos metálicos; miraban con una tenacidad molesta y al mismo tiempo parecían vagorosos, como si se tendiese ante ellos una telaraña invisible. Sus enemigas menos implacables la acusaban de cierta propensión á los licores. Bebía, como un cliente asiduo de bar, toda clase de mezclas americanas. Otras atribuían su palidez y sus ojos eternamente asombrados á la morfina, al opio, á todos los líquidos y perfumes del estupor, creadores de «paraísos artificiales». La pequeña Alicia de otros tiempos apuraba su vida á grandes tragos, hasta el fondo de la copa.

Lubimoff creyó no verla más, pero á los pocos días empezó á recibir cartas de ella. Estaba solo, debía sentirse triste, y le invitaba á comer, sin ceremonia, como parientes que eran. Sus excusas provocaron nuevas invitaciones por teléfono. El príncipe, como el que cumple un aburrido deber social, acabó por ir un anochecer á su palacete de la Avenida del Bosque, una de las numerosas imitaciones del Pequeño Trianón que existen en el mundo.

La duquesa de Delille estaba orgullosa de este edificio y su reducido jardín, ante cuyas verjas de lanzas doradas pasaba todo el París elegante. Miguel conocía sus salones sin haber estado nunca en ellos. Los periódicos ilustrados que se ocupan de modas y de la vida de los ricos llevaban publicadas muchas fotografías del interior de esta casa en Europa y en América. Los comentarios de la gente le habían enterado de la singular existencia de Alicia. De pronto sentía un deseo furioso de recibir visitas, de ser admirada, de asombrar con sus dispendios, y organizaba grandes fiestas, lamentando que el Municipio de París no le permitiese iluminar á sus expensas, como en una fiesta nacional, toda la Avenida de los Campos Elíseos y el Arco de Triunfo, para que los invitados llegasen hasta su puerta entre fulgores de apoteosis. Había dado una garden-party en una sección del Bosque de Bolonia, con juegos náuticos, danzas de bailarinas sagradas traídas de Asia y un buffet para tres mil invitados. Otra vez gastó medio millón transformando una gran parte de su hotel en interior de palacio persa, para un solo baile de trajes, volviendo el día siguiente á restaurar los salones en su primitivo estado.

De pronto desaparecía. Las gentes comentaban su ocultamiento con guiños maliciosos. Algún nuevo amor; y sus amores casi siempre eran andantes, necesitando el viaje largo y el cambio de horizontes. Tal vez estaba en Constantinopla ó en Egipto; tal vez se ocultaba en uno de los enormes hoteles de Nueva York. A veces era cierto; en otras ocasiones, los más íntimos de la duquesa afirmaban que no había salido de París. El automóvil permanecía ante su puerta.

Esta era otra de las originalidades de Alicia. A todas horas del día y de la noche, uno de sus diversos vehículos de lujo se hallaba estacionado frente á la escalinata. Tres mecánicos se repartían el servicio, permaneciendo en el pabellón del portero; y apenas sonaba el timbre, no tenían mas que correr á su carruaje poniéndose los guantes y dar la vuelta á la manivela de marcha. La señora sentía deseos de salir á las horas más extraordinarias: cuando acababa de llegar de un baile, muchas veces después de haberse acostado, ó en las primeras horas de la mañana, que eran para ella lo que son las horas de profundo sueño para los demás mortales.

En otras temporadas, los chófers se relevaban durante semanas enteras sin franquear la verja del palacete. La duquesa no quería salir. Ya no experimentaba repentinos deseos de correr sin objeto por el París dormido, de hacer visitas á horas intempestivas ó deslizarse por los bosques de los alrededores en plena tormenta. Y los automóviles parecían envejecer en su inmovilidad, unas veces con las ruedas hundidas en la nieve del patio, otras cubiertos de lágrimas por la lluvia oblicua que se deslizaba bajo la amplia marquesina de cristales. La inquieta y rebullente Alicia pasaba mientras tanto los días en el lecho, afirmando á sus íntimos que para conservar la belleza era excelente hacer de vez en cuando «una cura de reposo». Invitaba á comer á los amigos sin moverse de la cama. La mesa era servida lujosamente en el gran dormitorio, y ella, metida entre sábanas, con los platos á su alcance sobre un velador, reía y conversaba con los convidados. Transcurrían para ella meses enteros sin ver el exterior de su casa, olvidando los costosos objetos que su capricho había amontonado en las habitaciones. Le bastaba con la vanidad de haber fabricado un riquísimo estuche para albergue de su pereza.

El príncipe la encontró en un saloncito del piso bajo. Verdaderamente, le recibía con absoluta confianza. Iba vestida con una túnica negra de su invención, mezcla de peplo y de kimono. Los brazos se escapaban desnudos de esta seda floja, que parecía vivir apretándose sobre su cuerpo. Se adivinaban debajo de ella los relieves y el calor perfumado de la carne, sin velos interiores. Miguel miró su smoking y su brillante pechera como si hubiese cometido una falta.

Mientras iban hacia el ascensor, blanco y acolchado como una caja de guantes, ella le dejó entrever los salones del piso bajo, ostentosos, pero en una penumbra que casi era obscuridad: el gran comedor, desierto y enfundado; el pequeño comedor, en el que no se veía preparativo alguno... ¿Adónde le llevaba?... ¿Estaría la mesa puesta en su dormitorio?...

El ascensor pasó ante el primer piso sin detenerse.

—Vamos á mi estudio—dijo Alicia—. Tú eres de confianza. Allí es donde como cuando estoy sola.

Lubimoff se asombró del llamado «estudio», una vasta pieza que ocupaba gran parte del segundo piso, y en el que no pudo ver otros libros que los de un pequeño estante. El decorado era de falso «Extremo Oriente»: un amontonamiento de muebles de laca negra y sin adornos, de sedas de colores desleídos ó de un azul negruzco, de ídolos espantables. Una luz difusa y verdosa descendía del techo: la luz de los teatros en una escena de noche. Un biombo cubierto de figuras de oro formaba como una segunda habitación, más íntima, con el suelo alfombrado de pieles blancas de largos y sedosos pelajes, sobre las cuales se amontonaban docenas de almohadones de diversos colores, con reptiles alados y flores inverosímiles.

