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CAPÍTULO 3
Los análisis
ОглавлениеCanciones recomendadas para escuchar durante este capítulo:
«This Feeling», Alabama Shakes
«Angel», Jack Johnson
«Down in The Valley», The Head and The Heart
—Te voy a tocar la cara despacito, ¿sí? —dijo el doctor.
—Sí, señor —por favor, alguien que me frene.
En ese momento me di cuenta de que no sentía el lado derecho de mi cara. Veía las manos del doctor sobre mis cachetes, pero los sentidos no acompañaban sus movimientos. ¿Viste cuando vas al dentista y no sentís la boca por un rato? Así me sentía yo, pero en la mitad de la cara.
—Doctor, no siento que me esté tocando, como si tuviera la cara anestesiada. Siento todo dormido —le dije extremadamente preocupada.
—Es normal. Puede ser por el shock o que esté dañado el nervio. Te diste un golpazo, puede que el nervio esté afectado, pero en la gran mayoría de los casos con el tiempo se recupera —“la gran mayoría de los casos” no me sonaba suficiente.
El doctor Puente les indicó a las enfermeras que me realizaran una serie de estudios, entre ellos, rayos y tomografías.
—Te voy a llevar primero a rayos —me avisó una de ellas.
Yo seguía preocupada por mi cabeza, quería la tomografía primero, pero te imaginarás que en un hospital no les voy a indicar yo a los médicos el orden en el que se tienen que hacer los estudios.
Y comenzó el desfile. Atravesé todo el hospital en esa camilla, de análisis en análisis. Creo que para ese entonces ya tenía puesta la bata de internación. Imposible olvidar qué llevaba puesto ese día: un jean roto que jamás volví a usar, unos borcegos negros con plataforma y una blusa blanca en conjunto con una chaqueta azul decorada con flores rojas y naranjas en la espalda. Pasamos infinitas veces por la recepción, iluminada por esas luces blancas que me hacían sentir que estaba a punto de recibir un Grammy. Juan me acompañaba hasta el último centímetro que podía.
Había dos salas de espera previas a la realización de los estudios: la de los acompañantes y la de los pacientes. Vi la cara de Juan desvanecerse a través de la puerta corrediza cuando estábamos ingresando en mi sector. Allí me hicieron esperar unos breves minutos hasta que me recogió otra enfermera para llevarme al estudio correspondiente. Una vez finalizado el análisis, me volvieron a colocar en el mismo lugar y llamaron por teléfono a otra enfermera para que me regresara a la sala de emergencias. Había un pequeño televisor sintonizado en un canal de noticias. Nunca lo vi porque me quedaba en un ángulo incómodo teniendo en cuenta mis heridas, pero lo escuchaba. Recuerdo que me parecía muy curioso que cuando llamaban a las enfermeras para pedir que me devolvieran a mi sala, repetían exactamente lo mismo cada vez: “Para recoger a la paciente Victoria Forcher”, y automáticamente cortaban la comunicación. No decían ni “hola”. Es muy extraño, nunca esperás que hagan referencia a vos misma como “la paciente”. En este mundo de etiquetas, siempre me había sentido identificada con “la que canta”, “la que trabaja en Google”, pero nunca, jamás, “la paciente”. Siempre fui de ese tipo de personas poco saludables que construyen su seguridad sobre las bases erróneas y le atribuyen un peso considerablemente alto a la comparación con los demás. Uno de mis tantos principios disfuncionales.
En esa sala de espera sonreí por primera vez desde que toda esta novela comenzó. Colocaron una camilla al lado de la mía. Allí se encontraba una persona mayor, un abuelo, y también se lo veía bastante roto. Digo “también” porque las miradas de la gente hicieron que me diera cuenta de que probablemente no era mi mejor momento para una sesión de fotos. No nos dijimos nada, pero me miró con sus ojos penetrantes, decorados con arrugas, y me sonrió. Lo sentí como un abrazo. Me sentí comprendida. Estábamos en esa cagada juntos y en mi cabeza, siempre tan ilusamente poética, esa sonrisa quiso expresar que incluso encontrándonos en una situación delicada, dolorosa y repleta de preguntas, de todos modos había motivos para sonreír. Le devolví el gesto. En ese momento me di cuenta de que solo podía sonreír con la mitad de la cara.
