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El Chiche Vespolini era el menor de cinco hermanos, dos varones y dos mujeres. Su verdadero nombre era Argentino, pero le decían así porque de chico era tan lindo y simpático que se había convertido en “el chiche de sus hermanas”. Los Vespolini se habían instalado en Mar del Plata a principios del 1900 y siempre habían tenido hoteles y restaurantes. De su familia el Chiche había heredado la Trattoria Napolitana: el primer restaurante en el mundo en servir sorrentinos.

Los sorrentinos eran una pasta redonda, rellena, que había inventado Umberto, el hermano mayor del Chiche, bautizada en homenaje a la ciudad de sus padres. El sorrentino no tenía el borde de masa de los pansotti, ni el relleno de carne de los agnolotti, ni llevaba ricota como los cappelletti. Era una media esfera con cuerpo, hecha con una masa secreta, suave como una nube, rellena de queso y jamón.

De vez en cuando aparecía alguien en la trattoria que tenía el mal gusto de preguntar, con cierto aire superado: “¿El sorrentino no es lo mismo que un raviol pero redondo?”. Ante esto, las mujeres de la familia ponían los ojos en blanco y los hombres se reclinaban en sus sillas y resoplaban.

Para el Chiche, la persona que hiciera esa pregunta, además de ser ignorante, carecía de sensibilidad. Es sabido que el raviol se come de un bocado, y que en un plato entran incontables ravioles. El raviol no es una entidad definida, existe en la acumulación. Decir “comí un raviol” es una cosa absurda, un sinsentido. Un sorrentino, en cambio, es un ente en sí mismo. Un niño o una mujer que se alimentara como un pajarito pueden comer un solo sorrentino con total dignidad. El sorrentino se puede cortar tres o cuatro veces, y el pedacito resultante sería un bocado tan decente como cualquier raviol. “Cada pasta tiene su personalidad”, decía el Chiche, que también corregía a quienes confundían agnolotti con tortellini, o tagliatelle con pappardelle.

En la trattoria, la porción traía seis sorrentinos; ni uno más, ni uno menos. Era fundamental que el sorrentino se cortara solo con el tenedor; al que le clavara un cuchillo se lo calificaba inmediatamente de forastero. Si lo hacía alguien de la familia se lo corregía en el acto. Cuando algún sobrinito aprendía a comer con cubiertos y se le enseñaba la importancia de no cortar ninguna pasta blanda con cuchillo, la lección era aceptada como un dogma. Tampoco estaba bien visto pinchar los sorrentinos con los dientes del tenedor: había que cortarlos con el borde y acompañar el pedacito suavemente, como con una pala muy delgada. Si el que incurría en la falta era un extraño, el Chiche lo miraba como diciendo: “no tiene arreglo”. Si un miembro de la familia presentaba a un nuevo novio o novia en el restaurante, antes de que el recién llegado se sentara a la mesa –y en lo posible antes de que entrara en el local– había que instruirlo en la etiqueta del sorrentino. La familia consideraba que los buenos modales en la mesa eran la manifestación externa de un alma noble. Los modales más elegantes eran también los más simples: el cuchillo, al comer las pastas, resultaba innecesario. También les disgustaba que la gente acompañara los fideos con una cuchara, porque eso quería decir que no tenían la destreza de hilar una madeja de spaghetti que pudiera entrar en la boca con gracia y precisión.

La trattoria funcionaba en un salón muy grande con más de cincuenta mesas y un enorme farol de vidrio rojo y amarillo colgando del techo. Todas las paredes estaban cubiertas de fotos de Italia, sobre todo de lugares del sur, con su correspondiente nombre: Amalfi, Sant’Agnello, Ischia, Museo Correale di Terranova, Castellammare di Stabia, Pompeii, Ercolano. En las paredes, además, había platos conmemorativos de celebraciones en las que el Chiche había participado; platos con ilustraciones de aves argentinas; fotos de sus viajes por el mundo; una foto del papa Francisco visto desde lejos en la plaza San Pedro; fotos del Chiche con figuras internacionales que habían cenado en la trattoria; varios cuadros de deportistas famosos autografiados (Gabriela Sabatini, Maradona y Guillermo Vilas); fotos familiares de todas las épocas; fotos de cuando el Chiche había recibido la Llave de Mar del Plata; fotos de cuando había sido nombrado Ciudadano Ilustre del municipio de Sorrento; espejos; cucharones de bronce; imágenes de santos y vírgenes; palos de amasar; pingüinos de cerámica; una pintura de la fragata Sarmiento; calendarios de marcas de pastas; plantas en macetas de terracota; una colección de botellas de vino Chianti en canastas de mimbre; doce muñequitos que representaban a los monjes de la abundancia; pequeñas copas y odres de vino; un póster gigante de la selección argentina de fútbol de 1986; una colección de elefantitos de cerámica; tres teteras de porcelana; platos decorativos con los distintos bailes folclóricos italianos y un mapa con los panes y las pastas originarios de cada región de Italia en el que, naturalmente, no figuraba la especialidad de la casa.