Un olor exótico y penetrante arañó el olfato del invitado. Conocía este perfume. Y miró á la duquesa con severidad.

—Siéntate—dijo ella—; van á servirnos.

Y como el príncipe mirase en torno, sin ver ninguna silla, Alicia le dió ejemplo dejándose caer en un montón de cojines. Miguel se sentó de igual modo junto á una mesilla de nácar del tamaño de un taburete. Sobre ella, una lámpara de pantalla obscura esparcía su redondel de luz suave. El príncipe empezó á sentirse agitado por una cólera sorda al pensar en su noche malograda.

—Tú habrás comido así muchas veces—continuó ella—. Has viajado más que yo. Debes conocer esta decoración.

Sí; conocía esta «decoración» con toda autenticidad, y por eso no le placía volver á encontrarla imitada. Además, ¡obligarlo á comer en el suelo en plena Avenida del Bosque!... ¡Snob!

Pero al poco rato fué modificando su opinión. Indudablemente, merecía este nombre; pero su snobismo era ya algo habitual que había acabado por formar en ella una segunda existencia. Adivinó en los menores detalles que todo esto no había sido preparado para él, que Alicia vivía y comía cuando estaba sola lo mismo que en el presente, dominada por un deseo de diferenciarse de los demás hasta cuando nadie podía observarla.

Un doméstico de color de cobre sucio y caídos bigotes, con smoking negro, una tela blanca arrollada á las piernas lo mismo que una falda y una enorme cabellera de mujer sostenida por un peine de concha, era el encargado de servir la comida. Este asiático fué colocando sobre el suelo enormes bandejas que contenían los manjares: unas de plata antigua repujada á martillo, otras de laca multicolor ó de materias semitransparentes que imitaban la esmeralda, el topacio y el lacre rojo.

Miguel se imaginó la locura de un gran maestro de cocina que en pleno delirio dispusiera el orden de un banquete. No había un solo plato que recordase el armónico curso de una comida ordinaria. El paladar influía en la imaginación, evocando recuerdos de remotos viajes, visiones de países antitéticos. Las confituras exóticas alternaban con los platos calientes: las pastelerías aderezadas con violentos perfumes eran servidas al mismo tiempo que ciertas salsas agrias, picantes ó de intensa amargura.

Alicia estaba casi tendida en los cojines, mirando los platos con inapetencia, y sólo avanzaba un brazo perezoso sobre los manjares más raros y de sabor ardiente, demostrando la honda perversión de su paladar. Ella misma se encargaba de ir llenando el vaso del convidado con una bebida de su invención, á base de champaña, que anestesiaba la boca con arañazos de frescura y de cauterio y hacía subir á las fosas nasales un perfume de flores raras y especias asiáticas.

Hablando de la difunta princesa, acabó por mencionar á su propia madre. Vivían las dos en abierta hostilidad. Sus ojos tomaron un brillo agresivo al recordar á doña Mercedes confinada en los Campos Elíseos con su corte de sotanas y mostrándose en público únicamente para la organización de obras devotas. ¡Quería matar de hambre á su única hija!... Y como Miguel sonriese ante este grito colérico, ella explicó sus quejas.

—No me da casi nada; una miseria: medio millón. Y yo tengo que entregar á mi marido doscientos mil francos por año: una querida algo cara, que evito ver. Tú eres verdaderamente rico, hijo mío, y no comprendes estas cosas... Como toda la fortuna es de ella, me sitia por hambre y guarda su dinero para derrocharlo con los curas... ¡Pobre señora! No puede encontrar ya otros admiradores que ese monseñor y otros igualmente pedigüeños... Y yo, que soy su hija, la suplico como una mendiga para que me dé unas migajas con acompañamiento de sermones... ¡Ay, si no hubiese sido por tu madre! Esa sí que era una gran señora: nunca le lloré en vano; hasta me daba más que yo pedía. Tú sabes indudablemente que le debo algún dinero. Un poco... No sé cuánto... ¿De veras que no lo sabes?... Yo te lo pagaré cuando herede.

Y con una franqueza brutal exteriorizó su pensamiento:

—¡Cuándo me dejara en paz esa beata!... Los viejos deberían ceder su puesto á los jóvenes. ¿Qué placer pueden encontrar en seguir viviendo?

Habían terminado de comer. Ella siguió llenando los vasos de los dos con aquella bebida. Al principio repugnaba á Miguel, pero había acabado por seducirle con su frescura olorosa que perturbaba dulcemente los sentidos, como si su embriaguez fuese de perfumes.

—Tú fumarás indudablemente la pipa—dijo Alicia con sencillez.

El hizo un gesto negativo y recordó el olor que había asaltado su olfato al entrar allí. Sabía qué «pipa» era ésta, y extendió su mirada por el estudio. En algún rincón oculto debía estar el fumadero.

—¡Un hombre como tú!—continuó ella—. ¡Un navegante!... ¡Y yo que me había hecho la ilusión de que fumaríamos juntos!

Hasta dió á entender que la esperanza de proporcionarle este goce perseguido era la causa principal de su invitación. Se resignó al enterarse de que el vigoroso príncipe sufría náuseas cada vez que intentaba saborear esta depravación asiática. Y mientras él encendía un habano, Alicia sacó de una caja de plata los cigarrillos que fumaba en presencia de los «no iniciados»: tabaco oriental, pero bien rociado de opio.

De pronto tuvo Miguel la certeza de algo que había presentido desde que entró allí, ó mejor aún, desde que se cruzaron sus miradas en el cementerio. La vió medio incorporada en sus almohadones, con un encogimiento felino, como si fuese á saltar sobre él. Era el ímpetu reconcentrado de la bestia hermosa y segura de su fuerza que no puede esperar ni conoce el disimulo. Se había quedado con la tacita de café olvidada en una mano, mirándole fijamente. La punta de azul eléctrico danzante en sus pupilas la conocía Lubimoff. Era la mirada de oferta de los silencios femeninos, la invitación á la violencia, á la toma de posesión, que tantas veces había encontrado ante su paso de millonario vencedor.

