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CAPÍTULO 2. DIBS CONOCE A VIRGINIA AXLINE

Allí estaba, fuera de nuevo, en medio de la noche, donde la luz opaca oscurece las contundentes líneas de la realidad y arroja sobre el mundo inmediato una amable vaguedad, donde no todo es cuestión de blanco y negro. Donde no se trata de «esto es», porque no existe una luz que ilumine la evidencia inequívoca con la que se ve una cosa «tal como es» y una conoce las respuestas. Donde la oscuridad del cielo aporta un espacio cada vez mayor que permite suavizar los juicios, dejar en suspenso las acusaciones, cobijar lo emocional. Donde «lo que es», visto con esta luz, parece adoptar tantas posibilidades que «lo definitivo» se vuelve ambiguo. Donde el beneficio de la duda puede florecer y sobrevivir el tiempo suficiente al menos como para forzarte a considerar el alcance y las limitaciones de la evaluación humana. Cuando los horizontes crecen y disminuyen dentro de una persona, los cambios no pueden ser medidos por otras personas. Cuando la comprensión crece a partir de la experiencia personal que permite a cada uno ver y sentir en formas tan variadas y tan llenas de significados cambiantes, que el propio estado de conciencia de uno mismo es el factor determinante. Desde ahí se puede admitir con más facilidad que lo fundamental de ese mundo de sombras se proyecta más allá de nosotros mismos, de nuestros pensamientos, actitudes, emociones y necesidades personales. Quizá entonces es más fácil entender que, incluso aunque no disponemos de la sabiduría como para enumerar las razones de la conducta de otra persona, podemos suponer que cada individuo tiene su propio mundo privado de significados, concebido a partir de la integridad y dignidad de su propia personalidad.

Me llevé de esa reunión el sentimiento de respeto que todos compartían y el interés por reunirme con Dibs. Me sentía capturada por esa impaciencia contagiosa, junto con la convicción de que no abandonaríamos la esperanza sin tratar una vez más, solo una más, de no basarnos solamente en los imprecisos recursos de los que disponemos para problemas de este tipo. Desconocemos las respuestas para muchos de los problemas de salud mental. Sabemos que muchas de nuestras impresiones son frágiles. Apreciamos el valor de la objetividad, del estudio ordenado y cuidadoso. Sabemos que la investigación constituye una combinación fascinante de corazonadas, especulaciones, subjetividades, imaginaciones, esperanzas y sueños mezclados con precisión, junto con hechos reunidos de forma objetiva, ligados a la realidad de una ciencia matemática. Un aspecto sin el otro resulta incompleto. Juntos, avanzan paso a paso a lo largo del camino en búsqueda de la verdad, donde quiera que ella pueda ser encontrada.

Así que pronto me reuniría con Dibs. Iría al colegio y lo observaría en grupo con los otros niños. Trataría de verlo a solas durante un rato. Después visitaría su casa para entrevistarme con su madre. Decidiríamos el horario para otros encuentros en el Child Guidance Centre (Centro de Orientación Infantil). Ese sería nuestro punto de partida.

Buscábamos la solución al problema y todos sabíamos que esta experiencia adicional podría constituir solo un pequeño atisbo acerca de la vida privada de este niño. No teníamos ni idea de lo que todo esto podía acabar significando para Dibs. Se trataba solo de una oportunidad más para tratar de atrapar el hilo que podría desentrañar algún pequeño insight que nos ayudara a comprender.

A medida que me adentraba en la carretera del East River, pensaba en los muchos niños que había conocido, niños que eran infelices, que se sentían frustrados en su intento por lograr una identidad propia que pudieran reclamar con dignidad, niños incomprendidos, que se esforzaban una y otra vez por llegar a ser una persona por derecho propio. De los sentimientos, pensamientos, fantasías, sueños y esperanzas que proyectaban, crecían nuevos horizontes en cada uno de ellos. Había conocido niños que se sentían desbordados por sus miedos y ansiedades, tratando de autodefenderse de un mundo que les resultaba insoportable, debido a muchas razones. Algunos habían emergido con fuerzas y capacidades renovadas para afrontar su mundo de un modo más constructivo. Otros no habían sido capaces de soportar el impacto de sus intolerables destinos. Y no existían explicaciones fáciles; decir que se les había rechazado y no se les había aceptado no nos aportaba mucho para la comprensión del mundo interno del niño. Demasiado a menudo estos términos son solo etiquetas convenientes que nos sirven de coartada para disculpar nuestra ignorancia. Debemos evitar los clichés, las explicaciones rápidas hechas a medida. Si queremos acercarnos a la verdad, debemos mirar con mayor profundidad en el interior de las razones de nuestra conducta.

