Читать книгу Trono destrozado - Victoria Aveyard - Страница 10

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Jared Jacos recibió dos funerales.

El primero tuvo lugar en la corte, en Arcón, bajo una brumosa lluvia de primavera. El segundo sucedería una semana después, en la finca de Aderonack. El cadáver del tío se sumaría así a la tumba familiar y descansaría en un sepulcro de mármol que había sido pagado con una de las joyas del bastón de Jessamine. La esmeralda se vendió a un comerciante de piedras preciosas en el este de Arcón, en presencia de Coriane, Julian y su vetusta prima. Jessamine mantuvo un aire distante y no se molestó en mirar cuando la gema verde pasó de manos del nuevo Lord de Jacos a las del joyero Plateado. Un hombre común, supo Coriane. No llevaba colores de Casas notables, pero era más acaudalado que ellos, con ropas elegantes y un sinfín de alhajas encima. Aunque nosotros seamos nobles, este señor podría comprarnos a todos si quisiera.

La familia vistió de negro, como era la costumbre. Coriane tuvo que pedir prestado un traje para la ocasión, uno entre los muchos y horrendos vestidos de luto de Jessamine, quien había supervisado y asistido a más de una docena de sepelios de la Casa de Jacos. A pesar de que el atuendo le picaba, la joven permaneció quieta mientras salían del barrio de mercaderes en dirección al majestuoso puente que cruzaba el río Capital y que unía ambos lados de la urbe. Jessamine me reprendería o me azotaría si comenzara a rascarme.

Ésta no era la primera visita de Coriane a la capital, y ni siquiera la décima. Había estado muchas veces ahí, a menudo por invitación de su tío, para exponer la supuesta fuerza de la Casa de Jacos. Una noción absurda. Su familia no sólo era pobre, sino también débil y pequeña, en especial tras la desaparición de los gemelos. No era digno rival de los frondosos árboles genealógicos de las Casas de Iral, Samos, Rhambos y otras, linajes ricos que podían soportar el enorme peso de sus numerosas relaciones. Su lugar como Grandes Casas estaba firmemente cimentado en la jerarquía de la nobleza y el gobierno. Tal no sería el caso de los Jacos si el padre de Coriane, Harrus, no hallaba la forma de demostrar su valía ante sus pares y su rey, y ella no veía a su alrededor ningún medio para lograrlo. Aderonack se situaba en la frontera con los Lacustres y era un territorio de pocos habitantes y densos bosques que nadie tenía necesidad de aserrar. Los Jacos no podían reclamar minas y talleres, ni siquiera fértiles tierras agrícolas. No había algo de utilidad en ese rincón del mundo.

Coriane había atado a su cintura una banda dorada con la cual ceñir su impropio vestido de cuello alto a fin de parecer un poco más presentable, aunque de ninguna manera a la moda. Se dijo que no le importaban las murmuraciones de la corte ni las burlas de las demás damiselas, que la veían como si fuera un bicho raro o, peor aún, una Roja. Todas ellas eran jóvenes crueles y tontas que esperaban con ansia cualquier noticia de la prueba de las reinas. Pero nada de esto, desde luego, tenía trazas de verdad. ¿Acaso no era Sara una de ellas? Una hija de Lord Skonos que se preparaba para ser una sanadora y que poseía habilidades muy promisorias. Esto sería suficiente para que sirviera a la familia real si seguía por este camino.

“Pero eso no es lo que quiero”, le confió a Coriane meses antes, durante una visita. “Será un desperdicio que dedique mi vida a sanar cortadas de papel y patas de gallo. Mis aptitudes serían más útiles en las trincheras del Obturador o en los hospitales de Corvium. Allá mueren soldados todos los días, ¿sabes? Rojos y Plateados por igual, a causa de las bombas y las balas Lacustres, desangrados porque personas como yo nos quedamos aquí.”

No le habría dicho eso a nadie más, y menos que nadie a su padre. Tales palabras eran más aptas para la medianoche, cuando dos muchachas podían susurrar sus sueños sin ningún temor de consideración.

—Yo quiero construir cosas —le dijo Coriane a su mejor amiga en una de esas ocasiones.

—¿Construir qué, Coriane?

—¡Aviones, aeronaves, transportes, pantallas de video… hornos! No sé, Sara, no sé. Sólo quiero… hacer algo.

Sara sonrió y sus dientes se encendieron bajo un tenue rayo de luna.

—Te refieres a hacer algo de ti misma, ¿verdad, Cori?

—Eso no fue lo que dije.

—No tenías que hacerlo.

—Ahora veo por qué Julian te quiere tanto.

Esto hizo callar a Sara al instante, y poco después dormía ya. Coriane, en cambio, permaneció con los ojos abiertos mientras veía sombras en las paredes y se preguntaba ciertas cosas.