Necesitaba hablar cuanto antes para romper el maleficio mudo de esta hermosa bruja, que, convencida de su triunfo final, le enviaba sonriendo las bocanadas de humo de su cigarrillo. Y Miguel aludió á la fama amorosa de ella, al gran número de amantes que le atribuían, como si con esto pudiera crear una honda separación entre los dos.

—¡Ah! ¿tú también?...—dijo Alicia, riendo con una expresión varonil—. Supongo que tu moral no es la de mamá, y que no irás á sermonearme por mi conducta. Aunque, en realidad, mamá no me censura por lo que hago. Lo que la indigna es mi falta de miedo al qué dirán, y algunas veces el origen obscuro de los hombres en que pongo mis ojos. ¡Pobre señora! Si yo tuviera relaciones con un rey ó un príncipe heredero, tal vez permitiría que nos viéramos en su casa, y hasta su monseñor montaría la guardia.

Pasó un rato silenciosa, con los ojos inquietantes fijos en Miguel.

—Bueno; he tenido muchos hombres. ¿Y tú? ¿Crees que no conozco tus vagabundeos por el planeta en busca de mujeres inéditas y sensaciones nuevas?... Los dos hemos hecho lo mismo; sólo que yo no he necesitado correr tanto mundo para saber lo mismo que tú sabes... Y no tendrás la pretensión de imaginarte, como ciertos hombres, que nuestros casos no son exactamente comparables por pertenecer yo á otro sexo.

El príncipe la escuchó silenciosamente exponer sus ideas. Amaba mucho la vida, y á cambio de este amor reclamaba de ella todo cuanto pudiera darle... Otras mujeres sentían preocupaciones de orden material: el ansia de riqueza, la conquista del lujo, los apuros de familia... Ella lo poseía todo; ninguna inquietud entenebrecía su mañana; ni siquiera la de su belleza, sostenida por una salud magnífica y que parecía crecer con la edad y el abuso de sus fuerzas. Y en esta existencia de vanidades satisfechas hasta el hartazgo, sólo una cosa le interesaba, por su variedad infinita, por sus fases, que parecían repetirse monótonas, pero en realidad eran distintas para los inteligentes de exquisito paladeo: el amor.

—Compréndeme, Miguel; no te rías en tus adentros. Me conoces demasiado para imaginar que yo puedo creer en el amor como la mayoría de los mujeres. Sé que es necesario un poco de ilusión para sazonar su materialidad; todos ponemos en él un poco de mentira, para gozar de esa mentira aunque sepamos que lo es: pero en el fondo, yo me río del amor tal como lo entiende el mundo, así como me río de tantas otras cosas veneradas por las gentes... Yo no quiero enamorados; quiero admiradores. No busco inspirar amor; me place más la adoración.

Estaba orgullosa de su belleza. Habló de Venus como de un personaje real. Admiraba su serenidad olímpica dándose á los dioses y á los hombres, sin dejar de ser superior aun en el momento en que sufría el despotismo del sexo asaltante. Ella se consideraba como una superbelleza, más allá de los vulgares límites del vicio y la virtud, una obra de arte viviente, y el arte no es moral ni inmoral, pues le basta con ser hermoso.

—Poetas, pintores y músicos buscan entregarse al mayor número de admiradores; se esfuerzan por engrandecer el círculo del deseo público; procuran, con una coquetería femenil, atraer nuevos solicitantes. Yo soy como ellos. No necesito crear belleza, pues, según dicen, la llevo en mí misma; mi obra soy yo; pero amo la gloria, necesito la admiración, y por eso me doy generosamente, satisfecha de la felicidad que proporciono, pero sin dejarme dominar por aquellos que busco, conservando mi público á mis pies.

Miguel pensó que por la vida de esta mujer debían haber pasado varios artistas. Se notaba en sus palabras, en las imágenes con que pretendía expresar el entusiasmo por su propio cuerpo. El orgullo de su belleza era inmenso. ¿Qué valían las ambiciones perseguidas por los hombres, comparadas con la satisfacción de verse hermosa y deseada? Unicamente la gloria de los guerreros, de los conquistadores sanguinarios, cuyos nombres son conocidos hasta en los lugares salvajes, podía igualarse con el dominio universal de la mujer.

—Para mí—continuó Alicia—, lo más hermoso y exacto que se ha escrito es lo del «banco de los viejos».

El príncipe hizo un gesto de extrañeza, y ella continuó. Eran los viejos troyanos de la Ilíada, que protestan del largo sitio de su ciudad, de la sangre de miles de héroes, de la miseria, todo por culpa de una mujer... Pero pasa Helena ante el «banco de los viejos», majestuosa de belleza, arrastrando sus túnicas de oro, y todos ellos quedan absortos de admiración, lo mismo que si la divina Afrodita acabase de descender á la tierra, y murmuran como una plegaria: «Bien merece lo que por ella sufrimos. ¡Es tan hermosa!»

—Me gusta que los hombres padezcan por mí. ¡Qué gloria si yo pudiese ser la causa de una gran matanza, como esa abuela inmortal!... Siento un orgullo profundo cuando noto que á mis espaldas mugen la envidia y el despecho, lanzando todas esas murmuraciones que enfurecen á mi madre. Sólo las personas extraordinarias levantamos tempestades... Y luego, en los salones, los mismos personajes austeros que han hecho coro á sus esposas y sus hijas me miran al pasar con unos ojos disimulados y admirativos; unos enrojecen, otros se ponen pálidos. Adivino que no tendría mas que hacer una seña á su muda admiración... Yo también tengo mi «banco de los viejos».

Se dió cuenta Lubimoff repentinamente de que ella, mientras hablaba, se había ido aproximando, de almohadón en almohadón, apoyándose en los codos. Casi estaba á sus pies, con la cabeza en alto, pretendiendo envolverle en el efluvio magnético de su mirada ascendente y fija. Parecía una serpiente negra y blanca estirándose poco á poco entre los cojines; iba saliendo de ellos como si fuesen peñascos de diversos colores.

—El único hombre que me ha hecho pensar un poco—continuó con una voz de susurro—, el único que me ha parecido distinto á los otros, eres tú... No te alarmes: no es amor. No voy á invertir los términos, haciéndote una declaración. Tal vez ha sido porque de muchachos nos aborrecimos, porque nunca te inspiré deseos; y esto resulta tan extraordinario en mi vida, que basta para interesarme.

