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Un peso muerto

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La Gorda volvió en sueños. Mingo no encontraba la manera de sacársela de encima. La pesadilla se repetía idéntica: él usando brazos y piernas, le empujaba el cuerpo inerte y desnudo. Intentaba imponerle una distancia que, se notaba, ella no estaba dispuesta a darle. Vista de afuera, la escena podía confundirse con la de un forcejeo amoroso: ella lo abrazaba y él le agarraba los brazos, buscaba liberarse de ella. De repente la Gorda abría los ojos, lo miraba fijo y hundía la cara en su cuello, y así agarrados caían al vacío. Caía con ella hasta golpear las aguas del Río de la Plata. Era entonces cuando él se despertaba.

Se encontró en su cama agitado, apretando los puños, con los brazos y las piernas doloridas y en un charco de transpiración. Silvia, a su lado, lo sacudía ¿qué te pasa, Mingo? Y él que nada, que lo dejara en paz, que volviera a dormirse. Ella giraba hacia la pared en un ritual que se repetía cada noche.

Caminó hasta la estación y compró el mismo diario de siempre. Le gustaba recorrer el pueblo que lo había alojado en un momento necesario, y que había cambiado bastante poco, cosa que él, ahora, celebraba: poner un taller mecánico en un pueblo chico fue la mejor solución.

Con el diario debajo del brazo entró a la cocina, Silvia conversaba con la vecina a través de la ligustrina que separaba las casas. No, si parecía pelotuda, ¿qué hacía? El mate ya tenía que estar listo y ella perdiendo el tiempo. Sabía perfectamente que él leía mientras ella cebaba. Se asomó por la puerta que daba al patio, las cortinas de plástico hicieron el ruido de siempre, asomó medio cuerpo, le echó una mirada y volvió a meterse. Cuando la pava ya se calentaba al fuego, se sentó a la cabecera de la mesa a leer el diario. Se escucharon las ojotas de Silvia caminando a paso apurado. Disculpame, Mingo, dijo. Él ni la miró. Con el mate listo, ella se sentó a cebarle, le había dado el primero cuando él, rígido, pálido, sin mover un músculo de la cara, se había quedado con la bombilla apenas rozándole los labios. ¿Qué pasa? Callate, ¿querés? Juicios, vuelos, ESMA, cómplices, civiles, las palabras se le mezclaban, no podía focalizar bien, todo se volvía difuso. Le devolvió el mate sin tomar a su mujer y se pasó las manos por los ojos. Releyó cada una de las palabras hasta el punto final de la nota. Hubo alivio: esta vez de su nombre, ni el rastro.

Ahí estaba él otra vez sin poder dormir. Después de la pesadilla, se fue hasta el baño. Se lavó la cara, la imagen en el espejo le devolvía ojeras nuevas. Basta, boludo, la Gorda ya fue. Enterrala de una vez. Salió del baño, fue hasta el living. Del portallaves que estaba junto a la puerta agarró las suyas. Fue a su habitación y se sentó en la cama. Su mesa de luz tenía un cajón que siempre se mantenía cerrado, solo había una llave que lo abría. La puso en la cerradura y giró. Levantó una especie de doble fondo que había hecho con madera balsa, debajo había una hoja amarilla. Estaba doblada en cuatro, quiso leerla una vez más. La Gorda encabezaba la lista, la escribió después de haber empezado esa enumeración, le había hecho un lugar al principio.

La Gorda

La que ya no tenía dientes

La de los pezones quemados

La de la cesárea infectada

La rubia

La de las muñecas quebradas

La colorada pecosa

La de la espalda quemada

La del fémur al aire

La de los seis cortes en la cara…

Se había dedicado a enumerar los cuerpos sin nombre que habían pasado por sus manos. Solo registró a las mujeres. Les tenía pena. Pensaba que las habían manejado como muñecas, títeres de algún tipo oportunista. Contó treinta. Treinta mujeres en las tres veces que se subió al Electra. El papel volvió al fondo del cajón, se acostó. No quiso apagar la luz.

El dolor de cabeza le perforaba el cráneo. Se fue para el taller sin desayunar. En la vereda, la vecina barría, le dijo buen día, pero ella por toda respuesta hizo sonar más fuerte la escoba contra el piso, con bronca. Vieja de mierda, pensó él. Una vez al volante de su auto, salió arando.

Estacionó en la entrada del taller. Levantó la vista cuando pasó sin saludar al lado de José. ¿Qué te pasa, Mingo? Qué caripela. Nada, me duele la cabeza. En realidad, era puro miedo a que alguien lo nombrara, miedo a ir preso. Eso no va a pasar, se impuso a sí mismo, nadie me va a nombrar habiendo tantos peces gordos ¿Quién va a acordarse de mí? Ahora venía chequeando el diario todos los días, no, nadie se iba a acordar de él.

Pero no había caso, no podía dejar de pensar que otra vez llegaría la noche. Aunque quisiera conjurar lo inevitable y tomara una ginebra tras otra antes de irse a la casa, y saliera ya sin un pensamiento posible, sumergido en su nube etílica, cuando se durmiera, la secuencia volvería a dispararse.

