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Capítulo 7
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Índice

Acababan de almorzar entre las maletas y las cajas, que ocupaban una gran parte de la habitación de Leonora en el hotel de Roma.

Por primera vez se sentaban en la mesa juntos en familiar intimidad, sin otro testigo que Beppa, la fiel doncella, acostumbrada por la azarosa vida de su señora a toda clase de sorpresas, y que contemplaba a Rafael con respetuosa sonrisa, como un ídolo nuevo con el que debía compartir la devota sumisión que sentía por Leonora.

Era el primer momento de tranquilidad y alegría que había tenido el joven en algunos días. El antiguo hotel con sus habitaciones grandes, de alto techo; sus corredores en discreta penumbra y su calma conventual, le parecía un lugar de delicias, un ameno retiro en el que se consideraba libre ya de las murmuraciones y luchas que le habían oprimido como un círculo infernal. Además, sentía allí ese viento exótico que parece soplar en los puertos y las grandes estaciones de ferrocarril. Todo le hablaba de la fuga, de la incógnita y deliciosa ocultación en aquel país tan calurosamente descrito por Leonora, desde los macarrones del almuerzo y el Chianti en empajada y ventruda redoma, hasta el castellano defectuoso y musical de los dueños del hotel, carnosos hombretones con enormes bigotes que recordaban los tradicionales mostachos de la casa de Saboya.

Leonora le había citado allí, en el refugio predilecto de los artistas, que aislado de la circulación, ocupa todo un lado de una plaza solitaria, señorial y tranquila, sin más ruidos que los gritos de los cocheros de alquiler y las patadas de los caballos.

Había llegado en el primer tren de la mañana, sin equipaje alguno, como un colegial que se fuga con solo lo puesto. Los dos días transcurridos desde que Leonora abandonó la ciudad, habían sido de tormentos para él. La gente comentando la huida de la cantante; escandalizándose de su inmenso equipaje que, agrandado por la imaginación de los murmuradores, llenaba no se sabía cuántos carros.

Esto quien lo sabía bien era el barbero Cupido, que, cual de costumbre, había corrido con todo el servicio del equipaje. Sabía a dónde había dirigido su vuelo aquella mujer peligrosa, y lo decía a todos. Volvía a Italia. El mismo había facturado para la frontera todo el equipaje grueso, mundos enormes como casas, cajones donde podía ocultarse cómodamente él con sus pelados mancebos. Y las mujeres, oyéndole, celebraban aquella huida como si las librase de un gran peligro. ¡Vaya bendita de Dios!

Rafael, después de la partida de su amante, apenas salió a la calle. Le molestaba la curiosidad de la gente, la conmiseración burlona de los amigos que envidiaban su pasada felicidad y permaneció dos días en su casa, seguido por la mirada interrogante de su madre. Doña Bernarda mostrábase más tranquila al verle libre de la maléfica influencia de la artista, pero sin abandonar por esto su gesto ceñudo, como avisada por el instinto maternal que aún presentía el peligro.

El joven estaba agitado por la impaciencia de la fuga. Le parecía intolerable permanecer allí mientras ella estaba sola, aislada en un cuarto de hotel, aguardando con igual impaciencia el momento de la reunión.

¡Qué amanecer el de la partida! Rafael se avergonzaba viéndose descalzo; caminando de puntillas, como un ratero, por la sala donde su madre recibía a los hortelanos y ajustaba las cuentas del cultivo. Avanzaba a tientas, sin otro guía que los luminosos resquicios de las cerradas ventanas. Su madre dormía en una habitación inmediata: oía su respiración, el fatigado estertor de un sueño pesado, con el que se reponía de aquellas noches en vela espiando su regreso de las citas de amor. Creía aún sentir el estremecimiento que le producía el suave tintineo de las llaves, abandonadas con la confianza de una autoridad sin límites en la cerraja de un mueble antiguo donde guardaba Doña Bernarda sus ahorros. Así ocultó con mano trémula en sus bolsillos todos los billetes guardados en los pequeños cajones.

Temblaba de emoción al consumar el acto audaz. Se llevaba lo suyo; no había pedido nada de la herencia de su padre. Leonora era rica; con una delicadeza admirable había rehuido hablar de dinero al discutir los preparativos del viaje; pero él no iba a ser un entretenido, no quería vivir como aquel Salvatti que explotó la juventud de la artista. Estos pensamientos le dieron fuerzas para llevarse el dinero y abandonar la casa; pero en el tren aún duraba su inquietud, y el personaje, el diputado experimentaba un miedo instintivo al ver en las estaciones los tricornios de la guardia civil. Palidecía pensando en el despertar de su madre si casualmente se daba cuenta del despojo.

