Читать книгу Trono destrozado - Victoria Aveyard - Страница 11
ОглавлениеCoriane hizo todo lo que pudo por comer de su plato. Y también se debatió entre embolsarse o no unos tenedores con incrustaciones de oro. ¡Si tan sólo la Casa de Merandus no hubiera estado al otro lado de la mesa! Todos sus miembros eran susurros y leían la mente, de tal forma que era probable que conociesen sus intenciones tan bien como ella misma. Sara le había dicho que debía ser capaz de sentir si uno de ellos se metía en su cabeza, así que se mantuvo rígida y nerviosa para estar atenta a su cerebro. Esto la volvió pálida y callada, sin que dejara de ver un minuto las raciones que había separado para no comerlas.
Julian intentó distraerla, al igual que Jessamine, aunque esta última lo hizo sin querer. Casi se desvivía por alabar todo lo concerniente a Lord y Lady Merandus, desde sus prendas combinadas (él de traje, ella de vestido, ambos titilantes como un oscuro cielo estrellado) hasta las riquezas de sus territorios ancestrales (ubicados principalmente en Haven, entre ellos el moderno suburbio de Ciudad Alegre, un lugar que Coriane sabía que distaba mucho de ser feliz). La prole de los Merandus se mostró decidida a ignorar a la Casa de Jacos, y se mantenía concentrada en sí misma alrededor de la mesa elevada donde la familia real comía. Incapaz de contenerse, Coriane dirigió también una furtiva mirada en esa dirección.
Tiberias V, rey de Norta, ocupaba el centro, naturalmente, muy erguido en su silla ornamentada. Su uniforme de gala negro estaba decorado con cuchilladas de seda carmesí y galones plateados, al punto mismo de la perfección. Era un hombre hermoso, más que apuesto, con ojos de oro líquido y pómulos que harían llorar a los poetas. Incluso su barba, suntuosamente salpicada de gris, estaba afeitada con pulcritud y una meticulosa finura. Según Jessamine, la prueba de las reinas en su honor fue un baño de sangre de damas belicosas en pugna por el cetro. A ninguna pareció importarle que el rey no fuese a quererla jamás. Sólo deseaban dar a luz a sus hijos, preservar su confianza y ganarse una corona. Eso fue justo lo que hizo la reina Anabel, una olvido de la Casa de Lerolan. Ahora estaba sentada a la izquierda del rey, con una sonrisa de desprecio y los ojos puestos en su único hijo. Abierto en el cuello, su uniforme militar dejaba ver una conflagración de joyas rojas, anaranjadas y amarillas como la explosiva habilidad que poseía. Pese a ser pequeña, su corona era difícil de ignorar: gemas negras que parpadeaban cada vez que ella se movía, engastadas en una gruesa banda de oro rosado.
El amante del rey portaba en la cabeza una tira similar, aunque desprovista de piedras preciosas. Esto no daba trazas de importarle, pues mantenía una sonrisa radiante y entrelazaba sus dedos con los del monarca. Era el príncipe Robert, de la Casa de Iral. Aunque no tenía una gota de sangre noble, ostentaba ese título desde hacía décadas, por órdenes del rey. Lo mismo que la soberana, llevaba consigo un aluvión de gemas, rojas y azules como los colores de su casa, que su uniforme negro de gala volvía más impresionantes todavía, además de un largo cabello de ébano y una piel broncínea inmaculada. Su risa era musical y se imponía sobre las numerosas voces que resonaban en el salón. A juicio de Coriane, tenía una mirada bondadosa, algo extraño en una persona que llevaba tanto tiempo en la corte. Esto la apaciguó un poco, hasta que vio a los integrantes de su casa sentados junto a él, todos ellos serios y secos, con miradas inquietas y sonrisas salvajes. Intentó recordar sus nombres, pero sólo sabía uno: el de la hermana del príncipe, Lady Ara, Señora de la Casa de Iral, quien efectivamente lo parecía de pies a cabeza. Como si sintiera su vista, los oscuros ojos de Ara se volvieron hacia los de Coriane, quien tuvo que voltear para otro lado.
Hacia el príncipe, Tiberias VI algún día, aunque sólo Tiberias por lo pronto. Era un adolescente, de la edad de Julian, y una sombra de la barba de su padre le moteaba la mandíbula de modo disparejo. Prefería el vino, a juzgar por la copa vacía que en ese instante se le llenaba de nuevo y el plateado color que se desplegaba en sus mejillas. Ella recordó que había estado presente en el funeral de su tío, como un hijo respetuoso imperturbablemente en pie junto a una tumba. Ahora sonreía con soltura e intercambiaba bromas con su madre.
Sus ojos se fijaron un momento en los de ella cuando miró por encima del hombro de la reina Anabel para detenerse en la joven Jacos con un vestido anticuado. Asintió rápidamente, en respuesta a la mirada de Coriane, antes de regresar a sus divertimentos y su vino.
