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Capítulo 5

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–Pero, bebé, ¿cuándo llegamos a la isla?… Me fatiga estar en este banco lejos de ti, viendo esos bracitos míos cómo se cansan de tanto darle a los remos. ¡Un beso… , aunque te enfades! Eso te refrescará.

Y poniéndose en pie, Leonora dio dos pasos en la blanca barca, imprimiéndole un fuerte balanceo, y besó varias veces a Rafael, que, soltando los remos, se defendía entre risas.

–¡Loca! Así no llegaremos nunca. Con descansos como éstos se hace poco camino, y yo te he prometido llevarte a la isla.

Volvió a encorvarse sobre los remos, bogando por el centro del río, sobre las aguas que temblaban reflejando la luna, como si quisiera que la arboleda de ambas orillas gozase por igual en la contemplación de la amorosa escapatoria.

Había un capricho de la artista, un deseo repetido en sus visitas a la casa azul, unas veces por la tarde, en presencia de doña Pepa y la doncella, y todas las noches pasando por la brecha de la cerca, donde ya le esperaban en la oscuridad los desnudos brazos de Leonora, aquella boca fresca que se adhería con furor a la suya como si quisiera absorberlo.

Llevaba más de una semana de dulce embriaguez. Jamás había creído que la vida fuese tan hermosa. Vivía en una dulce inconsciencia. La ciudad no existía para él. Le parecían fantasmas todos los que le rodeaban; su madre y Remedios eran como seres invisibles, a cuyas palabras contestaba sin tomarse el trabajo de levantar la cabeza para verlas.

Pasaba los días agitado por el vehemente deseo de que llegase pronto la noche, que terminase la cena en familia, para subir a su cuarto y salir después cautelosamente apenas quedaba silenciosa la casa con la calma del sueño.

No adivinaba la extrañeza que esta conducta debía producir en su madre al ver cerrado su cuarto toda la mañana mientras él dormía con la fatiga de una noche de amor. No se fijaba en el rostro ceñudo de doña Bernarda, cansada ya de preguntarle si estaba enfermo y de oír la misma respuesta:

–No, mamá; es que trabajo de noche: un estudio importante.

La madre tenía que contenerse para no gritar: «¡Mentira!» Por dos noches había subido a su cuarto, encontrado cerrada la puerta y oscuro el ojo de la cerradura. Su hijo no estaba allí. Lo vigilaba, y todos los días, poco antes del amanecer, escuchaba cómo abría suavemente la puerta de la calle y subía las escaleras quedamente, tal vez descalzo.

La austera señora callaba, amontonando en silencio su indignación, lamentándose ante don Andrés de aquel retoñamiento de locura que trastornaba sus planes. El consejero vigilaba al joven por medio de sus numerosos devotos, que le seguían cautelosamente por la noche hasta la casa azul.

–¡Qué escándalo! –exclamaba doña Bernarda–. ¡De noche también! ¡Acabará por traerla a esta casa! Pero ¿es que esa boba de doña Pepita no ve nada de esto?

Y Rafael, insensible al ambiente de indignación que se formaba en torno de él; sin dignarse siquiera dirigir una palabra, una mirada a la pobre Remedios, que, cabizbaja como una cabrita enfurruñada, parecía llorar el recuerdo de aquellos paseos regocijados bajo la vigilancia de doña Bernarda.

El diputado no veía nada fuera de la casa azul; le cegaba su felicidad. Lo único que le molestaba era tener que ocultarla, no poder hacer pública su dicha para que se enterasen de ella todos los admiradores.

Hubiera querido transportarse de un golpe a la decadencia romana, donde los amores de los poderosos tomaban la majestad de la pública adoración.

