Читать книгу Trono destrozado - Victoria Aveyard - Страница 12

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La vida en la corte no era ni mejor ni peor que en la finca. La gobernación trajo consigo mayores ingresos, aunque ni por asomo los suficientes para elevar a la Casa de Jacos más allá de las comodidades básicas. Coriane no tenía aún una doncella ni la quería, mientras que Jessamine no cesaba de graznar que le hacía falta una asistente. Al menos la casa de Arcón era más fácil de mantener que la finca de Aderonack, que se clausuró después de que la familia fuera trasplantada a la capital.

La echo de menos en cierto modo, escribió Coriane. El polvo, los jardines enzarzados, el vacío y el silencio. Tantos rincones que fueron míos, lejos de mi padre y de Jessamine, e incluso de Julian. Lo que más lamentaba era la pérdida del garaje y los anexos. A pesar de que la familia no había tenido un vehículo utilizable desde hacía años, y menos todavía un chófer, los restos permanecían. Ahí estaba el armazón descomunal del vehículo privado de seis plazas cuyo motor había sido transferido al suelo como si se tratase de un órgano. Estropeados calentadores de agua y viejas calderas desmontadas en busca de partes útiles, por no mencionar las arcaicas herramientas del ya remoto personal de jardinería, llenaban los diversos cobertizos y dependencias. Dejo atrás varios rompecabezas inconclusos, piezas que no volverán a juntarse nunca. Parece un desperdicio. No de los objetos, sino de mí. ¿Tanto tiempo dedicado a pelar alambres o contar tornillos para qué? ¿Para adquirir conocimientos que no usaré jamás? ¿Conocimientos menospreciados, inferiores, absurdos para todos? ¿Qué hice de mí durante quince años? Una gran estructura de nada. Supongo que echo de menos la vieja casa porque estaba conmigo en mi vacuidad, en mi silencio. Creía que detestaba la finca, pero creo que odio más la capital.

Lord Jacos rechazó la petición de su hijo, desde luego. Su heredero no iría a Delphie a traducir ruinosos documentos ni a archivar artefactos despreciables. No tiene ningún sentido hacerlo, dijo, como no veía tampoco ningún sentido en casi todo lo que Coriane hacía, una opinión que expresaba con regularidad.

Ambos hijos se abatieron cuando sintieron que su escapatoria les era arrebatada. Incluso Jessamine notó su desaliento, aunque no les dijo nada a ninguno de los dos. Coriane sabía que su vieja prima había sido indulgente con ella en sus primeros meses en la corte, o que lo había sido más con la bebida. Porque por mucho que hablara de Arcón y Summerton, aparentemente ninguna de las dos le gustaba gran cosa, si su consumo de ginebra servía de referencia para ello.

Las más de las veces, Coriane podía escabullirse durante la siesta diaria de Jessamine. Recorrió la ciudad a pie en innumerables ocasiones, con la esperanza de hallar un sitio que fuera de su agrado, del cual asirse en el recién agitado mar de su vida.

No encontró ese lugar, pero sí a una persona.

Él le pidió que le llamara Tibe después de varias semanas. Un sobrenombre de familia, que usaban la realeza y unos cuantos amigos muy queridos.

—De acuerdo —dijo Coriane al aceptar su solicitud—. Decir su alteza era ya un poco desagradable.

Volvieron a verse por casualidad, en el inmenso puente que cruzaba el río Capital y unía ambos lados de Arcón. Era una maravillosa estructura de acero retorcido y hierro apuntalado que sostenía tres niveles de calzadas, plazas y centros de comercio. Más que las tiendas de sedas y los restaurantes de lujo que se alzaban sobre la corriente, a Coriane le interesó el puente mismo, su construcción. Intentó calcular cuántas toneladas de metal estaban bajo sus pies, para lo que sumergió su mente en una oleada de ecuaciones. Al principio no reparó en los centinelas que caminaban en su dirección, ni en el príncipe al que seguían. Él estaba lúcido esta vez, sin una botella en la mano, y ella pensó que pasaría sin mirarla.

