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Capítulo 6

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Llegó la gran fiesta del Palmar, la del Niño Jesús.

Era en diciembre. Sobre la Albufera soplaba un viento frío que entumecía las manos de los pescadores, pegándolas a la percha. Los hombres llevaban gorros de lana hundidos hasta las orejas y no se quitaban el chubasquero amarillo, que al andar producía un frufrú de faldas huecas.

Las mujeres apenas salían de las barracas; todas las familias vivían en torno del hogar, ahumándose tranquilamente en una atmósfera densa de cabaña de esquimales.

La Albufera había subido de nivel. Las lluvias del invierno engrosaban las aguas, y campos y ribazos estaban cubiertos por una capa liquida, moteada a trechos por las hierbas sumergidas. El lago parecía más grande. Las barracas aisladas, que antes estaban en tierra firme, aparecían como flotando sobre las aguas, y las barcas atracaban en la misma puerta.

Del suelo del Palmar, húmedo y fangoso, parecía salir un frío crudo e insufrible, que empujaba a las gentes dentro de sus viviendas. Las comadres del pueblo no recordaban un invierno tan cruel. Los gorriones moriscos, inquietos y rapaces, caían de las techumbres de paja, encogidos por el frío, con un grito triste que parecía un lamento infantil- Los guardas de la Dehesa hacían la vista gorda ante las necesidades de la miseria, y todas las mañanas un ejército de chiquillos se esparcía por el bosque, buscando leña seca para calentar sus barracas.

Los parroquianos de Cañamel sentábanse en torno de la chimenea, y sólo se decidían a abandonar sus silletas de esparto junto al fuego para ir al mostrador en busca de nuevos vasos.

El Palmar parecía entumecido y soñoliento. Ni gente en las calles, ni barcas en el lago. Los hombres salían para recoger la pesca caída en las redes durante la noche, y volvían rápidamente al pueblo. Los pies mostrábanse enormes con sus envolturas de paño grueso dentro de las alpargatas de esparto. Las barcas llevaban en el fondo una capa de paja de arroz para combatir el frío. Muchos días, al amanecer, flotaban en el canal anchas láminas de hielo, como cristales deslustrados. Todos se sentían vencidos por el tiempo. Eran hijos del calor, habituados a ver hervir el lago y humear los campos con su hálito corrompido bajo la caricia del sol. Hasta las anguilas, según anunciaba el tío Paloma, no querían sacar sus morros fuera del barro en aquel tiempo de perros. Y para agravar la situación, caía con gran frecuencia una lluvia torrencial que oscurecía el lago y desbordaba las acequias. El cielo gris daba un ambiente de tristeza a la Albufera. Las barcas que navegaban en la bruma tenían el aspecto de ataúdes, con sus hombres inmóviles metidos en la paja y cubiertos hasta la nariz por gruesos andrajos.

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