La confianza y la alegría renacieron al entrar en el hotel como si entrase en un lugar de asilo. La encontró en la cama, la cabellera esparcida sobre la almohada como una ola de oro, los ojos entornados, la boca sonriente como si la sorprendiera en mitad de un ensueño saboreando sus recuerdos de amor. A medio día se levantaron para almorzar en el cuarto, pálidos, fatigados, proponiéndose emprender su viaje cuanto antes. No más locuras; sensatez hasta que se viesen fuera de España. Al anochecer saldrían en el correo de Barcelona hacia la frontera. Y tranquilamente como un matrimonio que discute en la calma placentera del hogar los detalles de la vida material, pasaban revista de los objetos necesarios para el viaje.

Rafael no tenía nada. Había huido como quien escapa de un incendio, con el traje que primero encontró al saltar de la cama. Necesitaba muchas cosas indispensables y pensaba salir a comprarlas: asunto de un momento.

—¿Pero vas a ir tú?—preguntaba Leonora con cierta angustia, como si su instinto femenil adivinase en el peligro.—¿Vas a dejarme sola?...

—Un momento nada más. No te haré esperar mucho.

Se despidieron en el corredor con la ruidosa y descuidada alegría de su pasión; sin fijarse en los camareros que iban y venían al otro extremo del largo pasadizo.

—Adiós, Rafael... Uno; uno nada más.

Y cuando él salió a la plaza, con el sabor en los labios del último beso, todavía le saludó desde un balcón una mano cubierta de pedrería.

El joven andaba apresuradamente. Quería volver cuanto antes, y pasó con rapidez por entre la nube de cocheros que le ofrecían sus servicios frente al gran palacio de Dos Aguas, cerrado, silencioso, dormido como los dos gigantes que guardan su portada, desarrollando bajo la lluvia de oro del sol la suntuosidad recargada y graciosa del estilo rococó.

—Rafael, Rafael...

El diputado volviose al oír su nombre, y palideció como en presencia de una aparición. Era don Andrés quien le llamaba.

—¿Usted aquí?

—He llegado en el correo de Madrid. Hace dos horas que te busco por todas las fondas de Valencia. Ya sabía que estabas aquí... Pero vámonos, tenemos que hablar; este no es buen sitio.

Y lanzaba una intensa mirada de odio al hotel, como si quisiera aniquilar al enorme caserón con todos los seres que encerraba.

Se alejaron, caminando lentamente sin saber dónde iban, errando a la ventura, doblando esquinas, pasando varias veces por la misma calle, con el pensamiento concentrado, los nervios estremecidos, prontos a gritar y haciendo esfuerzos por que su voz fuese débil, apagada, y no llamase la atención de los transeúntes que pasaban rozándoles por las estrechas aceras.

Don Andrés comenzaba, como era de esperar.

—¿Te parece bien lo que has hecho?

Al ver que él, cobardemente intentaba mostrarse asombrado, asegurando que nada había hecho, que había venido a Valencia por un asunto insignificante, el viejo se indignó.

—No mientas: o somos hombres o no lo somos. Tú debes sostener lo hecho, si te figuras haber obrado bien. No creas que vas a engañarme para echar a correr con esa señora, Dios sabe dónde. Te he encontrado y no te dejo. Quiero que lo sepas todo: tu madre en cama; yo, avisado por ella de lo ocurrido, saliendo en el primer tren a encontrarte; toda la casa en revolución, creyendo en el primer instante en un robo, y la ciudad llevándote en lenguas tal vez a estas horas. Qué... ¿estás contento? ¿deseas matar a tu madre? Pues la matarás... ¡Dios mío! ¡y estos son los hombres de talento! ¡los señoritos con carrera! Cuánto mejor que fueses un bruto como yo o como tu padre; sin estudios, pero sabiendo vivir y divertirse sin compromiso.

Después relataba minuciosamente lo ocurrido. La madre teniendo que visitar su viejo mueble para hacer un pago a los jornaleros; el grito de horror y alarma que puso en conmoción la casa; la llegada de Don Andrés, avisado apresuradamente; la sospecha contra la fidelidad doméstica, pasando revista a todas las sirvientes, que lloraban protestando con indignación, hasta que doña Bernarda cayó en una silla, casi desmayada, murmurando al oído de su consejero:

—Rafael no está en casa. Se ha ido... tal vez para no volver. Lo adivino; él tiene el dinero.