Ahora, en el puente, en medio de un caos de vivos colores, hizo lo mismo. Daba la impresión de que nobles, ciudadanos y comerciantes flotaban ante ella, con una piel fría, un paso lento y una mirada insensible y oscura, cualquiera que fuese su color. Bebían con avidez esa mañana; un hombre ya saciado no dejaba de tomar agua mientras otros morían de sed. Los otros eran los Rojos, por supuesto, portadores de las insignias que los señalaban. Los criados vestían uniformes, algunos con rayas de colores de la Gran Casa a la que servían. Sus movimientos eran decididos y su mirada firme, y corrían a cumplir sus órdenes y diligencias. Cuando menos tienen un propósito, pensó Coriane. En cambio yo…

Sintió el impulso de asirse al farol más cercano y estrecharlo entre sus brazos, para no ser una hoja llevada por el viento o una piedra caída al agua. Para no volar o ahogarse, o ambas cosas. No ir donde otra fuerza quisiera, fuera de su control.

La mano de Julian se cerró alrededor de su muñeca, con lo que la obligó a tomarlo del brazo. Él lo hará, pensó, y una tensa cuerda se relajó en ella. Julian me mantendrá en este sitio.

Más tarde escribió un poco del funeral oficial en su diario, salpicado de manchas de tinta y tachaduras. Pese a ello, su ortografía mejoraba, lo mismo que su letra. No mencionó nada sobre el cadáver del tío Jared, cuya piel era más blanca que la luna, desprovista de sangre por el proceso de embalsamamiento. No anotó que le había temblado el labio a su padre, lo que delató el dolor que realmente sentía por la muerte de su hermano. Sus líneas no señalaron que dejó de llover justo durante la ceremonia, ni el cúmulo de lores que llegó a honrar a su tío. Ni siquiera se ocupó de mencionar la presencia del rey y su hijo, Tiberias, quien cavilaba con cejas oscuras y una expresión más oscura todavía.

Mi tío ha muerto, escribió en lugar de todo eso. Y no sé por qué, pero en cierto modo lo envidio.

Como siempre, guardó el diario cuando terminó bajo el colchón de su habitación junto con el resto de sus tesoros. Es decir, un modesto surtido de herramientas, celosamente protegido y que tomó del abandonado cobertizo al fondo de la casa: dos desarmadores, un pequeño martillo, un juego de pinzas puntiagudas y una llave inglesa oxidada y casi inservible. Casi. También estaba un rollo de alambre alargado que había extraído cuidadosamente de una antigua lámpara en un rincón que nadie extrañaría. Al igual que la finca, la casa de los Jacos en el oeste de Arcón era un lugar en decadencia. Y húmedo también, en medio del temporal, lo que daba a los viejos muros la apariencia de una cueva empapada.

Llevaba puesto todavía su vestido negro y su banda de oro, y presuntas gotas de lluvia se adherían a sus pestañas, cuando Jessamine irrumpió en su habitación. Para afligirla con naderías, desde luego. No había banquete que no entusiasmara a la anciana prima, sobre todo si iba a celebrarse en la corte. Ella haría ver a Coriane lo más presentable posible con el poco tiempo y los medios disponibles, como si su vida dependiera de ello. Tal vez así sea, más allá de la vida a la que aspire. Quizá la corte necesite otro instructor de etiqueta para los hijos de los nobles, y ella cree que conseguirá ese puesto si hace milagros conmigo.

Incluso la propia Jessamine desea escapar.

—Nada de eso… —Jessamine farfulló y le enjugó las lágrimas con un paño. Con otra pasada, esta vez de un gredoso lápiz negro, hizo resaltar sus ojos. Luego aplicó en sus mejillas un polvo púrpura para que diera la ilusión de estructura ósea. No le untó nada en los labios, porque Coriane nunca había dominado el arte de no ensuciar de lápiz labial sus dientes o el vaso de agua—. Supongo que con esto es suficiente.

—Sí, Jessamine.

Aunque a la vieja le deleitaba la obediencia, la actitud de Coriane le dio qué pensar. Era obvio que la chica estaba triste, después del sepelio.

—¿Qué te pasa, niña? ¿Es el vestido?

Las negras y descoloridas sedas y los banquetes y esta corte asquerosa me tienen sin cuidado. Nada de esto importa.

—No me pasa nada, prima. Sólo tengo un poco de hambre.

Coriane intentó tomar la salida fácil de lanzar a Jessamine una falla para ocultar otra.

—¡Lo siento por tu apetito! —replicó ésta y entornó los ojos—. Recuerda que debes comer con refinamiento, como un ave. Siempre debe haber comida en tu plato. Pica, pica, pica

Pica pica pica. La joven sintió estas palabras como uñas afiladas que repiquetearan sobre su cráneo, pero forzó una sonrisa de cualquier modo. Esto estiró las comisuras de sus labios, lo que le dolió tanto como esos términos, la lluvia y la sensación de decaimiento que la había perseguido desde el puente.