–¡Qué me importa lo que murmuren! –decía una noche en la alcoba de Leonora, adonde subía cautelosamente todas las noches–. Mira si te quiero, que desearía ver a toda esa gente prestándote adoración. Quisiera poder cogerte en brazos así como estás, casi desnuda, y en pleno mediodía presentarme en el puente del Arrabal, ante la muchedumbre embobada por tu belleza: «¿Soy o no soy vuestro jefe? Pues si lo soy, adorad a esta mujer que es mi alma y sin la cual no puedo vivir. El afecto que me tengáis a mí partidlo para que también sea de ella.» Y lo haría, a ser posible, tal como lo digo.

–Loco… , nene adorable –decía ella, cubriéndole la cara de besos, acariciando la negra barba con su boca suave y estremecedora.

Y en una de estas entrevistas, donde las palabras se interrumpían con repentinos impulsos de pasión y las frases se cortaban con un salto de bestia en celo, ahogándose entre las bocas juntas y los pechos oprimidos por el abrazo, fue cuando Leonora manifestó su capricho.

–Me ahogo aquí dentro. Me repugna acariciarte entre cuatro paredes, junto a una cama vulgar, como un amante de momentáneo capricho. Esto es indigno de ti. Eres el Amor que vino a buscarme en la más hermosa de las noches. Al aire libre me gustas más; el amor es fresco y puro en medio del campo. Te veo más hermoso y yo me siento más joven.

Y recordando las expediciones río abajo, que tantas veces le había relatado Rafael en sus conversaciones de amigo, aquella isleta con sus cortinas de juncos y los sauces inclinándose sobre el agua y el ruiseñor cantando oculto, le preguntaba, ansiosa:

–¿Qué noche me llevas? Es un capricho, una locura; pero ¿para qué existe el amor sino para hacer alegres disparates que endulcen la vida?… Llévame en tu barca; ella, que te condujo aquí, nos trasladará a esa isla encantada; nos amaremos toda una noche al aire libre.

Y Rafael, se sentía halagado por la idea de pasear su amor río abajo, al través de la campiña dormida, desamarró su barca a medianoche bajo el puente del Arrabal, llevándola hasta un cañar inmediato al huerto de Leonora.

Una hora después atravesaban la brecha cogidos del brazo riendo de aquella escapatoria de colegiales traviesos, estrechándose el uno contra el otro, turbando con besos ruidosos e insolentes el majestuoso silencio del campo.

Se embarcaron, y la lancha, impulsada por la corriente, guiada por los remos de Rafael, comenzó a descender el Júcar, arrullada por el susurro de las aguas al deslizarse por las altas riberas de barro cubiertas de cañaverales que se inclinaban formando misteriosos escondrijos.

Leonora palmoteaba de alegría. Se echaba sobre la nuca la blonda con que había cubierto su cabeza, desabrochaba su ligero gabán de viaje y aspiraba con delicia el airecillo húmedo y algo pegajoso que rizaba la superficie del río. Su mano se estremecía acariciando el agua.

¡Qué hermosa resultaba la escapatoria! Solos y errantes, como si el mundo no existiera, como si toda la Naturaleza fuese para ellos; pasando por cerca de las alquerías dormidas, dejando atrás la ciudad, sin que nadie se diera cuenta de aquel amor que, en su entusiasmo, se desbordaba, saliendo del misterioso escondrijo para tener por testigo el cielo y el campo. Leonora hubiese querido que la noche no terminase nunca; que aquella luna menguante, que parecía partida de un sablazo, se detuviera eternamente en el cielo para envolverlos en su luz difusa y mortecina; que el río no tuviese fin y la barca flotase y flotase, hasta que, anonadados ellos de tanto amar, exhalasen el resto de su vida en un beso tenue como un suspiro.

–¡Si supieras cuánto te agradezco este paseo!… Rafael, estoy contenta. Nunca he tenido una noche como ésta… Pero ¿dónde está tu isla? ¿Nos hemos extraviado, como en la noche de la inundación?

