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Capítulo 12

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Índice

Juanito se moría.

Toda la noche la pasó tendido en su cama como una masa inerte, con la pesada cabeza hundida en las sábanas, el rostro envejecido, la barba alborotada y los ojos cerrados.

El pecho elevábase acelerada y trabajosamente, como si dentro funcionara una válvula vieja, y en la alcoba sonaba sin interrupción un ronquido silbante, cual si a lo lejos estuviera una locomotora expeliendo el vapor de sus calderas. La familia pasó toda la noche junto a la cama del enfermo.

Doña Manuela, a pesar de su ánimo varonil, estaba aturdida por el asombro. Pero ¿cuándo se cansaría Dios de enviar desgracias sobre ella? Primero la ruina del protector que sostenía el prestigio de la casa y la de su hijo, con cuya fortuna contaba para casos extraordinarios, e inmediatamente aquella enfermedad extraña, rápida como el rayo, que mataba por anticipado al pobre joven, pues le tenía inmóvil e insensible como un cadáver, sin otra vida que aquella respiración angustiosa que parecía asfixiar a los demás.

La desgracia reanimaba el sentimiento maternal, dormido durante tantos años en el pecho de doña Manuela. Contemplaba a Juanito con igual expresión que cuando era hijo único y gozaba de todas sus caricias.

Con los ojos enrojecidos por un sordo lloriqueo, iba la madre de un punto a otro de la alcoba cumpliendo lo dispuesto por los médicos, preparando los sinapismos que aplicaba por debajo de las sábanas a las míseras piernas del enfermo.

Rafaelito habíase retirado a su cuarto en la madrugada, y las hermanas permanecían clavadas en sus sillas, bostezando de cansancio, con un gesto de extrañeza y de miedo, como si presintieran que la muerte rondaba por la puerta de la alcoba.

La madre indignábase al hablar de los médicos. ¡Vaya una gente ignorante! Todo lo echaban en palabrotas raras e ininteligibles. Lo único que había podido sacar en claro era que se trataba de una congestión cerebral de las peores, y que el enfermo, por haber pasado a la intemperie gran parte de la noche, se hallaba en… ¿cómo decían aquellos tipos… ? ¡Ah, sí! en un medio patogénico que había preparado el efecto terrible de la mala noticia.

Y no cabía dudar que el pobrecito se moría. Ninguno de los médicos había dado a la madre la menor esperanza. A sus preguntas contestaban con palabras que nada prometían; pero apenas estaban fuera de la alcoba, meneaban la cabeza con triste expresión, como afirmando que nada les quedaba que hacer allí.

En medio de su dolor, la obsesionaba una idea cruel. Recordaba el terrible momento en que Juanito había caído inerte al conocer su ruina.

—No, no me toque usted, mamá… .

En sus oídos sonaban estas palabras como si acabasen de ser pronunciadas, y veía aún el gesto de repugnancia con que las había acompañado.

¿Qué cambio tan rápido era aquél, desde la adoración idolátrica a una repulsión instintiva? ¿Sabría algo su hijo? Y la cruel sospecha de que Juanito pudiera conocer el secreto de aquel lujo que la familia había ostentado en medio de la ruina martirizaba a doña Manuela. Sólo la suposición de que sus sospechas pudieran resultar ciertas la hacía sentir intenso remordimiento. Por una preocupación extraña, doña Manuela creía preferible que Rafaelito y hasta sus mismas hijas tuviesen conocimiento de su deshonra, antes que aquel buenazo, vivo retrato de su padre, para el cual cualquier impresión extraordinaria era la muerte.

Quedábase unos instantes inmóvil ante el lecho, contemplando fijamente al enfermo, como si en su rostro enrojecido e inmóvil pudiera leer algo de lo que pensaba al rechazarla con tanta vehemencia. Entreabría los párpados del enfermo y se fijaba en el ojo amarillento, opaco, sin vida, no pudiendo encontrar en él un rastro del pensamiento que con tanto interés buscaba.