Decidí que iría al colegio al día siguiente por la mañana. Telefonearía a la madre de Dibs y quedaría para reunirme con ella en su casa tan pronto como fuera posible. Vería a Dibs el próximo jueves en la sala de terapia de juego del Centro de Orientación Infantil. ¿En qué terminaría todo esto? Si no lograba romper ese muro tan robusto que había construido alrededor de sí mismo, y era muy posible que no lo lograra, tendría que pensar en referirlo a otro tratamiento diferente. Algunas veces algo que funciona muy bien con un niño no sirve para otro, pero no nos damos por vencidas fácilmente. No descartamos un caso como «sin esperanza» sin intentar, al menos, algo más. Algunas personas piensan que es muy malo mantener viva la esperanza cuando no hay motivos para ello. Pero no estábamos buscando un milagro; buscábamos comprender, porque creíamos que la comprensión nos permitiría iluminar modos más eficaces sobre cómo ayudar a la persona a desarrollar y utilizar sus capacidades de manera más constructiva. La búsqueda continúa y continúa, y continuaremos buscando hasta encontrar el camino que nos permitirá salir del desierto de nuestra ignorancia.

A la mañana siguiente llegué al colegio antes que los niños. Las aulas donde estaba el jardín de infancia eran luminosas y alegres, con un equipo atractivo y apropiado.

–Los niños llegarán pronto –dijo Miss Jane–. Me interesa mucho saber qué opinión se forma usted de Dibs. Espero que se le pueda ayudar. Ese niño me preocupa muchísimo. ¿Sabe?, cuando un niño sufre realmente un retraso mental se puede apreciar un patrón global de conducta consistente, que se observa en sus intereses y en sus modos de actuar. ¿Pero Dibs? Nunca sabemos de qué humor va a estar, solo sabemos que nunca habrá sonrisas. Ninguna de nosotras lo ha visto sonreír nunca. O parecer remotamente feliz. Este es uno de los motivos por los que sentimos que su problema va más allá del simple retraso mental. ¡Es tan emocional! Ahí llegan los niños.

Los niños empezaban a llegar. La mayoría de ellos entraban con miradas que expresaban alegría en sus caras. Ciertamente parecían relajados y confortables en ese colegio. Se llamaban saludándose alegremente unos a otros y a las profesoras. Algunos se dirigieron a mí preguntándome mi nombre y por qué estaba allí. Se quitaban sus abrigos y sombreros y los colgaban en sus perchas. Los primeros momentos eran de libre elección. Los niños buscaban juguetes y actividades que les interesaban, y jugaban y hablaban unos con otros de manera muy espontánea.

Entonces llegó Dibs. Su madre lo dejó dentro de la clase. Solo pude darle un vistazo porque habló brevemente con Miss Jane, dijo adiós y dejó a Dibs, que llevaba puestos un abrigo y un gorro de lana gris.

Se quedó allí, de pie, donde su madre lo había dejado. Miss Jane se dirigió a él, le preguntó si quería colgar su abrigo y su gorro. Él no respondió.

Era alto para su edad. Su cara estaba muy pálida. Cuando Miss Jane le quitó el sombrero pude ver que tenía el pelo negro y rizado. Los brazos le colgaban inertes a los lados. Miss Jane lo ayudó a quitarse el abrigo. Parecía no estar cooperando. Ella colgó su gorro y abrigo en su percha.