Sus manos se apoyaron en las rodillas de él como si fuera á incorporarse.

—Cuando nos encontramos en el cementerio, después de tantos años, me acordé de todo lo que he oído contar de ti. Muchas mujeres que yo conozco han sido tus amantes, y yo me dije: «¿Por qué no yo también?» Luego pensé en los hombres que han pasado por un vida, y añadí: «¿Por qué no él?...»

Ahora eran los codos de Alicia los que se apoyaban en sus rodillas, y como el príncipe estaba sentado sobre dos almohadones nada más, casi quedaban al mismo nivel sus ojos y sus bocas. El aliento de ella, al hablarle, se esparcía sobre su rostro como una brisa de selva asiática susurrante bajo la luna. Las especias y las flores que saturaban el vino parecían voltear en esta caricia flúida.

Intentó él repelerla, pero una mano de Alicia se había posado ya en uno de sus hombros. Se limitó á hacer con la cabeza un gesto negativo.

—No temas—añadió ella, extremando su susurro acariciador—. Conmigo no hay compromiso. Me dejarás cuando quieras; tal vez te deje yo antes... Te deseo desde hace unos días: tú debes desearme como los otros... Vivamos el momento presente como personas que conocen el secreto de la existencia y saben lo que ésta puede darnos... Luego, si nos cansamos el uno del otro, ¡adiós! sin rencor y sin nostalgia.

Al recordar el príncipe de tarde en tarde esta escena, sentía cierta molestia. Estaba seguro de haberse mostrado brutal y ridículo. El, que con tanta facilidad realizaba el gesto de amor en sus viajes, experimentando muchas veces una comezón de repugnancia ni pensar en sus copartícipes, se rebeló con un pudor irritado ante los avances de la duquesa. ¡No; con ella, nunca! Despertó en su interior la misma antipatía que le había hecho levantar el látigo siendo adolescente.

Se vió de pie en el centro del estudio, mirando con inquietud hacia la puerta, murmurando estúpidas excusas. «Debo irme: es tarde. Me esperan unos amigos...» Ella se había serenado. También estaba de pie, y le miró con asombro é ira.

—Tú eres el único que podías hacer esto—dijo, al despedirle, con un acento cortante—. Ahora veo claro. Te odio como tú me odias. Mi capricho era estúpido. Te has permitido un lujo que nadie en el mundo podrá imitar. Si fuese más joven, te daría otro latigazo como el del Bosque; pero á falta de él, hazte cuenta que te repito lo que dije entonces.

No se vieron más.

Cuando el príncipe hubo puesto en orden todo lo concerniente á la herencia de su madre, pensó en reanudar sus viajes, pero con mayor suntuosidad. Ya no necesitaba pedir dinero á la princesa. Era uno de los grandes ricos del mundo. Los hombres que estaban al frente de la administración de sus bienes—una oficina con numerosos empleados, casi un Ministerio de pequeño Estado—le anunciaban que los diez y seis millones anuales de la princesa iban muy pronto á ser veinte, por el desarrollo de los ferrocarriles rusos, que permitiría una explotación más intensa de sus minas.

El coronel recibió el encargo de echar abajo los muros feudales, construyendo Villa-Sirena de acuerdo con los gustos del príncipe. Este odiaba las resurrecciones arquitectónicas. No podía sufrir ciertos edificios que pretenden copiar la Alhambra, los palacios de Florencia ó las construcciones ordenadas y solemnes de Versalles, para orgullo de sus propietarios.

—Los muebles tendrían que ser idénticos á los de la época—decía Miguel—y habría que vivir en esas casas lo mismo que se vivía en el siglo que produjo el estilo, vestir y comer como en otras edades... ¡Qué disparate la reconstrucción de uno de esos cascarones históricos para instalarse en su interior como hombres modernos, incurriendo á cada paso en un anacronismo!...

Recordaba el intento de un millonario amigo suyo, miembro del instituto, que había hecho levantar en la Costa Azul una casa romana, exactamente romana. Los invitados á la inauguración tuvieron que dormir en camas de correas, comieron acostados, y para sus excedencias digestivas sólo encontraron un agujero en el suelo, lo mismo que los antiguos Césares. A las veinticuatro horas todos fingían haber recibido telegramas llamándoles con urgencia á París, y el mismo dueño, pasados unos meses, dejó su casa al cuidado de un conserje para que la enseñase como un museo.

Miguel amaba la arquitectura presente, cuyas catedrales son las «galerías de máquinas» y las grandes estaciones de ferrocarril. Aplicada á la vivienda, le placía por su falta de estilo: paredes blancas, pocas molduras, rincones semicirculares, carencia absoluta de ángulos, para perseguir el polvo hasta en sus últimas madrigueras, amplias aberturas que daban entrada á la brisa ó al sol, dobles muros por cuyos huecos podía circular el aire caliente ó frío y el agua á diversas temperaturas.

—Hasta ahora, el hombre—afirmaba el príncipe—vivió en magníficos estuches de arte y de porquería. Los arquitectos modernos han hecho más en treinta años por la dulzura de vivir que hicieron en tres mil los constructores-artistas tan admirados por la Historia. Han declarado indispensable el cuarto de baño, que no conocían los reyes de hace un siglo, y las aguas corrientes; han inventado la calefacción central y el water-closet. Que no me hablen de los magníficos palacios de Versalles, donde no había un solo gabinete de necesidad, y todas las mañanas los lacayos vaciaban doscientos sillicos del rey y de los cortesanos. Algunas veces, para terminar más pronto, arrojaban su contenido por las majestuosas ventanas, y venía á caer sobre la litera y el séquito de una delfina ó de un embajador.

Toledo se dedicó á vigilar la construcción de Villa-Sirena, blanca, lisa y sin estilo definido, con arreglo á los deseos del príncipe. Este se encargaría de «hacer arte» cuando llegase su hora, colocando el cuadro célebre, la estatua, el tapiz ó la alfombra allí donde diesen más placer á sus ojos. La casa sólo debía ser una envoltura de líneas puras y simples, en cuyos flancos estuviesen almacenados el calor ó la frescura, según la estación, el agua pronta á correr por todas partes, la electricidad escapando en chorros luminosos ó agitando la atmósfera con el aleteo de la brisa.