Y mientras metían en la cama a la madre sollozante y avisaban al médico, él salía hacia la estación para coger el tren, y leía en las miradas curiosas el presentimiento de lo ocurrido, la prontitud con que los maldicientes unían aquella agitación sorda en la casa de Brull con la subida de Rafael en el primer tren, presenciada por algunos, a pesar de sus precauciones.

—Rafael; señor diputado, ¿está usted contento?... ¿Quiere usted dar que reír más aún a sus enemigos?

El viejo hablaba con voz temblona; parecía próximo a llorar. La obra de toda su vida, las grandes victorias ganadas al lado de Don Ramón, aquel poder político tan cuidadosamente pulido y aguzado, todo iba a quebrarse y perderse por culpa de un chiquillo ligero, vehemente; que al adorar a una mujer arrojaba a sus pies lo suyo y lo de los demás.

Rafael, que en el primer momento se sentía agresivo, dispuesto a contestar con la violencia si el viejo camarada extremaba la reprensión, mostrábase ablandado y un tanto conmovido por el sincero dolor de aquel hombre, sin otro sentimiento que la dominación, semejante a su padre, como el gato se parece al tigre, y casi sollozante al ver en peligro el prestigio de la casa.

Cabizbajo, aterrado por la imagen de aquella escena, después de su huida, Rafael no sabía por dónde marchaban. Le sorprendió de pronto un perfume de flores. Atravesaban un jardín, y al levantar la cabeza vio brillando al sol la arrogante figura del conquistador de Valencia sobre su nervudo caballo de guerra.

Siguieron adelante. El viejo hablaba con acento plañidero de la situación de la casa. Aquel dinero que tal vez llevaba en el bolsillo, más de treinta mil pesetas, representaba los últimos esfuerzos de su madre para sacar a flote la fortuna de la familia, puesta en peligro por las genialidades de don Ramón. Suyo era el dinero, nada tenía él que decir; podía derrocharlo por el mundo: pero no hablaba a ningún niño, hablaba a un hombre que tenía corazón y sólo le pedía como preceptor de su infancia, como su más antiguo amigo, que pensase en los sacrificios de su madre, en su exagerada y ruda economía, en las privaciones que se había impuesto, vestida de hábito en todo tiempo, peleándose por un céntimo con las criadas, a pesar de sus aires de gran señora, privándose de esas golosinas y regalos que tanto gustan en la vejez, todo para que su señor hijo se gastara alegremente con una mujer aquella cantidad de la que hablaba don Andrés con respeto, pensando en lo que había costado reunir. ¡Vamos, hombre, que era para morirse el ver tales cosas!...

¿Y si el padre, si don Ramón levantase la cabeza? ¿Si viese cómo su hijo por un amor destruía de golpe lo que tantos años había costado levantar?...

Pasaban un puente. Abajo, en el seco cauce, se destacaban las manchas rojas y azules de un grupo de soldados y sonaba el redoble de los tambores como el zumbido de una enorme colmena. Aquel estrépito belicoso acompañaba dignamente la evocación del padre hecha por el viejo. Rafael creía ver delante de sus pasos aquel enorme cuerpo de hombre de lucha, sus grandes bigotes, su fiero entrecejo de conquistador, de aventurero nacido para guiar hombres e imponerles su voluntad.

—¡Si don Ramón viese esto!... El era capaz de dar toda su fortuna por una mujer, pero no hubiera tomado juntas las más hermosas del mundo a cambio de perder un solo voto.

Y su hijo, aquel retoño en el que había puesto sus esperanzas, el destinado a elevar la casa a su mayor gloria, el que había de ser personaje en Madrid, y al nacer encontraba el camino hecho, arrojaba por la ventana todo el trabajo del padre con el fácil abandono con que se pierde lo que no costó nada de ganar. ¡Bien se veía que no había conocido los tiempos malos! La época de la Revolución, cuando estaban caídos y había que hacerse respetar escopeta en mano; las desesperadas batallas electorales, en las que se alcanzaba el triunfo pasando sobre algún muerto; los galopes audaces en víspera de escrutinio, a través de los campos, envueltos en la sombra de la noche, sabiendo que por cerca estaba emboscado el roder de carabina certera, que había jurado su muerte; los procesos interminables por coacción y violencias que hacían vivir en perpetua angustia, esperando de un momento a otro la catástrofe final, el presidio con la pérdida de los bienes. Todo esto lo había arrastrado su padre por él; por labrarle un pedestal, por crearle un distrito propio, abriéndole camino para llegar lejos, muy lejos. Y él lo perdía todo, se despojaba para siempre de un poder formado a costa de años y peligros, si aquella misma noche no volvía a casa, destruyendo con su presencia las suposiciones de la gente escandalizada.