En cambio, se detuvo a su lado y ella sintió su calor como un reflujo delicado, similar al roce del sol estival.

—Lady Jacos —le dijo mientras seguía su mirada hasta el acero del puente—, ¿ha descubierto algo interesante?

Ella inclinó la cabeza, aunque no quiso hacer el ridículo con otra reverencia fallida.

—Eso creo —contestó—. Me preguntaba encima de cuántas toneladas de metal estaremos posados, con la esperanza de que nos soporten.

El príncipe soltó una risotada teñida de nerviosismo. Movió los pies como si comprendiera de repente que, en efecto, se hallaban a una gran altura sobre el agua.

—Intentaré no pensar en eso —murmuró—. ¿Quiere compartir otra noción aterradora?

—¿De cuánto tiempo dispone usted? —preguntó ella al tiempo que esbozaba una sonrisa.

La esbozó apenas, porque algo arrastró al resto hacia abajo. La jaula de la capital no era un lugar grato para Coriane.

Ni para Tiberias Calore.

—¿Me haría el favor de acompañarme? —inquirió éste y le extendió un brazo.

Esta vez Coriane no percibió vacilación en él, ni las elucubraciones de una interrogante. El príncipe ya conocía la respuesta.

—Desde luego.

Y deslizó su brazo en el de él.

Ésta será la última ocasión en que un príncipe sujete mi brazo, pensó mientras atravesaban el puente. En lo sucesivo, pensaría lo mismo cada vez que sucediera, y siempre estaría equivocada. A principios de junio, una semana antes de que la corte abandonara Arcón por el más pequeño pero igual de grandioso palacio de verano, Tibe llevó a alguien para que la conociera. Iban a reunirse en el este de Arcón, en el jardín escultórico a las puertas del teatro Hexaprin. Coriane llegó temprano porque Jessamine había empezado a beber durante el desayuno y ella estaba impaciente por escapar. Por una vez, su relativa pobreza resultó una ventaja. Sus prendas eran ordinarias, visiblemente Plateadas, rayadas como estaban con el dorado y amarillo de su casa, más allá de lo cual no eran nada notables. No portaba joya alguna que la señalara como una dama de una Gran Casa, alguien digno de mención, y ni siquiera la seguía un sirviente en uniforme. Los demás Plateados que vagaban entre esa colección de mármoles tallados apenas la miraron, y por una vez le agradó que así fuera.

La cúpula verde del Hexaprin se erguía en lo alto y se proyectaba sobre ella con el sol todavía en el cielo. Un cisne negro de liso e impoluto granito se posaba en la cúspide, con el largo cuello arqueado y las alas extendidas, cada una de cuyas plumas había sido esculpida con esmero. Era un monumento hermoso al exceso Plateado, quizá de factura Roja, intuyó ella y miró a su alrededor. No había ningún Rojo cerca; trajinaban en la calle. Algunos se detenían a mirar el teatro y alzaban los ojos a un lugar al que nunca entrarían. Puede ser que algún día traiga a Eliza y a Melanie. Se preguntó si esto les gustaría a las doncellas o si tal muestra de caridad las avergonzaría.

No alcanzó a resolverlo. La llegada de Tibe borró todos sus pensamientos.

Él carecía de la belleza de su padre pero era guapo a su manera. Tenía una mandíbula sólida que forcejeaba aún por desarrollar una barba, expresivos ojos dorados y una sonrisa maliciosa. Sus mejillas cambiaban de color cuando bebía y su risa se hacía más intensa, igual que su calor expansivo, aunque en ese momento estaba sobrio como un juez, y agitado. Nervioso, se dio cuenta Coriane mientras avanzaba para recibirla en compañía de su séquito.

Él vestía en esta ocasión con sencillez, aunque no tan modestamente como yo. No llevaba uniforme, insignias ni nada que indicara que aquél fuese un evento oficial. Portaba una chaqueta simple de color gris sobre una camisa blanca, pantalones de color rojo oscuro y botas negras tan bien lustradas que resplandecían como un espejo. Los centinelas no iban tan informales. Sus caretas y su indumentaria llameante eran signo suficiente del derecho de primogenitura del heredero.