No; llegaron a la isla donde muchas veces había pasado las tardes Rafael, oculto en los matorrales, aislado por el agua, soñando con ser uno de aquellos aventureros de las praderas vírgenes o de los inmensos ríos americanos cuyas peripecias seguía en las novelas de Fenimore Cooper y Mayne Reid.

Un pequeño río tributario se unía al Júcar, desembocando mansamente bajo una aglomeración de cañas y árboles: un arco triunfal de follaje. Y en la confluencia de las dos corrientes emergía la isla, una pequeña porción de terreno casi a ras del agua, pero fresca, verde y perfumada como un ramillete acuático, con espesos haces de juncos, sobre los cuales zumbaban de día los insectos de oro, y unos cuantos sauces que inclinaban sobre el agua sus finas cabelleras, formando bóvedas sombrías, bajo las cuales se deslizaba la barca..

Los dos amantes entraron en la oscuridad. La cortina de ramas les ocultaba el río; la luna apenas si podía filtrar algunas lágrimas de luz por entre las cabelleras de los sauces.

Leonora se sintió intimidada por aquel ambiente de cueva lóbrego y húmedo. Invisibles animales caían en el agua con sordo chapoteo al sentir la proa de la barca cabeceando sobre el barro de la ribera. La artista se agarraba nerviosamente al brazo de su amante.

–No tengas miedo –murmuró Rafael–. Apóyate y salta… Poco a poco. ¿No querías oír el ruiseñor? Ahí lo tenemos; escucha.

Era verdad. En uno de los sauces, al otro lado de la isla, lanzaba sus trinos, sus vertiginosas cascadas de notas, deteniéndose en lo más vehemente del torbellino musical para fijar un quejido dulce e interminable como un hilo de oro que se extendía en el silencio de la noche sobre el río, que parecía aplaudirle con un sordo murmullo.

Los amantes avanzaban sobre los juncos encorvándose, titubeando antes de dar un paso, temiendo el chasquido de las ramas bajo sus pies. La continua humedad había cubierto la isla de una vegetación exuberante. Leonora hacía esfuerzos por contener su risa de niña al sentirse con los pies apresados por las marañas de juncos y recibir las rudas caricias de las ramas que se encorvaban al paso de Rafael, y recobrando su elasticidad le golpeaban el rostro.

Pedía auxilio con pagada voz, y Rafael, riendo también, le tendía la mano, arrastrándola hasta el pie del árbol donde cantaba el ruiseñor.

Calló el pájaro, adivinando la presencia de los amantes. Oyó, sin duda, el ruido de sus cuerpos al caer al pie del árbol, las palabras tenues murmuradas al oído.

Reinaba el gran silencio de la naturaleza dormida, ese silencio compuesto de mil ruidos que se armonizan y funden en la majestuosa calma: susurro del agua, rumor de las hojas, misteriosas vibraciones de seres ocultos, imperceptibles, que se arrastran bajo el follaje o abren pacientemente tortuosas galerías en el tronco que cruje.

El ruiseñor volvió a cantar con timidez, como un artista que teme ser interrumpido. Lanzó algunas notas sueltas con angustiosos intervalos, como entrecortados suspiros de amor; después fue enardeciéndose poco a poco, adquiriendo confianza, y comenzó a cantar acompañado por el murmullo de las hojas agitadas por la blanda brisa.

Embriagábase a sí mismo con su voz; sentíase arrastrado por el vértigo de sus trinos; parecía vérsele en la oscuridad hinchado, jadeante, ardiente, con la fiebre de su entusiasmo musical. Entregado a sí mismo, arrebatado por la propia belleza de su voz, no oía nada, no percibía el incesante crujir de la maleza, como si en la sombra se desarrollase una lucha, los bruscos movimientos de los juncos, agitados por misteriosos espasmos; hasta que un doble gemido brutal, profundo, como arrancado de las entrañas de alguien que se sintiera morir, hizo enmudecer asustado al pobre pájaro.