Rafael movía la cabeza negativamente, conmovido por el recuerdo de su padre, convencido por las razones del viejo, pero resuelto a resistir. No, y no; la suerte estaba echada; él seguiría su camino.

Estaban bajo los árboles de la Alameda. Pasaban los carruajes formando una inmensa rueda en el centro del paseo; brillantes los arreos de los caballos y los faroles del pescante con el reflejo del sol; viéndose a través de las ventanillas los sombreros de las señoras y las blancas blondas de los niños.

Don Andrés se indignaba ante la tenacidad del joven. Enseñábale aquellas familias, de exterior tranquilo y feliz, paseando dentro de sus carruajes, con la plácida calma de una abundancia sedentaria y exenta de emociones. ¡Cristo! ¿Tan mala era aquella vida? Pues así podía vivir él si era bueno, si no volvía la espalda al deber; rico, influyente, respetado, envejeciendo rodeado de hijos; lo único que en este mundo puede desear una persona honrada.

Todo esto del amor sin trabas ni leyes, del amor que se hurta de la sociedad y sus costumbres, bastándose a si mismo y, despreciando el que dirán, eran mentiras de poetas, músicos y danzantes, gente perdida y loca como aquella mujer que le arrebataba lejos, muy lejos, rompiendo para siempre sus lazos con la familia y con su país.

El viejo parecía animarse con el silencio de Rafael. Creía llegado el momento de atacar su amor audazmente.

—Y luego, ¡qué mujer! Yo he sido joven como tú; es verdad que no he conocido señoras como esa, pero, ¡bah! todas son iguales. He tenido mis debilidades; pero te digo que por una mujer como esa no hubiese perdido ni una uña. Cualquier muchacha de las que tenemos por allá vale más. Mucho traje, mucha palabra, polvos y pinturas a puñados... No es que yo diga que sea fea, no señor; ¡pero hijo, poco necesitas para volverte loco; las sobras de los demás!...

Y habló del pasado de la artista; de aquella historia galante y tormentosa, exagerada por la leyenda; los amantes a docenas, su cuerpo desnudo reproducido en estatuas y cuadros; la mirada de toda Europa corriendo sobre su belleza, con la confianza del que entra en su casa, conociendo hasta el último rincón. ¡Vaya una virginidad para volverse loco! ¿Y por esa conquista lo iba a perder todo?

El viejo sintió miedo al ver la punta de brasa que la ira encendió en los ojos de Rafael. Acababan de pasar otro puente; entraban de nuevo en la ciudad, y don Andrés en su miseria de viejo malicioso y cobarde, retrocedió como si quisiera ocultarse tras la casilla de los guardias de consumos, librándose de la bofetada que ya veía cortando el aire.

El diputado, tras breve indecisión, siguió adelante, desalentado, cabizbajo, sin fijarse en el viejo que había vuelto a colocarse a su lado.

¡Ah, el maldito! ¡Qué bien había sabido herirle! El pasado de Leonora; su amor repartido con loca generosidad por los cuatro puntos de la tierra; todos los pueblos pasando sobre su cuerpo, domándola un instante con el atractivo de la elegancia o el encanto del arte; sus entrañas estremeciéndose hoy en un palacio y mañana en un cuarto de hotel; su boca repitiendo en diversos idiomas aquellas mismas frases de amor, entrecortadas por el espasmo, que le enardecían, como si fuese el primero en oírlas. ¿Y por estos restos que aún sobrevivían milagrosamente después del loco derroche, iba él a perderlo todo, a huir dejando a sus espaldas el escándalo, el descrédito y tal vez el cadáver de su madre? ¡Ah, terrible don Andrés! ¡Y cómo después de herirle metía los dedos en el sangriento desgarrón agrandando la herida! La lógica llana y vulgar del viejo había desvanecido su ensueño. Aquel hombre, había sido el Sancho rústico y malicioso que aconsejaba a su quijotesco padre, y ahora seguía su misión cerca del hijo.