Así pasó toda la mañana. Las niñas se habían retirado a descansar, fatigadas por el estertor incesante y penoso que las crispaba los nervios.

Doña Manuela estaba inmóvil, pensando en la sima que se abría a sus pies y en la que iba a caer irremisiblemente, encontrando al final lo que tanto la asustaba: la miseria.

Bien adivinaba ella el concepto en que ahora la tenían las familias amigas. En otras circunstancias, una enfermedad hubiese atraído inmediatamente innumerables visitas; pero ahora todos debían saber lo de la ruina, y de la casa que se derrumba todos huyen.

Un asomo de cordura iniciábase en aquella mujer dominada por la vanidad y la soberbia. Se había arruinado, había caído hasta en la deshonra por hacer su papel en la comedia del mundo, y fuera de algunas satisfacciones de su orgullo, ¿qué había sacado? Su Rafaelito era un perdido: ahora lo comprendía; muy elegante, eso sí, pero inútil para librar a la familia de la miseria. Sus hijas eran unas señoritas que sólo habían aprendido a figurar como muñecas bien educadas en un salón, y aun esto sin poder evitar cierta cursilería que saltaba a la vista apenas salían de su esfera. Su Juanito, el paria de la casa, era el que valía algo, y ahora estaba allí, agitando su pecho para escapar del brazo de la muerte, cansado de sufrir desdenes y olvidos.

Ahora veía claro. ¡Cuan tonta había sido! Pero todos sus propósitos de enmienda desaparecieron por la tarde, cuando recibió la visita de su hermano.

Don Juan había jurado en todos los tonos no volver a poner los pies en la casa de su hermana; pero al saber el estado de su sobrino se apresuró a visitarlo. Amaba a Juanito. Su rompimiento con él fue un arrebato de su carácter atrabiliario; pero por no mostrarse débil, permaneció alejado, aunque sin dejar por esto de enterarse de la marcha de sus negocios. Entró en la alcoba del enfermo con el ademán soberbio, el cónico sombrero encasquetado y lanzando a su hermana una mirada de desprecio.

Hacía esfuerzos por aparentar rudeza y mal humor, como si se presentase arrastrado por el deber y no por el cariño; pero el cerdoso bigote le temblaba y los ojillos parpadeaban nerviosamente. El estertor fatigoso, la inmovilidad del enfermo, las sombras cadavéricas que se extendían sobre el rostro, marcando sus huecos con triste negrura y haciendo destacar fúnebremente el perfil de la nariz, acabaron con la serenidad del pobre viejo, arrancándole un grito que parecía salirle del alma:

—¡Juanito… ! ¡Niño mío… ! ¿No me oyes… ? Soy el tío Juan… .

Y se abalanzó al rostro del enfermo, besando la sudorosa frente. Pero la máscara barbuda y lívida que asomaba por el embozo de las sábanas permaneció inmóvil.

El viejo prorrumpió en sollozos.

—Se acabó… . Esto es cosa hecha. Ya me lo ha dicho uno de los médicos, pero necesitaba verlo para convencerme. Parece mentira… . ¡Un chico como un castillo acabar tan pronto… ! ¡Ay, cómo me duele ese ronquido… ! ¡Cristo! Parece que me rasgan algo aquí, dentro de los pulmones. ¡Señor! ¡Qué justicia! Los carcamales como yo, buenos y sanos, y ese chico que parecía comerse al mundo, camino del cementerio.

Hubo una larga pausa.

—Mujer, ya estarás contenta. Al fin has salido con la tuya. Te estorbaba el chico, por ser hijo de quien es.

—¡Yo!—gritó doña Manuela poniéndose en pie, con llamaradas en los ojos y la majestuosa nariz agitada por la indignación.

Aquel momento de silencio pareció una larga amenaza. El ronquido angustioso del enfermo seguía sonando, cada vez más desgarrador.