Un largo espacio de silencio. Abajo despertaban los dos amantes estrechamente abrazados, en el éxtasis todavía de aquel canto de amor.

Leonora apoyaba su despeinada cabeza en el hombro de Rafael. Acariciaba su cuello con la anhelante y fatigada respiración que agitaba su pecho. Murmuraba junto a sus oídos frases incoherentes en las que aún vibraba la emoción.

¿Qué feliz se sentía allí! Todo llega para el amor. Muchas veces, en su época de resistencia, al contemplar por la noche desde su balcón aquel río que serpenteaba a través de la campiña dormida, había pensado con delicia en un paseo por el inmenso jardín del brazo de Rafael, en deslizarse por el Júcar, llegando hasta la isla.

–Mi amor es ya antiguo –murmuraba al oído de Rafael–. ¿Crees tú que sólo te quiero desde la otra noche? Te adoro hace mucho tiempo, mucho… Pero ¡no vaya usted a ponerse por esto orgulloso, señorito mío!… No sé cómo comenzó; creo que fue cuando estabas en Madrid. Al verte de nuevo, comprendí que estaba perdida. Si me resistí, es porque estaba en mi sana razón, porque veía claro. Ahora estoy loca y lo he echado todo a rodar. Dios sea con nosotros… Pero aunque venga lo que venga, quiéreme mucho, Rafael; júrame que me querrás. Sería una crueldad huir después de haberme despertado.

Y se apretaba con cierto terror contra el pecho de Rafael, hundía las manos en el cabello del joven, echaba atrás su cabeza para pasear su boca ávida por toda la cara, besándole en los ojos, en la frente, en la boca, mordiéndole la nariz y la barba suavemente, pero con una vehemencia cariñosa que arrancaba ligeros gritos a Rafael.

–¡Loca! –murmuraba, sonriendo–. ¡Qué me haces daño!

Leonora lo miraba fijamente con aquellos ojazos que brillaban en la sombra con el fulgor de una fiera en celo.

–Te devoraría –murmuraba con voz grave que parecía un rugido lejano–. Siento impulsos de comerte, mi cielo, mi rey, mi dios… ¿Qué me has dado, niño mío? ¿Cómo has podido enloquecerme, haciéndome sentir lo que nunca había sentido?

Y de nuevo caía sobre él, agarrando su cabeza, oprimiéndola con furia sobre su robusto y firme pecho, en cuyas desnudeces, se perdía la anhelante boca de Rafael, poseído también de avidez rabiosa.

–Ya no canta el ruiseñor –murmuraba el joven.

–¡Ambicioso! –decía riendo quedamente la artista–. ¿Ya quieres oírlo de nuevo?…

Callaban los dos, estrechamente abrazados, formando un solo cuerpo, trastornados por el ambiente de inefable poesía con el que los rodeaba la noche primaveral.

Otra vez comenzaron a resonar entre las altas ramas las notas sueltas, los lamentos tiernos del solitario pájaro, llamando al Amor invisible. Y familiarizado con los extraños rumores que aquella noche poblaban la isla y que llegaban de nuevo hasta él como bocanadas de lejano incendio, se lanzó en una carrera loca de trinos, cual si se sintiera espoleado por la voluptuosidad de la noche, cayendo del árbol su envoltura de pluma como un saco vacío, después de haber derramado su tesoro de notas.

Rafael se estremeció en los brazos de su amante como si despertase.

–Debe de ser tarde. ¿Cuántas horas estamos aquí?

–Sí; muy tarde –contestó Leonora con tristeza–. Las horas de placer van siempre al galope.

La oscuridad era densa; había desaparecido la luna. Cogidos de la mano, guiándose a tientas, llegaron a la barca, y el chapoteo de los remos comenzó a sonar río arriba sobre la negra corriente.

El ruiseñor cantaba en el sauce melancólicamente, como saludando una ilusión que se aleja.

–Mira mi vida –dijo Leonora–. El pobrecito nos despide. Oye cómo nos dice adiós.