Recordaba de un golpe toda la historia de Leonora, las francas confidencias de su época de pura amistad, cuando se lo contaba todo para impedir que la siguiese deseando. Por mucho que ella le adorase no sería más que un sucesor del conde ruso, del músico alemán, o de alguno de aquellos amantes de pocos días, apenas mencionados, pero que algo habían dejado en su memoria. ¡Un sucesor! ¡el último que llega con algunos años de retraso y se contenta mordiendo en la cálida madurez que ellos conocieron con la frescura y la suave película de la juventud! Los besos que tan profundamente le turbaban tenían algo más que la caricia de la mujer: era el perfume embriagador y malsano de todas las corrupciones y locuras de la tierra; el olor concentrado de un mundo que había corrido loco hacia su belleza como los pájaros nocturnos se agolpaban a la luz del faro.

¡Abandonarlo todo por ella! ¡Correr la tierra, libres y orgullosos de su amor!... Y en ese mundo encontraría a muchos de sus antecesores contemplándole con mirada curiosa e irónica; sobrevivientes de las pasadas aventuras que, en su presencia, la desnudarían con la mirada, adivinando de antemano las frases entrecortadas que ella había de decir por la noche, los extravíos de su pasión nunca satisfecha.

Lo extraño era que nada de esto se le había ocurrido antes. La ceguera de la felicidad jamás le había dejado pensar que no era él el primero que pasaba por sus brazos, que aquellas palabras que le mecían como dulce música podían haber sido oídas por otros y otros antes que él...

¿Cuánto tiempo iban por las calles de Valencia?... Le temblaban las piernas, estaba desfallecido, apenas veía. Los aleros de las casas aún estaban bañados de sol, y a él le parecía andar a tientas en la penumbra del crepúsculo.

—Tengo sed, Don Andrés. Entremos en cualquier sitio.

El viejo le encaminaba al café de España, su refugio favorito. Tenía la mesa al pie de los cuatro relojes que sustenta el ángel de la Fama en el centro del gran salón cuadrado, con sus enormes espejos de fantásticas perspectivas y sus dorados, obscurecidos por el humo y la luz crepuscular que desciende por la alta linterna como una inmensa cripta.

Rafael bebió, sin saber ciertamente el contenido del vaso; un veneno tal vez que le helaba el corazón. Don Andrés contemplaba sobre el mármol de la mesa el recado de escribir; la cartera de roto hule y el mísero tarro de tinta, golpeándolos con el rabo de la pluma, una pluma de café, engrasada, torcida de puntas, instrumento de tortura para desesperar la mano.

—Falta una hora para el tren. Rafael, sé hombre; aún es tiempo. Vente y remediaremos esta chiquillada.

Y le tendía la pluma, a pesar de no haberse mencionado en la conversación el propósito de escribir a persona alguna.

—No puedo, don Andrés. Soy un caballero, tengo mi palabra dada y no retrocedo venga lo que venga.

El viejo sonreía con sarcasmo.

—Sé todo lo caballero que quieras. Lo serás para esa mujer. Pero cuando rompas con ella, cuando te deje o la abandones tú no vuelvas a Alcira. Tu madre no existirá: yo estaré no sé dónde, y los que te hicieron diputado te mirarán como un ladrón que robó y mató a su madre... Enfurécete, pégame si quieres; ya nos miran de las otras mesas... da un escándalo en el café; no por esto dejará de ser verdad lo que te digo...

Mientras tanto Leonora se impacientaba en su cuarto del hotel. Habían transcurrido tres horas. Para calmar su inquietud se sentó en el balcón, tras la verde persiana, siguiendo con distraídos ojos el paso de los escasos transeúntes que atravesaban la plaza.

Encontraba en ella un recuerdo de las plazoletas de Florencia, rodeadas de mansiones señoriales, cerradas e imponentes, con su pavimento de guijarros ardientes por el sol, entre los cuales crece la hierba y que despiertan de su modorra al paso tardo de una mujer, de un cura o un viajero, repitiendo sus pisadas cuando ya están lejos.

Miraba los viejos caserones de la plaza, un ángulo del palacio de Dos Aguas, con sus tableros de estucado jaspe entre las molduras de follaje de los balcones; escuchaba las conversaciones de los cocheros, agrupados en la puerta del hotel, en torno de los dueños y los criados, todos aquellos italianos bigotudos que sacaban sillas a la acera como en una calle de pueblo. De vez en cuando miraba los tejados de enfrente, de los cuales iba retirándose la luz del sol, cada vez más pálida y dulcificada.

