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Capítulo 3

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Al salir del palacio la vio en la acera, disponiéndose a subir en una berlina. Un ujier del Congreso sostenía la portezuela con el respeto que inspira el coche oficial, el galón de oro brillante en el sombrero de los cocheros.

Rafael se aproximaba, creyendo todavía, a la vista de aquel carruaje en una asombrosa semejanza. Pero, no: era ella, la misma, ¡como si no hubiesen transcurrido ocho años!

–¡Leonora! ¡Usted aquí!…

Ella sonrió como si aguardara el encuentro.

–Lo he visto y lo he oído. Muy bien, Rafael; acabo de pasar un rato delicioso.

Y estrechando su mano con franco apretón de amistad, entró en el carruaje, con estrépito de sedas y finos lienzos.

–Vamos, ¿no sube usted? –preguntó sonriendo–. Acompáñeme: daremos un paseo por la Castellana. La tarde es magnífica; un poco de oxígeno sienta bien después de ese ambiente tan pesado.

Rafael subió, seguido por la mirada de asombro del ujier, admirado al verlo en tan seductora compañía.

Comenzó a rodar el carruaje; los dos, en íntimo contacto, sintiendo el calor de sus cuerpos, chocando dulcemente con el suave movimiento de los muelles.

Rafael no sabía qué decir. Le turbaba la sonrisa irónica y fría de su antigua amante; sentíase avergonzado por el recuerdo de su brutal despedida. Quería hablar, u, sin embargo, no sabía qué decir; le pesaba aquel usted ceremonioso con que se habían tratado al subir al coche.. Por fin se atrevió a decir tímidamente, hablando en tercera persona:

–Encontrarnos aquí, ¡qué sorpresa!

–Llegué ayer; mañana salgo para Lisboa. Una corta detención: hablar dos palabras con el empresario del real; tal vez venga el próximo invierno a cantar la Valquiria. Pero hablemos de usted, ilustre orador… , más bien dicho, de ti, porque nosotros creo que aún somos amigos.

–Sí, amigos, Leonora… Yo no he podido olvidarte.

Pero el entusiasmo con que dijo estas palabras se desvaneció ante la fría sonrisa de la artista.

–Amigos, eso es –dijo ella con lentitud–; amigos nada más. Entre nosotros hay un muerto que nos impide aproximarnos.

–¿Un muerto? –preguntó Rafael, no comprendiendo a la artista.

–Sí; aquel amor que mataste… Amigos nada más; camaradas unidos con la complicidad del crimen.

Y reía con irónica crueldad, mientras el carruaje corría por una de las avenidas de Recoletos. Leonora miraba distraídamente el paseo central, sus filas de sillas de hierro que, vigilados por las criadas, corrían alborozados bajo la luz dorada y dulce de la tarde primaveral.

–Leí esta mañana en los periódicos que don Rafael Brull, de la Comisión , se encargaría de contestar en eso de los presupuestos, y rogué a un antiguo amigo, el secretario de la Embajada inglesa, que viniese a recogerme para acompañarme al Congreso. Este coche es el suyo… ¡Pobre muchacho! No te conoce, pero apenas vio que te levantabas, emprendió la fuga… Una injusticia, porque tú no has estado mal. Estoy asombrada. Y di, Rafael: ¿de dónde sacas todas esas cosas?

Pero Rafael no aceptaba el elogio, mirando con inquietud aquella sonrisa cruel. Además, ¿qué le importaba su discurso? Creía estar años enteros dentro de aquel coche; le parecía haber transcurrido toda una vida desde que salió del Congreso; el recuerdo de la sesión se borraba en su memoria. La contemplaba con admiración, paseando una mirada de asombro por su rostro y su cuerpo.

–¡Qué hermosa estás!… –murmuró con arrobamiento–. La misma que entonces. Parece imposible que hayan transcurrido ocho años.

–Sí; reconozco que no estoy del todo mal. El tiempo no me muerde. Un poco más de tocador: he ahí todo. Yo soy de las que mueren en pie, sin sacrificar a la edad nada de su exterior. Antes que entregarme, me mataría. Quiero eclipsar a Ninón de Lenclos.

Era verdad. Los ocho años no habían marcado su paso por ella. La misma frescura, igual esbeltez robusta y fuerte, idéntico fuego de arrogante vitalidad en sus ojos verdes. Parecía que al arder en incesante llama de pasión, en vez de consumirse se endurecía, haciéndose más fuerte.

Su mirada abarcaba al diputado con una curiosidad irónica.