Y súbitamente en su fatigado desaliento, anonadada y muelle por la noche de amor, sintió la llama del arte estremeciéndola de pies a cabeza.

Venía a su memoria el himno que en Los maestros cantores entona el buen pueblo de Nuremberg al ver en el estrado del certamen a Hans Sachs, su cantor popular, bondadoso y dulce como el Padre Eterno. Era la canción que el poeta menestral, el amigo de Alberto Durero, escribió en honor de Lutero al iniciarse la gran revolución; y la artista, puesta en pie en la popa, saludando con su sonrisa al ruiseñor, comenzó a cantar:

Sorgiam, che spunta il dolce albor,

Cantar escolto in mezco ai fior

Voluttuoso un usignol

Spiegando a noi l'amante vol!

Su voz, ardorosa y fuerte, parecía hacer temblar la negra superficie del río; parecía hacer temblar la negra superficie del río; se extendía en ondas armoniosas por los campos, perdíase en la frondosidad de la lejana isla, desde donde contestaba como un suspiro lejano el trino del ruiseñor. Imitaba, esforzándose, la majestuosa sonoridad del coro wagneriano; remedaba con murmullos a flor de labio el rumoroso acompañamiento de la orquesta, y Rafael batía el agua con sus remos al compás de la melodía piadosa y entusiástica con que el gran maestro había interpretado el fervor de la poesía popular saludando la aparición de la Reforma.

Iban río arriba, luchando contra la corriente. Rafael se doblaba sobre los remos, moviendo sus brazos nerviosos como resortes de acero. Llevaba la barca por cerca de la orilla, donde la corriente era menos viva y las ramas rozaban las cabezas de los amantes, mojando la cara de la artista con el rocío depositado en sus hojas. Muchas veces se hundía la barca en una de aquellas bóvedas de verdura, abriéndose paso lentamente entre las plantas acuáticas; y el follaje temblaba con el impulso armonioso de aquella voz vibrante y poderosa como gigantesca campana de plata.

Aún no llegaba el día, no spuntaba il dolce albor de la canción de Hans Sachs, pero se adivinaba que de un momento a otro comenzaría a clarear en el cielo la faja sonrosada del amanecer.

Rafael hacía esfuerzos para llegar cuanto antes, animado por la voz de Leonora, que marcaba el compás de los remos. Su canto sonoro parecía despertar la campiña. En una alquería se iluminaba una ventana. Rafael creyó varias veces oír en la ribera, a lo largo de los cañaverales, ruido de cañas tronchadas, pasos cautelosos de gente que los seguía.

–Calla, alma mía. No cantes; te van a conocer. Adivinarán quién eres.

Llegaron al ribazo donde habían embarcado. Leonora saltó a tierra; quería ir sola hasta su casa; se separarían allí. Y la despedida fue dulce, lenta, interminable.

–Adiós, amor; un beso; hasta mañana… ; no, hasta luego.

Se alejaba algunos pasos ribazo arriba y volvía de repente buscando los brazos de su amante.

–Otro, príncipe mío… El último.

Era la eterna despedida del amor; arrancarse con nervioso impulso de los brazos para volver al momento con la angustia de la separación.

Comenzaba a clarear el día. No cantaba la alondra, como en el jardín de Verona, anunciando el alba a los amantes de Shakespeare; pero comenzaba a oírse el chirrido lejano de los carros en los caminos de la campiña y una canción perezosa y soñolienta entonada por una voz infantil.

–Adiós, Rafael… Ahora sí que es el último. Nos van a sorprender.

Y recogiéndose el abrigo, subió de un salto el ribazo, saludándole por última vez con el pañuelo. Rafael remó río arriba hacia la ciudad. Aquel viaje a solas, cansado y luchando contra la corriente, fue lo peor de la noche.

