Читать книгу Rota - Victoria Forcher - Страница 6
CAPÍTULO 2
La sutura
ОглавлениеCanciones recomendadas para escuchar durante este capítulo:
«Georgia», Vance Joy
«Para qué sufrir», Natalia Lafourcade
—Hola, soy el doctor Ángel Puente y voy a revisarte. ¿Qué te pasó?
Por Dios, la cantidad de metáforas y chistes que podría hacer con ese nombre en ese contexto…
Mi novio le contó lo que había pasado y charlaron unos minutos. En algunos momentos me encontraba en shock y no escuchaba lo que sucedía a mi alrededor o simplemente prefería no decir nada. Los sonidos pasaban a un segundo plano, como si los percibiese estando debajo del agua. Siempre que me encuentro absorbida por información contundente, pesada y transformadora, percibo lo que sucede a mi alrededor como si estuviera bajo el agua. Mi campo visual se reduce, se difuminan los alrededores, se distorsionan y se alejan los sonidos, mi cuerpo se siente más denso y tengo que acordarme de respirar. A veces dudo si acaso tenía la mente en blanco o estaba pensando demasiadas cosas. Quizás en esos momentos de silencio estaba repitiendo internamente mi famoso monólogo con mi nombre, los integrantes de mi familia y la dirección de mi casa. Me acuerdo de que mi abuelo, en las etapas finales de su Alzheimer, tenía las mismas cuatro o cinco historias, momentos o datos de su vida que recordaba y repetía constantemente. En ese momento pensé que si algún día llegase al estado en el que estaba Teodoro al final de su enfermedad, ya ambos sabemos qué es lo que repetiría.
Volviendo al doctor Puente, ¿viste que hay personas que sin conocerlas te inspiran confianza? Por suerte eso me sucedió esa tarde y, creeme, si ha habido un momento de mi vida en el que necesitaba sentir seguridad, era ese. Entró con mucha calma, algo que faltaba en esa sala de emergencias. No soy buena para adivinar estaturas, pero medía más de un metro ochenta seguro y tenía cara de ser buen padre. Su cabello canoso, su forma pacífica de hablar y sus facciones suaves me hicieron pensar que, si dios existiera, probablemente serían buenos amigos. Ese era el tipo de razonamientos y de conclusiones al que llegaban mis conexiones neuronales en un contexto tan turbulento. A veces, en la propia mente llueve más que en la tierra. Qué curiosa mi relación con respecto a la existencia o no de dios en esos días posteriores, repletos de desconcierto. Creo que Dios se escribe con mayúscula, ¿puede ser?
—Te voy a coser esa herida de seis centímetros que tenés en la ceja y voy a limpiarte un poquito la cara para que estés más cómoda —dijo el doctor con calma.
OK, no sabía que tenía una herida abierta en la ceja, tampoco sabía que dicha herida medía centímetros (en plural). Tampoco sé si necesitaba saber que eran seis, pero al menos empezábamos a tener un poco más de claridad. Y, como comentario adicional, la palabra comodidad y esa situación no parecerían ser muy compatibles, pero gracias por el intento, doctor.
—Sí, señor —respondí tensa. ¿Por qué le estaba diciendo “Sí, señor”? No soy general ni él mi comandante en jefe.
—Te voy a dar varios pinchazos que te van a doler, ¿sí? —me gustaba el “¿sí?” al final de sus preguntas, como si acaso yo tuviese la capacidad de responder “no”.
—Sí, señor —por algún motivo no podía parar de responder así.
—Me avisas si te duele mucho pero necesito hacerlo para poder coser —quién sabe qué será “mucho”, ¿no?
—Sí, señor —¿es en serio?, ¿por qué no podía parar?
Me dolieron muchísimo esos pinchazos en la frente y alrededor del ojo. Fueron cuatro. Juan agarraba mi mano izquierda mientras yo arañaba la camilla con la mano derecha. Trataba de respirar hondo pero el dolor me cortaba la respiración cuando quería inhalar o exhalar profundamente. Se me empezó a dormir la zona alrededor de la ceja y ahí me di cuenta de que esos pinchazos eran para que no sintiera algo probablemente más doloroso que se vendría luego, así que junté ovarios para no llorar.
—¿Cómo vienes, Vicky? —preguntó con una calidez como si nos conociéramos de antes.
—Estoy bien, señor. Gracias, señor.
Recordé entonces que mi abuelo, cuando estaba hospitalizado, siempre trataba de “señor” y “señora” al personal del hospital. No solía tratar de “usted” o “señor/a” en su vida cotidiana, pero con ellos, en contextos delicados, hablaba como si estuviera nuevamente en la Fuerza Aérea. Entendí entonces que viven en mí varias cosas de él, además de la costumbre de hacer chistes malos y bromas pesadas, como sacarle la toalla a quien se está bañando y apagarle la luz.
No sufrí mientras me cosía. El dolor ya había pasado luego del par de pinchazos, pero sí tenía la suficiente sensibilidad como para sentir el hilo que pasaba a través de mi piel y darme cuenta de cómo esta se estiraba cuando tiraban del extremo del hilo. Por suerte el doctor Puente me había tapado la cara con una tela celeste y había dejado solo un espacio en mi frente para poder tener un campo visual suficiente para realizar la sutura en mi ceja. Traté de imaginarme que estaba mirando el cielo.