–¡Pobre Rafael! Siento no poder decirte lo mismo. ¡Cuán cambiado estás! Pareces un señor casi venerable. En el congreso me costó trabajo reconocerte. Grueso, calvo, con esos lentes que trastornan tu antigua cara de moro de leyenda. ¡Pobrecito mío! ¡Si ya tienes arrugas!…

Y reía como si le causara intenso gozo el placer de la venganza, ver a su antiguo amante, anonadado y cabizbajo por el retrato de su decadencia.

–No eres feliz, ¿verdad? Y, sin embargo, debías serlo. Te habrás casado con aquella muchacha que te ofrecía tu madre; tendrás hijos… , no intentes negarlo, para hacerte el interesante; lo adivino en tu persona: tienes el aire de padre de familia; a mí no se me escapan estas cosas… ¿Y por qué no eres feliz? Tienes todo el aspecto de un personaje, y lo serás muy pronto; de seguro que usas faja para disimular el vientre; eres rico, hablas de esa cueva lóbrega y antipática; tus amigos de allá se entusiasmarán leyendo el discurso del señor diputado, y estarán ya preparando los cohetes y la música para recibirte. ¿Qué te falta?…

Y con los ojos entornados, sonriendo maliciosamente, esperaba la respuesta, adivinándola.

–¿Qué me falta? El amor; lo que tenía contigo.

Y con los ojos entornados, sonrientes, como si aún estuvieran entre los naranjos de la casa azul, el diputado daba salida a sus melancolías de ocho años.

Le ofrecía la imagen inspirada por su tristeza. El Amor, que pasa una sola vez en la vida, coronaba de flores, con su cortejo de besos y risas. Quien lo sigue obediente, encuentra la felicidad al fin de la dulce carrera. El que por orgullo o egoísmo se queda al borde del camino, ése llora su torpeza, la expía con una existencia de tedio y dolor. Él había pecado, lo reconocía, e imploraba su perdón; había purgado su falta con ocho años monótonos, abrumadores como una noche sofocante y sin fin; pero ya que volvían a encontrarse, aún era tiempo, Leonora; aún podía hacer retoñar la primavera de su vida, obligar al Amor a que volviese sobre sus pasos, a que pasase de nuevo, rindiéndoles sus dulces manos.

La artista lo escuchaba sonriendo, con los ojos cerrados, reclinada en el fondo del carruaje con un gesto de placer, como si paladease con fruición aquel fuego de amor que aún ardía en Rafael, y que era su venganza.

Los caballos marchaban al paso por la Castellana. Pasaban junto a ellos otros carruajes en los que brillaban curiosas miradas, sondando el interior de la berlina y admirando aquella mujer hermosa y desconocida.

–¿Qué contestas, Leonora? Aún podemos ser felices. Olvida mi falta, el tiempo pasado; imagínate que ayer fue nuestra despedida en aquel huerto, que hoy nos encontramos para vivir eternamente unidos.

–No –dijo fríamente la artista–. Tú lo has dicho: el Amor sólo pasa una vez en la vida. Lo sé por cruel experiencia, y he procurado olvidarlo. Para nosotros pasó ya, y es una locura pretender que nos busque de nuevo. Ese no retrocede nunca. Si le buscásemos, sólo a costa de esfuerzos encontraríamos su sombra. Lo dejaste escapar; llora tu culpa, como yo lloré tu torpeza… Además, tú no te das cuenta de la situación. Acuérdate de lo que hablábamos en nuestra primera noche a la luz de la luna: «El arrogante mes de Mayo, el joven guerrero con armadura de flores, busca a su amada la Juventud.» ¿Y dónde está en nosotros la juventud? La mía, búscala en mi tocador; se la compro al perfumista; y aunque sabe disfrazarme bien, oculta una vejez de ánimo, un desaliento en el que no quiero pensar porque me asusta. La tuya, ¡pobre Rafael!, no existe ya, ni aún exteriormente. Mírate bien: ¡estás muy feo, hijo mío! Has perdido aquella esbeltez interesante de la juventud. Me haces reír con tus ensueños… ¡Una pasión a estas horas! ¡El idilio de una jamona retocada y un padre de familia calvo y con abdomen! ¡Ja, ja, ja!