—Sí, mujer, tú. No te pongas tan soberbia, que no has de comerme. Tú sabes que nos conocemos, y a mí no me asustas. Tú… sólo tú eres la autora de esa muerte. ¿Crees que no estoy enterado de todo? El chico era dócil, modesto, había bebido en buenas fuentes, era de nuestra escuela, y toda su ilusión consistía en conquistarse una posición sin perder la honra. Te quería demasiada, hubiera dado su sangre por ti, y eso es lo que le ha perdido. Primero le hiciste firmar pagarés, contraer deudas, y luego, su imbécil principal y tú, con el hambre del dinero, lo habéis metido en esa ladronera que llaman Bolsa. Ha venido la ruina, y… ¡cataplum! ¡el chico a tierra… ! ¿Quién tiene la culpa, mala madre? ¿Quién ha asesinado al muchacho, perra desvergonzada?

—¡Juan… ! ¡Juan!—gritó doña Manuela avanzando un paso con ademán imponente, extendiendo las crispadas manos como si fuera a arañarle.

—¿Qué hay… ? ¿Qué quieres… ? No me causas miedo. Los que somos honrados decimos sin temor la verdad… . Ya veo que has llorado, pero a mí no me engañan tus lagrimitas. No lloras por tu hijo; lo que te entristece es la miseria que se aproxima, la ruina de tu buen amigo Cuadros.

Don Juan subrayó con tanta expresión estas palabras, que su hermana dio un paso atrás, palideciendo y bajando las amenazantes manos.

—Parece que me has entendido. ¿Creías que también ignoraba yo esto? Lo sé todo, hija mía, y digo que me avergüenzo de que lleves mi apellido. Troné contigo cuando siendo viuda tuviste «aquello» con el doctor Pajares. Entonces aún podías justificarte, pues al fin amabas algo a aquel perdis… . Pero lo que no tiene excusa es que te hayas vendido, que te hayas entregado como un pingajo de la calle. En mal camino estás, Manuela, y ya es tarde para retroceder. Hay alguien que te castiga, haciendo que la deshonra no pueda servirte de Dada. Has perdido tu respetabilidad de mujer y ahora te hallas en los mismos apuros de antes, pues ese imbécil de Cuadros es hombre al agua. Por cierto que, según me han dicho, nadie puede encontrarle. Habrá huido, como su maestro el farsante Morte, convencido de que lo que tiene no alcanza para pagar a la décima parte de sus acreedores. Llora, hija mía, llora; de nada te ha servido caer.

Y doña Manuela lloraba, efectivamente, sin saber con certeza si sus lágrimas las arrancaba el estado de su hijo, los insultos de su hermano o aquella última noticia de la desaparición de Cuadros.

El viejo continuaba hablando junto al lecho del enfermo, excitado por la indignación, con voz sorda unas veces y gritando otras, de modo que cubría aquel estertor angustioso.

—Te lo vuelvo a repetir. No cuentes conmigo para nada. Si antes no te quería porque eras una manirrota, menos te querré ahora que eres una… no lo quiero decir. El único que podía esperar algo de mí es ese pobrecito. Los cuatro cuartos que tengo eran para él; pero ahora… se acabó. Nada espero y en nada confío. Gastaré lo que me queda; procuraré darme buena vida, y si tengo que hacer por alguien, ya sé a quién me dirigiré.

Y volviéndose hacia el enfermo, díjole con expresión de ternura, como si pudiera oírle:

—¡Juanín… ! ¡Hijo mío! Tu tío está aquí… . Márchate tranquilo, que alguien queda para proteger a los que te amaban y habían de formar tu familia.

—¿Qué es eso… ? ¿Qué dices?

—Cállate; Juanín me entiende, a pesar de que parece muerto. No tardaré en reunirme con él… por eso no lloro… no vale la pena; es una separación de un par de años… un viaje. Pero cuando lo vea otra vez, tengo la certeza de que me abrazará agradecido y me llamará ¡tiíto!, como cuando era pequeño y pasaba los domingos jugando en los porches de mi casa.

Y don Juan, enternecido por los recuerdos, gimoteaba inclinado sobre aquella cabeza lívida, en cuya frente caían las lágrimas del viejo, mezclándose con el agónico sudor.