Me pareció muy cómico entender repentinamente cómo somos animales muy curiosos. Lo primero que me preguntaron la que manejaba los rayos, el que maniobraba el tomógrafo, el chofer de mi camilla era “¿Qué te pasó?”. Probablemente vos también te lo estás preguntando. Ya llegaremos a esa parte.
Durante los viajes de sala en sala y la inmovilidad de mi cuerpo dentro de esas máquinas, pensé millones de cosas y me hice miles de preguntas. Me enorgullece decir que nunca pensé “¿Por qué a mí?”. Te lo juro. Sí me pregunté por qué no podría haber hecho algo distinto en ese segundo para no estar allí. Unos segundos podrían haber hecho la diferencia entre estar en el hospital o estar en una entrevista para trabajar en Spotify. También me dije a mí misma que si no hubiese venido a vivir a México, esto no me habría pasado, y si no hubiese entrado a trabajar en Google, no estaría ahí. Invertí muchos minutos en vano jugando a las realidades alternativas que estaría viviendo si hubiese tomado decisiones diferentes a lo largo de mi vida. Es un ejercicio insalubre que estoy segura de que todos practicamos de tanto en tanto, algunos más profesionalmente que otros. Inútil, contraproducente pero inevitable. De todos modos, nunca pero nunca “¿Por qué a mí?”.
No paraba de pensar en el hecho de que había perdido la memoria. ¿Y si de repente no podía hablar? ¿Si de un minuto a otro me desaparecía la memoria nuevamente pero esta vez no regresaba? ¿Y si de repente no podía mover el cuerpo? ¿Y si de repente cambiaba mi personalidad de manera irreversible? “¿Y si…?” fue un gran enemigo durante muchos días.
Pensando en lo peor, me acordé de una charla TED que había visto algunos años atrás acerca de un hombre que había quedado cuadripléjico y no podía comunicarse de ninguna forma. Durante mucho tiempo habían pensado que tenía muerte cerebral. Su mente funcionaba a la perfección, pero nadie lo sabía. Estaba atrapado dentro de su propio cuerpo. En el video contaba cómo habían abusado de él muchas veces, y él carecía de maneras de expresarse o defenderse frente a esos actos de deshumanizante violencia. No recuerdo bien el video ni los detalles de su historia, y no estoy lista para verlo de nuevo, pero si este hombre estaba dando una charla TED, es porque finalmente había encontrado la manera de comunicarse y hoy puede contar su historia. Pero yo no pensaba en su posibilidad de expresarse, sino en su desgarradora tragedia. No dejaba de cruzarse por mi mente la idea de que eso podía pasarme a mí. Si me sucediese, ¿habría manera de que mi mamá o Juan vieran a través de mis ojos que yo estaba encerrada dentro de mí misma, que seguía ahí?
—Si le pasa algo a mi cerebro, matame —le dije a Juan. Me dolía llorar y el médico me había recomendado no hacerlo.
—No le va a pasar nada a tu cerebro —dijo Juan sin fundamento alguno, en el intento de desdramatizar mi reacción.
—Si le pasa algo a mi cerebro, matame —lo dije muy en serio.
De paseo por el hospital, entre estudio y estudio, fui viendo caras conocidas que esperaban el veredicto en la sala de espera. La primera vez que vi a Jorge y a Patri, rompí en llanto mientras se alejaba mi camilla. Lo mismo me pasó cuando vi a Juli. Como si fuese un botón que alguien apretaba cuando veía los ojos de lamento de una cara familiar, me caían las lágrimas. Era automático e incontrolable. Aprovecho este espacio para otra disculpa pública: Jorge, Patri, les arruiné el viaje a Ciudad de México. Vinieron unos días a recorrer la ciudad y lo que más recorrieron fue el Hospital Español.