¡Cruel! ¡Cómo reía! ¡Cómo se vengaba! Rafael irritábase ante aquella resistencia punzante e irónica; se exaltaba al hablar de su pasión… Nada importaban los desgastes del tiempo. ¿No podía obrar milagros el amor? Él la amaba más aún que en otros tiempos: sentía el hambre loca por su cuerpo: la pasión les daría el fuego de la juventud. El amor era como la primavera, que vivifica los troncos aletargados por el invierno, cubriéndoles de flores. ¡Qué ella dijera sí, y vería al instante el milagro, la resurrección de su vida entumecida, el despertar de su alma a la vida del amor!

–¿Y la mujer? ¿Y los hijos? –preguntó Leonora brutalmente, como si le quisiera despertar con este recuerdo cruel como un latigazo.

Pero Rafael estaba ebrio de pasión. Le trastornaba el contacto tibio de aquel cuerpo tantas veces deseado en su aislamiento, las emanaciones perfumadas de voluptuosidad con que impregnaba el interior del carruaje.

Todo lo olvidaría por ella: familia, porvenir, posición. Él sólo la necesitaba a ella para vivir y ser feliz.

–Huiré contigo; todos me son extraños cuando pienso en ti. Tú sola eres mi vida.

–Muchas gracias –contestó Leonora con gravedad–. Renuncio a este sacrificio… ¿Y la santidad de la familia de que hace poco hablabas en aquel salón? ¿Y la moral cristiana, sin la cual sería imposible la vida? ¡Qué de mentiras decís allí para los bobos!…

Y volvía a reír cruelmente, regocijada por el contraste entre las palabras del discurso y aquella loca proposición de abandonarlo todo para seguirla en su correría por el mundo. ¡Ah farsante!…

Ya había presentido ella en su solitaria tribuna que todo eran mentiras, convencionalismos, frases hechas, que el único que hablaba allí con la firmeza de la virtud era aquel viejecito, al que contemplaba con veneración por haber sido uno de los ídolos de su padre.

Rafael se sentía avergonzado. La rotunda negativa de Leonora, la burla despiadada de su hipocresía, le hacían darse cuenta de la enormidad de su deseo. Se vengaba haciéndole revolcarse en la abyección de su amor loco y desesperado, capaz de las mayores vergüenzas.

Comenzaba el crepúsculo. Leonora dio orden al cochero para volver a la plaza de Oriente. Vivía en una de las casas inmediatas al teatro Real que sirven de alojamiento a los artistas. Tenía prisa; había de comer con aquel joven de la Embajada y dos críticos musicales cuya presentación le habían anunciado.

–¿Y yo, Leonora? ¿No nos veremos más?

–Tú me dejarás en la puerta, y… ¡hasta que volvamos a encontrarnos!

–¡Quédate unos días! Al menos que te vea, que tenga el consuelo de hablarte, de sentir el amargo placer de tus burlas.

¡Quedarse!… Tenía sus días contados; iba de un extremo a otro del mundo, arreglando su vida con la exactitud de un reloj. De allí a dos días cantaría en el San

Carlos de Lisboa tres representaciones e Wagner nada más; y después, de un salto, a

Estocolmo; y luego, no sabía con certeza dónde: a Odesa o a El Cairo. Era el Judío Errante, la valquiria galopando entre las nubes de una temporada musical, pasando a través de las más diversas temperaturas, saltando sobre los más distintos países, arrogante y victoriosa, sin sufrir el más leve menoscabo en su salud y su hermosura.

–¡Ah, si tú quisieras! ¡Si me permitieses seguirte!… ¡Cómo amigo nada más! ¡Cómo criado, si es preciso!

Y le cogía una mano, oprimiéndola con pasión; hundía sus dedos en la manga, acariciando el fino brazo por debajo del guante.

–¿Lo ves? –decía ella sonriendo con frialdad–. Es inútil; ni el más leve estremecimiento. Para mí eres un muerto. Mi carne no despierta a tu contacto; se encoge como al sentir un roce molesto.

Rafael lo reconocía así. Aquella piel que en otros tiempos se estremecía locamente bajo sus caricias, era ahora insensible: tenía la frialdad indiferente con que se acoge lo desconocido.