Le fué más fácil transformar con rapidez su vivienda errante sobre los mares. Vendió el Gaviota, que le recordaba su dependencia como hijo de familia, y fué á los Estados Unidos atraído por un anuncio. Cierto multimillonario había empezado tres años antes la construcción de un yate, con el deseo de que fuese superior en lujo y tonelaje á los de todos los soberanos de Europa. Cuando veía próximo á realizarse este triunfo de los reyes republicanos de la industria sobre los reyes históricos del viejo mundo, el americano murió en un accidente de automóvil y sus herederos no sabían qué hacer del tal Leviatán, que sólo podía servir á un viajero inmensamente rico y además, en su opinión, algo loco. Pensaban ofrecerlo al kaiser Guillermo II, resignados á sufrir sus exigencias de aprovechado comerciante, cuando se presentó el príncipe Lubimoff. Una semana después, la blanca popa del buque y las dos caras de su proa ostentaban un nombre en letras de oro, repetido además en los rollos salvavidas y en las diversas embarcaciones secundarias, balleneras, botes á vapor, botes automóviles: Gaviota II.

Tenía el tonelaje de un pequeño trasatlántico y la velocidad de un torpedero. Por su doble chimenea se escapaba diariamente la fortuna de un hombre. Su presencia en ciertos archipiélagos lejanos dejaba limpios los depósitos de carbón. Un vapor de carga alquilado por el príncipe salía al encuentro del Gaviota II en los mares más remotos para llenar sus bodegas de combustible.

Puertos tranquilos se iluminaron por la noche como si hubiese salido el sol. El príncipe Lubimoff daba una fiesta á bordo, y su buque se dibujaba, desde la línea de flotación hasta los topes, ribeteado de bombillas eléctricas de diversos tonos, mientras los potentes reflectores lanzaban chorros movibles de luz, sacando de las entrañas de la noche las olas, las playas, el caserío de la ciudad. Otras veces, el fuego blanco de sus ojos monstruosos resbalaba sobre muros de hielo que se perdían en las altas tinieblas, y los pingüinos, las focas y los osos polares interrumpían su sueño, asustados por este monstruo luminoso y jadeante que partía como un relámpago el misterio de la noche.

Ser dueño del movible palacio que al anclar frente á las ciudades hacía correr á las muchedumbres como un espectáculo raro no era suficiente para Miguel Fedor. Y creó algo más interesante aún que los salones lujosos y las refinadas comodidades del Gaviota II: su orquesta.

La sensualidad de la música era para él la más preciosa de las emociones. Con el oído harto de música suculenta, buscaba autores ignorados y muchas veces extravagantes que excitaban su curiosidad; pero siempre volvía á exigir como platos fuertes de estos banquetes auditivos los maestros de sus primeras adoraciones, y entre todos ellos, Beethoven.

Tratados como si fuesen oficiales, retribuídos á su placer y con el aliciente de visitar una gran parte de la tierra, se presentaban músicos de todos los países solicitando su ingreso en la orquesta del yate. Concertistas de fama y jóvenes compositores entraron en ella como simples ejecutantes. Unos estaban enfermos, y buscaban su salud en un viaje alrededor del mundo con verdadero lujo y sin dispendios; otros se embarcaban por amor á las aventuras, por ver gentes nuevas desde este alcázar flotante, donde todo parecía organizado para una eterna fiesta. Nunca eran menos de cincuenta.

«Mi orquesta es la primera del mundo», contestaba con orgullo el príncipe cuando le cumplimentaban sus invitados; pero sólo de tarde en tarde, estando en los puertos, permitía que la gente de tierra viese á sus músicos.

En las noches tibias del trópico, bajo una luna enorme de color de miel que convertía el mar en planicie de azogue, los ejecutantes, vestidos de frac y sentados en la cubierta superior ante las filas de atriles iluminados por lamparillas eléctricas, iban desarrollando en una atmósfera dormida—que guardaba tal vez los primeros vagidos del nacimiento del planeta—las melodías más originales, las combinaciones de sonidos más refinadas que engendró el sublime delirio del artista hecho dios. La música iba quedando detrás del buque, en el misterio oceánico, como una cinta que se estira, se rompe y se pierde en fragmentos lo mismo que el humo de las chimeneas. Durante las pausas de la orquesta surgía el sordo y lejano rodar de las hélices levantando un zumbido de espumas; luego, de tarde en tarde, el lento badajeo de la campana anunciando el paso del tiempo, ó el grito del vigía acurrucado en el «nido» del palo mayor, revelando su vigilancia con una melopea igual á la del muecín en lo alto de su minarete. Y esta música monótona del mar comunicaba una sensación de noche y de inmensidad á la música de los hombres.

Al pie de las escaleras ó en los salientes de las cubiertas inferiores se agrupaban los oficiales y los empleados del príncipe para oir el nocturno concierto. En la proa, la marinería, puesta en cuclillas, escuchaba con el religioso silencio de los hombres simples ante algo que no comprenden, pero que les infunde respeto. Arriba no había más oyente que Miguel Fedor, lejos de los músicos, de espaldas á ellos, mirando á sus pies las aguas espumosas y partidas que escapaban como un doble río á lo largo del buque, llevándose á la boca el cigarro, que hacía surgir por un momento de la sombra, coloreado de rojo, su rostro pensativo.

El yate guardaba otra corporación más silenciosa. Los que conseguían subir á él en los puertos siempre alcanzaban á distinguir de lejos alguna dama con zapatos blancos, falda azul, chaqueta cruzada con botones de oro, corbata y cuello masculinos, gorra de oficial. Nadie sabía con certeza cuántas eran. Los hombres de la tripulación tenían vedado el acceso á los departamentos centrales del buque y su cubierta superior. Algunos, al contravenir por descuido la orden, se habían encontrado con las compañeras del príncipe más ligeras de ropa que cuando llevaban su elegante uniforme marino, ó con trajes ricos y exóticos, como figurantas de baile. En los grandes puertos saltaban á tierra por unas horas estas tripulantes misteriosas, vestidas con discreta elegancia y expresándose en diversos idiomas.