—Buenos días —dijo y ella vio que golpeteaba su costado con los dedos—. Pensé que podríamos ver Ocaso de invierno. Es nueva, de las Tierras Bajas.

Coriane sintió que el corazón le daba un vuelco ante esa posibilidad. El teatro era una extravagancia que su familia apenas podía permitirse y Tibe lo sabía, a juzgar por el brillo en sus ojos.

—¡Claro! Suena maravilloso.

—Bueno —respondió él y enganchó el brazo de ella sobre el suyo.

Aunque esto era ya algo natural para ambos, el brazo de ella se crispó cuando sintió el de él. Coriane había decidido tiempo atrás que lo que existía entre ellos sería sólo amistad. Él es un príncipe y está atado a la prueba de las reinas, se decía; de cualquier forma, podía disfrutar de su presencia.

Dejaron el jardín y se dirigieron a los embaldosados peldaños del teatro y a la plaza con una fuente en la entrada. La mayoría se detenía para abrirles camino mientras miraba al príncipe y a una dama noble dirigirse en dirección al edificio. Algunos tomaron fotografías, cuyas luces radiantes deslumbraron a Coriane cuando a Tibe sólo le provocaron sonrisas; ya estaba habituado a este tipo de cosas. En realidad, tampoco a ella le importó. Se preguntó, de hecho, si no habría una manera de atenuar el resplandor de las cámaras para que no incordiaran a los circunstantes. No dejó de pensar en lámparas, cables y vidrios polarizados hasta que Tibe habló.

—Robert vendrá con nosotros, por cierto —dijo mientras cruzaban el umbral y pisaban un mosaico de cisnes negros con el gesto de echar a volar.

Al principio, Coriane apenas lo oyó, asombrada por la belleza del Hexaprin, con sus paredes de mármol, sus vertiginosas escaleras, su explosión de flores y su techo reflectante del que colgaba una docena de dorados candelabros. Un segundo después cerró la boca, y cuando se volvió hacia Tibe vio que se había avergonzado en extremo, más que nunca antes.

Parpadeó preocupada. Vio en su imaginación al amante del rey, al príncipe que no era miembro de la familia real.

—Por mí, no hay problema —dijo y procuró no alzar la voz. Comenzaba a formarse ya una muchedumbre, ansiosa de entrar a la función de matiné—. ¿Lo hay para ti?

—No, no, me complace mucho que él venga. Yo… yo se lo pedí —el príncipe tropezaba con las palabras por alguna razón que Coriane no entendía—. Quiero que te conozca.

—¡Ah! —exclamó ella, y no supo qué más decir. Después miró su vestido (ordinario, pasado de moda) y frunció el ceño—. Me habría gustado vestir otro atuendo. No todos los días se conoce a un príncipe —añadió, y casi le guiñó un ojo a Tiberias.

Él lanzó una carcajada de alivio y buen humor.

—Ingeniosa, Coriane, muy ingeniosa.

Evitaron las taquillas y la entrada general al recinto. Tibe la hizo subir por una de las sinuosas escaleras para ofrecerle una vista mejor del enorme vestíbulo. Al igual que sobre el puente, ella se preguntó quién había construido aquel lugar, aunque en el fondo lo sabía. Trabajadores Rojos, artesanos Rojos y quizás unos cuantos magnetrones. Sintió la usual punzada de incredulidad. ¿Cómo es posible que los sirvientes produzcan tanta belleza y se les considere inferiores? Son capaces de maravillas diferentes a las nuestras.

Adquirían habilidad mediante el desempeño de su oficio y la práctica, más que por nacimiento. ¿Eso no es incluso mejor que la fuerza Plateada? Pero no pensó demasiado en esas cosas. No lo hacía nunca. Así es la vida.

El palco real se situaba al final de un largo pasillo alfombrado decorado con retratos. El príncipe Robert y la reina Anabel aparecían en muchos de ellos, ambos grandes mecenas de las artes en la capital. Tibe los señaló con orgullo y se detuvo ante un retrato de Robert y su madre en traje de ceremonia.

—Anabel aborrece ese cuadro —dijo una voz al fondo del corredor.