De pronto debió arrepentirse don Juan de su debilidad; recordó sin duda algún detalle irritante de la vida de su hermana aferrado tenazmente a su memoria, y recobró el gesto de rudeza, mirando fijamente a doña Manuela.

—Oye bien lo que te digo. Cuando éste salga de aquí, no nos veremos más. Él era lo único que me ligaba a vosotros, el que podía obligarme a venir a esta casa. Andas muy mal, Manuela. Crees que tu última locura la ignoran todos, y cuantos te conocen lo sospechan. ¡Quién sabe si este pobrecito también estaba enterado y se va al otro mundo avergonzado de su madre… !

—¡Juan… ! ¡Cállate por Dios… ! ¡Me matas… ! Doña Manuela gritó horrorizada, cubriéndose el rostro con las manos. La sospecha que tanto la molestaba reaparecía en boca de su hermano. Y tan grande era su turbación, que hasta le pareció más ruidoso aquel estertor de agonía, como si el moribundo contestase afirmativamente con su fatigoso ronquido.

—Sí, Manuela. Adivino lo que piensas. Tu hijo se muere, sin que tengas la certeza de que marcha a un mundo mejor con su inocencia limpia de toda sospecha, creyendo en su madre como yo creí siempre en la nuestra. Ése será tu castigo; ése será tu remordimiento… . Vivirás intranquila. Hasta ahora, el pobre Juanito apenas si ha merecido tu atención; pero la muerte despertará en ti los instintos de madre, pensarás en él a todas horas, le verás en sueños, y la sospecha de que tu hijo pudo conocerte tal como eres amargará tu existencia… . ¡Ay, infeliz! Te compadezco, pienso con horror en las noches que pasarás cuando esta cama esté vacía y creas oír en las habitaciones los pasos de Juanito. ¡Cómo llorarás cuando la miseria te acose, y esos cachorros de Pajares, que para nada sirven, no te puedan dar el pan que Juanito se hubiera quitado de la boca para ti… !

Ahora sí que lloraba de veras doña Manuela. Pensaba en el remordimiento horrible que le predecía su hermano, y más aún en aquella miseria que tanto la asustaba.

Tan visible era su desesperación, que don Juan calló, compadecido de su hermana. Hubo un largo silencio. El viejo habíase sentado en una silla baja, apoyando su espalda en el lecho, y con la cabeza inclinada parecía sumido en dolorosa reflexión. Doña Manuela, lloriqueando, fijaba sus ojos con expresión interrogante en el implacable hermano, como si le pidiera misericordia.

Transcurrió más de una hora sin que el silencio de la alcoba se interrumpiera con otro ruido que el estertor angustioso y continuo del enfermo. Doña Manuela levantábase para pasar una mano por la frente sudorosa del enfermo, cada vez más fría, y volvía a ocupar su asiento, mirando a lo alto con una expresión desesperada. Al angustioso movimiento de los pulmones uníanse ahora nerviosos estremecimientos, cada uno de los cuales parecía repercutir en los dos hermanos.

Don Juan palidecía como si sufriera los movimientos dolorosos de aquel cuerpo inerte, y miraba a su hermana con la misma expresión que si fuese ella la que martirizara al enfermo.

Entraron en la alcoba Amparo y Conchita, y al ver a su tío, con el instinto de jóvenes precoces y conocedoras del mundo, se aproximaron a él, besándole en la frente. Esto causó cierta impresión en el viejo, y mientras las niñas, de pie junto a la cama, contemplaban con el ceño fruncido y los labios apretados la agonía del pobre enfermo, don Juan dijo a su hermana en voz muy baja y titubeando como si se arrepintiera de su debilidad:

—Óyeme, Manuela; por ti no haría nada… no lo mereces; pero a la vista de esas pobres chicas me siento débil y no quiero que mi conciencia cargue con un remordimiento. Son jóvenes, están mal educadas, la conducta de su madre no puede servirles de buen ejemplo, y acostumbradas al lujo, es fácil que, al verse en la miseria, se pierdan para siempre… . No intentes contestarme; no me convencerás. Conozco adonde se llega siguiendo ese camino en que os halláis… . Os protegeré, pero ya sabes quién soy yo. Quiero que viváis, pero sin desórdenes, como personas juiciosas y honradas. Que todo lo pasado sea como un sueño. No tengo ahora la cabeza para cuentas, pero creo que arreglando tus negocios todavía salvaré algún piquillo de tu embrollada fortuna, y con esto y lo que yo os daré podréis vivir como viven esas personas honradas y modestas a las que llamáis cursis despreciativamente… . Seréis cursis, ¿lo entendéis? Más os prefiero así que convertidas en señoras tramposas, que pierden hasta su honor por engañar al mundo. Y en cuanto a ese Rafaelito, o estudiará, haciéndose hombre de provecho, o lo arrojarás de tu casa… . Porque eso sí, hija mía: ¡yo no mantengo pigres!

Al anochecer murió Juanito. La válvula vieja y gastada que parecía mugir dentro de su pecho fue aminorando lentamente el fatigoso movimiento. Cesó el estertor, como si se cerraran los escapes de aquella locomotora que sonaba a lo lejos; y al quedar la alcoba envuelta en un silencio fúnebre estallaron sollozos y lamentos en toda la casa. Hasta Visanteta y la remilgada criadita lloriqueaban en la cocina al pensar que no verían más al señorito campechano que alternaba con ellas, complaciéndose en obedecer sus mandatos.

Entre cuatro grandes cirios, sobre un tapiz fúnebre y tendido en el acolchado fondo de una caja blanca y dorada como aquella que tanto le había seducido, pasó Juanito la noche, velado por su hermano y por Roberto, que de vez en cuando salían al balcón para fumar un cigarro.

A la mañana siguiente llegaron las visitas: el desfile de levitas negras y tupidos velos, el paso por aquella casa de los amigos y conocidos, todos con la enguantada mano tendida, un gesto de amargura en el rostro y la palabra de resignación guardada cuidadosamente para tales casos.

La única nota tierna de aquella ceremonia fría y rutinaria fue el llanto de dos mujeres enlutadas que entraron con timidez, apoyadas la una en la otra. Nadie las conocía, pero iban acompañadas por don Juan.

—¡No le veo… no le veo… !—gimoteaba tristemente la más vieja, moviendo sus grandes ojos mates y sin luz.

La más joven contemplaba fijamente, con estupor doloroso, la alborotada barba del cadáver.

—No, no te acerques, niña—dijo bondadosamente don Juan—. Sería una impresión demasiado fuerte… . Sé lo que deseas. Tendrás su cabello; ya arreglaré yo eso en el cementerio.

Y don Juan, empujando dulcemente a Tónica y Micaela, las sacó del salón, mostrando con ellas una solicitud paternal. Las gentes enlutadas que estaban en torno del muerto conocían la rudeza del viejo, y extrañaban su bondad. Las buenas burguesas se habían fijado en la dulce belleza de Tónica, y sin dejar de mover los labios como si rezasen, murmuraron bajo sus velos negros:

—Será su querida.

Sonaron en la plazuela el sordo rumor de muchos carruajes y los gritos de los cocheros. Después un coro de voces lúgubres entonaron la primera estrofa del De profundis.

Ya estaba allí la parroquia, ¡Abajo el muerto! Y en el salón sonaron los golpes del martillo sobre las tachuelas del féretro, que el eco repetía con extraña sonoridad. En la plazuela, los balcones estaban repletos de gente, como si esperase el paso de una procesión. En torno de la cruz de plata agolpábanse los negros bonetes, las rizadas sobrepellices y las lustrosas chisteras del acompañamiento. Allí estaba lo mejorcito de la Bolsa. «Alcistas», que respiraban satisfacción por la reciente victoria; los partidarios de la baja, mustios y desalentados, y los que ganaban siempre, los corredores y sus ayudantes, gente joven y amiga de Juanito, recordando con cierto enternecimiento las bromas que se permitían con aquel barbudo de corazón de niño.