Las horas pasaron monótonas, enloquecedoras. Se fue al bar. Dos conocidos jugaban al dominó. No, gracias, hoy paso, contestó cuando le ofrecieron ser de la partida. Se fue a la barra, iba a apostar por la ginebra, quizás se equivocara y su bebida preferida esta vez sí lo ayudaría a dejar de soñar de una buena vez. Uno tras otro, con cada vaso, aumentaba el sopor de la noche. Cuando ya no podía manejar su conciencia, los recuerdos comenzaron a surgir como burbujas en una olla llena de agua a punto de hervir. Primero pequeñas, dispersas, luego voluminosas, explosivas, inevitables. ¿Cuánto había hecho él para enderezar el país del que todos disfrutaban? Y ahora tenía que convivir con ese miedo en las tripas. Y con la Gorda. Las palabras de otro tiempo volvían como ecos: Mingo, nosotros nos sacrificamos por la Patria, nos ensuciamos las manos, ahora estamos en la sombra, pero ya nos van a reconocer lo que hacemos, vas a ver. Podía sentir las palmadas de su compañero en la espalda. Esos gestos que lo unían a otros, que lo convertían en alguien. No cómo insistía su padre, vos nunca vas a llegar a nada, lástima que un paro cardíaco se lo llevara antes de que Mingo pudiera contarle, antes de que sobraran los motivos para sentirse orgulloso.

Nunca me voy a olvidar de la Gorda. Qué hija de puta, no se quería soltar, el boludo del tordo le había errado en la cantidad, pentonaval le habían puesto a la droga, a la Gorda le dieron poco y se despertó, era brava, se agarró al parante del Electra, y ahí no más el Capitán me pegó el grito, “empújela, oficial, empújela”. Y yo empujé. Con la cabeza vencida sobre sus brazos cruzados, ya no dijo nada más. Al rato, un viejo lo sacudió. Gracias, Mingo, vos sí que sos un patriota. Le hizo una venia y se fue. Mingo reaccionó apenas abriendo los ojos. Se bajó de la banqueta tambaleando, puso una mano en el bolsillo y con la otra se sostuvo de la barra, los billetes cayeron arrugados sobre el mostrador.

Le costaba mantener el volante derecho, iba despacio, en zigzag. La noche oscura, nublada, vacía, era la única que lo acompañaba. O eso creía. Manejaba por la esquina de la plaza cuando escuchó un quejido, miró en el espejo retrovisor. Ahí estaba, imperturbable, con la boca partida, seca, desnuda, gorda. Basta, andate, hija de puta, me tenés podrido. Esa palabra fue mágica. Ella desapareció dejando tras sí un rastro de putrefacción como él nunca había olido, penetrante, le ardía la nariz y le lloraban los ojos. La ventanilla baja era inútil, ni todo el aire del pueblo podía sacarle ese olor de encima.

Envuelto en una nube propia de alcohol y podredumbre estacionó en la puerta de su casa, medio auto sobre la vereda. La llave no entraba en la cerradura que parecía haber achicado sus proporciones. En ese momento alguien abría del otro lado, vio alejarse a su mujer moviendo los labios. Ya desplomado en el sillón, escuchó como un eco, eso que en la infancia su madre le repetía hasta el cansancio a su padre: vos y ese bar de mierda, me tenés cansada, hasta cuándo pensás seguir así. Ahora el turno era de él, estaba harto de esas frases tan venidas de otro tiempo.

No tuvo más remedio que hacer lo que tenía que hacer: con los pies firmes en el suelo y su mano derecha apoyada en el brazo del sillón, se paró. La tenía enfrente. Los pelos se le enredaron en las manos, la arrastró hasta la habitación, en la puerta ella se aferró al marco, resistiendo. La piña justo en el medio de la cara no resonó tanto como el ruido del cuerpo cayendo sobre las baldosas, ese mismo ruido que alguna vez creyó escuchar subiendo desde el Río de La Plata.

Mingo se levantó con la cabeza a punto de estallarle, se tomó algo para el dolor. Silvia estaba acostada en la otra habitación de espaldas, de cara a la pared. Se acordaba vagamente de haberle pegado, quizás tendría que decir algo. No, era muy pronto para intentar excusas, fue hasta la puerta de calle. ¿Qué iba a hacer todo el domingo con ella? El bar era su única opción.

Unos y otros entraron y salieron, sentándose en las mesas y en la barra, arrimando vasos. Esta vez nadie se acercó a él. Se hizo la hora de cerrar, entre dos lo sacaron a la vereda.

Sin recuerdo de un auto estacionado en la puerta, se largó a caminar las veinte cuadras que lo separaban de su casa. Llegó al paso a nivel, se detuvo cerca del cruce de vías, apoyado en un árbol quiso recuperar aire, le costaba respirar, a punto de recomenzar su marcha la vio. Del otro lado, la Gorda caminaba hacia él, desnuda, enorme, sonreía, venía directo a su encuentro. Ya no tenía la boca partida, hablaba, movía los labios, lo llamaba, pronunciaba su nombre. Sonó la bocina del tren. Él solo pensaba que esta vez iba a reconciliarse, explicarle que él hizo su trabajo, que fue un buen empleado, que tenía que dejarlo en paz. Se acercó, uno, dos, tres, pasos, uno más y ya podría decirle al oído todo lo que pensaba. A punto de tocarla, oyó una bocina que lo dejó sordo, el tren estaba demasiado cerca como para ensayar una huida.

Arderá la memoria

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