Para distraerme, intenté escuchar la conversación de la paciente que estaba del otro lado de la cortina. Estaba en una de esas salas compartidas. Mi compañera de habitación se había roto una pierna. “Qué suertuda”, pensé. Seguramente ella no se sentía así. Cuando estaba, muy chismosamente, tratando de escuchar cómo se había fracturado, me interrumpió el doctor:
—¿Vives aquí en México? ¿A qué te dedicas? —claro, la típica conversación casual de cuando te están suturando la cara.
—Trabajo en tecnología, señor, trabajo en Google —ya está, ya para este punto asumí que nunca iba a dejar de decir “señor”.
En ese momento me di cuenta de algo muy importante: quien estaba temblando no era yo, era Juan. Me había olvidado por completo de su pánico a las agujas. Le suele bajar la presión cuando le sacan sangre y con el simple hecho de nombrar agujas penetrando piel, incluso aunque no esté sucediendo físicamente frente a él, siente mareo y malestar. A pesar de todo, ahí estaba él, sosteniéndome la mano mientras me clavaban agujas en la frente y me cosían la ceja. No sé qué sabrás vos del compañerismo, pero wow.
—Juan ¿querés salir? No pasa nada —sugerí.
—No, estoy bien —dijo con voz firme y mano temblorosa. Parecía que estábamos bailando de lo que temblaba. No estaba bien.
—En serio, no pasa nada —quise hacerlo sentir libre con el tono de voz con el que pronuncié el “no pasa nada”.
—No necesito salir, estoy bien.
Ahí entonces intervino el doctor Puente:
—Puedes salir unos minutos, todo va a estar bien.
Le hizo caso al doctor Puente y salió de la sala. No pasaron más de dos minutos cuando volvió a entrar y, con esa misma mano bailarina, agarró fuerte la mía y seguimos temblando juntos.
—Señor, ¿me podría contar un chiste? Para alivianar un poco el momento —qué buena idea tuve porque, claro, todos queremos reírnos con una aguja en la cara.
—No me sé ningún chiste —tardó unos segundos en responder. Creo que le dio pena decirme que no.
Era la primera cosa que pedía desde que me había accidentado. Quería algo tan simple como que me contaran un chiste, a ver si podía reírme aunque fuera mentalmente. Pedido denegado.
—¿Cómo que no se sabe ningún chiste, señor? Vive en constante drama ajeno, con personas que están sufriendo ¿y no se sabe ningún chiste? Deberían enseñárselos en la carrera. Debería ser parte de alguna materia —¡bien, Vicky, criticá al hombre que sostiene una aguja sobre tu frente, eso es muy astuto de tu parte!
Realmente estaba indignada. Te parecerá estúpido, pero lo único que necesitaba era un simple chistecito para sobrellevar mejor esa situación y sentí que el médico tenía la obligación de saberse uno.
—Había una vez un doctor que no se sabía ningún chiste… —dijo entre risas—. Prometo aprenderme uno para la próxima. De nada, futuros pacientes del doctor Puente.
—Si me deja bien la cara, entonces le voy a regalar un libro de chistes, señor, para que no le vuelva a pasar esto y pueda esparcir más humor en situaciones difíciles.
Y así fue. A los pocos días, mientras estuve internada, le compré por Amazon un libro de chistes sobre médicos, tamaño bolsillo, para que pueda tenerlo siempre en su guardapolvo. En realidad técnicamente no lo compré yo, lo compró Juan, pero yo se lo pedí. También le regalé una caja de Havannets, mi golosina argentina favorita. No se venden en México, solo tenía en casa porque suelo pedirles a los que viajan desde Argentina que me traigan. Podría haberle comprado cualquier chocolate, pero quise expresar mi gratitud de una forma íntima, personal y significativa.
Me terminó de coser. Sacó la tela que me cubría la cara. Juan recuperó su estabilidad corporal y acariciaba mi mano intentando calmarme. Por un segundo disfruté al pensar “ya está, se terminó”, pero se arruinó mi pequeño instante de alivio cuando me di cuenta de que todavía estábamos lejos del final. Muy lejos.
—Listo. Te puse unos puntos internos que se absorben solos, pero luego tendré que sacarte los externos.
—¿Cuántos puntos tengo en total, señor? Porque una vez mi hermano, cuando era chico, se abrió la frente en un barco y se le veía el hueso. Lo tuvieron que coser y le pusieron muchísimos puntos. ¿Cuántos me puso? A ver quién tiene más… —la competitividad entre hermanos no la quita ni un accidente.
—No sé, no los conté —se rio… Strike dos, doctor, strike dos—. Te voy a colocar una venda alrededor de la cabeza para cubrir la herida.
—Sí, señor.
Ahora sí que me veía como una chica que tuvo un accidente. Sentía el ojo derecho casi totalmente cerrado, y ahora, con una venda blanca cubriendo mi cabeza, parecía una paciente dramática de algún capítulo de Grey’s Anatomy. Instantáneamente recuperé los nervios por mi salud cerebral y la ansiedad volvió a manifestarse en mi ritmo cardíaco. Los huesos y las heridas sanan, pero ¿qué pasa si hay algo mal dentro de la cabeza? Quería que me viese un neurólogo lo antes posible.