Mientras se acercaba a mí me dijo en voz baja: «Bien, este es Dibs. Nunca se quita el abrigo ni el gorro él mismo, así que nosotras lo hacemos ya rutinariamente. Algunas veces tratamos de que se una a otro niño en alguna actividad o le damos algo concreto para que haga. Pero él rechaza todas nuestras ofertas. Esta mañana lo dejaremos solo para que usted pueda ver por sí misma qué es lo que hace. Podría quedarse ahí por mucho, mucho tiempo. O podría comenzar a ir de una cosa a otra. A veces pasa de una cosa a otra como si no pudiera concentrarse. Otras veces se focaliza en algo durante una hora. Todo depende de cómo se siente».

Miss Jane se acercó a otros niños. Yo me dediqué a observar a Dibs tratando de que no pareciera que lo estaba mirando.

Él permaneció de pie donde estaba. Luego se dio la vuelta, muy despacio y de forma deliberada. Levantó sus manos en un gesto casi inútil de desesperación y luego las dejó caer a los lados. Se dio la vuelta de nuevo. Ahora yo estaba en su campo de visión si es que quería mirarme. Suspiró, se mordió los labios y permaneció allí.

Uno de los niños corrió hacia Dibs.

–¡Hola Dibs! –le dijo–. ¡Ven a jugar!

Dibs se lanzó hacia él. Lo hubiera arañado, pero el niño dio un salto hacia atrás con rapidez.

–¡Gato!, ¡gato!, ¡gato! –se burló el niño.

Miss Jane se acercó a ellos y le dijo al otro niño que se fuera a jugar a otro lugar de la clase.

Dibs se fue hacia la pared cerca de una mesa pequeña en la que había algunas piedras, conchas, trozos de carbón y otros minerales. Permaneció junto a la mesa. Lentamente, levantó primero un objeto y luego otro. Pasó sus dedos por ellos, se los puso en su mejilla, los olió, los chupó. Luego los dejó en su lugar con cuidado. Miró hacia donde yo estaba. Fue una mirada fugaz que retiró con rapidez.

Se dejó caer en el suelo, se arrastró debajo de una mesa y se sentó allí, donde casi no podía vérsele.

Entonces me di cuenta de que los otros niños estaban formando un pequeño círculo con sus sillas alrededor de una de las profesoras. Se trataba del momento en el que los niños mostraban a los demás lo que habían traído al colegio y les contaban algo sobre las novedades que les habían pasado. La maestra les contó un cuento. Ellos cantaron algunas canciones.

Dibs, debajo de la mesa, no estaba muy lejos. Desde su lugar privilegiado podía oír lo que decían y ver lo que estaban mostrando, si quería hacerlo. ¿Se había anticipado a esta actividad del grupo cuando se puso debajo de la mesa? Era difícil saberlo. Permaneció debajo de la mesa hasta que el grupo se deshizo y los niños se dedicaron a otras actividades. Entonces, él también, se fue a hacer otras cosas.

Gateó alrededor de la habitación manteniéndose pegado a las paredes, deteniéndose para examinar muchos de los objetos con los que se iba encontrando. Cuando llegó a la amplia vitrina donde estaba el terrario y el acuario, se levantó y se quedó mirando fijamente el interior de los grandes recipientes cuadrados de vidrio. De vez en cuando alargaba el brazo y tocaba algo dentro del terrario. En esos momentos su movimiento parecía hábil y ligero. Permaneció allí durante media hora, parecía completamente absorto en sus observaciones. Reptó por la habitación de nuevo y completó su periplo alrededor de esta. Siguió tocando con rapidez y cuidado algunas cosas, para pasar luego a hacer otras.

Cuando llegó al rincón donde estaban los libros tocó los que estaban sobre la mesa, eligió uno, cogió una silla, la arrastró a través de la sala hasta un rincón y se sentó cara a la pared. Abrió el libro y comenzó a examinar cada una de sus páginas muy despacio, pasando cada página con sumo cuidado. ¿Estaba leyendo? ¿Estaba mirando los dibujos? Una de las profesoras se le acercó.

–Oh, ya veo –le dijo–. Estas viendo el libro de los pájaros. ¿Dibs, quieres contarme algo acerca de él? –le preguntó utilizando un tono amable y suave.