Miró su reloj. Las seis. ¿Pero dónde se había metido aquel hombre? Iban a perder el tren, y para aprovechar hasta el último minuto, daba órdenes a Beppa, queriendo que todo estuviese en orden y dispuesto para la marcha. Recogía sus objetos de tocador, cerraba las maletas después de pasear su mirada interrogante por todo el cuarto con la inquietud de una partida rápida, y colocaba en una butaca, junto al balcón, el abrigo de viaje, el saco de mano, el sombrero y el velo para arreglarse sin tardanzas ni vacilaciones, apenas se presentase Rafael, jadeante y cansado por el retraso.

Y el amante sin venir... Sintió impulsos de salir en su busca; pero ¿dónde encontrarle? Desde niña no había estado en la ciudad, desconocía sus calles, podía cruzarse, sin saberlo, con Rafael, vagar errante mientras él la esperase en el hotel. Mejor era aguardar.

Acababa el día. En el cuarto extendíase la sombra del crepúsculo, confundiendo los objetos. Volvió al balcón trémula de impaciencia, triste, como la luz violeta que se difundía por el cielo, con vetas rojas que reflejaban el sol poniente. Iban a perder el tren; tendrían que aguardar hasta el día siguiente. Un contratiempo que trastornaba la seguridad de su huida.

Volviose con nervioso movimiento al oír que la llamaban desde la puerta de la habitación:

Signora, una lettera.

¡Una carta para ella!... La tomó febril de la mano del camarero, ante la mirada vaga y sin expresión de la doncella, sentada sobre las maletas.

Le temblaban las manos. El recuerdo de Hans Keller, el artista ingrato surgió repentinamente en su memoria. Buscó una bujía en su alcoba y acabó por volver al balcón, examinando la carta a la luz del crepúsculo.

Su letra en el sobre; pero portentosa, penosa, como arrancada con esfuerzo. Sentía toda su sangre replegarse en el corazón; leía con el ansia del que quiere apurar de un golpe toda la amargura y saltaba renglones, adivinándolos.

«Mi madre muy enferma... voy allá por unos días nada más... mi deber de hijo... pronto nos veremos»; y las cobardes excusas de costumbre para suavizar la rudeza de la despedida; la promesa de reunirse con ella tan pronto como le fuese posible; los juramentos apasionados, afirmando que era la única mujer que amaba en el mundo.

Pasó como un relámpago por su voluntad el propósito de salir en seguida para Alcira aunque fuese a pie; quería avistarse con Rafael, arrojarle al rostro aquella carta, abofetearle, batirse.

—¡Ah, el miserable! ¡el infame!—rugía.

Y la doncella, que acababa de encender luz, vio a su señora pálida, con una blancura mate, los ojos desmesuradamente abiertos, los labios lívidos, andando erguida con dolorosa tensión, como si no moviese los pies, como si la empujara una mano invisible.

—Beppa—gimió.—¡Se ha ido! ¡me deja!...

La doncella, insensible ante la fuga del señorito, sólo atendía a Leonora, adivinando la próxima crisis, contemplando con sus ojos de vaca mansa el desencajado rostro de la señora.

—¡El miserable!—rugía yendo de un lado a otro de la habitación.—¡Cuán loca he sido! ¡Entregarme a él, creerle un hombre, confiarme a su amor, perder la tranquilidad y la única familia que me resta!... ¿Por qué no me dejó marchar sola? Me hizo soñar en una primavera eterna de amor y me abandona... Ha jugado conmigo... se burla de mí... y no puedo aborrecerle. ¿Por qué me despertó cuando yo estaba allá abajo recogida, tranquila, insensible, en un egoísta aislamiento?... Embustero, miserable... ¿Pero por qué lloro?... Se acabó. Alégrate, Beppa; otra vez a cantar, correremos el mundo; jamás volverás a este rincón de todos, donde he querido educar niños. ¡A vivir! ¡A tratar a puntapiés al hombre! ¡así! ¡así! ¡como el peor de los animales! Me río al pensar en mi estupidez; ¡qué locura, creer en ciertas cosas! ¡Ja, ja, ja!

Y desde la plaza se oyeron las carcajadas. Una risa loca, aguda, acerada, que parecía rasgar las carnes y puso en conmoción todo el hotel, mientras la artista, con los labios espumeantes caía al suelo y se revolvía furiosa, volcando los muebles, hiriéndose con las metálicas aristas de sus maletas.

Colección integral de Vicente Blasco Ibáñez

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