Lo mismo que su risa, la voz del príncipe Robert era melodiosa, y Coriane se preguntó si habría sangre arrulladora en su familia.

El príncipe se deslizó silenciosamente por la alfombra, con zancadas largas y elegantes. Un seda, supo entonces Coriane, y recordó que pertenecía a la Casa de Iral. Su aptitud era la agilidad, el equilibrio, lo que le confería una presencia ligera y destreza de acróbata. Su larga cabellera se derramaba en un hombro y relucía en ondas oscuras de un azul casi negro. Mientras se acercaba, Coriane advirtió un tono gris en sus sienes y líneas de expresión alrededor de su boca y sus ojos.

—No cree que nos representen con justicia, son demasiado agraciados; ya conoces a tu madre —continuó hasta detenerse frente al cuadro. Apuntó al rostro de Anabel y después al suyo. Ambos irradiaban juventud y vitalidad, con hermosas facciones y ojos chispeantes—. Yo opino que eso está bien. Después de todo, ¿quién no necesita un poco de ayuda de cuando en cuando? —agregó, con un guiño amable—. Descubrirás eso muy pronto, Tibe.

—No, si puedo evitarlo —replicó este último—. Posar para un retrato es quizás el acto más aburrido en el reino.

Coriane le dirigió una mirada.

—Pero un precio bajo por una corona.

—¡Bien dicho, Lady Jacos, bien dicho! —proclamó Robert entre risas al tiempo que agitaba su cabello—. Debes ser prudente, muchacho. ¿Acaso ya has olvidado tus modales?

—Claro que no —respondió Tibe y le hizo una seña a ella para que se acercara—. Tío Robert, ésta es Coriane, de la Casa de Jacos, hija de Lord Harrus, gobernador de Aderonack. Coriane, éste es el príncipe Robert, de la Casa de Iral, compañero jurado de su real majestad, el rey Tiberias V.

La reverencia de ella había mejorado en los últimos meses, aunque no mucho. De todos modos intentó hacerla, pero Robert tiró de ella para darle un abrazo. Él olía a lavanda y a… ¿pan horneado?

—Es un placer conocerla al fin —dijo mientras retrocedía. Por una vez, Coriane no se sintió examinada. Él no traslucía la menor maldad y le sonreía cordialmente—. Vamos, la función está a punto de comenzar —al igual que Tibe, la cogió del brazo y le palmeó la mano como un abuelo cariñoso—. Usted se sentará a mi lado, por supuesto.

Algo se tensó en el pecho de Coriane, una sensación desconocida. ¿Era… felicidad? Así lo creyó.

Sonrió ampliamente, y cuando miró por encima del hombro vio que Tibe los seguía, la observaba y exhibía una sonrisa de alivio y regocijo.

Tibe fue con su padre al día siguiente a pasar revista a las tropas en una fortaleza en Delphie, lo que dejó a Coriane en libertad de visitar a Sara. La Casa de Skonos poseía una residencia opulenta en las lomas del oeste de Arcón, pero disfrutaba asimismo de algunas cámaras en el Palacio del Fuego Blanco, por si la familia real tenía necesidad en algún momento de un hábil sanador de la piel. Sara la recibió sola en las puertas, con una sonrisa perfecta para los vigilantes y una advertencia para ella.

—¿Qué pasa? ¿Ocurre algo? —susurró Coriane tan pronto como llegaron a los jardines frente a los aposentos de los Skonos.

Sara la llevó más allá, entre los árboles, hasta que estuvieron cerca de una pared cubierta de enredaderas y flanqueada por unos rosales inmensos que las ocultaban a ambas. Una vibración de pánico invadió a Coriane. ¿Qué habrá sucedido? ¿Les ha pasado algo a los padres de Sara? ¿Julian se equivocó y ella nos abandonará para irse a la guerra? De manera egoísta, esperaba que tal no fuera el caso. Quería a Sara tanto como Julian, pero no estaba tan dispuesta como él a verla partir, ni siquiera en pos de sus aspiraciones. Ese solo pensamiento la llenó de pavor e hizo que las lágrimas acudieran a sus ojos.