Al mediodía y a la noche, sin excepción, el Chiche recorría la trattoria con los pulgares enganchados en los tiradores, supervisando el trabajo de las cocineras y dando órdenes a los mozos. A muchos de sus empleados les cambiaba el nombre o les ponía uno que creía que iba bien con su cara: a Susana, la cajera, la había rebautizado Marta; a una cocinera la había apodado “Facha Farina”. Al mozo Mario lo llamaba “Carpi”.

–Carpi, leeme el diario –le decía los días en que no había mucha gente en el salón.

Y Mario se sentaba a la mesa reservada para el Chiche y su familia y le leía La Capital, deslizando de vez en cuando su nombre en alguna noticia. Leía, por ejemplo, un titular: “Asesinan a travesti en una playa de La Perla”. Y agregaba: “Se cree que era amante de Chiche Vespolini”. El Chiche resoplaba una carcajada y seguía tomando la sopa. “Carpi” no era un apodo único, sino un estatus que el Chiche usaba para nombrar a ciertas personas, aunque nunca había aclarado qué implicaba ser “Carpi” ni qué había que hacer para llegar a serlo. La familia tenía una vaga idea de lo que significaba, pero solo se aproximaban a ella por los indicios que él les iba dando.

–¿Yo soy Carpi? –le preguntaba algún sobrino en la mesa, y el Chiche respondía:

–No, vos no.

–¿Y el tío Honorio es Carpi?

–Sí, claro –respondía el Chiche sin vacilar.

Y así podían seguir nombrando personas durante una comida entera; para el Chiche, algunos eran “Carpi” y otros no, pero los motivos nunca quedaban claros.

Los viejos clientes, los que volvían cada verano a comer al restaurante, saludaban al Chiche con un abrazo y le acercaban a sus hijos para que les tocara la cabeza y viera cómo habían crecido. El Chiche les preguntaba si la pasta estaba a punto y les deseaba buen provecho con un gesto mudo de asentimiento. Si un cliente se quejaba porque la salsa estaba muy agria o el relleno demasiado salado, el Chiche probaba del plato y hacía una mueca de disgusto, dándoles la razón. Entonces el plato volvía enseguida a la cocina, donde lo reemplazaban por otro lo más rápidamente posible.

Una señora que trabajaba en la trattoria también se ocupaba del Chiche, le preparaba la sopa especial del mediodía y le limpiaba la casa. Se llamaba Adela y nadie sabía adivinar su edad porque era baja y huesuda como una anciana, pero tenía la piel lisa y luminosa que solo tienen las mujeres muy jóvenes y algunas monjas. Como el restaurante siempre estaba lleno con los sobrinos del Chiche, que iban a comer gratis cada vez que podían, ella también lo llamaba “tío”.

–Adela, no tenés ni pies ni cabeza –le decía el Chiche.

–Ay, tío, ¿entonces cómo vine a trabajar? –respondía ella con vocecita infantil.

El Chiche vivía en un departamento de dos habitaciones, arriba del restaurante, al que se llegaba por una escalera angosta, cubierta de alfombra verde. Después del turno del mediodía, cuando el salón estaba en silencio, con las luces apagadas y las mesas sin manteles, el Chiche subía a dormir la siesta. Antes de volver a sus tareas, Adela tenía que quedarse sentada al lado de su cama y mirar con él el noticiero de la RAI hasta que el Chiche empezara a roncar. Si a ella se le cerraban los ojos o la cabeza le pesaba sobre el pecho, él le gritaba:

–¡Adela, no te duermas!

Ella daba un salto en la silla y respondía:

–¡Tío, si estoy mirando el telegiornale!

Adela usaba un delantal de cocinera y una cofia gris y blanca que no se sacaba nunca. El Chiche dependía de ella para todo, no dejaba que nadie más le trajera el plato de sopa o le lavara las camisas.

–Adela, si serás reventada –le decía–. Vos sos fácil, te dejás.

–Tío, las cosas que dice –se reía ella.

Adela se parecía físicamente a Leonor, una mujer que había trabajado en la casa del Chiche cuando él era chico y que tenía siempre el pelo pegado a la cara y las manos callosas de lavandera. En la mesa familiar del restaurante, las hermanas mayores del Chiche contaban que un día, mientras lavaba la ropa, Leonor había tocado una dureza metálica dentro del pan de jabón. Exaltada de emoción, se había puesto a gritar: “¡La casa! ¡Me gané la casa!”.