—¡No puedo creer que ella lo permita! —dijo una voz al otro lado de la mesa.
Cuando Coriane se volvió, miró a Elara Merandus, quien contemplaba también a la familia real, con ojos sesgados y penetrantes y un gesto de desagrado. De la misma manera que los de sus padres, su traje refulgía, hecho como estaba de una seda azul oscuro tachonada de blancas gemas, aunque lucía una blusa suelta con esclavina y mangas acuchilladas en lugar de un vestido. Su cabello era largo y muy lacio, y le caía sobre el hombro como una cortina rubio ceniza, con lo que ponía al descubierto una oreja cargada de un fulgor de cristales. Lo demás era igual de perfecto: unas largas y oscuras pestañas y una piel más pálida e impecable que la porcelana, con la gracia de algo rebajado y pulido hasta alcanzar un refinamiento palaciego. Ya cohibida, Coriane tiró de la banda dorada que ceñía su cintura. Nada deseaba más en ese trance que abandonar el salón y volver a casa.
—Te hablo a ti, Jacos.
—Disculpe mi sobresalto —repuso Coriane, e intentó no alterar la voz. Elara no se distinguía por su bondad ni, de hecho, por ninguna otra cosa. Ella reparó en que sabía muy poco acerca de esa joven susurro, a pesar de que era la hija de un Señor gobernante—. ¿Qué decía usted?
Elara entornó sus brillantes ojos azules con la gracia de un cisne.
—Hablaba de la reina, por supuesto. No sé cómo puede compartir la mesa con el amante de su esposo, y menos todavía con su familia. Eso es lisa y llanamente un insulto.
Coriane miró de nuevo al príncipe Robert. Daba la impresión de que su presencia tranquilizaba al rey, y si eso le importaba en verdad a la reina, no lo demostraba. Mientras las veía, las tres realezas coronadas conversaban civilizadamente entre sí, aunque el príncipe heredero y su copa habían desaparecido.
—Yo no lo permitiría —continuó Elara mientras apartaba su plato. Estaba vacío, limpio hasta la consunción. Por lo menos ella tiene el temple suficiente para acabarse su comida—. Y sería mi casa la que se sentara allí, no la de él. Éste es derecho de la reina y de nadie más.
Así que competirá en la prueba de las reinas…
—¡Desde luego que lo haré!
Coriane se estremeció de temor. ¿Acaso ella había…?
—Sí.
Una sonrisa siniestra atravesó el rostro de Elara.
Esto encendió algo en Coriane, que casi la hizo caer del susto. No había percibido nada, ni siquiera un roce en su cabeza, el menor indicio de que Elara escuchase sus pensamientos.
—Yo… —soltó—. Discúlpeme.
Sintió extrañas las piernas cuando se incorporó, tambaleantes después de haber estado sentada mientras se servían trece platillos, aunque todavía bajo su control, por fortuna. Blanco blanco blanco blanco, pensó e imaginó paredes blancas y papel blanco y un todo blanco en su cabeza. Elara sólo la miraba, con una mano en la boca para ocultar la risa.
—¿Cori…? —le oyó decir a Julian, pero eso no la detuvo.
Tampoco Jessamine, quien no querría provocar un escándalo. Y su padre no se dio cuenta de nada, absorto en algo que Lord Provos decía en ese momento.
Blanco blanco blanco blanco.
Sus pasos eran acompasados, ni demasiado rápidos ni demasiado lentos. ¿Cuán lejos tendré que llegar?
Más lejos, dijo en su cabeza el ronroneo despectivo de Elara, y la sensación estuvo a punto de hacerle tropezar y caer. La voz retumbó a su alrededor y dentro de ella, de las ventanas a sus huesos, de los candelabros a la sangre que martilleaba en sus oídos. Más lejos, Jacos.
—Blanco blanco blanco blanco.
No se percató de que susurraba esas palabras para sí, fervientes como un rezo, hasta que salió del salón, recorrió un pasaje y cruzó una puerta de cristal biselado. Un patio diminuto se levantó en torno suyo, oloroso a lluvia y flores aromáticas.
—Blanco blanco blanco blanco —murmuró una vez más al tiempo que se sumergía en el jardín.
Unos magnolios contrahechos formaban un arco y componían una guirnalda de capullos blancos y hojas muy verdes. Casi no llovía ya, y se acercó a los árboles para guarecerse de las últimas gotas de la tormenta. Hacía más frío del que supuso, pero le agradó. El eco de Elara se había apagado.
Tras soltar un suspiro, se dejó caer sobre una banca de piedra bajo la arboleda. La sintió más fría aún, así que se envolvió entre sus brazos.