—¿Te vas a ir, Sara… te irás a…? —tartamudeó, aunque su amiga la frenó con un gesto.

—No tiene nada que ver conmigo, Cori. ¡Y no te atrevas a llorar! —añadió y se obligó a reír mientras la abrazaba—. Lo siento, no era mi intención alarmarte. Sólo quería que habláramos a solas.

Coriane se sintió aliviada.

—Doy gracias a mis colores —dijo entre dientes—. ¿Qué exige entonces tanto misterio? ¿Tu abuela ha vuelto a pedirte que le depilaras las cejas?

—No, y espero que no vuelva a hacerlo.

—¿Entonces qué?

—Has conocido al príncipe Robert.

Coriane echó a reír.

—¿Y eso qué importa? Estamos en la corte, todos conocen a Robert…

—Todos lo conocen, pero no todos tienen audiencias privadas con el amante del rey. De hecho, él no es bien visto, en absoluto.

—No imagino por qué. Es quizá la persona más amable de este lugar.

—Por envidia antes que nada, y algunas de las Casas más tradicionales piensan que no está bien que se le haya elevado tanto. Cortesano es el término que más se usa contra él.

Las mejillas de Coriane se encendieron de rabia y de pena por Robert.

—Bueno, si conocerlo y estimarlo es un escándalo, no me preocupa en lo más mínimo. Ni a Jessamine, en realidad; se emocionó mucho cuando le expliqué…

—El escándalo no se debe a Robert, Coriane —Sara la cogió de las manos y ella sintió que algo de la habilidad de su amiga penetraba en su piel. Un tacto fresco que significaba que la herida que se había hecho el día anterior desaparecería en un abrir y cerrar de ojos—. Se debe al príncipe heredero y a ti, a su cercanía. Todos saben que la familia real está muy unida, en particular en lo que se refiere a Robert. Lo valora y protege sobre todas las cosas. Si Tiberias quiso que vosotros dos os conocierais es que…

A pesar de la sensación agradable, Coriane se apartó de Sara.

—Somos amigos. Esto no puede ni podrá ser nunca otra cosa —forzó una risa muy distinta a la habitual—. No es posible que tú creas que Tibe me ve como algo más, que quiera o pueda querer algo más de mí, ¿o sí?

Supuso que su amiga reiría con ella, que desdeñaría todo esto como una broma. En cambio, Sara jamás se había mostrado tan seria.

—Todo apunta a que sí, Coriane.

—Pues te equivocas. Yo no, tampoco él, y además hay que pensar en la prueba de las reinas. Tendrá que ser pronto, él ya es mayor de edad y a mí nadie me elegiría nunca.

Sara la cogió otra vez de las manos y se las apretó suavemente.

—Creo que él lo haría.

—¡No me digas eso…! —susurró Coriane —miró las rosas, pero lo que veía era el rostro de Tibe. Ya le era conocido, después de varios meses de amistad. Conocía su nariz, sus labios, su mandíbula y más que nada sus ojos. Despertaban algo en ella, una afinidad que no sabía que pudiera tener con otra persona. Se veía en ellos, su propio dolor, su propia alegría. Somos iguales, pensó. Buscamos algo que nos mantenga firmes, solos los dos en una habitación llena de gente—. Es imposible. Y decirme esto, darme esperanzas con él… —suspiró y se mordió el labio—. No necesito esa pena adicional. Él es mi amigo y yo lo soy de él. Eso es todo.

Sara no era dada a las fantasías ni a las ilusiones. Se ocupaba de curar huesos fracturados, no corazones rotos. Así que Coriane no tuvo otro remedio que creerle, aun contra sus propias reservas.

—Amigos o no, eres la favorita de Tibe. Y sólo por eso debes cuidarte. Él acaba de colocar una diana en tu espalda y todas las jóvenes de la corte lo saben.

—Todas las jóvenes de la corte apenas saben quién soy, Sara.

De cualquier modo, volvió alerta a casa.

Y esa noche soñó que unos puñales envueltos en seda la hacían pedazos.

Trono destrozado

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