Cuando el Gaviota II tornaba á anclar en una bahía visitada el año anterior, los curiosos encontraban completamente renovado este harén errante. Algunas veces llegaban á reconocer á una ó dos de las damas, pero tenían la expresión melancólica y paciente de la odalisca venida á menos, que se considera contenta en el lujo y el olvido.

Miguel Fedor cortaba algunos años sus viajes, durante el verano, para instalarse en las playas de moda. Las mujeres de las largas travesías quedaban á bordo con todas los comodidades y despilfarros á que estaban acostumbradas. Otras veces las despedía como se licencia á una tripulación al desarmar un buque, finalizada su campaña.

Le interesaban de pronto las mujeres de vida sedentaria, la sociedad de tierra firme, los intrigas veraniegas en los balnearios célebres, y permanecía en un hotel costero, mientras su yate se balanceaba gallardamente sobre las aguas azules como un palacio de misterios y suntuosidades, hacia el que convergían todas las imaginaciones femeninas.

Viviendo en Biarritz intimó con Atilio Castro al descubrir que eran parientes por el general Saldaña. El español admiró la fascinación que ejercía el príncipe sobre todas las mujeres, muchas veces sin desearlo.

Jamás en ninguna época había sentido la hembra más afición al lujo ni menos escrúpulos para conseguirlo. Esta era la opinión de Castro. Las grandes ostentaciones, que en otros siglos sólo estaban al alcance de contadas familias, pertenecían ahora á todo el mundo. Sólo se necesitaba dinero para poseerlas. Además, había que tener en cuenta los adelantos materiales del tiempo presente, que hacen la vida más cómoda, pero aumentan nuestros deseos...

—El automóvil y el collar de perlas llevan hechas más víctimas que las guerras de Napoleón—decía Atilio.

Eran estas dos cosas como el uniforme de gala de la mujer, y las que carecían de ellas se juzgaban infelices y maltratadas por la suerte. Su doble imagen turbaba las ilusiones de las vírgenes y la fidelidad de las esposas. Las madres burguesas, con el gesto melancólico de la que ha malgastado torpemente su existencia, aconsejaban á las hijas: «Para casaros que sea con automóvil y collar de perlas.» Y más allá del matrimonio modesto se prolongaba este deseo, robustecido por el consejo maternal. El lujo, sea como sea; el lujo democratizado, al alcance de todos, conseguido por el dinero, que no tiene sabor, ni olor, ni marca de origen.

—Tú eres el omnipotente que puede dar el «auto» de buena marca y la sarta de perlas—continuaba Castro—. Tú eres el sultán de las magnificencias. Te basta poner tu firma en un cheque para que una lluvia de oro doble una cabeza. ¡Aprovéchate! Tu época te ha preparado el camino.

Y el príncipe, que no necesitaba tales consejos, seguía su marcha de vencedor por un mundo en el que se desvanecían á su paso las virtudes más acreditadas. Hasta las resistencias sinceras acabaron por parecerle útiles malicias para retrasar la caída, aumentando el deseo y su precio. Los millones llegados de Rusia se esparcían y desmenuzaban sosteniendo el bienestar y la ostentación de muchas casas, fomentando la elegancia de numerosas señoras, sirviendo de alimento á las industrias del lujo. Algunas damas se sentían interesadas verdaderamente por la persona de Miguel Fedor á causa del prestigio misterioso de sus viajes en un buque del que se hablaba como de un palacio encantado, á causa también de sus aventuras con mujeres célebres del teatro ó del gran mundo, que le hacían mas deseable. Pero una vez satisfechas su vanidad y su imaginación, dejaban hablar al egoísmo. «¿Por qué he de ser yo menos egoísta que las otras?...»

No necesitaban de astucias y circunloquios para formular su petición. Algunas, á la segunda entrevista, se mostraban melancólicas y aludían á las tristes realidades de la existencia. Pero el generoso príncipe se anticipaba á sus deseos. Quería pagar á sus amantes, abrumarlas con sus regalos, verlas como esclavas favoritas cubiertas de joyas. Así era más fácil el rompimiento; podía alejarse cuando quisiera, satisfecho de su conducta, sin emoción ante las quejas y las lágrimas. De sus ascendientes rusos, medio orientales, había heredado una gran capacidad sensual que le hacía buscar á la mujer, y al mismo tiempo un desprecio inalterable por ella. La mimaba, pero no podía amarla; la adoraba, y se revolvía indignado siempre que pretendía colocarse á su mismo nivel. Era capaz de perder su fortuna por ella, de afrontar peligros de muerte, pero apartándola á continuación con el pie si intentaba influir en su existencia. Las ambiciosas que fingían una gran pasión con la inaudita esperanza de un matrimonio, las sentimentales que pretendían interesarle con refinamientos psicológicos, las que traían al adulterio sus entusiasmos de madre y susurraban en su oído la felicidad de tener un hijo que se le pareciese, le esperaban en vano al día siguiente. «¡Ni grandes pasiones, ni hijos!...» El yate echaba de pronto dos chorros de humo, llevando á su dueño á otro puerto, tal vez á otro continente: y si quería huir de una ciudad del interior, ordenaba el enganche de su vagón especial en el primer tren que partiese.

Estas fugas no eran nunca sin un generoso recuerdo. La magnificencia de Miguel Fedor continuaba existiendo para las abandonadas. Su presupuesto se iba cargando todos los años con nuevos nombres, como el de una casa real que distribuye pensiones á los servidores olvidados. Pero las pensiones del príncipe Lubimoff eran para el mantenimiento del lujo y no de la vida. Las más modestas pasaban de treinta mil francos anuales. El tipo medio era de doble cantidad.

—Alteza, habrá que hacer una revisión—decía el administrador.

Miguel examinaba la lista de nombres, vacilando ante algunos. No podía recordar bien las personas que los llevaban. Luego sonreía, paladeando ciertas visiones despertadas en su memoria. Era inmensamente rico: ¿por qué no mantener un lujo que era la suprema ilusión de todas ellas?... No le ofendía que de este lujo disfrutasen sus sucesores.