—Puedo ayudarle si quiere —dijo una voz cavernosa con palabras lentas y pesadas.
Ella abrió bien los ojos y se dio la vuelta. Imaginó que Elara la rondaba, o Julian, o Jessamine, para reprenderla por su abrupta salida. Pero, obviamente, la figura en pie a un metro escaso de donde estaba no era la de ninguno de ellos.
—Su alteza —dijo y se levantó de un salto para inclinarse en forma apropiada.
El príncipe Tiberias se plantó a su lado, complacido bajo la oscuridad, con una copa en una mano y una botella semivacía en la otra. La dejó hacer y, amablemente, no hizo comentario alguno sobre su mala actuación.
—Basta —dijo al fin y le indicó con un ademán que se enderezara.
Ella cumplió la orden a toda prisa y se volvió hacia él.
—Sí, su alteza.
—¿Gusta una copa, milady? —le preguntó, aunque ya llenaba el recipiente. Nadie en sus cinco sentidos habría rechazado una oferta de un príncipe de Norta—. No es un abrigo, pero la calentará lo suficiente. ¡Es una lástima que no se sirva whiskey en estas ceremonias!
Coriane forzó una seña con la cabeza.
—Sí, es una lástima —repitió, pese a que nunca había probado la fuerte y parda bebida.
Tomó la copa llena con manos temblorosas y sus dedos rozaron un momento los de él. Su piel estaba caliente como una piedra bajo el sol y ella sintió la necesidad imperiosa de tomarle la mano, pese a lo cual se limitó a apurar un gran trago de vino tinto.
Él hizo lo propio, aunque sorbió directo de la botella. ¡Qué vulgar!, pensó Coriane mientras veía su garganta inflarse conforme deglutía. Jessamine me desollaría viva si hiciera eso.
El príncipe no se sentó a su lado, sino que guardó su distancia para que ella sintiera únicamente un destello de su calor. Esto le bastó para saber que la sangre se le calentaba aun en la humedad. Coriane se preguntó cómo se las arreglaba para llevar puesto un traje elegante sin derramar una gota de sudor. Una parte de ella deseó que se sentara, porque sólo de esa forma disfrutaría del calor indirecto de sus habilidades. Pero eso habría sido impropio de ambos.
—Usted es la sobrina de Jared Jacos, ¿verdad? —inquirió con un tono cortés y sumamente educado; quizás un profesor de etiqueta lo había seguido desde la cuna. Tampoco en esta ocasión esperó a que respondiera—. Reciba mis condolencias, desde luego.
—Gracias. Me llamo Coriane —se presentó ella, pues previó que él no preguntaría.
Sólo cuestiona aquello cuya respuesta ya conoce.
Él bajó la cabeza en señal de asentimiento.
—Sí. Y yo le ahorraré la vergüenza de presentarme.
A pesar de su decoro, Coriane sintió que sonreía. Sorbió de nuevo un poco de vino, aunque no supo qué más hacer. Jessamine no la había instruido mucho sobre la manera de conversar con la realeza de la Casa de Calore, y menos aún con el futuro rey. No hables si no te lo piden, era todo lo que recordaba, así que apretó los labios hasta formar con ellos una fina línea.
Tiberias dejó escapar una carcajada al verla. Puede ser que ya estuviera un poco ebrio.
—¿Sabe usted lo enfadoso que es tener que conducir todas las conversaciones? —preguntó entre risas—. Hablo con Robert y mis padres más que con cualquier otra persona sólo porque eso es más fácil que arrancarles palabras a otros.
¡Cuánto lo siento!, exclamó ella para sí.
—Eso es horrible —dijo tan recatadamente como pudo—. Quizá cuando sea rey pueda hacer algunos cambios en la etiqueta de la corte.
—Sería agotador —murmuró él en respuesta entre tragos de vino—. Y poco importante, dado el contexto. Hay una guerra en marcha, por si no lo sabía.
Tenía razón. El vino la había calentado un poco.
—¿Una guerra? —preguntó—. ¿Dónde? ¿Cuándo? No he oído sobre eso.
El príncipe volteó en seguida y vio que Coriane sonreía un poco por su reacción. Rio nuevamente e inclinó la botella hacia ella.
—¡Esta vez sí que me sorprendió, Lady Jacos!
Sin dejar de sonreír, se acercó a la banca y se sentó a su lado. No tan cerca para tocarla, aunque ella se paralizó de todas formas y olvidó su tono gracioso. Él fingió que no lo notaba. Ella se esmeró en mantenerse tranquila y alerta.
—Estoy aquí bebiendo bajo la lluvia porque mis padres no ven con buenos ojos que me embriague frente a la corte —su calor se intensificó, junto con su molestia interior. A ella le deleitó esa sensación, porque la libró del frío que le calaba los huesos—. ¿Cuál es el pretexto de usted? No, espere, déjeme adivinar; la sentaron con la Casa de Merandus, ¿no es así?