Por esa época, la marca Jabón Federal regalaba un chalet en la provincia de Buenos Aires al que encontrara una llave dorada escondida en uno de sus productos, y ganarse el “chalet Manuelita” era el gran tema de conversación en todas las cocinas y el sueño de cualquier empleada doméstica. Al oír los gritos de Leonor, sus compañeras –la cocinera y la chica que limpiaba– corrieron a abrazarla y gritaron con ella de alegría hasta que una notó, con una punzada de sospecha, que la llave no era dorada, como la de la publicidad, sino que se parecía mucho a la de la puerta de la despensa. Cuando salieron de la cocina vieron al Chiche, en el centro del salón, tirado en el piso retorciéndose de risa. Era obvio que el Chiche había calentado la llave en la hornalla para meterla en el pan de jabón. Entonces Leonor agarró un cuchillo y lo persiguió por toda una cuadra gritando: “¡Lo reviento!”. Después de ese episodio, los padres del Chiche lo pusieron en penitencia durante un mes entero y a la pobre Leonor la despidieron.

Por esa misma época, el Chiche había convencido a otra empleada, Marita, para que le tiñera el pelo de negro con la misma tintura que usaba ella. Quería parecerse a Rodolfo Valentino y le insistió tanto mientras la seguía por la casa que ella, para sacárselo de encima, dijo que sí. Él, encantado con el resultado, se presentó ante sus padres con el pelo negro azabache y un turbante de la madre en la cabeza.

–¿Quién soy? –les preguntó.

A la pobre Marita también la despidieron.

Durante el tiempo que duró la tintura, el Chiche tuvo prohibido ir al colegio y salir de la casa porque los padres tenían miedo de que hablaran mal de la familia o de que su hijo los pusiera en ridículo. Se pasó esas semanas escuchando radionovelas, leyendo policiales y comiendo aceitunas.

De Adela nadie sabía demasiado, salvo que vivía muy lejos de La Perla, el barrio donde estaba ubicada la trattoria, porque a veces mencionaba haber tomado dos colectivos para llegar. También que tenía hijos. “Los chicos”, decía, aunque no se sabía qué edades tenían, ni si eran dos o muchos más. De marido nunca hablaba. Era amable y solícita con los sobrinos más chicos del Chiche, que todavía no habían empezado la escuela y que, copiando el modo en que él se dirigía a ella, le pedían cosas caprichosas:

–Adela, traeme un pedazo de queso cortado.

Y cuando ella se lo traía, le decían:

–No, Adela, si serás boluda, este queso no, el otro, el de rallar.

O le decían:

–Adela, servime un postre con mucho dulce de leche.

Y no le agradecían cuando ella les traía el plato.

Adela nunca se quejaba, siempre sonreía.

El Chiche le decía “catrosha”.

–¡Adela, si serás catrosha!

Catrosha era una palabra que existía solo en esa familia y que venía del napolitano.

–Claro que estás cansada –le decía el Chiche cuando a Adela se le escapaba un bostezo–. Seguro que anoche anduviste catrosheando por ahí.

El Chiche sufría cuando ella se tomaba vacaciones, una vez cada dos o tres años. Otras empleadas del restaurante se encargaban entonces de él, pero, por más empeño que pusieran en las tareas, el Chiche resoplaba y bufaba, porque ninguna era tan dócil y tan diligente, y todas le parecían mucho más catroshas que Adela.

La palabra catrosho, en masculino, también existía, aunque no significaba exactamente lo mismo que catrosha, ni era despectiva.

Además de observar si sabían comer las pastas, el Chiche interrogaba a cada novio o novia de sus sobrinos que aparecía por el restaurante y les sacaba información privada de mentira a verdad. Al novio de su sobrina Verito le preguntó:

–¿Y para cuándo la moto?

–No –dijo el novio–, no me gustan las motos.

–Ah, muy bien, muy bien –asintió el Chiche, como diciendo: “prueba superada”.

Las preguntas iban cambiando con el tiempo.

–¿Vuelve Perón?

A la novia de Rolo, su sobrino favorito, le preguntó al poco tiempo de conocerla:

–¿Te molestaría que Rolo fuera catrosho como su tío?

Ella se rio, porque Rolo ya le había explicado lo que significaba ser catrosho.

–¿Qué hacían tus padres durante la dictadura? –le preguntó al novio de una prima la primera vez que él se sentó a la mesa familiar.

–¿Los judíos tienen infierno? –le preguntaba siempre al novio judío de otra sobrina.

El cielo y el infierno eran temas que le preocupaban.

A veces las preguntas no buscaban respuestas nuevas, sino siempre la misma. En la época en que el hombre llegó a la luna, el Chiche, que consideraba a los norteamericanos el pueblo más simplón del mundo, empezó a repetir:

Our boys! Our boys to the moon!