En todo el camino, hasta la puerta de San Vicente, el fúnebre cortejo fue una sesión ambulante de la Bolsa. Aquellos señores, sin acordarse del motivo que les obligaba a andar por las calles en procesión, hablaban de los negocios, de la fuga de Morte, con gran estallido de fin de mes, y de la desesperada situación de los discípulos del famoso banquero.

El nombre de don Antonio Cuadros estaba en todas las bocas. Había huido el día anterior, con el convencimiento de que no podía pagar sus deudas, avergonzado sin duda de su ruina. Unos decían que había salido en el expreso para Francia; otros que estaría en Barcelona o en Cádiz, esperando ocasión para embarcarse en algún trasatlántico. En América está el porvenir de los desesperados y de la gente arruinada. Teresa debía saber dónde estaba su marido. La fuga era cosa convenida entre los dos: por eso se mostraba ella tan tranquila. Habíase quedado con su hijo en Las Tres Rosas, y a todos los que buscaban a don Antonio les contestaban lo mismo. Estaba fuera y no tardaría en volver para arreglar sus asuntos.

Era la fuga del banquero Morte copiada en miniatura. Además, se hablaba de que el señor Cuadros había comprometido en su ruina los ahorros de don Eugenio, confiados a su custodia, y todos se compadecían del pobre viejo.

Podían esperar sentados los acreedores de Cuadros a que éste volviese. Pero como entre ellos figuraban corredores de Bolsa, que se veían gravemente comprometidos de no proceder inmediatamente contra el deudor, en el cortejo fúnebre se hablaba de embargo, añadiendo que tal vez a aquellas horas estaría el Juzgado haciendo el inventario de la tienda.

Y era verdad. A las dos de la tarde entraban en Las Tres Rosas unos cuantos señores con papeles bajo el brazo, seguidos por un alguacil. En todo el Mercado, la aparición de los pajarracos de la ley produjo honda emoción. El comercio acreditado, sólido y a la antigua, que se cobijaba en obscuras tiendas, experimentaba esa inquietud que la justicia española despierta siempre en los hombres honrados, de tranquilas costumbres.

¡Qué aspecto el de Las Tres Rosas! Parecía la tienda un ser animado que acogía la desgracia con un gesto de resignado dolor. La puerta estaba sin adorno. Sólo algunas fajas y tiras de pañuelos obscuros pendían de los balcones, balanceándolas el aire como sogas de ahorcado. El escaparate tenía un aspecto de vetustez y abandono; el polvo de tres días sombreaba los vivos colores de las telas; y hasta el emblema de la casa, aquel maniquí vestido de labradora, parecía mirar al través de los cristales la extensa y alegre plaza con ojos de muerto. En las puertas de todas las tiendas aparecían las cabezas curiosas de los dependientes, con la misma expresión que si presenciasen el último acto de un drama. Los dueños, de pie en la entrada de sus establecimientos, volvían la espalda a Las Tres Rosas y fruncían el ceño, como si les doliese presenciar aquella catástrofe.

Apenas el Juzgado tomó asiento en la tienda, los pocos dependientes que aún quedaban en ella, como fieles guardianes de la ruina comercial, abalanzáronse a las puertas para cerrarlas, evitando de este modo la expectación molesta de los curiosos.

El escribano había subido al piso principal para hacer ante la esposa de Cuadros las notificaciones consiguientes antes de comenzar el embargo. Un hombre salió de la trastienda con paso acelerado, como si le persiguieran.

—¡Don Eugenio!—exclamaron los dependientes—. ¿Adonde va usted… ?

—Dejadme, muchachos. Ya me ha dicho el señor de arriba que no me marche… . Pero primero me matan que me quedo. Yo no puedo seguir aquí… ésta no es mi casa… . ¡Dejadme pasar… ! ¡Abrid la puerta… !

Y el pobre octogenario, con su arrugado rostro de una palidez de marfil, tembloroso y flácido, sin el bastón-muleta que le ayudaba ordinariamente en su marcha, los ojos inyectados de sangre y los ademanes descompuestos, parecía un pobre loco.