Dibs lanzó el libro lejos de él. Se tiró al suelo y permaneció allí, tieso y rígido, boca abajo, inmóvil.

–Lo siento –dijo la profesora–. No ha sido mi intención molestarte, Dibs. –Recogió el libro, lo puso sobre la mesa y vino hacia mí–. Esto es lo típico –me dijo–. Hemos aprendido a no molestarlo. Pero yo quería que usted viera por sí misma qué es lo que sucede.

Mientras mantenía la misma posición, Dibs había girado su cabeza de tal modo que podía ver a la maestra. Nosotras fingimos no verlo. Finalmente se levantó y se puso a caminar lentamente alrededor de las paredes de la habitación. Tocó las pinturas, los lápices de colores, la arcilla, los clavos, el martillo, las maderas, el tambor, los platillos. Los cogía y los ponía de nuevo en su sitio. Los otros niños se dedicaban a sus cosas sin preocuparse demasiado por Dibs. Evitaba cualquier contacto físico con ellos y ellos le dejaban en paz.

Entonces, llegó el momento de salir fuera a jugar. Una de las profesoras me dijo: «Quizá quiera venir. Quizá no. No me apostaría ni un centavo por ninguna de las dos posibilidades». Anunció en voz alta que era la hora de salir al recreo. Le preguntó a Dibs si quería salir fuera.

–No salir fuera –dijo Dibs en un tono monótono y pesado.

Yo dije que pensaba salir, ¡hacia un día tan bonito! Me puse mi abrigo.

De pronto Dibs dijo: «¡Dibs va fuera!». La profesora le puso el abrigo. Él caminó torpemente hacia el patio de recreo. Su coordinación era muy pobre. Parecía como si estuviera atado todo él con nudos, tanto física como emocionalmente.

Los otros niños jugaban en las cajas de arena, en los columpios, con los aparatos de gimnasia, con las bicicletas. Jugaban a la pelota, a pillar, a esconderse y a buscarse. Corrían, brincaban, trepaban y saltaban. Pero Dibs no. Se había ido a un rincón lejano, había cogido un palito pequeño, se había puesto de cuclillas y rascaba en la arena hacia delante y hacia atrás. Hacia delante y hacia atrás. Hacia delante y hacia atrás. Haciendo pequeños surcos en la tierra. Sin mirar a nadie. La mirada clavada en el palito y en el suelo. Encorvado en su actividad solitaria. En silencio. Encerrado en sí mismo. Remoto.

Decidimos que cuando los niños volvieran a clase y después de que su tiempo de descanso se hubiera acabado, yo me iría con Dibs a la sala de juegos que estaba al fondo del vestíbulo, si él quería venir conmigo.

Cuando la profesora tocó la campana todos los niños volvieron a la clase. Incluso Dibs. Miss Jane lo ayudó con su abrigo. Él mismo le dio su gorro esta vez. La profesora puso un disco de música suave y relajante. Cada niño sacó su colchoneta y la tendió sobre el suelo para descansar. Dibs fue a por su colchoneta y la desenrolló. La puso debajo de la mesa de la librería a cierta distancia de los otros niños. Se tumbó boca abajo sobre su colchoneta, se metió el pulgar en la boca y descansó como los otros niños. ¿Qué sería lo que estaría pensando en su mundo pequeño y solitario?

¿Cuáles serían sus sentimientos? ¿Por qué se comportaba de esa manera? ¿Qué le había pasado a este niño que había causado en él este tipo de aislamiento del resto de las personas? ¿Podríamos lograr llegar hasta él?

Después del periodo de descanso los niños pusieron sus colchonetas en su sitio. Dibs enrolló la suya y la colocó en el lugar correcto sobre el estante. Se dividió a los niños en pequeños grupos. Uno de los grupos trabajaría construyendo cosas con trozos de maderas durante un tiempo. Otro grupo pintaría o jugaría con la arcilla.