–No te esfuerces, Rafael. Esto se acabó. El amor que dejaste pasar está lejos, tan lejos, que aunque corriéramos mucho nunca le daríamos alcance. ¿A qué cansarnos? Al verte ahora siento la misma curiosidad que ante uno de esos vestidos viejos que en otro tiempo fueron nuestra alegría. Veo fríamente los defectos, las ridiculeces de la moda pasada. Nuestra pasión murió porque debía morir. Tal vez fue un bien que huyeses. Para romper después, cuando yo me hubiese amoldado para siempre a tu cariño, mejor fue que lo hiciese en plena luna de miel. Nos aproximó el ambiente, aquella maldita primavera; pero ni tú eras para mí ni yo para ti. Somos de diferente raza. Tú naciste burgués, yo llevo en las venas el ardor de la bohemia. El amor, la novedad de mi vida, te deslumbraron; batiste las alas para siempre, pero caíste con el peso de los afectos heredados. Tú tienes los apetitos de tu gente. Ahora te crees infeliz, pero ya te consolarás viéndote personaje, contemplando tus huertos cada vez más grandes y tus hijos creciendo para heredar el poder y la fortuna de papá. Esto del amor por el amor, burlándose de leyes y costumbres, despreciando la vida y la tranquilidad, es nuestro privilegio, la única fortuna de los locos a los que la sociedad mira con desconfianza desdeñosa. Cada uno a lo suyo. Las aves de corral, a su pacífica tranquilidad, a engordar al sol; los pájaros errantes, a cantar vagabundos, unas veces sobre un jardín, otras tiritando bajo la tempestad.

Y riendo de nuevo, como arrepentida de estas palabras dichas con gravedad y convicción, en las que resumía toda la historia de aquel amor, añadió con expresión burlona:

–¡Qué parrafito!, ¿eh? ¡Qué efecto hubiese hecho al final de tu discurso!

El carruaje entraba ya en la plaza de Oriente: iba a detenerse ante la casa de Leonora.

–¿Subo? –preguntó el diputado con angustia, con la entonación del niño que implora un juguete.

–¿Para qué? Te aburrirás; seré la misma que aquí. Arriba no hay luna ni naranjos en flor. Es inútil esperar una borrachera como la de aquella noche… Además, no quiero que te vea Beppa. Se acuerda mucho de aquella tarde en el hotel de Roma al recibir tu carta, y me creería una mujer sin dignidad al verme contigo.

Le invitaba a bajar con un gesto imperioso. Cuando partió el carruaje, los dos quedaron un momento en la acera, contemplándose en silencio por última vez.

–Adiós, Rafael… Cuídate, no envejezcas tan aprisa. Cree que he tenido un verdadero gusto en volver a verte, el gusto de convencerme de que aquello acabó.

–Pero ¡así te vas!… ¡Así acaba para ti una pasión que aún llena mi vida!… ¿Cuándo volveremos a vernos?

–No sé; nunca… Tal vez cuando menos lo esperes. El mundo es grande, pero rodando por él como yo ruedo, hay encuentros inesperados, como éste.

Rafael señalaba al inmediato teatro.

–¿Y si vinieras a cantar ahí?… ¿Si yo volviera a verte?…

Leonora sonreía con altivez, adivinando su pregunta.

–Si vuelvo, serás uno de mis innumerables amigos; nada más. Y no creas que soy ahora una santa. La misma que antes de conocerte; pero de todos, ¿sabes?, del portero del teatro, si es preciso, antes que de ti. Tú eres un muerto… Adiós Rafael.

La vio desaparecer en el portal, y permaneció aún mucho rato en la acera, dominado por el anonadamiento, abstraído en la contemplación de los últimos resplandores del crepúsculo que palidecían más allá de los tejados del Palacio Real.

Las bandadas de pájaros piaban sobre los árboles del jardín, estremeciendo las hojas con sus aleteos juguetones, como enardecidos por la primavera, que llegaba para ellos fiel y puntual como todos los años.

Emprendió la marcha hacia el interior de la ciudad, lentamente, con desaliento, pensando morir, diciendo adiós a todas las ilusiones que aquella mujer parecía haberse llevado consigo al volver implacable la espalda. Sí; era un muerto que paseaba su cadáver bajo la luz triste de los primeros faroles de gas que comenzaban a encenderse. ¡Adiós, amor! ¡Adiós, juventud! Para él ya no había primavera. La alegre locura le rechazaba como un desertor indigno; su futuro era engordar dentro del hábito de hombre serio.

En la calle del Arenal oyó que le llamaban. Era un diputado, un camarada de banco que volvía de la sesión.

–Compañero, deje usted que se le felicite; estuvo usted archimonumental. El ministro ha hablado con gran entusiasmo de su discurso al presidente del consejo. Cosa hecha: a la primera combinación es usted director general o subsecretario. ¡Mi enhorabuena, compañero!

Playa de la Malvarrosa (Valencia) julio–septiembre de 1900.

Colección integral de Vicente Blasco Ibáñez

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