Por suerte teníamos la ayuda, el amor y el apoyo de la familia de Juan. El día después del accidente, Jorge y Patri tenían pasajes para volver a Mendoza. Intentaron cambiarlos y no pudieron, pero eso no los detuvo: se compraron nuevos. Lo más temprano que podía llegar mi mamá desde Punta del Este era el lunes al mediodía. La familia de Juan se aseguró de no dejarnos solos ni un minuto. Mi mamá llegó el 4 de marzo en la mañana y ese mismo día se fueron ellos. Me sentí la chica más afortunada del mundo y estuve tremendamente agradecida. Estoy tremendamente agradecida.
Dentro de toda la suerte que tuve, el personal del hospital que se cruzó por mi camino no fue la excepción. Uno de los estudios de rayos X que tenían que hacerme requería que me parase y pegase mi mentón sobre una placa. Me costaba mucho pararme y aún más mantenerme en pie. Además, acercar mi cara a cualquier persona u objeto me generaba un pánico indescriptible. Es de público conocimiento que recibir rayos de manera constante es perjudicial para la salud y el personal que realiza este tipo de estudios se supone que no debe estar expuesto a ellos, deberían estar del otro lado de la puerta, resguardados. La asistente de rayos se quedó conmigo en la sala en todo momento, me ayudó a levantarme, me sostuvo para que no me cayera y me asistió, con toda la gentileza posible, para posicionar mi cara de la mejor manera sobre la placa. Este es solo un ejemplo de muchos.
Ya en mi sala de siempre, ingresó el doctor Puente después de analizar todos los estudios.
—Tienes fractura malar y maxilar derecha, orbitaria —dijo el doctor con firmeza. Necesitaba que me hablara en español—. Tienes varias fracturas y fisuras en la cara. Lo más alarmante es que se fracturó en varios pedazos el hueso que sostiene al ojo. Si te miras, estás hinchada, pero eso únicamente se debe al golpe. En realidad, la pared orbitaria se rompió en varios pedazos y se hundió.
No fue fácil digerir el hecho de que tenía la cara fracturada. Y en ese momento, solo sabía con total exactitud que tenía un problema serio con el hueso que sostenía al ojo. No tenía el detalle geográfico ni cuantitativo exacto del significado de tener varias fracturas y fisuras. De hecho, lo tuve varios días después.
Luego, el doctor Puente estableció las prioridades muy claramente:
1. Vida
2. Función
3. Estética
Con los análisis habíamos descartado preocuparnos por el primer punto. Los neurólogos aseguraron que no había nada por qué alarmarse en esa área. A pesar del diagnóstico de los expertos, porque el miedo hace oídos sordos a la razón, mi inseguridad persistió. De todos modos, lo que sí estaba en peligro era la función de mi ojo, así que ahora tenía una preocupación real en la cual enfocarme, además de las imaginarias. El doctor Puente me explicó que en estos casos hay que tratar de operar lo antes posible, porque puede ser peligroso para el ojo que su sostén esté dañado. Podía quedar ciega o ver doble para toda la vida, para lo cual no existe solución. Me lo materializó con un gran ejemplo: imaginemos un vaso con agua. El agua representa mi ojo y el vaso es el hueso que lo sostiene. ¿Qué pasa cuando se rompe el vaso? Había que reconstruirlo para evitar perder el agua.
—El procedimiento consiste en poner una placa de titanio y tornillos debajo de tu ojo para reconstruir el sector —dejéde respirar—. Se aplica anestesia general. Para realizar la intervención se debe ingresar a la zona afectada desde el ojo o el interior de la boca.