Dibs permanecía junto a la puerta. Me acerqué y le pregunté si quería venir un rato conmigo a la sala de juegos que había al final del vestíbulo. Le tendí mi mano. Dudó por un momento, cogió mi mano sin decir palabra y caminó conmigo hacia la sala de juegos. Cuando pasábamos por delante de las puertas de algunas de las otras habitaciones, murmuró algo. No pude entenderlo. No le pedí que me repitiera lo que había dicho. Solo comenté que la sala de juegos estaba al final del vestíbulo. Lo más interesante para mí era la primera respuesta que había dado espontáneamente. Había salido de la clase con una persona extraña, sin mirar atrás. Cuando me había cogido yo había notado la rigidez de su mano. Estaba tenso. Pero, sorprendentemente, dispuesto a ir conmigo.

Al final del vestíbulo, debajo de las escaleras del fondo, había una pequeña habitación diseñada como sala de terapia de juego. No era un lugar atractivo, ya que transmitía una fría monotonía debido a su falta de color y de decoración. Tenía solo una ventana pequeña que apenas dejaba entrar la luz y el efecto que producía en general era sombrío, aunque se encendieran las luces. Las paredes eran de un color beis oscuro, con algunas manchas que habían sido lavadas aquí y allá. En algunas de esas manchas la pintura se aferraba a la superficie rugosa de la escayola. El suelo estaba cubierto con un linóleo marrón oscuro de color opaco que estaba manchado debido a que había sido lavado con una fregona no demasiado limpia. Flotaba en el ambiente un olor rancio a arcilla y arena húmedas, y a pinturas de acuarela.

Los juguetes estaban sobre la mesa, en el suelo y en algunos de los estantes que estaban alrededor de la habitación. En el suelo había una casa de muñecas. Cada habitación de la casa de muñecas estaba moderadamente amueblada con muebles de madera. Frente a la casa había una familia de muñecos que estaba también en el suelo. Se amontonaban allí la madre, el padre, un niño, una niña y los bebés, junto a una caja abierta que contenía otros muñecos en miniatura. Eran unos pocos animales de goma, un caballo, un león, un perro, un gato, un elefante, un conejo. Había algunos coches y aeroplanos de juguete.

En el suelo había una caja de bloques de construcción. En la caja de arena había algunas sartenes, cucharas y unos pocos platos de hojalata. Sobre la mesa podía verse una jarra de arcilla, algunas pinturas y papel para dibujar en el caballete. Un biberón lleno de agua sobre un estante. Una muñeca de trapo grande sentada en una silla. En un rincón había una figura de goma hinchada con un peso en su base que le hacía volver a su posición vertical cuando se la golpeaba. Los juguetes estaban hechos para durar pero se veían usados y descuidados.

No había nada en la habitación, ni en los materiales que allí se encontraban, que pudiera restringir las actividades de un niño. Nada que pudiera parecer demasiado frágil ni demasiado delicado para que no pudiera ser tocado o golpeado. La habitación proporcionaba espacio y materiales que, por sí mismos, facilitaban la expresión de las personalidades de los niños que pasaran un tiempo allí. Sus componentes permitían que la habitación pudiera ser, al mismo tiempo, diferente y única para cada niño. Aquí un niño podía buscar el silencio para viejos sonidos, gritar los descubrimientos de un sí mismo aprisionado hasta ese momento y escapar así de la cárcel de sus dudas, ansiedades y miedos. Traer a la sala el impacto de todas las formas, sonidos, colores y movimientos del pasado y reconstruir su mundo, reducido a un tamaño que él podía manejar.

Al entrar en la habitación le dije: «Bien, vamos a estar durante una hora juntos aquí, en la sala de juegos. Ya ves todos los juguetes y material que hay aquí. Tú decides lo que quieres hacer».

Me senté en una silla pequeña que había nada más atravesar la puerta. Dibs permaneció en medio de la habitación, dándome la espalda, retorciéndose las manos. Yo esperé. Teníamos una hora. No había ninguna prisa por hacer nada en especial. De jugar o no jugar. De hablar o estar en silencio. Aquí daba lo mismo. La habitación era muy pequeña. Fuese donde fuese no podía ir muy lejos. Había una mesa bajo la que podía esconderse si quería esconderse, había una silla pequeña junto a la mesa si quería sentarse y había juguetes con los que jugar si era eso lo que deseaba hacer.