Y cada vez que se mencionaba un asunto relacionado con los Estados Unidos, el Chiche exclamaba en tono burlón: “Our boys!”. Tanto lo repetía que, si lo hacía en la mesa familiar, eran los otros los que terminaban la frase: “To the moon!”.

–¿Te acordás de cuando éramos imperio? –le preguntaba siempre el Chiche a alguno de sus sobrinos.

El sobrino tenía que responder que sí, que se acordaba.

–¡Qué grande era el emperador Augusto! ¡Qué inteligente! –seguía–. ¿Te acordás de cuando conquistamos la Galia? –Y agregaba, con una mueca de asco–: ¡Qué brutos eran los franceses!

A toda la familia le desagradaban en general los franceses. Decían que se mandaban la parte, que no sabían cocinar y que eran sucios. Carmela, una de las hermanas del Chiche, afirmaba que cuando escuchaba pronunciar el francés, incluso en una película, le daban ataques de náusea. Contaba que cuando era chica y la familia pasaba largas temporadas en Italia sus padres habían contratado a un profesor francés para que les enseñara la lengua a todos los hermanos (menos al Chiche, que todavía no había nacido). El profesor era serio y un poco catrosho, y los obligaba a memorizar frases de Molière. Los chicos lo hacían enojar porque tenían un juego que consistía en intentar no reírse y en el que, por supuesto, terminaban riéndose a carcajadas cada vez que él se daba vuelta para anotar una frase de Molière en el pizarrón. Cuando el profesor se cansaba y los retaba, ellos se reían aún más. Estaban acostumbrados a los insultos en napolitano, con vocales muy abiertas, y los insultos en francés les sonaban ridículos e inofensivos como los ladridos de un perrito.

–Además –decía el Chiche–, Napoleón era prácticamente italiano. Si hubiera nacido un año antes, habría sido italiano. ¡Napoleone di Buonaparte!

Para Carmela tanto como para Electra, la otra hermana del Chiche, las mujeres francesas eran todas catroshas. Decían que tenían cara y, sobre todo, boca de catroshas, y eso les venía de hablar con la lengua afuera frunciendo los labios y también de hacer otras cosas de catroshas con la boca. Sin embargo, aunque no lo admitieran, consideraban que las francesas eran contradictorias, un verdadero misterio, porque a muchas les gustaba parecer catroshas cuando en realidad no lo eran.

–A las francesas les gusta calentar la pava y después no se toman el té –solía decir Carmela.

Si a una mujer se le deslizaba un bretel del vestido pero seguía hablando como si nada, sin darle importancia y con el hombro al desnudo, para Electra esa mujer era bastante catrosha. Para Carmela, teñirse el pelo era de catrosha, y también lo era dejar que se transparentaran las líneas de la ropa interior en una pollera o un pantalón, tocar con familiaridad a hombres que no fueran el propio marido o reírse a carcajadas dejando caer el pelo teñido hacia atrás.

Como además de perfeccionar las recetas familiares al Chiche le gustaba inventar postres, había creado para el menú de la trattoria el “postre catrosho”, que más tarde, en un gesto de autohomenaje secreto, pasó a llamarse “postre Don Chiche”. Consistía en una copa con los siguientes ingredientes, dispuestos como capas geológicas: helado de crema americana, mousse de chocolate, dulce de leche repostero, crema chantilly, nueces enteras e hilos de chocolate caliente al que llamaban charlotte, que se servía al final, con una jarrita metálica, y que se congelaba enseguida sobre el helado formando una red. El postre catrosho era un éxito, el cierre perfecto para una comida, y venía servido en un copón rebosante que podía ser compartido entre dos o tres personas. Después de las comidas, y por más “llenos” que estuvieran, los clientes siempre cedían a la tentación y terminaban pidiendo un catrosho.

Otro postre que el Chiche había inventado se llamaba “suspiro marplatense” y era, como él decía, un postre minimalista. Consistía en una tira de dulce de leche junto a una de crema chantilly en medio de un plato playo. Se comía con cuchara pero estaba prohibido acompañarlo con otra cosa, por ejemplo un flan. El Chiche se sentaba a veces a la mesa de alguna familia de clientes habituales y charlaba con ellos de todo un poco hasta que terminaban de comer. Entonces llamaba a Mario, su mozo de confianza, y le decía:

–Carpi, un suspiro marplatense para la familia.

Los comensales se acomodaban en la silla y sonreían, e incluso había alguno que no podía evitar frotarse las manos. Pero cuando Mario volvía con cuatro o cinco platos playos con las dos tiras en el centro, una blanca y otra marrón, la familia cruzaba una mirada furtiva de desconcierto. Y nadie lo decía, pero era obvio que en lugar del suspiro marplatense esperaban un catrosho o algún otro postre donde la cuchara pudiera hundirse sin tocar el fondo, y no ese puro tintineo del cubierto contra el plato.

Los sorrentinos

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