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ОглавлениеCapítulo III
LA PRESENCIA DE GIACOMA EN BUENOS AIRES
La reputación de Giacoma como dirigente obrera, hostil hasta la fatiga e incorruptible, creció muy rápidamente en los círculos proletarios de Milán y desde allí se regó por la península. Pronto los líderes políticos vieron en Giacoma una buena carta para ganar elecciones con el apoyo de la masa gris y darle los «caramelos» usuales para tenerla tranquila y callada.
Los dirigentes de los movimientos socialistas fueron los primeros en buscar a Giacoma para que encabezara las listas de suplentes para diputados, pero a Giacoma no le gustó la idea de ser solamente suplente con el riesgo de «etiquetarse» y tener que dejar su posición de líder: no querida por nadie, pero temida por todos, que satisfacía sus requerimientos de existencia en un mundo injusto y machista.
Ante mucha insistencia, al fin Giacoma cedió para dirigir campañas electorales de ciertos candidatos y, si estos salían triunfantes, formaría parte del respectivo gobierno, desde alguna posición que le permitiera «seguir luchando por los sagrados derechos de los trabajadores explotados por el capitalismo».
Un día aciago para Giacoma, en el seno del comité central electoral de la región se enteró que el entonces primer ministro, simpatizante de los movimientos socialistas, era un degenerado sexual contumaz y que organizaba verdaderas bacanales con niñas prostitutas, que eran su debilidad.
Giacoma dijo que debían denunciar públicamente a este rufián y retirarle el velado respaldo del socialismo, puesto que no conviene a los principios revolucionarios, que decía ella con todo fervor que son esencialmente principistas. Sus colegas sonrieron con incredulidad, y explicaron a Giacoma que ese vicio del primer ministro es el más manejable y poco común entre los líderes nacionales.
De acuerdo con la opinión de los estrategas era mejor cerrar los ojos y fingir ignorar esa tendencia enfermiza del primer ministro, ya que al fin y al cabo sus excesos son con mujeres, aunque adolescentes, y no ha mostrado preferencia por los chicos jóvenes como les ocurrió en alguna otra ocasión anterior, por fortuna casi olvidada.
Giacoma no quería creer que se hubiera unido a estos acomodaticios sujetos, dispuestos a tapar tamaña incorrección con el remoto cálculo de gozar de alguna prebenda, pero si ellos tenían estrategas, ella, Giacoma, sería su propia estratega y provocaría un escándalo mayor que dejara al descubierto las mañas inconfesables del primer ministro y el silencio alcahuete de sus coidearios.
Pocos meses después, recibieron en el comité la invitación para representarse en la reunión de la Internacional Socialista, sección de trabadores. La invitación parecía dirigida personalmente a Giacoma y, aun cuando muchos colegas, entre risitas, dijeron estar dispuesto a «sacrificarse» por el movimiento y viajar a Buenos Aires, no había forma de desplazar a Giacoma, que también dijo estar dispuesta «a todo» por la revolución y por el pueblo.
Su declaración ante el comité llevaba una incuestionable realidad, Giacoma, en efecto, estaba dispuesta a todo por la revolución y por el pueblo, y por eso trazó un maquiavélico plan para provocar el mayor escándalo que ocurriría desde comienzos del «Siglo de las Luces».
Llegó, en consecuencia, a Buenos Aires con las más peligrosas intenciones, pero nunca imaginó las consecuencias. Sabía que su escándalo la arrastraría y que los colegas señalados por la corrupción sexual y la alcahuetería la atacarían de vuelta, pero nada importaba ni lastimaba su obligación moral profunda de develar al mundo al degenerado primer ministro y a su círculo de cómplices, unos que imaginaba partícipes de las bacanales y, otros, tontos silenciosos.
El día de la inauguración se limitó a hacer contactos. En la consabida recepción de bienvenida conoció a la tristemente célebre Giovanna, que había sido invitada porque siempre estuvo cerca del socialismo, sea del marxista o del fascismo del «il Duce», pero al fin y al cabo era una persona que atraía a la prensa.
Conversaron las dos dirigentes y pronto se dieron cuenta que sus historias tenían mucho en común. Les unía el desencanto, a Giovanna por el renacido anti-semitismo de su antiguo amante y su convicción de la necesidad de retornar al socialismo auténtico y, por parte de Giacoma, por la última revelación de sus colegas en el comité y su decisión de dejar pasar al depredador sexual por pura y simple conveniencia. Giacoma también creía que era necesario encontrar el socialismo auténtico.
Giovanna era muy ducha con las palabras y manejaba conceptos con fluidez extraordinaria. El socialismo, según ella, debía tener un sello propio, no había una noción buena del movimiento que pudiera aplicarse sin diferenciaciones a todos los países. Un nuevo socialismo debe aplicarse en un nuevo país, lejos de la tradición corrupta de siglos de historia de fracasos. Para Giovanna el nuevo socialismo era nacional, de Argentina, y desde ese país se contagiaría al subcontinente y en pocos años a toda América, solo entonces será América el nuevo mundo donde se hacen realidad todos los sueños y las más caras aspiraciones.
Giacoma no se convenció mucho de la prédica de su nueva amiga, pero dejó aquella opción para una consideración ulterior, la misma que vino con mayor rapidez de la imaginada, puesto que la denuncia sobre el degenerado primer ministro, corruptor y chulo de menores, y la horrenda e incalificable alcahuetería de los movimientos se convirtió en una verdadera catarata de denuestos contra Giacoma, tildada como una fanática enloquecida por su carácter hostil y por su supuesta incorruptibilidad, que solamente escondía un propósito patológico de convertirse en la mujer más odiada, pero al mismo tiempo temida por todos.
El primer ministro dejó por dos semanas sus bacanales y puso en marcha un proceso para quitar la nacionalidad a la demente exrepresentante del glorioso proletariado italiano, que había sido rechazada por obreros y empresarios en una reunión histórica, cuando se hizo realidad aquello de «nada sin el Estado, todo con el Estado», puesto que el primer ministro, dañado y degenerado, era como los reyes del absolutismo, el propio Estado.
Giacoma, con la ayuda de su nueva amiga, consiguió asilo temporal en Argentina con muchas condiciones, especialmente relativas al prudente silencio que debía guardar para no perjudicar la relación binacional, pero con la promesa de Giovanna de que el nuevo gobierno, que estaba listo para tomar el poder le daría la nacionalidad que había perdido y un sindicato nuevo para que ella sola lo dirigiera.
Las dos mujeres, tristemente célebres, se hicieron muy amigas y como Giacoma era del mismo pueblo que Tony muy pronto conversaron los dos, sin saber que eran hermanos, de su patria chica, de la fértil Liguria, de Elsa y de Antonino.
Tony descubrió que un algo especial le acercaba a Giacoma, no era solo por ser del mismo pueblo. Los dos mutuamente conocían a los mismos personajes de sus sagas individuales. Giacoma conoció a Antonino y Tony a Elsa. Giacoma decía que en algunas ocasiones recibía regalos de Antonino: vestidos, cuadernos, un poco de dinero que le hacía llegar con su madre, que no daba explicación sobre esta extraña generosidad del sujeto más egoísta de la región y del mundo.
Tony sabía que Elsa era una buena mujer, siempre callada y dedicada a sus oficios para obtener unas pocas liras, pero sí había sufrido en carne propia la terrible despreocupación del conquistador infatigable de mujeres, dueño original de los genes heredados por su hijo Nicola.