Pero Dibs simplemente se quedó de pie en medio de la habitación. Suspiró. Se dio la vuelta despacio, atravesó la habitación de modo vacilante y caminó bordeando las paredes. Fue tocando de modo tentativo un juguete y otro. No me miraba directamente. A veces miraba hacia donde yo estaba, pero si nuestras miradas se cruzaban desviaba sus ojos rápidamente. Fue un paseo aburrido alrededor de la habitación. Su paso era pesado. No parecía haber lugar para la risa o la felicidad en ese niño. La vida para él era un asunto sombrío.

Se dirigió hacia la casa de muñecas, pasó la mano por el tejado, se arrodilló junto a ella y miró hacia su interior. Lentamente, fue cogiendo uno a uno cada uno de sus muebles. A medida que lo hacía nombraba cada uno de los objetos con un tono vacilante de interrogación. Su voz sonaba monótona, apagada.

«¿Cama?, ¿silla?, ¿mesa? –dijo–. ¿Cuna?, ¿armario?, ¿radio?, ¿bañera?, ¿baño? ». Nombraba cada uno de los objetos de la casa de las muñecas que cogía y los colocaba de nuevo en sus sitios con cuidado. Se volvió hacia el montón de muñecos y los ordenó despacio. Escogió un hombre, una mujer, un niño, una niña y un bebé. Era como si los fuera identificando tentativamente a medida que decía: «¿Mamá?, ¿papá?, ¿hermana?, ¿bebé?». Entonces empezó a ordenar los pequeños animales. «¿Perro?, ¿gato?, ¿conejo?». Suspiraba profunda y repetidamente. Parecía como si se tratara de una tarea difícil y dolorosa que él mismo se había propuesto hacer.

Cada vez que él nombraba un objeto yo hacía un intento por comunicar mi reconocimiento de lo que él estaba poniendo en palabras. Podía decir: «Sí. Eso es una cama», o «Creo que eso es un aparador», o «Eso no parece un conejo». Trataba de que mi respuesta fuera breve, adoptando la misma forma como él lo decía, con alguna variación para evitar la monotonía. Cuando cogió el muñeco papá y dijo «¿Papá? », yo repliqué «Podría ser papá». Y ese fue el modo como transcurrió nuestra conversación a través de cada uno de los objetos que él iba recogiendo y nombrando. Pensé que ese era su modo de comenzar una comunicación verbal. Nombrar los objetos parecía un modo de comenzar bastante seguro.

Entonces se sentó en el suelo frente a la casa de muñecas. Se quedó mirándola en silencio durante largo tiempo. Yo no lo presioné. Si él quería estar sentado ahí en silencio, entonces tendríamos silencio. Debía haber alguna razón por la que estaba haciendo lo que estaba haciendo. Yo quería que fuera él quien tuviera la iniciativa en la construcción de esta relación. Demasiado a menudo esto lo hace algún adulto ansioso, en lugar del niño.

Cruzó sus manos contra su pecho y repitió una y otra vez: «puertas cerradas con llave no. Puertas cerradas con llave no. Puertas cerradas con llave no». Su voz adoptó un tono de urgencia y desesperación. «A Dibs no le gustan las puertas cerradas con llave», dijo. Su voz sonó a sollozo.

Le dije: «A ti no te gusta las puertas cerradas con llave».

Dibs pareció contraerse. Su voz se convirtió en un ronco susurro:

«a Dibs no le gustan las puertas cerradas con llave. No le gustan las puertas cerradas, ni cerradas con llave. A Dibs no le gustan los muros alrededor de él».

Era obvio que había tenido algunas experiencias desgraciadas con puertas cerradas y bloqueadas con llave. Yo reconocí los sentimientos que él expresaba. Entonces comenzó a coger los muñecos de dentro de la casa donde él los había colocado. Sacó los muñecos madre y padre y niña.

–Idos a la tienda. Idos a la tienda –dijo–. ¡Idos fuera a la tienda. Idos fuera!

–Oh, ¿mamá va a ir a la tienda? –comenté yo–. ¿Y papá también? ¿Y la hermana? –Los sacó rápidamente y los colocó lejos, fuera de la casa.

