Читать книгу Cuando lo infinito asoma desde el abismo - Virginia Moratiel - Страница 5
Оглавление1. Palabras previas
A pesar de su respectiva originalidad, las afinidades entre el movimiento romántico en lengua alemana e inglesa son realmente sorprendentes, si bien sus nexos de parentesco resultan intrincados y, por tanto, difíciles de desentrañar. Ello se debe en gran medida a que en aquella época las motivaciones e ideas fluían de un país a otro en un diálogo constante, componiendo un tejido cuyo hilo de Ariadna no siempre conocemos a ciencia cierta. En principio, parece que el caldo de cultivo del romanticismo se encontró en el alto grado de desarrollo alcanzado por la filosofía alemana del arte con Winckelmann, Herder, Lessing, Kant, Schiller y Goethe —entre otros—, en un puñado de genios que coincidieron en el tiempo, cuya brillantez e individualidad nos los hace complicados de clasificar, a pesar de que reconozcamos sus vinculaciones con la ilustración, el Sturm und Drang, la filosofía de la fe e incluso con el clasicismo. Curiosamente, del mismo modo que las ideas peregrinaban de un lado a otro acompañando a aquellos que deseaban abrirse a nuevas perspectivas y que, por entonces, comenzaban a desplazarse con cierta asiduidad, los inicios del romanticismo hay que buscarlos también en un viaje que —como todos los periplos auténticos— en esencia constituyó un deambular interior. En este caso, similar al que las almas enamoradas efectúan según el relato de Sócrates en El Banquete platónico, donde proceden desde la hermosura sensible y consiguen elevarse hasta alcanzar la idea de la belleza. En el verano de 1793 dos jóvenes, Ludwig Tieck y Wilhelm Heinrich Wackenroder, recalaron en la Universidad de Erlangen e hicieron un recorrido a través del sur de Alemania, paseando por los bosques de árboles gigantescos en las montañas de Fichtel y visitando las ciudades medievales de Núremberg y Bamberg con sus imponentes catedrales. Estos dos ámbitos, el de la naturaleza y el del arte, les parecieron semejantes, dos ejemplos paralelos, majestuosos e igualmente divinos, que les permitían elevarse hasta la belleza absoluta. A su regreso a Berlín intentaron continuar esta experiencia de diálogo y convivencia con otros miembros de su generación como Schleiermacher o los hermanos Schlegel —August Wilhelm, el filólogo; Friedrich, el escritor y filósofo—. Y lo que es aún más llamativo, por primera vez en la historia de la cultura integraron en el grupo a jóvenes mujeres, muchas de ellas judías, ya que en ese ambiente religioso tenían una mayor libertad para pensar y actuar, como Dorotea Mendelssohn-Veit-Schlegel, Caroline Michaelis-Böhmer-Schlegel-Schelling —casadas varias veces, según se puede apreciar— , Henriette Herz o Rahel Levin. Ellas escribían, tomaban la palabra y oficiaban como maestras de ceremonias en las reuniones. De estas tertulias nació el primer círculo romántico, que terminó trasladándose a Jena, la ciudad con mayor brillo intelectual en la Alemania de esa época, donde algunos de sus integrantes se mudaron. Atraídos por la fascinación que ejercían las clases de Fichte en la Universidad, se acercaron hasta allí otros jóvenes, como los poetas Hölderlin y Novalis. Y de ese modo, en 1798 se formó el círculo romántico de Jena, también después de un viaje colectivo a Dresde para conocer un cuadro de Rafael: la Madonna sixtina. La asociación tuvo sus propios órganos de expresión y se rompió dos años más tarde. El filósofo del grupo era un jovencísimo pero ya famoso Schelling, profesor en la Universidad de Jena, quien construyó toda una visión del universo a partir de una ontología estética, basada en una intuición mística que hacía del arte una experiencia religiosa. Como resultado, convirtió al artista en un sacerdote que, mediante sus obras, facilita al común de los mortales el acceso a lo infinito para que puedan atisbar lo que en la filosofía se mantiene inevitablemente interiorizado. Schelling presentó la genialidad como una chispa divina situada en lo más recóndito de cada uno, siendo lo genuino y esencial de todos los individuos, es decir, como idea del hombre en Dios. A su vez, elevó la imaginación a facultad suprema del conocer y propuso a la mitología como materia del arte. Pero esta visión directa de lo absoluto, que resquebraja toda posible mirada fulminando al individuo y colocándose por encima de cualquier consideración teórica o moral, también permitió que aflorase el trasfondo oculto e irracional que sostiene a la conciencia, ese lado oscuro sin el cual no podría existir la luz.