Experimentaba un orgullo de dios al hacer sentir á todas horas su generosidad sin dejarse ver. En París, una joyería dirigida por un judío de origen español trabajaba solamente para los regalos del príncipe. Sus alhajas, de un valor sólido é intrínseco, sin añagazas de artífice, tenían cierto aire de familia, algo así como un perfume imaginario que hacía reconocerse á las mujeres que las ostentaban. A lo mejor, en un hall de hotel, á la hora del té, en un balneario elegante ó en un baile, dos señoras que acababan de reconocerse se examinaban en silencio las orejas ó el pecho, hasta que la más atrevida, enrojeciendo invisiblemente bajo sus coloretes, preguntaba con sencillez: «¿Ha conocido usted al príncipe Lubimoff?...»

Atilio Castro admiraba á su pariente, más que por su riqueza y sus éxitos, por su inalterable salud.

—¡Qué cosaco!... Es un legítimo heredero del protegido de Catalina.

Sin embargo, muchas veces escapaba el yate mar afuera, emprendiendo largos viajes, sin que su dueño se viese forzado á huir de una pasión complicada y peligrosa. Se alejaba de sí mismo, de sus excesos de tierra, de su imaginación perversa y curiosa, que le hacía buscar y tentar á nuevas mujeres, perturbando su tranquilidad, sin que experimentase un verdadero deseo. Emprendía los más extraordinarios viajes, buscando la paz del mar y su atmósfera reconfortante, la orquesta iba con él; pero el harén quedaba en tierra. Había dado la vuelta al planeta siguiendo la ruta más corta; luego repitió esta circunnavegación por dos veces, pero en zigzag, queriendo conocer todas las costas de la tierra. Ahora emprendía viajes caprichosos; navegaba de un hemisferio á otro por el placer de visitar una pequeña isla que había visto descrita en los libros, una de esas islas perdidas en el Pacífico, y tan exiguas, que aparecen en las cartas como un simple punto á continuación de su largo nombre trazado sobre la superficie pintada de azul.

A la vuelta de una de estas excursiones, que le hacían correr el mundo como si fuese su propiedad, recibió por el telégrafo sin hilo la noticia de que Alemania acababa de declarar la guerra á Rusia y á Francia.

No experimentó gran extrañeza. Conocía personalmente á Guillermo II. El era la causa de que el príncipe Lubimoff evitase navegar en verano por las costas de Noruega.

Al año siguiente de la adquisición del Gaviota II se había tropezado en dichos parajes con el yate imperial. El kaiser, como un vecino entremetido y omnisciente, vino á verle para curiosear en su buque, examinándolo todo, dando consejos, pasando revista á los hombres y á las cosas, disertando sobre las máquinas é interrumpiéndose para aconsejar variaciones en el uniforme de la tripulación. Después de un almuerzo en su propio yate y un lunch en el del emperador, el príncipe Miguel quedó harto de esta inesperada amistad. El Lohengrin con casco de aletas, capa blanca y las dos manos en la empuñadura del sable resultaba menos insufrible que este señor de enhiestos bigotes y dientes de lobo vestido de marino, que reía con una risa falsa y brutal y desempeñaba el papel de hombre sencillo, de monarca sin ceremonias, cuando encontraba en el mar á un multimillonario de América ó de Europa. El dinero inspiraba una gran veneración al héroe de leyenda, al místico nutrido con sublimidades. Nunca había participado Miguel del entusiasmo que el emperador alemán inspiraba á los snobs. Sonreía ante sus gustos escénicos, sus bravatas guerreras y sus ambiciones cerebrales que intentaban abarcarlo todo.

—Es un comediante—dijo al recibir la noticia de la guerra—, un comediante que al sentirse viejo va á hacer llorar al mundo... ¡Y que la suerte de los hombres dependa de él!...

Miguel Fedor se consideraba aparte de los hombres. Lamentó la guerra como algo terrible para los demás, pero que no podía influir en su propia suerte. Ya que Europa había caído en una demencia sanguinaria, él seguiría navegando por los mares lejanos. Gracias á su riqueza, podía mantenerse al margen de la lucha.

Pero los tiempos cambiaban rápidamente; la vida era otra: todos los valores habían perdido su antiguo aprecio. El Gaviota II, á pesar de su bandera rusa, se vió detenido por los torpederos ingleses, que lo sometieron á una minuciosa inspección, no comprendiendo que se navegase por gusto cuando todos los mares estaban convertidos en un campo de batalla. A la altura de las Azores tuvo que forzar sus máquinas para librarse de un corsario alemán.

Además, escaseaba el carbón. Los depósitos esparcidos en las costas lo guardaban para los buques de guerra. Noticias importantes llegaban con frecuencia al yate por el telégrafo sin hilo desde el lejano París, donde estaba el primer apoderado del príncipe. Se había roto la comunicación entre él y las administraciones de la fortuna Lubimoff establecidas en Rusia. No llegaba dinero de allá, y los Bancos de París, con las cajas cerradas por el moratorium, facilitaban secretamente dinero á un millonario como el príncipe, pero no tanto como exigían sus necesidades.

El yate fué á amarrarse en el puerto de Mónaco, y Miguel Fedor, al llegar á París, casi rió como en presencia de un cambio grotesco de las leyes naturales. ¡El heredero de los Lubimoff necesitando dinero y teniendo que esforzarse por adquirirlo, lo que no había hecho en toda su existencia; solicitando adelantos horriblemente usurarios con la garantía de sus lejanas y famosas riquezas, que por primera vez eran menospreciadas!...

Cuando se restablecieron las comunicaciones de un modo intermitente entre la Europa occidental y la Rusia casi aislada, el administrador mostró un gesto desesperado, la recaudación había descendido un ochenta por ciento.

—Según eso, ¿voy á ser pobre?—preguntaba Lubimoff, riendo: tan inverosímil y disparatada le parecía la noticia.

Resultaba muy difícil enviar dinero á París, y el valor de los rublos descendía vertiginosamente. Los millones pasaban á ser en Francia simples centenas de mil. La movilización militar había dejado las minas sin brazos; los productos no obtenían salida; los mujiks, viendo sus hijos en el ejército, se negaban á pagar y hasta á trabajar. El gobierno ruso, para que el dinero quedase en el país, limitaba los envíos monetarios á los compatriotas residentes en el extranjero.