Cuando amarró su barca cerca del puente era ya de día. Se abrían las ventanas de las casas vecinas al río; pasaban por el puente los carros cargados de vituallas para el mercado y las filas de hortelanas con grandes cestas a la cabeza. Toda aquella gente miraba con interés al diputado. Vendría de pasar la noche pescando. Se lo decían unos a otros, a pesar de que en la barca no se veía ningún útil de pesca. Envidiaban a la gente rica que puede dormir de día y entretener su tiempo como mejor le parece.

Rafael saltó a tierra, molestado por la curiosidad de los grupos. Pronto estaría enterada su madre.

Al subir al puente, con paso tardo y perezoso, muertos los brazos por sus esfuerzos de remero, oyó que le llamaban.

Don Andrés estaba allí, mirándolo con sus ojillos de color de aceite, que brillaban entre las arrugas con expresión de autoridad.

–Me has dado la gran noche, Rafael. Sé dónde has estado. Vi anoche cómo te embarcabas con esa mujer, y no han faltado amigos que os han seguido para saber adónde ibais. Habéis estado en la isla toda la noche; esa mujer cantaba sus cosas como una loca… Pero, ¡rediós!, ¿Es que os divertís así más, paseando a cielo abierto vuestro enredo, para que todo Cristo se entere?

Y el viejo se indignaba de veras, como libertino rústico y ducho que adoptaba toda clase de precauciones para no comprometerse en sus debilidades con la chiquillería de los almacenes de naranja. Sentía furor y tal vez envidia al ver aquella pareja sin miedo a la murmuración, inconsciente ante el peligro, burlándose de toda prudencia, ostentando su pasión con la insolencia de la dicha.

–Además, tu madre lo sabe todo. Estas noches ha sorprendido tus escapatorias, ha visto que no estabas en tu cuarto. La vas a matar de un disgusto.

Y con la severidad de un padre, hablaba de la desesperación de doña Bernarda; el porvenir de la casa en peligro; el compromiso con don Matías, la palabra dada, la hija esperando la prometida boda.

Rafael callaba, caminando como un autómata, irritado por aquella charla que le traía a la memoria todas las obligaciones molestas de su vida. Sentía el enojo del que se ve despertado por un criado torpe en mitas de un dulce sueño. Aún llevaba en sus labios la huella de los besos de Leonora; todo su cuerpo estaba impregnado de su dulce calor; ¡y aquel viejo venía a hablarle del deber, de la familia, del qué dirían, sin acordarse para nada del amor! ¡Como si el amor no fuese nada en la vida! Aquello era un complot contra su dicha y sentía que un impulso de lucha y de revuelta agitaba su voluntad.

Habían llegado frente a la gran casa de los Brull. Rafael buscaba con su llave la cerradura.

–Y bien –dijo el viejo, irritado–: ¿qué dices tú a todo esto? ¿Qué piensas hacer? Contesta; pareces mudo.

–Yo –repuso el joven con energía– , yo haré lo que mejor me parezca.

Don Andrés se estremeció. ¡Ay, cómo le habían cambiado a su Rafael!… Aquella chispa agresiva, arrogante, belicosa, que brillaba en sus ojos, no la había visto nunca.

–Rafael, ¿así me contestas? ¡A mí, que te he visto nacer! ¡A mí que te quiero como te quería tu padre!

–Soy ya mayor de edad. No quiero tolerar más esta comedia de ser personaje en la calle y un chiquillo en casa. Guárdese los consejos para cuando se los pida. Buenos días.

Al subir la escalera vio en el primer rellano, en la penumbra de la casa cerrada, sin otra luz que la de las rendijas de las ventanas, a su madre, erguida, ceñuda, tempestuosa, como una imagen de la justicia.

Pero Rafael no vaciló. Siguió subiendo los peldaños, sin recatarse, sin temblar cual otras veces, como el señor que ha estado ausente mucho tiempo y entra arrogante en la casa que es suya.

Colección integral de Vicente Blasco Ibáñez

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