Los románticos ingleses, como Wordsworth y Coleridge, viajaron a Alemania para conocer de primera mano las ideas que se estaban gestando allí. Pero además, las lecciones de Schelling sobre filosofía del arte se transmitieron a Inglaterra gracias a los resúmenes que hacía uno de sus alumnos, el periodista Henry Crabb Robinson, quien también se las había explicado a Mme. de Staël. Profundamente impresionada por su enorme potencia especulativa y poética, la escritora diseminó por toda Europa los principios del sistema de Schelling, incluso algunas de las analogías utilizadas por él, por ejemplo, que la arquitectura es música congelada. Y a medida que esto se producía, también se expandió su visión de la naturaleza como poesía inconsciente del espíritu, la convicción de que el ser humano representa una disrupción en el mundo natural y por eso vive en permanente estado de inquietud, generando escisión consigo mismo y con los demás. Sin embargo, esas ideas, compartidas por tantos otros jóvenes intelectuales, fueron perdiendo la huella de su origen. Con el tiempo, ya nadie sabía quién las había acuñado, sobre todo, porque estos primeros románticos estaban convencidos de que el pensamiento era una empresa colectiva. A su vez, la evolución de los acontecimientos políticos también fue enturbiando el entusiasmo inicial, fue nublando la promesa de recuperar la unidad perdida y la esperanza de vivir en una sociedad libre e igualitaria. Como consecuencia, la poesía se volvió más cruda y el romanticismo empezó a mostrar por todos lados su vertiente tenebrosa, expresando la finitud, la precariedad, la frustración, el dolor, el misterio, la alucinación, el sueño o la muerte, con Keats, Coleridge, Wordsworth, Wilde, Baudelaire, Leopardi… mientras el terror y la perplejidad se adueñaron de la narrativa en los cuentos de Hoffmann y en los personajes de Frankenstein, Dorian Gray, el Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
Sin embargo, el desarrollo del romanticismo no puede considerarse una progresión lineal cuya fuente se encuentre en Alemania y desde allí mane hacia toda Europa, porque la cultura británica está a la base de su propio origen. Por ejemplo, en esa ferviente admiración del teatro pasional de Shakespeare y de la épica «celta» de Ossian, escrita por Macpherson, un deslumbramiento que cundió entre los jóvenes Goethe y Herder, quienes dieron el puntapié inicial para la construcción de una nueva literatura. La poesía alucinada y visionaria de William Blake es otro hito ineludible, porque ya aquí nos encontramos con la primacía de la imaginación sobre las demás facultades cognoscitivas y una mística que acepta el mal como un momento necesario en el despliegue de lo divino en el mundo. Y estas ideas ya no proceden de Schelling, porque Blake es anterior a él, sino que enraízan en la tradición inglesa, en el gnosticismo de John Milton y su Paraíso perdido.
Este libro intenta reconstruir el entramado cultural que se dio entre los filósofos y los poetas románticos de ambos países. Pero no sólo a causa de una influencia directa, porque a veces una idea casi idéntica aparecía en el mismo momento sin que existiera contacto entre los creadores, como si a través de ellos se estuviese difundiendo una única intuición transpersonal, casi mágica. Y aunque los filósofos operaban a priori, los poetas parecían llegar y adelantarse a sus planteamientos casi por telepatía, dando la impresión de que también en ellos se encarnaban los fenómenos básicos de la filosofía romántica de la naturaleza. Nada de esto tiene que sorprendernos, pues el pensamiento no es algo que surja por artificio, no es —según dijo Fichte— una vestimenta exterior que pueda usarse o dejarse a placer sino que depende y emana de lo que cada uno es. De este modo, sólo se puede ser romántico, si se vive románticamente, cuando se habita el mundo desde la autenticidad, en plena consonancia entre lo que se siente, se piensa, se dice y se hace. Sólo se puede ser romántico cuando se toma conciencia de las propias limitaciones frente a la infinitud y, como consecuencia, se prima la tolerancia y se acepta la diferencia con los otros, cuando prevalece el amor a los demás y a la naturaleza, cuando el mundo se construye desde el sano respeto a uno mismo. Eso hizo del romanticismo una cosmovisión universal, válida para cualquier tiempo y lugar, sobre la que el mundo moderno pretendió fundarse. No obstante, muchos obstáculos impidieron su realización: la falta de libertad que acompañó el avance del mercado capitalista por todo el planeta diseminando formas políticas que amparaban la industrialización, el expolio de la naturaleza y el materialismo, el desarrollo tecnológico y de los medios de comunicación al servicio de la masificación, en definitiva, el dominio de los ricos así como el patriarcado. Quizás por eso, porque el romanticismo es aún una promesa incumplida, conmociona con la belleza de sus imágenes y con la potencia liberadora de su pensamiento.