Entonces descubrió que en la casa de muñecas se podían extraer las paredes de las habitaciones. Comenzó a quitar cada una de ellas diciendo mientras lo hacía: «No gustan paredes. A Dibs no le gustan las paredes. ¡Dibs, quita todas las paredes!». Y en esa sala de juegos Dibs comenzó a derribar unos pocos muros de los que él había construido alrededor de sí mismo.

Siguió jugando lentamente, de esa misma manera, de un modo casi doloroso. Cuando la hora estaba llegando a su fin le dije que la hora de juego se estaba acabando y que teníamos que volver a su aula.

–Quedan cinco minutos –le dije–. Después tendremos que irnos.

Se sentó en el suelo frente a la casa de muñecas. Sin decir nada, sin moverse. Yo tampoco. Cuando pasaron los cinco minutos volvimos a su clase.

No le pregunté si quería irse. No existía la posibilidad de que él pudiera elegir. Tampoco le pregunté si querría volver otra vez. Podría ser que no quisiera comprometerse. Además, no era a él a quien correspondía decidir. No le dije que lo vería la semana siguiente porque no había hablado con su madre sobre lo que íbamos a hacer. A este niño se le había hecho ya bastante daño sin que yo le prometiera algo que no sabía si podría cumplir. No le pregunté si se lo había pasado bien. ¿Por qué tendría que forzarlo a evaluar una experiencia que acaba de tener? Si el juego es para los niños su forma natural de expresión, ¿por qué tenemos que forzarlos a que se expresen según un molde rígido de respuesta estereotipada? Un niño solo se confunde debido a preguntas que otros contestan antes de dejar que lo haga él mismo.

Cuando pasaron los cinco minutos me levanté y le dije: «Ya es hora de irnos, Dibs». Él se puso de pie lentamente, cogió mi mano, salimos de la habitación y comenzamos a cruzar el vestíbulo. Cuando llegamos hacia mitad del vestíbulo y podíamos divisar la puerta de su clase le pregunté si podía recorrer el resto del camino hasta la clase él solo.

–Está bien –dijo. Soltó mi mano y anduvo el resto del vestíbulo hasta la puerta de su clase por sí mismo.

Hice esto porque esperaba que, gradualmente, Dibs fuera haciéndose más y más autosuficiente y responsable. Quería comunicarle que confiaba en sus habilidades para poder hacer lo que yo esperaba de él. Estaba segura de que podía hacerlo. Si hubiera dudado o mostrado signos de que hacer algo así el primer día era demasiado para él, lo habría acompañado un poco más. Lo habría acompañado hasta la puerta de su clase si hubiera dado señales de necesitar ese apoyo. Pero fue solo.

–¡Adiós Dibs! –le dije.

–¡Está bien! –contestó. Su voz adquirió un tono suave y tierno. Había caminado lo que quedaba de vestíbulo, abierto la puerta de la clase y mirado hacia atrás justo en ese momento. Yo lo saludé con la mano. La expresión de su cara era muy interesante. Parecía sorprendido, casi satisfecho. Entró en la clase y cerró la puerta con firmeza tras él. Era la primera vez que Dibs iba solo a alguna parte en el colegio.

Uno de mis objetivos al construir la relación con Dibs era ayudarlo a lograr la independencia emocional. No quería complicar más su problema construyendo una relación de apoyo que lo hiciera ser excesivamente dependiente de mí, ni aplazar más el desarrollo completo de su sentimiento de seguridad interna. Si Dibs era un niño con carencias afectivas –y todo parecía indicar que así era–, tratar de desarrollar un vínculo emocional en esos momentos, aunque podría parecer indicado para satisfacer la necesidad de intimidad del niño, podía llegar a crear un problema que necesariamente tendría que ser resuelto, en última instancia, por él mismo.

Una vez acabada la primera sesión de juego con Dibs, pude entender mejor por qué los profesores y el resto del equipo no podían decidirse a declararlo como caso perdido. Sentí un gran respeto por sus capacidades y su fuerza interna. Era un niño con un gran coraje.

Dibs en busca del sí mismo

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