Abajo, Julian y su padre aguardaban ya, arrimados a la humeante hoguera de la chimenea. Llevaban puestos trajes idénticos, negros y con bandas de un oro pálido que les cruzaban el pecho, del hombro a la cadera. Lord Jacos tocó tímidamente la recién adquirida insignia que colgaba de su banda, un trozo de oro martillado tan viejo como su casa. Aunque insignificante en comparación con las gemas, distintivos y medallones de los demás gobernadores, bastaba por lo pronto.

Julian quiso llamar la atención de Coriane y le guiñó un ojo, pero su aire abatido lo detuvo. No se separó de su lado hasta que llegaron al banquete; había sujetado su mano en el transporte de alquiler, y la tomó del brazo cuando atravesaron las magníficas puertas de la Plaza del César. El Palacio del Fuego Blanco, su destino, se tendía a su izquierda, desde donde dominaba el costado sur de la embaldosada plaza, ahora rebosante de nobles.

Jessamine zumbaba de emoción, pese a su edad, y no dejó de sonreír e inclinar la cabeza frente a todos los que pasaban junto a ella. Incluso sacudía la mano y permitía que las largas mangas de su vestido negro y oro se deslizaran en el aire.

Quiere comunicarse por medio de la ropa, comprendió Coriane. ¡Vaya tontería! Igual que el resto de esta danza, que culminará con la desgracia y caída de la Casa de Jacos. ¿Para qué posponer lo inevitable? ¿Para qué participar en un juego en el que es inútil que esperemos competir? No lo concebía. Su cerebro sabía más de circuitos eléctricos que de la alta sociedad, y desesperaba de entender alguna vez esta última. No había ninguna lógica en la corte de Norta, ni en su familia. Y ni siquiera en Julian.

—Ya sé lo que le pediste a papá —masculló al tiempo que procuraba mantener el mentón lo más cerca posible del hombro de su hermano.

El saco de Julian apagó su voz, aunque no lo bastante para que él alegara que no la había oído.

Sus músculos se tensaron debajo de ella.

—Cori…

—Debo admitir que no entiendo. Pensé que… —se le quebró la voz—. Pensé que querrías estar con Sara ahora que tendremos que mudarnos a la corte.

Pediste ir a Delphie, trabajar con los eruditos y excavar ruinas antes que aprender a ser un lord a la diestra de nuestro padre. ¿Por qué tenías que hacer eso? ¿Por qué, Julian? Estaba, además, la pregunta más difícil de todas, que ella no tenía fuerzas para formular: ¿Cómo podrías dejarme?

Él soltó un largo suspiro y la estrechó contra su pecho.

—Sí, querría estarlo… quiero estarlo. Pero…

—¿Pero…? ¿Pasó algo?

—No, nada. Ni bueno ni malo —añadió, y ella percibió un regusto de sonrisa en su voz—. Sólo sé que Sara no dejará la corte si me quedo aquí con papá. Y no puedo hacerle eso. Este lugar… no la retendré en este nido de víboras.

Coriane sintió una punzada de dolor por su hermano y por su noble, desinteresado e insensato corazón.

—Le permitirías ir al frente, entonces.

—La palabra permitir no existe en mi vocabulario. Ella debe ser capaz de tomar sus propias decisiones.

—¿Y si su padre, Lord Skonos, se opone? —como es inevitable que suceda.

—Me casaré con ella conforme a lo planeado y la llevaré conmigo a Delphie.

—Tú planeas todo siempre.

—Al menos lo intento.

Pese a la oleada de felicidad de saber que su hermano y su mejor amiga se casarían, una conocida aflicción se dejó sentir en las entrañas de Coriane. Estarán juntos y tú te quedarás sola.

Julian le apretó la mano de súbito, con dedos calientes a pesar de la llovizna.

—Y claro que te mandaré buscar a ti también. ¿Crees que te dejaría enfrentar la corte sola con papá y Jessamine? —la besó en la mejilla y parpadeó—. Deberías tener un mejor concepto de mí, Cori.

Ella forzó una amplia y blanca sonrisa que centelló bajo las luces del palacio. No sintió nada de esa chispa. ¿Cómo es posible que Julian sea tan sagaz y tan tonto al mismo tiempo? Esto la intrigó y entristeció en rápida sucesión. Aun si su padre accedía a que Julian fuera a estudiar a Delphie, a ella jamás se le permitiría hacer algo semejante. No poseía gran inteligencia, personalidad ni belleza, ni tampoco era una guerrera. Su utilidad residía en el matrimonio, en la alianza que éste acarrearía, y nada de eso se encontraba en los libros o la protección de su hermano.

El Fuego Blanco se engalanaba con los colores de la Casa de Calore —negro, rojo y plata imperial— en todas sus columnas de alabastro. Las ventanas titilaban con la luz interior y el bullicio de una fiesta estrepitosa llegaba desde el espléndido vestíbulo, guarnecido por los centinelas del rey, cubiertos con sus trajes y caretas llameantes. Cuando pasó junto a ellos, todavía tomada de la mano de Julian, Coriane se sintió menos una dama que una prisionera camino al calabozo.

Trono destrozado

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