Ella apretó los dientes y asintió.
—Quien asignó los lugares seguro me odia.
—Los organizadores de fiestas odian sólo a mi madre. No es muy dada a los adornos, las flores ni los diagramas de asientos y ellos creen que descuida sus deberes como reina. Claro que eso es absurdo —añadió rápidamente y tomó otro trago—. Forma parte de más consejos de guerra que mi padre y se prepara lo suficiente por ambos.
Coriane recordó a la reina con su uniforme y un esplendor de insignias en el pecho.
—Es una mujer impresionante —dijo y no supo qué más agregar.
Su mente retornó un segundo al momento en que Elara Merandus miró indignada a la familia real debido a la supuesta capitulación de la reina.
—Así es —afirmó él mientras su mirada iba a dar a la copa de ella, ahora vacía—. ¿Le apetece el resto? —interrogó, y esta vez esperó a que contestara.
—No debería hacerlo —respondió al tiempo que dejaba la copa sobre la banca—. Tengo que regresar al salón. Jessamine, mi prima, ya debe estar furiosa conmigo.
Espero que no me sermonee toda la noche.
El cielo se había ennegrecido y las nubes se habían disipado, llevándose la lluvia consigo para develar brillantes estrellas. La calidez física del príncipe, derivada de su habilidad como quemador, había creado un aura agradable que Coriane se resistía a abandonar. Respiró hondo, inhaló una última bocanada de los magnolios y se obligó a ponerse en pie.
Tiberias se incorporó de un salto, aunque sin descuidar sus buenos modales.
—¿Desea que la acompañe? —preguntó como todo un caballero.
Ella adivinó la renuencia en sus ojos y lo apartó con un gesto.
—No, no nos impondré ese castigo.
Los ojos de él relampaguearon.
—Ahora que habla de castigos, si Elara vuelve a susurrarle algo, trátela con la misma cortesía.
—¿Cómo… cómo supo que fue ella?
Un tormentoso nubarrón de emociones cruzó el rostro del príncipe heredero, la mayoría de ellas desconocidas para Coriane, excepto la ira.
—Ella y cualquiera saben que mi padre convocará pronto a la prueba de las reinas. No dudo que se haya escurrido ya en la cabeza de todas las jóvenes, para conocer a sus enemigas y a sus presas —vació la botella con una celeridad casi violenta, aunque ésta no permaneció así mucho tiempo. Algo echó chispas en la muñeca de él, una explosión de amarillo y blanco que hizo arder una llama bajo el cristal, en cuya jaula verde quemó las últimas gotas de alcohol—. Me han dicho que su técnica es precisa, casi perfecta. Usted no la percibirá si ella no quiere.
Coriane sintió que tragaba hiel. Se concentró en la flama de la botella, así fuera sólo para evitar la mirada de Tiberias. Mientras veía, el calor cuarteó el cristal, sin romperlo.
—Sí —dijo con un tono grave—. No lo percibo.
—Usted es una arrulladora, ¿no? —la voz de él era de súbito tan fuerte como su llama, de un amarillo terrible e intenso detrás del cristal verde—. Dele una probada de su propia medicina.
—No podría. No poseo la destreza para hacerlo. Además, tenemos leyes. No usamos las habilidades contra los nuestros, fuera de los canales apropiados…
Esta vez la risa de él fue sardónica.
—¿Y Elara Merandus cumple la ley? Si ella inicia; responda usted, Coriane. Así es como se acostumbra en mi reino.
—No es su reino todavía —se oyó farfullar, aunque a él no le importó; de hecho, sonrió en forma misteriosa.
—¡Sabía que tenía arrojo, Coriane Jacos! Oculto en su interior.
No es arrojo. Lo que silbaba dentro de ella era cólera, aunque no podría darle voz nunca. Él era el príncipe, el futuro rey, y ella no era nadie en absoluto, lo que representaba una mala excusa para una hija Plateada de una Gran Casa. En lugar de erguirse como deseaba, hizo una reverencia más.
—Su alteza —dijo y fijó los ojos en las botas de él.
El príncipe no se movió, no acortó la distancia entre ellos como lo habría hecho uno de los protagonistas de los libros de Coriane. Tiberias Calore se apartó y la dejó partir sola, de regreso a una guarida de lobos sin otro escudo que su corazón.
Luego de avanzar unos pasos, ella oyó que la botella se hacía trizas contra los magnolios.
Un príncipe extraño y una noche más extraña todavía, escribió después. No sé si volveré a verlo. Pero parecía estar solo también. ¿No deberíamos estar solos los dos juntos?
Al menos Jessamine estaba demasiado embriagada para reprenderme por haber salido tan de prisa.