Pasó por entre los dependientes de la tienda y del Juzgado, atropellándolos con su débil cuerpo, que parecía fortalecido y vibrante por la indignación; y empujando con el pie una puerta entreabierta, salió de la tienda.

A aquella hora, la plaza del Mercado estaba bañada por el ardiente sol de una tarde de verano. Las moscas, revoloteando en la atmósfera de luz, brillaban como movibles chispas de oro; los tejados destacaban sus agudos contornos sobre el espacio azul y límpido. Frente al Principal, un grupo de soldados comía melones; en las puertas de las tiendas asomaban los dependientes curiosos; un corro de granujillas del Mercado jugaba a las chapas frente a los pórticos, y el resto de la plaza estaba solitario, con las aceras limpias de cestones y toldos, tostándose sus baldosas con aquella luz intensa y deslumbrante que lo caldeaba todo.

Don Eugenio andaba sin saber adonde dirigirse. Le temblaban las piernas, pasaban tenues nubecillas ante sus ojos y veía confusamente a los dueños de las tiendas, que le seguían con un gesto de compasión o le llamaban con amistosas señas.

—No, no iré… Yo no tengo derecho a entrar en vuestras casas. Sois los hijos, los sucesores de aquellos comerciantes de mi casta, viejos compañeros que antes morían que faltar a la honradez. No podría entrar en vuestras tiendas: soy el dueño de Las Tres Rosas, un quebrado, uno a quien embargan y que ningún comerciante honrado puede considerar como amigo… . ¡Ay, mi pobre tienda… ! ¡Te has lucido, Eugenio! Sesenta años de honradez inquebrantable, llegar a una edad a que pocos llegan, y todo ¿para qué? Para ver desmoronarse en un día lo que tanto me costó de edificar… . Pero ¿en qué tiempos estamos? ¿Qué hombres son estos que se juegan el porvenir, la tranquilidad de la familia, que pierden la honra y huyen tan frescos? La maldita ambición de subir y el salirse de la esfera los pierde a todos… . Ésta no es mi época… . Soy un muerto que por milagro sobrevive… . Mis compañeros, mis amigos, hace ya muchos años que se pudren en la tierra… . Allí debía estar yo. Juanito, ese chico, es quien lo ha entendido… . ¡Claro! Aunque dócil, era también de los nuestros, y ha preferido irse. ¡Ay, Señor! ¿Para esto me habéis conservado la vida… ? ¡Llevadme, llevadme pronto… !

Y agitado en su interior por estos pensamientos, avanzaba penosamente, trazando zigzags como si estuviera ebrio, cada vez más pálido y extendiendo sus brazos al pedir mentalmente que lo arrancasen del mundo.

Había llegado frente a San Juan, y su mirada, cada vez más indecisa y obscura, se fijó en la célebre veleta, en el pajarraco que doraba el sol, dándole el brillo de un ave del Paraíso.

—Aquí fue… . Como un perro me dejaron los míos… . He trabajado mucho, ¿y qué? Pobre y hambriento me abandonaron, y después de setenta años me encuentro igual en el mismo sitio. ¡Hermoso porvenir… ! Sea usted honrado, trabaje usted mucho, para verse arruinado, sin otro recurso que pedir limosna en la puerta de San Juan a los hijos de mis amigos… . ¡Ay, mi pobre tienda… ! Ha naufragado el barco, y el capitán debe morir. ¿Dónde está la veleta… ? ¿Se la han llevado… ? ¡Qué aprisa anochece… ! ¡Cómo me rueda la cabeza… ! ¡Viejo, que te caes… ! ¡Señor… ! ¡Señor… ! ¡Así!

La caída fue instantánea.

Primero se doblaron sus rodillas, quedando de hinojos en aquel lugar donde su padre le había abandonado setenta años antes; después cayó de bruces en la acera.

Los que en tropel salieron de todas las tiendas aún pudieron presenciar la agonía del último veterano del Mercado.

Valencia, 1894.

FIN

Colección integral de Vicente Blasco Ibáñez

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