—¡El zar sometiéndome á una pensión!—decía asombrado el príncipe—. ¡Mil ó dos mil francos al mes!... ¡Qué absurdo!

Ya no reía. Su cólera contra la corte rusa, que se había ido aglomerando de un modo inconsciente desde su lejana expulsión de Petersburgo, estalló ahora á impulsos del egoísmo. El zar y sus consejeros, deseosos de rusificar toda la Europa oriental, eran los culpables de la guerra. Bien podían haberse mantenido en paz con Alemania. ¿Por qué turbar la tranquilidad del mundo á causa de un pequeño pueblo balkánico?...

Se burló fríamente de algunos amigos que, siguiendo rutas extraviadas á través de Europa y de los mares glaciales, volvían á Rusia para recuperar sus antiguos puestos en el ejército. El no quería morir por el zar. Le importaba poco que su país fuese gobernado por alemanes. Hasta en ciertos momentos lo juzgaba preferible, siempre que la paz se restableciese rápidamente, permitiéndole disfrutar otra vez de sus riquezas y reanudar la vida de meses antes, que ahora le parecía á medio siglo de distancia.

Los dos años siguientes transcurrieron para Lubimoff como en una pesadilla. ¿Qué mundo era éste?... Sus antiguas amistades desaparecían. Algunas de las mujeres frívolas que habían amenizado su existencia contemplaban los acontecimientos con una tranquilidad inconsciente; pero otras se mostraban abnegadas y heroicas, olvidando sus actos anteriores, sintiendo formarse dentro de ellas un alma nueva.

El príncipe se vió arrastrado por los sucesos de un modo brusco. Una fuerza misteriosa é irresistible le empujaba, le hacía perder el equilibrio en lo más alto de aquella vida tan dulce, tan amplia, coronada de un halo de gloria. Después rodó solo, por su propia inercia, y cada escalón le reservaba un golpe más fuerte, una sorpresa más dolorosa. ¿Hasta dónde llegaría en su derrumbamiento?... ¿Qué podría encontrar al final de esta caída ilógica?...

Las entrevistas con su administrador de París le parecieron algo que transcurría en otro planeta, sometido á leyes absurdas. Estas conferencias las terminaba siempre dando la misma orden:

—Busque usted dinero. Pida prestado... Yo soy el príncipe Lubimoff, y esto no puede durar. Venzan unos ó venzan otros (me da lo mismo), el orden se restablecerá, y yo pagaré inmediatamente á mis acreedores.

Pero el administrador le contestaba con un gesto de desaliento. ¿Encontrar dinero sobre bienes que estaban en Rusia?... Valiéndose del antiguo prestigio del príncipe, había podido realizar varios empréstitos; mas transcurría el tiempo y los intereses enormes iban acumulándose. Lubimoff, á pesar de haber simplificado sus gastos y suprimido sus pensiones, necesitaba mucho dinero para vivir.

La caída del zarismo fué una esperanza para este magnate que odiaba al gobierno imperial. «Con la República se acelerará el fin de la guerra y volveremos al buen orden.» Su egoísmo le hacia concebir una República preocupada, ante todo, de devolver sus riquezas á los seres dichosos por su nacimiento. Los delgados hilillos de su fortuna que aún llegaban con intermitencias hasta París se cortaron de pronto: la fuente de su riqueza estaba seca. El desmoronamiento de todo un mundo había cegado su boca, tal vez para siempre.

—Hay que vender, Alteza—decía el administrador—; hay que desprenderse de todo lo superfluo. Liquidemos á tiempo. ¡Quién sabe hasta cuándo durará lo presente!

El yate estaba inmóvil en el puerto de Mónaco. Casi toda su tripulación, compuesta de italianos, franceses é ingleses, lo había abandonado para ir á servir en las flotas de sus naciones. Sólo unos cuantos españoles continuaban á bordo, para mantener la limpieza del buque.

El Gaviota II fué rebautizado por el Almirantazgo inglés antes de cederlo á la Cruz Roja. Miguel Fedor, al firmar la escritura de venta, creyó que abdicaba de todo su pasado. El prestigio novelesco de su existencia iba á desvanecerse; el palacio de las Mil y una noches se convertía en un hospital... ¡Qué mundo!

Los millones ingleses le proporcionaron un año de tranquilidad. Su administrador pagó deudas enormes, y él pudo mantenerse en París sin hacer economías; en un París que terminaba su tercer año de guerra con inexplicable confianza, reanudando sus placeres, como si todo peligro hubiese pasado. Sus amores con dos grandes señoras cuyos maridos habían sido llamados á las armas—aunque no estaban en el frente—le hicieron pasar unos meses en Biarritz, en la Costa Azul y en Aix-les-Bains.

Turbó su apoderado estas delicias. Siempre repetía el mismo consejo: «Hay que vender.» La fortuna del príncipe era ya un barco viejo y sin rumbo. El administrador había cegado las antiguas brechas con el producto de la última venta, pero advertía á cada momento nuevas vías de agua.

Miguel Fedor acabó por acostumbrarse á la desgracia, acogiéndola con serenidad.

La venta del palacio construído por su madre le produjo menos emoción que la del yate.

Un cambio se inició al mismo tiempo en sus deseos. Se sintió fatigado de las empresas sensuales, que parecían ser la única finalidad de su existencia. Aquel vigor siempre fresco y renovado que asombraba á Castro se derrumbó de pronto. Pero esto obedecía á una preocupación, más que al desgaste físico.

Se consideraba pobre, y él estaba acostumbrado á pagar regiamente sus amores. No pudiendo recompensar á la mujer con el lujo, huiría de ella, para no ser su deudor y someterse á sus caprichos. Prefería domar al deseo á dejar de satisfacerlo con la grandeza de un señor oriental. Además, ¡estaba tan cansado del amor y de todo lo agradable que puede encontrar un hombre sobre la tierra!...

Pensó en su amigo Atilio, en el coronel, en Villa-Sirena, blanca é irisada por el sol del Mediterráneo, entre olivos y cipreses.

—El diluvio cae sobre el mundo. Tal vez las antiguas tierras vuelvan á emerger; tal vez queden sumergidas para siempre... Vamos á esperar, refugiados en nuestra Arca.

Los enemigos de la mujer

Подняться наверх