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Presentación

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El 10 de septiembre de 1993, cuando yo tenía 14 años y él 20, moría mi hermano Nicolás en un accidente de auto. Su muerte cambiaría mi vida, y la de tantos más, de manera contundente, irremediable, ineludible. Los textos que recojo aquí, un poco a modo de diario, y otro a modo de epitafio, rastrean las huellas indelebles que él ha dejado en mi vida, en mi escritura y en mis reflexiones.

Nicolás lleva más tiempo muerto que vivo, pero esa proporción se invierte en mis escritos, donde regresa una y otra vez, sin cesar, porque lxs muertxs también se resisten a quedarse quietxs, fijxs, “muerto[s] de una vez por todas” como diría Derrida, (1) y cobran vida en los umbrales porosos de nuestras existencias, de nuestras des-memorias y de nuestras palabras.

“Aislar la muerte de la vida, no dejarlas entrelazarse íntimamente, cada una intrusa en el corazón de la otra: he aquí lo que nunca hay que hacer”, aconseja Nancy. (2) Y estas notas, a su modo, hacen propia esta premisa para narrar la vida de lxs muertxs, de mis muertos, y más puntualmente, la vida de mi hermano muerto. Con mi hermano mayor, como decía, compartí más tiempo en los escritos que en la tierra, tal vez por eso, de tanto en tanto, de texto en texto, yo me reencuentro con él, ya sea que lo invite o que irrumpa, que me saque una sonrisa o que me haga estallar los ojos. Pero es esa irrupción de su omnipresente ausencia y de su presencia fantasmática, la que me permite ponerme a hablar junto a él de la vida de lxs muertxs, y de las muertes que hacen a nuestras vidas.

Como dice mi amada amiga Ángeles Queipo, con quien compartimos ya tantas vidas y tantas muertes, estos fragmentos de un duelo “recuperan la muerte como algo vital”, al tiempo que intentan señalar ese espacio viscoso, contaminado, en el que el umbral entre lxs vivxs y lxs muertxs se confunde, se tensa, se suspende e incluso implosiona. Algunos textos están fechados, con más o menos (im)precisión, y otros no. Como la memoria, que se mueve entre el intento inútil de medir lo que no tiene medida estable ni común y el esfuerzo im/posible por retener lo que no cesa de partir y transformarse en nosotrxs. Todos los fragmentos de este duelo regresan con desesperación a los números y al intento siempre fallido de medir y contener una muerte, un duelo, la presencia ambivalente de una ausencia. Los años y los cálculos insisten con obstinación allí en la des/mesura de lo que jamás encuentra un lugar ni un tiempo fijo. Los duelos nos hacen calcular lo incalculable y cartografiar lo imposible: el territorio borroso de lo que no pudo ser. Los números no son sólo un remedio para aliviar la vaga indeterminación de una (des)memoria siempre en obra, son también las huellas de una mutación, la inscripción cuantificable de un proceso que jamás se detiene y que está –también– sujeto a los vaivenes de otros contra-tiempos.

Hay dos inspiraciones persistentes en estas notas, por un lado, los escritos derrideanos sobre la muerte y lxs muertxs (entre ellos Dar la muerte, Dar (el) tiempo y La hospitalidad) que fueron insumos filosóficos transformadores para mi (im)propia labor de duelo. Por el otro, el Diario de duelo de Roland Barthes, cuya composición fragmentaria y obsesiva asedia e inspira también estas notas para septiembre. Quiero mencionar especialmente a Mónica Cragnolini, quien no sólo fue la persona que me puso en contacto con estos autores, sino también quien me concedió tantas veces sus palabras conmovedoras en textos, en conversaciones, en clases y en este prólogo que nos une en escritura, muerte y vida en común. Quiero agradecerles muy especialmente a Ángeles Queipo, Catalina Trebisacce, Bernardita Epelbaum y Ese Montenegro, por la ternura y la lectura amorosa que acompañó la hechura de este libro, así como la de mis días; y a Evelyn Galiazo, por darme la idea (en un comentario a un post de Facebook) de compilar y publicar los textos sobre la muerte de mi hermano. Y finalmente, porque helos allí en el inicio y en los finales, a mi familia, a la que resta, a la que fue antes y luego de esta muerte que nos une para siempre. A ellxs, y especialmente a mi madre, a mi padre y a mi hermano Hernán, con quienes comparto este duelo atávico y a quienes tanto he visto con/dolerse, les deseo que ojalá encuentren en estos escritos algo del orden del cobijo, incluso un bálsamo con el que anestesiar ésta nuestra herida.

Vir/ginia Cano (3) Buenos Aires, 10 de febrero de 2021

1- J. Derrida, “No existe hospitalidad” en J. Derrida y A. Dufourmantelle, La hospitalidad, Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 2000, p 101.

2- J. L. Nancy, El intruso, Buenos Aires: Amorrortu, 2006, p. 24.

3- Vir/ginia porque en estos textos hay fragmentos de esos dos nombres, de su imbricación, de su oscilación, y de sus descansos precarios.

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